«¡Que ya no me duela! ¡Que ya no llore! ¡Daigonarthis! ¡El Pescador Negro sostiene mi pena y la consume!»

Tanatesach, 1173, 28 segundos antes de la muerte. Una saltimbanqui callejera ojos oscuros. Advertir su similitud con la muestra 1172-89.

El Puente Cuatro se quedó detrás del resto del ejército. Con dos heridos, y cuatro hombres necesarios para cargar con ellos, el puente les pesaba. Por fortuna, Sadeas había traído a casi todas las cuadrillas en este ataque, incluyendo las ocho que le había prestado a Dalinar. Eso significaba que el ejército no tenía que esperar al equipo de Kaladin para cruzar.

El agotamiento saturaba a Kaladin, y el puente que llevaba a los hombros parecía hecho de piedra. No se sentía tan cansado desde sus primeros días en este oficio. Syl flotaba ante él, observando preocupada cómo marchaba a la cabeza de sus hombres, con el rostro sudoroso, esforzándose por las irregularidades del terreno.

Ante ellos, los últimos miembros del ejército de Sadeas cruzaban el abismo. La meseta de reunión estaba casi vacía. La pura y horrible audacia de lo que Sadeas había hecho retorcía las entrañas de Kaladin. Consideraba que lo que habían hecho era horrible. Aquí, Sadeas condenaba cruelmente a miles de hombres, ojos oscuros y ojos claros por igual. Supuestos aliados. Esa traición parecía pesar tanto sobre Kaladin como el puente mismo. Lo presionaba, lo hacía jadear en busca de aire.

¿No había ninguna esperanza para los hombres? Mataban a aquellos a quienes deberían haber amado. ¿De qué servía luchar, de qué servía ganar, si no había ninguna diferencia entre aliado y enemigo? ¿Qué era la victoria? Absurda. ¿Qué significaban las muertes de los amigos y colegas de Kaladin? Nada. El mundo entero era una pústula, repulsivamente verde e infestada de corrupción.

Aturdidos, Kaladin y los suyos llegaron al abismo, aunque demasiado tarde para ayudar a cruzarlo. Los hombres que había enviado por delante estaban allí, Teft con aspecto sombrío, Cikatriz apoyado en una lanza para evitar hacerlo en la pierna herida. Un grupito de lanceros muertos yacía alrededor. Los soldados de Sadeas retiraban a sus heridos cuando era posible, pero algunos morían mientras los ayudaban. Habían abandonado a algunos de estos allí: obviamente, Sadeas tenía prisa por abandonar la escena.

Los muertos conservaban su equipo. Cikatriz había encontrado posiblemente su muleta allí. Alguna pobre cuadrilla tendría que volver aquí más tarde para recuperar ese material, y el de los caídos de Dalinar.

Soltaron el puente y Kaladin se secó la frente.

—No coloquéis el puente sobre el abismo —le dijo a sus hombres—. Esperaremos a que el último de los hombres haya cruzado, y luego usaremos alguno de los otros puentes.

Matal miró a Kaladin y su cuadrilla, pero no les ordenó colocar el puente. Se dio cuenta de que, cuando consiguieran ponerlo en posición, tendrían que retirarlo de nuevo.

—¿No es todo un espectáculo? —dijo Moash, acercándose a Kaladin y mirando atrás.

Kaladin se volvió. La Torre se alzaba tras ellos, inclinada en su dirección. El ejército de Kholin era un círculo azul atrapado en mitad de la pendiente después de haber intentado abrirse paso y dar alcance a Sadeas antes de que se marchara. Los parshendi eran un enjambre oscuro con manchas rojas en su piel moteada. Presionaban el círculo alezi, reduciéndolo.

—¡Qué vergüenza! —dijo Drehy desde el puente, sentado en su borde—. Me dan ganas de vomitar.

Otros hombres asintieron, y Kaladin se sorprendió al ver la preocupación en sus rostros. Roca y Teft se reunieron con Moash y él, todos ataviados con su armadura-caparazón parshendi. Kaladin se alegró de haber dejado a Shen en el campamento. Se habría vuelto catatónico al verlos.

Teft se acunó el brazo herido. Roca se protegió los ojos con una mano y sacudió la cabeza, mirando al este.

—Es una vergüenza. Una vergüenza para Sadeas. Una lástima para nosotros.

—Puente Cuatro —llamó Matal—. ¡Vamos!

Matal les hacía señas para que cruzaran el puente Seis y dejaran la meseta de reunión. De repente, a Kaladin se le ocurrió una idea. Una idea fantástica, como un rocapullo que floreciera en su mente.

