«Diez personas, con espadas esquirladas encendidas, delante de una pared roja y blanca y negra.»
Recogido: Jesachev, año 1173,12 segundos antes de la muerte. Sujeto: uno de nuestros propios fervorosos, escuchado en sus últimos momentos.
Kaladin no había sido asignado al Puente Cuatro por casualidad. De todas las cuadrillas, la del Puente Cuatro era la que tenía mayor promedio de bajas. Eso era particularmente notable, considerando que las cuadrillas medias perdían de un tercio a la mitad de sus hombres en cada ocasión.
Kaladin estaba sentado al aire libre, la espalda apoyada en la pared del barracón, mojado por la llovizna. No era una alta tormenta. Solo una lluvia corriente de primavera. Suave. Una tímida prima de las grandes tormentas.
Syl estaba sentada en su hombro. O flotaba sobre él. Lo que fuera. No parecía tener peso. Kaladin estaba sentado con la barbilla contra el pecho, mirando un agujerito en la piedra que se llenaba lentamente de agua de lluvia.
Debería de haber entrado en el barracón del Puente Cuatro. Era frío y sin mueble alguno, pero lo protegería de la lluvia. Pero… no le importaba. ¿Cuánto tiempo llevaba ya en el Puente Cuatro? ¿Dos semanas? ¿Tres? ¿Una eternidad?
De los veinticinco hombres que habían sobrevivido a su primera misión en el puente, veintitrés estaban ya muertos. Dos habían sido trasladados a otras cuadrillas porque habían hecho algo que satisfizo a Gaz, pero habían muerto allí. Solo quedaban otro hombre y Kaladin. Dos de casi cuarenta.
Las cuadrillas habían sido rellenadas con más desgraciados, y la mayoría habían muerto también. Habían sido sustituidos. Muchos de esos murieron. Se había elegido un jefe de puente tras otro, supuestamente un puesto favorecido, siempre con la posibilidad de correr en los mejores lugares. En el Puente Cuatro no importaba.
Algunas acciones con el puente no eran tan malas. Si los alezi llegaban antes que los parshendi, no moría ningún hombre de los puentes. Y si llegaban demasiado tarde, a veces otro alto príncipe estaba allí ya. Sadeas no ayudaba en ese caso; cogía su ejército y volvía al campamento. Incluso en una mala carrera, los parshendi a menudo elegían concentrar sus flechas en ciertas cuadrillas, tratando de abatir al completo de una sola vez. A veces caían docenas de hombres, pero ni uno solo del Puente Cuatro.
Eso era extraño. Por algún motivo, el Puente Cuatro siempre parecía ser el objetivo. Kaladin no se molestaba en aprender los nombres de sus compañeros. Ninguno de los hombres del puente lo hacía. ¿Qué sentido tenía? Aprende el nombre de un hombre, y uno de los dos estará muerto antes de que pase una semana. Las probabilidades eran que los dos estaríais muertos. Tal vez debería aprenderse los nombres. Así tendría a alguien con quien hablar en Condenación. Podrían recordar lo terrible que fue el Puente Cuatro, y coincidir con que los fuegos eternos eran mucho más agradables.
Sonrió aturdido, todavía contemplando la roca que tenía delante. Gaz vendría a por ellos pronto, para enviarlos a trabajar. Fregar letrinas, limpiar calles, vaciar establos, recoger piedras. Algo que mantuviera sus mentes apartadas de su destino.
Seguía sin saber por qué luchaban en esas violentas mesetas. Algo referido a aquellas grandes crisálidas. Tenían gemas en sus corazones, al parecer. ¿Pero qué tenía eso que ver con el Pacto de la Venganza?
Otro hombre de la cuadrilla, un joven veden de pelo rubio rojizo, yacía cerca, mirando el cielo lluvioso. El agua se arremolinaba en las comisuras de sus ojos marrones y luego le corría por la cara. No parpadeaba.
