Los vientos de la alta tormenta empezaron a soplar contra el complejo de Dalinar, lo suficientemente poderosos para hacer que las piedras gimieran. Navani se acurrucó junto a Dalinar, abrazándolo. Olía maravillosamente. Era…, humillante saber cuánto miedo había pasado por él.

Su alegría por tenerlo de vuelta era suficiente para mitigar, por ahora, su furia por cómo había tratado a Elhokar. Ya cambiaría de opinión. Era algo que había que hacer.

Mientras la alta tormenta golpeaba con fuerza, Dalinar sintió la llegada de la visión. Cerró los ojos, dejando que lo envolviera. Tenía que tomar una decisión, una responsabilidad. ¿Qué hacer? Estas visiones le habían mentido, o al menos lo habían confundido. Parecía que no podía confiar en ellas, al menos no tan explícitamente como antes.

Inspiró profundamente, abrió los ojos y se encontró en un lugar de humo.

Dio media vuelta, alerta. El cielo estaba oscuro y se encontraba en un campo de roca blanca como el hueso, irregular y áspera, que se extendía en todas direcciones. Hacia la eternidad. Formas amorfas hechas de rizado humo gris se alzaban del suelo. Como anillos de humo, solo que con otras formas. Aquí una silla. Allí un rocapullo, con las enredaderas extendidas, encogidas en los extremos y desvaneciéndose. Junto a él apareció la figura de un hombre de uniforme, silencioso y vaporoso, que se alzaba letárgicamente hacia el cielo, la boca abierta. Las formas se fundieron y distorsionaron mientras ascendían, aunque parecían conservar su hechura más tiempo de lo que deberían. Era enervante estar allí en la llanura eterna, pura oscuridad arriba, figuras de humo alzándose por todas partes.

No era como ninguna visión que hubiera visto antes. Era… «No, espera.»

Frunció el ceño y dio un paso atrás cuando la figura de un árbol brotó del suelo cerca de él. «He visto este lugar antes. En la primera de mis visiones, hace tantos meses.» Era un recuerdo difuso. Estaba desorientado, la visión vaga, como si su mente no hubiera aprendido a aceptar lo que veía. De hecho, lo único que recordaba claramente era…

—Debes unirlos —tronó una fuerte voz.

Era la voz. Le hablaba desde todas partes alrededor, haciendo que las figuras de humo se nublaran y distorsionaran.

—¿Por qué me mentiste? —le preguntó Dalinar a la despejada oscuridad—. ¡Hice lo que dijiste, y fui traicionado!

—Únelos. El sol se acerca al horizonte. La Tormenta Eterna se avecina. La Verdadera Desolación. La Noche de las Penas.

—¡Necesito respuestas! —dijo Dalinar—. Ya no me fío de ti. Si quieres que te escuche, tendrás que…

La visión cambió. Giró sobre sus talones y descubrió que todavía estaba en una llanura rocosa, pero que el sol estaba en el cielo como siempre. El campo pedregoso era como cualquier otro en Roshar.

Resultaba muy extraño que una de la visiones lo enviara a un lugar sin nadie con quien hablar y relacionarse. Aunque, por una vez, vestía sus propias ropas. El uniforme Kholin azul oscuro.

¿Había sucedido esto antes, la otra vez que estuvo en aquel lugar de humo? Sí…, había sucedido. Era la primera vez que lo llevaban a un lugar donde había estado antes. ¿Por qué?

Escrutó con cuidado el escenario. Como la voz no volvió a hablar, se puso a andar, pasando ante peñascos resquebrajados y pizarra esfoliada, guijarros y rocas. No había plantas, ni siquiera rocapullos. Solo un paisaje vacío lleno de rocas fragmentadas.

Al cabo de un rato divisó un risco. Subir a un terreno elevado se le antojó una buena idea, aunque la caminata pareció llevarle horas. La visión no terminó. El tiempo era a menudo extraño en ellas. Continuó subiendo la cuesta de la formación rocosa, deseando tener su armadura esquirlada para que le diera fuerzas. Cuando por fin llegó a lo alto, se acercó al borde para contemplar el paisaje.