—Seguiremos con nuestro propio puente, Matal —llamó Kaladin—. Acabamos de llegar. Necesitamos descansar unos minutos.

—¡Cruzad ahora! —chilló Matal.

—¡Iremos detrás! —replicó Kaladin—. ¿Quieres explicarle a Sadeas por qué tiene que retener a todo el ejército por una miserable cuadrilla? Tenemos nuestro puente. Deja que mis hombres descansen. Os alcanzaremos más tarde.

—¿Y si esos salvajes vienen a por vosotros? —preguntó Matal.

Kaladin se encogió de hombros.

Matal parpadeó y entonces pareció comprender cuánto deseaba que eso sucediera.

—Como quieras —dijo, y echó a correr para cruzar el puente seis mientras retiraban a los demás. En cuestión de segundos, el equipo de Kaladin se quedó solo junto al abismo. El ejército se retiró hacia el oeste.

Kaladin sonrió de oreja a oreja.

—No puedo creerlo, después de tantas preocupaciones… ¡Somos libres!

Los hombres se volvieron hacia él, confundidos.

—Los seguiremos dentro de poco —dijo Kaladin ansiosamente—, y Matal dará por hecho que vamos a hacerlo. Nos iremos quedando cada vez más rezagados tras el ejército, hasta perdernos de vista. Luego nos dirigiremos al norte, usando el puente para cruzar las Llanuras. ¡Podremos escapar hacia el norte, y todo el mundo supondrá que los parshendi nos capturaron y nos mataron!

Los otros lo miraron con los ojos muy abiertos.

—Suministros —dijo Teft.

—Tenemos estas esferas —respondió Kaladin, sacando su bolsa—. Un buen puñado, aquí mismo. Podemos coger las armas y armaduras de los muertos y usarlas para defendernos de los bandidos. ¡Será duro, pero no nos perseguirán!

Los hombres empezaban a entusiasmarse. Sin embargo, algo hizo vacilar a Kaladin. «¿Y los heridos del campamento?»

—Tendré que quedarme atrás —dijo Kaladin.

—¿Qué? —exclamó Moash.

—Alguien tendrá que hacerlo. Por nuestros heridos del campamento. No podemos abandonarlos. Heridme y dejadme en una de las mesetas. Sadeas enviará a recuperar todo este material. Les diré que mi cuadrilla fue masacrada en venganza por haber profanado los muertos parshendi, y nuestro puente arrojado al abismo. Lo creerán: han visto cómo nos odian los parshendi.

La cuadrilla se había puesto ahora en pie, y se miraban unos a otros. Miradas incómodas.

—No nos marcharemos sin ti —dijo Sigzil. Muchos de los otros asintieron.

—Me iré. No podemos dejar a esos hombres.

—Kaladin, muchacho… —empezó a decir Teft.

—Hablaremos de mí más tarde —interrumpió Kaladin—. Tal vez vaya con vosotros y me cuele luego en el campamento para ayudar a los heridos. Por ahora, id a recoger material de esos cadáveres.

Ellos vacilaron.

—¡Es una orden!

Se pusieron en marcha, sin más queja, y corrieron a saquear los cadáveres que Sadeas había abandonado. Eso dejó a Kaladin solo junto al puente.

Todavía estaba inquieto. No eran solo los heridos del campamento. ¿De qué se trataba, entonces? Esta era una oportunidad fantástica. Prácticamente habría matado por tener una igual cuando era esclavo. ¿La oportunidad de desaparecer, dado por muerto? Los hombres del puente no tendrían que luchar. Eran libres. ¿Por qué, entonces, estaba tan ansioso?

Kaladin se volvió a observar a sus hombres, y se sorprendió al ver algo delante de él. Una mujer de luz blanca translúcida.

Era Syl, como nunca la había visto antes, del tamaño de una persona normal, las manos unidas delante, el cabello y el vestido ondulando al viento. Él no tenía ni idea de que pudiera hacerse tan grande. Miraba hacia el este, con expresión horrorizada, los ojos muy abiertos y apenados. Era el rostro de una niña que contempla un hecho brutal que roba su inocencia.

Kaladin se volvió y miró lentamente en aquella dirección. Hacia la Torre.

Hacia el desesperado ejército de Dalinar Kholin.

Verlos le encogió el corazón. Luchaban a la desesperada. Rodeados. Abandonados. Para morir a solas.

«Nosotros tenemos un puente —advirtió Kaladin—. Si pudiéramos emplazarlo…» La mayoría de los parshendi estaban concentrados en el ejército alezi, con solo una fuerza simbólica de reserva cerca del abismo. Era un grupo tan pequeño que quizá los hombres del puente podrían contenerlos.