No podían huir. El campamento de guerra bien podría haber sido una prisión. Los hombres de los puentes podían acudir a los mercaderes y gastar sus exiguas ganancias en vino barato o putas, pero no podían salir del campamento. El perímetro era inexpugnable. En parte, para impedir que entraran los soldados de los otros campamentos: siempre estallaba la rivalidad cuando se congregaban los ejércitos. Pero sobre todo para que los esclavos y hombres de los puentes no pudieran escapar.
¿Por qué? ¿Por qué tenía que ser todo esto tan horrible? Nada tenía sentido. ¿Por qué no dejar que unos cuantos hombres corrieran delante de los puentes con escudos para interceptar las flechas? Lo había preguntado, y le dijeron que eso los retrasaría demasiado. Volvió a preguntar, y le dijeron que lo colgarían si no cerraba la boca.
Los ojos claros actuaban como si todo este lío fuera una especie de juego grandioso. Si lo era, las reglas eran desconocidas por los hombres de los puentes, que solo eran piezas en un tablero del que no tenían ni idea de cuál podría ser la estrategia del jugador.
—¿Kaladin? —preguntó Syl, flotando hasta posarse en su pierna, manteniendo la forma de muchachita con el largo vestido fluyendo en la niebla—. ¿Kaladin? Llevas sin hablar varios días.
Él siguió sin decir nada, desplomado. Había una salida. Los hombres del puente podían visitar el abismo más cercano al campamento. Había reglas que lo prohibían, pero los centinelas las ignoraban. Se consideraba la única merced que podía concederse a los hombres de los puentes.
Los hombres que seguían ese camino no regresaban nunca.
—¿Kaladin? —dijo Syl, la voz suave, preocupada.
—Mi padre solía decir que hay dos tipos de gente en el mundo —susurró Kaladin, la voz rasposa—. Decía que estaban los que quitaban vidas. Y los que las salvaban.
Syl frunció el ceño, ladeando la cabeza. Este tipo de conversación la confundía: no era buena con las abstracciones.
—Pero yo pensaba que estaba equivocado, que había un tercer tipo. Gente que mataba para salvar —sacudió la cabeza—. Fui un necio. Hay un tercer grupo, uno grande, pero no es el que yo pensaba.
—¿Qué grupo? —preguntó ella, sentándosele en la rodilla, el ceño fruncido.
—La gente que existe para que la salven o para que la maten. El grupo del medio. Los que no pueden hacer más que morir o ser protegidos. Las víctimas. Eso es todo lo que soy.
Contempló el aserradero mojado. Los carpinteros se habían retirado, cubriendo con lonas la madera sin tratar y llevándose las herramientas que podían oxidarse. Los barracones se extendían hasta las zonas norte y este del patio. El del Puente Cuatro estaba un poco apartado de los demás, como si la mala suerte fuera una enfermedad que pudiera contraerse. Contagio por proximidad, como diría el padre de Kaladin.
—Existimos para que nos maten —dijo Kaladin. Parpadeó y miró a los otros miembros del Puente Cuatro sentados apáticos bajo la lluvia—. Si no estamos muertos ya.
—Odio verte así —dijo Syl, zumbando alrededor de la cabeza de Kaladin mientras su cuadrilla arrastraba un tronco hasta el aserradero. Los parshendi a menudo pegaban fuego a los puentes permanentes más lejanos, así que los ingenieros y carpinteros del alto príncipe Sadeas siempre estaban ocupados.
El antiguo Kaladin podría haberse preguntado por qué los ejércitos no se esforzaban más por defender los puentes. «¡Aquí pasa algo raro!, dijo una voz en su interior. Te estás perdiendo parte del rompecabezas. Desperdician recursos y vidas. No parece importarles presionar y atacar a los parshendi. Solo libran escaramuzas en las llanuras, y luego vuelven a los campamentos y lo celebran. ¿Por qué? ¿POR QUÉ?»
Ignoró esa voz. Pertenecía al hombre que un día había sido.