Y allí vio Kholinar, su hogar, la capital de Alezkar.

Había sido destruida.

Los hermosos edificios habían sido arrasados. Las hojas del viento estaban caídas. No había cadáveres, solo piedra rota. Esta visión no era como la que había visto antes con Nohadon. Esto no era la Kholinar del lejano pasado: podía ver los restos de su propio palacio. Pero esta formación rocosa no era como la que había cerca de Kholinar en el mundo real. Antes, estas visiones le habían mostrado siempre el pasado. ¿Era esta una visión del futuro?

—No puedo seguir luchando con él —dijo la voz.

Dalinar dio un respingo y miró hacia el lado. Había un hombre allí. Tenía la piel oscura y el pelo blanco puro. Alto, fornido pero no grueso, llevaba ropas exóticas de tipo extranjero: pantalones bombachos y una chaqueta que parecía llegarle solo hasta la cintura. Ambas parecían hechas de oro.

Sí…, esto mismo había sucedido antes, en su primera visión. Dalinar podía recordarlo ahora.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Por qué me muestras estas visiones?

—Puedes verlo allí si miras con atención —dijo la figura, señalando—. Comienza en la distancia.

Dalinar miró en esa dirección, molesto. No podía distinguir nada concreto.

—Tormentas —dijo Dalinar—. ¿No responderás a mis preguntas aunque sea una vez? ¿De qué sirve todo esto si solo hablas con acertijos?

El hombre no respondió. Tan solo siguió señalando. Y…, sí, sucedía algo. Había una sombra en el aire, acercándose. Una muralla de oscuridad. Como una tormenta, pero diferente.

—Al menos dime una cosa. ¿Qué tiempo estamos viendo? ¿Esto es el pasado, el futuro u otra cosa distinta?

La figura no contestó inmediatamente.

—Probablemente te preguntas si esto es una visión del futuro —dijo entonces.

Dalinar se sobresaltó.

—Yo…, acabo de preguntar…

Esto era familiar. Demasiado familiar.

«Dijo eso mismo la última vez», advirtió Dalinar, sintiendo un escalofrío. «Esto ya ha sucedido. Estoy viendo la misma visión de nuevo.»

La figura escrutó el horizonte.

—No puedo ver completamente el futuro. Es como si el futuro fuera una ventana rota. Cuanto más miras, más piezas de la ventana se rompen. El futuro cercano puede esperarse, pero el futuro lejano…, solo puede suponerse.

—No puedes oírme ¿verdad? —preguntó Dalinar, horrorizado ahora que por fin empezaba a comprender—. Nunca pudiste.

«Sangre de mis padres…, no me está ignorando. ¡No puede verme! No habla en acertijos. Solo lo parece porque interpreté sus palabras como respuestas crípticas a mis preguntas.»

«No me dijo que confiara en Sadeas. Yo…, di por hecho…»

Todo pareció temblar en torno a Dalinar. Sus preconcepciones, lo que había creído saber. El suelo mismo.

—Esto es lo que podría suceder —dijo la figura, indicando la distancia con un gesto—. Esto es lo que temo que sucederá. Es lo que él quiere. La Auténtica Desolación.

No, esa muralla en el aire no era una alta tormenta. No era lluvia lo que componía aquella enorme sombra, sino polvo barrido. Recordó plenamente esta visión ahora. Había terminado aquí, con él confuso, contemplando el avance de aquella muralla de polvo. Esta vez, sin embargo, la visión continuó.

La figura se volvió hacia él.

—Lamento hacerte eso. Pero espero que lo que has visto te haya dado las bases para comprender. Pero no puedo saberlo con seguridad. No sé quién eres, ni cómo has llegado aquí.

—Yo…

¿Qué decir? ¿Importaba?

—La mayor parte de lo que te enseño son escenas que he visto directamente —dijo la figura—. Pero algunas, como estas, nacen de mis temores. Si yo lo temo, entonces tú debes temerlo también.

La tierra temblaba. La muralla de polvo era causada por algo. Algo que se acercaba.