Pero no. Era una idiotez. Había miles de soldados parshendi bloqueando el camino de Kholin al abismo. ¿Y cómo emplazarían el puente, sin arqueros que los apoyaran?

Varios hombres regresaron tras su rápido saqueo. Roca se reunió con Kaladin, y su expresión se volvió sombría cuando miró hacia el este.

—Es terrible. ¿No podemos hacer nada para ayudar?

Kaladin negó con la cabeza.

—Sería un suicidio, Roca. Tendríamos que realizar un asalto sin apoyatura del ejército.

—¿No podríamos desviarnos un poco? ¿Esperar a ver si Kholin se abre paso hasta nosotros? Si lo hace, entonces podríamos emplazar nuestro puente.

—No. Si permanecemos fuera de su alcance, Kholin entenderá que somos los oteadores que ha dejado Sadeas. Tendremos que cargar. De lo contrario, nunca vendrá a nuestro encuentro.

Eso hizo palidecer a los hombres del puente.

—Además —añadió Kaladin—, si de algún modo consiguiéramos salvar a algunos de esos hombres, hablarían, y Sadeas sabría que vivimos todavía. Nos daría caza y nos mataría. Al regresar, perderíamos nuestra posibilidad de ser libres.

Los otros asintieron. Todos se habían congregado, cargando con las armas. Era hora de irse. Kaladin trató de contener la sensación de desesperación que lo embargaba. Este Dalinar Kholin era probablemente como los demás. Como Roshone, como Sadeas, como cualquier otro ojos claros. Fingía virtud, pero por dentro estaba corrompido.

«Pero tenía a miles de soldados ojos oscuros con él —pensó—. Hombres que no merecen este terrible destino. Hombres como mi antiguo grupo de lanceros.»

—No les debemos nada —susurró. Le pareció ver el estandarte de Dalinar Kholin ondeando azul al frente de su ejército—. Tú los metiste en esto, Kholin. No dejaré que mis hombres mueran por ti. —Le dio la espalda a la Torre.

Syl seguía de pie a su lado, mirando al este. Ver la desesperación de su rostro hizo pedazos su alma.

—¿Los vientospren se sienten atraídos por el viento —preguntó en voz baja—, o lo crean?

—No lo sé —respondió Kaladin—. ¿Importa?

—Tal vez no. Verás, he recordado qué clase de spren soy.

—¿Es este el momento para eso?

—Una cosa, Kaladin —dijo ella, volviéndose y mirándolo a los ojos—. Soy un honorspren. Espíritu de juramentos. De promesas. Y de nobleza.

Kaladin podía oír levemente los sonidos de la batalla. ¿O era solo su mente, buscando algo que sabía que estaba allí? ¿Podía oír a los hombres morir?

¿Podía ver a los soldados escapar, dispersarse, dejar solo a su caudillo?

Todos los demás huían. Kaladin se arrodilló junto al cadáver de Dallet.

Un estandarte verde y burdeos, ondeando solo en el campo.

—¡He estado aquí antes! —gritó Kaladin, volviéndose hacia el estandarte azul. Dalinar siempre combatía al frente—. ¿Qué pasó la última vez? ¡He aprendido! ¡No volveré a ser un idiota!

Aquello parecía aplastarlo. La traición de Sadeas, su cansancio, las muertes de tantos. Estuvo allí de nuevo un momento, arrodillado en el cuartel general móvil de Amaram, viendo la muerte de los últimos de sus amigos, demasiado débil y herido para salvarlos.

Se llevó una mano temblorosa a la cabeza, palpó la marca, húmeda de sudor.

—No te debo nada, Kholin.

Y la voz de su padre pareció susurrar una respuesta. «Alguien tiene que empezar, hijo. Alguien tiene que dar un paso adelante y hacer lo que hay que hacer, porque es lo justo. Si nadie lo hace, los demás no pueden seguir.»

Dalinar había venido a ayudar a los hombres de Kaladin, atacó a aquellos arqueros y salvó al Puente Cuatro.

«A los ojos claros no les preocupa la vida —había dicho Lirin—. Por eso debo hacerlo yo. Debemos hacerlo nosotros.»

«Debes hacerlo tú…»

Vida antes que muerte.

«He fallado tantas veces. Me han derribado al suelo y me han pisado.»

Fuerza antes que debilidad.

«Esto sería la muerte si condujera a mis amigos a…»

Viaje antes que destino.

«La muerte, y lo que es justo.»

—Tenemos que regresar —dijo Kaladin en voz baja—. Tormentas, tenemos que regresar.