—Antes eras vibrante —dijo Syl—. Muchos se fijaban en ti, Kaladin. Tu pelotón de soldados. Los enemigos con los que luchabas. Los otros esclavos. Incluso algunos ojos claros.
Pronto llegaría el almuerzo. Entonces podría dormir hasta que el jefe del puente lo despertara a patadas para el trabajo de la tarde.
—Yo te observaba pelear —dijo Syl—. Apenas lo recuerdo. Mis recuerdos de entonces son difusos. Como mirarte a través de un aguacero.
Espera. Eso era extraño. Syl no había empezado a seguirlo hasta después de su caída del ejército. Y ella había actuado entonces como cualquier vientospren corriente. Vaciló, ganándose una maldición y un latigazo del capataz.
Empezó a tirar de nuevo. Los hombres del puente que se retrasaban en el trabajo eran azotados, y los que eran torpes en las carreras, ejecutados. El ejército era muy riguroso en ese aspecto. Niégate a atacar a los parshendi, intenta retrasarte tras los otros puentes, y te decapitan. De hecho, reservaban ese destino para ese delito concreto.
Había un montón de formas de ser castigado. Podías ganar trabajo de más, ser azotado, perder tu paga. Si hacías algo realmente malo, te entregaban al juicio de Padre Tormenta, dejándote atado a un poste o una pared durante una alta tormenta. Pero lo único que podías hacer para ser ejecutado directamente era negarte a correr hacia los parshendi.
El mensaje estaba claro. Atacar con tu puente podía matarte, pero negarte a hacerlo te mataría.
Kaladin y su cuadrilla alzaron el tronco en una pila junto con los demás, y luego soltaron sus cuerdas. Regresaron a la entrada del aserradero, donde esperaban más leños.
—¡Gaz! —llamó una voz. Un soldado alto de pelo amarillo y negro esperaba al borde de los terrenos de los puentes, con un grupo de hombres de aspecto miserable acurrucados tras él. Era Laresh, uno de los soldados que cumplía servicio en las tiendas. Traía nuevos hombres para sustituir a aquellos que habían muerto.
El día era brillante, sin rastro de nubes, y el sol caía con fuerza sobre la espalda de Kaladin. Gaz se acercó a recibir a los nuevos reclutas, y Kaladin y los demás estaban casualmente allí para recoger un leño.
—Qué grupo tan patético —dijo Gaz, examinando a los reclutas—. Naturalmente, si no lo fueran, no los enviarían aquí.
—Esa es la verdad —convino Laresh—. Esos diez de ahí delante fueron sorprendidos robando. Ya sabes qué hacer.
Constantemente eran necesarios hombres nuevos en los puentes, pero siempre había cuerpos suficientes. Los esclavos eran comunes, pero también lo eran los ladrones y otros delincuentes de entre los seguidores del campamento. Nunca parshmenios. Eran demasiado valiosos, y además, los parshendi eran una especie de primos de los parshmenios. Era mejor que los trabajadores parshmenios del campamento no vieran a los suyos luchando.
A veces un soldado acababa en la cuadrilla de un puente. Eso solo sucedía si había hecho algo extremadamente malo, como golpear a un oficial. Actos que acabarían colgando a un hombre en muchos ejércitos aquí se traducían en enviarlo a las cuadrillas de los puentes. En teoría, si sobrevivían a cien carreras con los puentes, los liberaban. Las historias decían que había sucedido una o dos veces. Probablemente era solo un mito para darle a los hombres de los puentes una diminuta esperanza de sobrevivir.
Kaladin y los demás pasaron ante los recién llegados, con las miradas gachas, y empezaron a atar sus cuerdas al siguiente tronco.
—El Puente Cuatro necesita algunos hombres —dijo Gaz, frotándose la barbilla.
—El Cuatro siempre necesita hombres —replicó Laresh—. No te preocupes. He traído una hornada especial.