Dalinar jadeó. Las mismas rocas de delante se rompían, se quebraban, convirtiéndose en polvo. Retrocedió cuando todo empezó a temblar, un enorme terremoto acompañado de un terrible rugido de rocas moribundas. Cayó al suelo.

Hubo un horrible, aplastante, aterrador momento de pesadilla. El temblor, la destrucción, los sonidos de la tierra misma parecieron morir.

Entonces pasó. Dalinar inspiró y espiró antes de ponerse en pie, tembloroso. La figura y él se hallaban en un solitario pináculo de roca. Por algún motivo, una pequeña sección había quedado protegida. Era como una columna de piedra de varios pasos de ancho que se alzaba en el aire.

Alrededor, la tierra había desaparecido. Kholinar ya no estaba. Todo se había perdido en la oscuridad insondable de abajo. Sintió vértigo allí de pie en aquel diminuto trozo de roca que, imposible, quedaba todavía.

—¿Qué es esto? —preguntó, aunque sabía que el ser no podía oírlo.

La figura miró alrededor, apesadumbrada.

—No puedo dejar mucho. Solo estas pocas imágenes, para ti. Quienquiera que seas.

—Estas visiones…, son como un diario ¿no? Una historia que escribiste, un libro que dejaste atrás, excepto que no lo leo, lo veo.

La figura miró al cielo.

—Ni siquiera sé si alguien verá esto. Me marcho.

Dalinar no respondió. Desde el empinado pináculo, contempló un vacío, horrorizado.

—Esto no es por vosotros tampoco —dijo la figura, alzando una mano al aire. Una luz se apagó en el cielo, una luz que Dalinar no había advertido que estaba allí. Entonces otra se apagó también. El sol empezó a volverse más oscuro.

—Es por todos ellos —dijo la figura—. Tendría que haber comprendido que vendría a por mí.

—¿Quién eres? —preguntó Dalinar, dando voz a las palabras para sí mismo.

La figura siguió contemplando el cielo.

—Dejo esto, porque debe de haber algo. Una esperanza para descubrir. Una oportunidad de que alguien descubra qué hacer. ¿Deseas combatir contra él?

—Sí —respondió Dalinar, aunque sabía que no importaba—. No sé quién es, pero si quiere hacer esto, entonces lo combatiré.

—Alguien debe liderarlos.

—Yo lo haré —dijo Dalinar. Las palabras salieron sin más.

—Alguien debe unirlos.

—Yo lo haré.

—Alguien debe protegerlos.

—¡Yo lo haré!

La figura guardó silencio un momento. Entonces habló con voz alta y clara.

—Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino. Repite las antiguas palabras y devuelve a los hombres las Esquirlas que una vez llevaron. —Se volvió a Dalinar y lo miró a los ojos—. Los Caballeros Radiantes deben volver a levantarse.

—No comprendo cómo puede hacerse —dijo Dalinar en voz baja—. Pero lo intentaré.

—Los hombres deben enfrentarlos juntos —dijo la figura, dando un paso hacia Dalinar y colocando una mano en su hombro—. No podéis disputar como en años pasados. Él se ha dado cuenta de que vosotros, con el tiempo, os convertiréis en vuestros propios enemigos, de que no necesita combatiros. No si puede haceros olvidar, haceros volver unos contra otros. Vuestras leyendas dicen que ganasteis. Pero la verdad es que perdimos. Y estamos perdiendo.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar Dalinar, en voz más baja.

—Ojalá pudiera hacer más —repitió la figura de oro—. Podríais obligarle a elegir un campeón. Está obligado por algunas reglas. Todos nosotros lo estamos. Un campeón podría funcionar bien para vosotros, pero no es seguro. Y…, sin las Esquirlas del Amanecer… Bueno, he hecho lo que puedo. Es terrible, terrible dejaros solos.

—¿Quién eres? —preguntó de nuevo Dalinar. Y sin embargo, le pareció que ya lo sabía.

—Soy…, fui…, Dios. El que llamáis el Todopoderoso, el creador de la humanidad. —La figura cerró los ojos—. Y ahora estoy muerto. Odium me ha matado. Lo siento.

FIN DE LA QUINTA PARTE