Se volvió hacia los hombres del Puente Cuatro. Uno a uno, asintieron. Hombres que habían sido los despojos del ejército apenas unos meses antes, hombres que solo se preocupaban por su propia piel, inspiraron profundamente, hicieron a un lado cualquier idea sobre su seguridad y asintieron. Lo seguirían.

Kaladin alzó la cabeza y tomó aire. La luz tormentosa fluyó hacia él como una ola, como si hubiera alzado los labios a una alta tormenta y la hubiera atraído hacia sí.

—¡Alzad el puente! —ordenó.

Los miembros del Puente Cuatro vitorearon mostrando su acuerdo, aferraron el puente y lo alzaron. Kaladin cogió un escudo y se lo ajustó a la mano.

Entonces se volvió y lo alzó. Con un grito, condujo a sus hombres a la carga, de vuelta hacia aquel abandonado estandarte azul.

La armadura de Dalinar filtraba luz tormentosa por docenas de pequeñas roturas: no había perdido ninguna pieza importante. La luz se alzaba sobre él como vapor sobre un caldero, perezosa, difuminándose lentamente.

El sol lo golpeaba con dureza, abrasándolo mientras combatía. Se sentía muy cansado. No había pasado mucho tiempo desde la traición de Sadeas, no tal como se contaba el tiempo en la batalla. Pero Dalinar había tenido que esforzarse al máximo, en primera línea, luchando codo con codo junto a Adolin. Su armadura había perdido mucha luz tormentosa. Se volvía más pesada, y le daba menos fuerza con cada mandoble. Pronto lo afectaría, frenándolo de tal modo que los parshendi se le podrían echar encima.

Había matado a muchos. A muchísimos. Un número aterrador, y lo hacía sin la Emoción. Se sentía vacío por dentro. Mejor eso que el placer.

No había matado a los suficientes. Se concentraban en torno a Dalinar y Adolin: con los portadores de esquirlada en primera línea, cualquier brecha era pronto cerrada por un hombre de resplandeciente armadura y espada mortífera. Los parshendi tenían que abatirlos a Adolin y a él primero. Ellos lo sabían. Dalinar lo sabía. Adolin lo sabía.

Las historias hablaban de campos de batalla donde los portadores eran los últimos en pie, abatidos por sus enemigos después de largos y heroicos combates. Completamente irreales. Si matabas a un portador de esquirlada primero, podías apoderarte de su espada y volverla contra el enemigo.

Volvió a golpear, los músculos débiles por la fatiga. Morir primero. Buena posición. «No les pidas nada que no harías tú mismo…» Dalinar se tambaleó, sintiendo la armadura tan pesada como una normal.

Podía sentirse satisfecho con la manera en que había vivido la vida. Pero sus hombres…, les había fallado. Pensar en la forma en que estúpidamente los había conducido a una trampa, lo hacía sentirse enfermo.

Y luego estaba Navani.

«El momento ideal para empezar por fin a cortejarla —pensó Dalinar—. Seis años desperdiciados. Una vida desperdiciada. Y ahora ella tendrá que sufrir de nuevo.»

Esa idea le hizo alzar los brazos y clavar los pies en tierra. Combatió a los parshendi. Se esforzó. Por ella. No se permitiría caer mientras tuviera fuerzas.

Cerca, la armadura de Adolin filtraba luz también. El joven se esforzaba cada vez más para proteger a su padre. No habían discutido el intento, tal vez, de saltar los abismos y huir. Siendo los abismos tan grandes, las posibilidades eran escasas, pero, aparte de eso, no abandonarían a la muerte a sus hombres. Adolin y él habían vivido según los Códigos. Y morirían según los Códigos.

Dalinar volvió a golpear, permaneciendo junto a su hijo, luchando de esa forma por mantenerse fuera del alcance del enemigo típica de dos portadores. El sudor le corría por la cara dentro del yelmo, y dirigió una última mirada hacia el lejano ejército. Apenas era ya visible en el horizonte. La actual posición de Dalinar le permitía ver bien el oeste.

«Que ese hombre sea maldito por…»

«Por…»

«Sangre de mis padres, ¿qué es eso?»

Un pequeño contingente cruzaba la meseta occidental, corriendo hacia la Torre. Una cuadrilla solitaria, cargando su puente.

—No puede ser —dijo Dalinar, apartándose de la lucha y dejando que la Guardia de Cobalto (lo que quedaba de ella) corriera a defenderlo. Como no se fiaba de sus ojos, alzó la visera. El resto del ejército de Sadeas se había marchado, pero esta única cuadrilla permanecía. ¿Por qué?