Señaló con la cabeza a un segundo grupo de reclutas, mucho más desharrapado, que caminaba detrás.
Kaladin se irguió lentamente. Uno de los prisioneros de ese grupo era un muchacho de apenas catorce o quince años. Bajo, delgado, de cara redonda.
—¿Tien? —susurró, dando un paso adelante.
Se detuvo, sacudiéndose. Tien estaba muerto. Pero este recién llegado parecía tan familiar, con aquellos ojos negros asustados… Su presencia hizo que Kaladin quisiera protegerlo. Escudarlo.
Pero…, había fracasado. Todo el mundo que había intentado proteger, desde Tien hasta Cenn, había acabado muerto. ¿Qué sentido tenía?
Siguió arrastrando el tronco.
—Kaladin —dijo Syl, posándose—. Voy a dejarte.
Él parpadeó asombrado. Syl. ¿Dejarlo? Pero…, ella era lo único que le quedaba.
—No —susurró. Más pareció un graznido.
—Intentaré volver —dijo ella—. Pero no sé qué sucederá cuando te deje. Las cosas son extrañas. Tengo recuerdos raros. No, la mayoría no son ni siquiera recuerdos. Instintos. Uno de esos me dice que, si te dejo, puedo perderme.
—Entonces no te vayas —dijo él, cada vez más aterrado.
—Tengo que irme —dijo ella, rebulléndose—. No puedo seguir viendo esto. Intentaré regresar —parecía apenada—. Adiós.
Y con eso se perdió en el aire, adoptando la forma de un diminuto grupo de hojas transparentes que daban vueltas.
Kaladin la vio marchar, anonadado.
Luego volvió a tirar del tronco. ¿Qué más podía hacer?
El joven que le recordaba a Tien murió durante la siguiente carrera del puente.
Fue duro. Los parshendi estaban en posición, esperando a Sadeas. Kaladin corrió hacia el abismo, sin pestañear siquiera mientras los hombres eran masacrados a su alrededor. Lo que lo impulsaba no era valentía, ni siquiera el deseo de que aquellas flechas lo alcanzaran y le pusieran fin a todo. Corría. Era lo único que hacía. Como un peñasco que cae por una colina, o como caía la lluvia del cielo. Ni los peñascos ni la lluvia tenían elección. Él tampoco. No era un hombre, sino una cosa, y las cosas hacían solo lo que hacían.
Los hombres tendían puentes en una tensa línea. Cuatro cuadrillas habían caído. El grupo de Kaladin había perdido tantos miembros que casi se había detenido.
Colocado el puente, Kaladin se volvió, mientras el ejército lo atravesaba para iniciar la verdadera batalla. Regresó dando tumbos por la meseta. Después de unos instantes, encontró lo que estaba buscando. El cadáver del muchacho.
Kaladin se quedó allí de pie, el viento azotándole el pelo, contemplando el cuerpo. Yacía boca arriba en un pequeño hueco en la piedra. Kaladin recordó haber yacido en un hueco similar, abrazando a un cadáver similar.
Otro compañero había caído cerca, agujereado a flechazos. Era el hombre que había sobrevivido a la primera carga de Kaladin hacía todas aquellas semanas. Su cuerpo estaba tendido a un lado, sobre un macizo rocoso a un palmo del cadáver del muchacho. La sangre manaba de la punta de una flecha que le asomaba por la espalda. Caía, gota a gota, salpicando el ojo abierto y sin vida del chico. Un pequeño rastro rojo caía del ojo a un lado de su cara. Como lágrimas carmesí.
Esa noche, Kaladin se acurrucó en el barracón, escuchando una alta tormenta sacudir las paredes. Se apretujó contra la fría piedra. Los truenos quebraban el cielo.
«No puedo seguir así. Estoy tan muerto por dentro como si me hubieran atravesado con una lanza el cuello.»
La tormenta continuó con su furia. Y por primera vez en un año, Kaladin se encontró llorando.