—¡Adolin! —gritó, señalando con su espada, un arrebato de esperanza corriéndole por los miembros.

El joven se volvió, siguiendo el gesto de su padre. Se detuvo.

—¡Imposible! ¿Qué clase de trampa es esa?

—Una estupidez, si es una trampa. Ya estamos muertos.

—¿Pero por qué enviar a un puente de vuelta? ¿Con qué propósito?

—¿Importa?

Vacilaron un momento en medio de la batalla. Ambos conocían la respuesta.

—¡Formaciones de asalto! —gritó Dalinar, volviéndose hacia sus soldados. Padre Tormenta, quedaban tan pocos. Menos de la mitad de los ocho mil del principio.

—¡Formad! —ordenó Adolin—. ¡Preparaos para poneros en marcha! Vamos a abrirnos paso entre ellos. Reunid todo lo que podáis. ¡Tenemos una oportunidad!

«Muy pequeña. Tendremos que abrirnos paso por el resto del ejército parshendi», pensó Dalinar, bajándose la visera. Aunque llegaran a la base de la pendiente, probablemente encontrarían a la cuadrilla muerta y al puente lanzado al abismo. Los arqueros parshendi estaban formando ya; eran más de cien. Sería una masacre.

Pero era una esperanza. Una esperanza diminuta y preciosa. Si su ejército iba a caer, lo haría mientras intentaba aferrarse a esta esperanza.

Alzando su espada en alto, sintiendo un arrebato de fuerza y determinación, Dalinar cargó a la cabeza de sus hombres.

Por segunda vez en un mismo día, Kaladin corrió hacia una posición parshendi armada, el escudo ante él, llevando la armadura hecha con el cadáver de un enemigo caído. Tal vez tendría que sentirse asqueado por lo que había hecho para crear esta armadura. Pero no era peor que lo que los parshendi habían hecho al matar a Dunny, Mapas, y aquel hombre sin nombre que había sido amable con él su primer día en el puente. Kaladin todavía llevaba sus sandalias.

«Nosotros y ellos», pensó Kaladin. Era la única forma en que podía planteárselo un soldado. Por hoy, Dalinar Kholin y sus hombres eran parte del «nosotros».

Un grupo de parshendi los habían visto acercarse y preparaban sus arcos. Por fortuna, parecía que Dalinar había visto también a la cuadrilla de Kaladin, pues el ejército de azul empezaba a abrirse paso hacia el rescate.

No iba a salir bien. Había demasiados parshendi, y los hombres de Dalinar estarían cansados. Era otro desastre. Pero por una vez Kaladin atacó con los ojos muy abiertos.

«Es mi decisión. No un dios furioso que me vigila, no un spren que gasta bromas, no un giro aciago del destino», pensó mientras los arqueros parshendi formaban.

«Soy yo. Yo decidí seguir a Tien. Yo decidí atacar al portador de esquirlada y salvar a Amaram. Yo decidí escapar a las minas de esclavos. Yo decidí tratar de rescatar a estos hombres, aunque sé que probablemente fracasaré.»

Los parshendi dispararon sus flechas, y Kaladin se sintió jubiloso. El cansancio se evaporó, la fatiga huyó. No estaba luchando por Sadeas. No estaba trabajando para llenar los bolsillos de nadie. Luchaba para proteger.

Las flechas silbaron hacia él y trazó un arco con el escudo, dispersándolas. Vinieron más, de un lado y de otro, buscando su carne. Permanecía por delante de ellas, saltando cuando buscaban sus muslos, volviéndose cuando apuntaban a sus hombros, alzando el escudo cuando intentaban alcanzarlo en la cara. No fue fácil, y más de una flecha lo alcanzó en el peto o las glebas. Pero ninguna se clavó. Lo estaba logrando. Estaba…

Algo iba mal.

Se volvió entre dos flechas, confundido.

—¡Kaladin! —dijo Syl, que flotaba cerca, de vuelta a su forma más pequeña—. ¡Allí!

Señaló hacia la otra meseta de reunión, la que Dalinar había utilizado para su asalto. Un gran contingente de parshendi había saltado esa meseta y se arrodillaba y alzaba sus arcos. No lo apuntaban a él, sino al flanco descubierto del Puente Cuatro.

—¡No! —gritó Kaladin, y la luz tormentosa escapó de su boca en una nube. Se volvió y corrió por la meseta rocosa al encuentro de su cuadrilla. Las flechas lo perseguían. Una lo alcanzó en la espalda, pero resbaló. Otra le dio en el yelmo. Saltó por encima de una hendidura rocosa, empleando toda la velocidad que podía prestarle la luz tormentosa.

Los parshendi del flanco apuntaban. Eran al menos cincuenta. Iba a llegar demasiado tarde. Iba a…

—¡Puente Cuatro! —gritó—. ¡Carga lateral!

No habían practicado esa maniobra desde hacía semanas, pero su entrenamiento quedó de manifiesto cuando obedecieron sin dudar, volcando el puente de lado justo cuando los arqueros disparaban. El puñado de flechas alcanzó la cubierta del puente, clavándose en la madera. Kaladin dejó escapar un suspiro de alivio y llegó junto a su cuadrilla, que había frenado el ritmo para cargar el puente de lado.

—¡Kaladin! —señaló Roca.

Kaladin dio media vuelta. Los arqueros de atrás, en la Torre, apuntaban para una descarga masiva.

La cuadrilla estaba expuesta. Los arqueros dispararon.

Kaladin volvió a gritar, y la luz tormentosa infundió el aire a su alrededor mientras lanzaba toda la que tenía hacia su escudo. El grito resonó en sus oídos; la luz brotó de él, sus ropas se congelaron y resquebrajaron.

Las flechas oscurecían el cielo. Algo lo golpeó, un impacto extendido que lo lanzó de espaldas contra los hombres del puente. Golpeó con fuerza, gruñendo mientras la fuerza continuaba presionándolo.

El puente se paró, los hombres se detuvieron.

Todo quedó quieto.

Kaladin parpadeó, sintiéndose completamente agotado. Le dolía el cuerpo, le cosquilleaban los brazos, sentía la espalda lastimada. Notaba un fuerte dolor en la muñeca. Gimió, abriendo los ojos, tambaleándose mientras las manos de Roca lo sujetaban por detrás.

Un golpe sordo: el puente al ser soltado. «¡Idiotas! No lo soltéis… Retirada…»

Los hombres se reunieron a su alrededor mientras resbalaba al suelo, abrumado por haber gastado demasiada luz tormentosa. Parpadeó al ver lo que tenía delante, sujeto a su brazo ensangrentado.

Su escudo estaba cubierto de flechas, docenas de ellas, algunas clavadas en las otras. Los huesos que adornaban la parte delantera del escudo se habían quebrado; la madera estaba astillada. Algunas de las flechas la habían atravesado y le habían alcanzado en el antebrazo. Ese era el dolor.

Más de cien flechas. Una andanada entera. Clavadas en un solo escudo.

—Por los rayos del Llamador Brillante —dijo Drehy en voz baja—. Qué…, qué ha sido…

—Era como una fuente de luz —dijo Moash, arrodillándose junto a Kaladin—. Como si el sol mismo brotara de ti, Kaladin.

—Los parshendi… —gimió Kaladin, y soltó el escudo. Las correas estaban rotas, y mientras pugnaba por incorporarse, el escudo casi se desintegró, hecho pedazos, dispersando docenas de flechas rotas a sus pies. Unas cuantas permanecieron clavadas en su brazo, pero ignoró el dolor y miró a los parshendi.

Los grupos de arqueros en ambas mesetas permanecían inmóviles, aturdidos. Los de delante empezaron a gritarse unos a otros en una lengua que Kaladin no comprendía.

—¡Neshua Kadal!

Se levantaron.

Y entonces huyeron.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kaladin.

—No lo sé —respondió Teft, acariciándose el brazo herido—. Pero vamos a llevarte a lugar seguro. Maldito sea este brazo. ¡Lopen!

El otro hombre trajo a Dabbid, y retiraron a Kaladin a un emplazamiento más seguro hacia el centro de la meseta. Él se sujetó el brazo, aturdido, el agotamiento tan profundo que apenas podía pensar.

—¡Alzad el puente! —ordenó Moash—. ¡Todavía tenemos un trabajo que hacer!

El resto de los hombres del puente corrieron sombríos y alzaron el puente. En la Torre, las fuerzas de Dalinar se abrían paso hacia los parshendi y la posible seguridad que les ofrecía la cuadrilla. «Deben de estar sufriendo unas pérdidas tan grandes», pensó Kaladin, aturdido.

Tropezó y cayó al suelo. Teft y Lopen lo arrastraron hasta un hueco a cubierto, y junto a Cikatriz y Dabbid. El vendaje del pie de Cikatriz estaba rojo de sangre, la lanza que había empleado como bastón a su lado. «Creí haberle dicho…, que no forzara ese pie…»

—Necesitamos esferas —dijo Teft—. ¿Cikatriz?

—Las pidió esta mañana —respondió el otro hombre—. Le di todo lo que tenía. Creo que la mayoría hizo lo mismo.

Teft maldijo en voz baja y arrancó las flechas restantes del brazo de Kaladin. Luego se lo vendó.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Cikatriz.

—No lo sé. No sé nada. ¡Kelek! Soy un idiota. Kaladin. Muchacho ¿puedes oírme?

—Es solo…, el shock…

—Tienes una pinta rara, gancho —dijo Lopen, nervioso—. Estás blanco.

—Tienes la piel cenicienta, muchacho —dijo Teft—. Parece que te hiciste algo allí delante. No sé… Yo… —Maldijo de nuevo y dio un puñetazo contra la piedra—. Tendría que haber escuchado. ¡Idiota!

Lo tendieron de lado, y así apenas pudo ver la Torre. Nuevos grupos de parshendi, los que no habían visto la exhibición de Kaladin, se dirigían al abismo portando sus armas. El Puente Cuatro llegó y soltó su carga. Cogieron sus escudos y a toda prisa recuperaron las lanzas atadas al lado del puente. Entonces asumieron sus posiciones a los lados, preparándose para empujar el puente sobre el abismo.

Los parshendi no tenían arcos. Formaron para esperarlos, las armas prestas. Triplicaban fácilmente en número a los hombres de los puentes, y venían más.

—Tenemos que ir a ayudar —dijo Cikatriz a Lopen y Teft.

Los otros dos asintieron, y los tres (dos heridos y un manco) se pusieron en pie. Kaladin intentó hacer lo mismo, pero se desplomó, las piernas demasiado débiles para sostenerlo.

—Quédate aquí, muchacho —dijo Teft, sonriendo—. Nos las apañaremos.

Recogieron algunas lanzas de las que Lopen había colocado en la litera y se dirigieron renqueando al encuentro de la cuadrilla. Incluso Dabbid se unió a ellos. No había hablado desde que lo hirieron en aquella primera carga, hacía tanto tiempo.

Kaladin se arrastró hasta el borde del abismo, observándolos. Syl se posó en la piedra junto a él.

—Locos de las tormentas —murmuró Kaladin—. No tendrían que haberme seguido. Pero me siento orgulloso de todas formas.

—Kaladin… —dijo Syl.

—¿Hay algo que tengas que hacer? —Estaba tan cansado, por las tormentas—. ¿Algo que me haga más fuerte?

Ella negó con la cabeza.

Un poco más adelante, los hombres del puente empezaron a empujar. La madera del puente rozó con fuerza mientras cruzaba las rocas, abarcando el abismo hacia los parshendi a la espera. Empezaron a entonar aquel rudo himno guerrero, el que cantaban cada vez que veían a Kaladin con la armadura.

Los parshendi parecían ansiosos, furiosos, letales. Querían sangre. Se lanzarían contra los hombres del puente y los harían pedazos, y luego lanzarían el puente al abismo.

«Está volviendo a suceder. No puedo alcanzarlos. Morirán. Delante de mí. Tukk. Muerto. Nelda. Muerto. Goshel. Muerto. Dallet. Cenn. Mapas. Dunny. Muertos. Muertos. Muertos», pensó Kaladin, aturdido y abrumado. Se acurrucó, sin fuerzas, estremecido.

«Tien.»

«Muerto.»

Yacía encogido en un hueco en la roca. Los sonidos de la batalla resonaban a lo lejos. La muerte lo rodeaba.

En un momento, estuvo allí de nuevo, en aquel día, el más horrible de todos.

Kaladin caminaba entre el caos de la guerra, entre gritos y maldiciones, la lanza en la mano. Había soltado el escudo. Tenía que encontrar uno en alguna parte. ¿No debería tener un escudo?

Era su tercera batalla real. Llevaba solo unos pocos meses en el ejército de Amaram, pero Piedralar parecía ya otro mundo. Llegó a un hueco en la roca y se agachó, apoyando la espalda en la pared, y respiró despacio, dejando deslizar los dedos por el mango de la lanza. Estaba temblando.

Nunca había advertido lo idílica que había sido su vida. Lejos de la guerra. Lejos de la muerte. Lejos de aquellos gritos, de la cacofonía del metal contra el metal, del metal sobre la madera, del metal sobre la carne. Cerró con fuerza los ojos, tratando de bloquear todo aquello.

«No —pensó—. Abre los ojos. No permitas que te encuentren y te maten tan fácilmente.»

Se obligó a abrir los ojos, luego dio media vuelta y se asomó al campo de batalla. Era un completo caos. Combatían en la falda de una montaña, miles de hombres en cada bando, mezclándose y matándose. ¿Cómo podía nadie seguir nada en medio de esa locura?

El ejército de Amaram (el ejército de Kaladin) intentaba mantener la cima de la colina. Otro ejército, también alezi, intentaba arrebatársela. Eso era todo lo que sabía Kaladin. El enemigo parecía más numeroso que su propio ejército.

«Estará a salvo. ¡Lo estará!»

Pero le costaba trabajo convencerse a sí mismo. El servicio de Tien como mensajero no había durado mucho. Había pocos reclutas, le habían dicho, y todas las manos que pudieran empuñar una lanza eran necesarias. Habían reconvertido a Tien y los otros mensajeros mayores en pelotones de reserva.

Dalar decía que nunca serían utilizados. Probablemente. A menos que el ejército corriera serio peligro. ¿Constituía un serio peligro estar rodeados en lo alto de una empinada colina, sus líneas sumidas en el caos?

«Sube hasta la cima», pensó, mirando la pendiente. El estandarte de Amaram todavía ondeaba allá arriba. Sus soldados debían de estar aguantando. Todo lo que Kaladin podía ver era una masa en movimiento de hombres de naranja y la ocasional mancha de verde bosque.

Kaladin echó a correr para subir la colina. No se volvió cuando escuchó a los hombres gritarle, no comprobó a qué bando pertenecían. La hierba se apartaba a su paso. Se topó con unos cuantos cadáveres, rodeó un par de árboles hirsutos, y evitó lugares donde había hombres luchando.

«Allí», pensó, advirtiendo un grupo de lanceros que vigilaban cautelosos. Verde. Los colores de Amaram. Kaladin se acercó a ellos, y los soldados lo dejaron pasar.

—¿A qué pelotón perteneces, soldado? —preguntó un fornido ojos claros con los nudos de bajo capitán.

—Muertos, señor —consiguió responder Kaladin—. Todos muertos. Estábamos en la compañía del brillante señor Tashlin, y…

—Bah —dijo el hombre, volviéndose hacia un mensajero—. Tercer informe que recibimos de que Tashlin ha caído. Que alguien avise a Amaram. Cada bando se debilita a espuertas. —Miró a Kaladin—. Tú, ve a las reservas para que te reasignen.

—Sí, señor —dijo Kaladin, aturdido. Miró el camino por el que había venido. La pendiente estaba regada de cadáveres, muchos de ellos de verde. Mientras miraba, un grupo de tres rezagados que corrían hacia la cima fueron interceptados y masacrados.

Ninguno de los hombres de la cima movió un dedo para ayudarlos. Kaladin podría haber caído con la misma facilidad, a metros de la seguridad. Sabía que tal vez fuera importante, desde un punto de vista estratégico, que estos soldados mantuvieran su posición. Pero parecía tan despiadado…

«Busca a Tien», pensó, corriendo hacia los campos de reserva al norte de la amplia colina. Aquí, sin embargo, solo encontró más caos. Grupos de hombres aturdidos, ensangrentados, divididos en nuevos pelotones y enviados de vuelta a la batalla. Kaladin se internó entre ellos, buscando al pelotón que habían creado para los muchachos mensajeros.

Encontró a Dalar primero. El larguirucho sargento de la reserva se hallaba junto a un alto poste donde ondeaban los estandartes triangulares. Estaba asignando los pelotones recién creados para cuadrar las pérdidas en las compañías que combatían allá abajo. Kaladin podía oír todavía los gritos.

—Tú —dijo Dalar, señalándolo—. El pelotón de reasignados está por allí. ¡Ponte en marcha!

—Tengo que encontrar el pelotón de mensajeros.

—¿Y por qué Condenación quieres hacer eso?

—¿Cómo voy a saberlo yo? —respondió Kaladin, encogiéndose de hombros, tratando de conservar la calma—. Solo cumplo órdenes.

Dalar gruñó.

—Compañía del brillante señor Sheler. Zona sureste. Puedes…

Kaladin ya había echado a correr. Esto no podía suceder. Se suponía que Tien debía de estar a salvo. Padre Tormenta. ¡Ni siquiera habían pasado cuatro meses!

Se dirigió al lado sureste de la colina y buscó un estandarte ondeando en la pendiente. El glifopar negro decía shesh lerel: compañía de Sheler. Sorprendido por su propia determinación, Kaladin dejó atrás a los soldados que guardaban la cima de la colina y se encontró de nuevo en el campo de batalla.

Las cosas parecían mejor aquí. La compañía de Sheler defendía su posición, aunque era atacada por una oleada tras otra de enemigos. Kaladin bajó por la pendiente, resbalando en ocasiones, deslizándose en la sangre. Su miedo había desaparecido. Había sido sustituido por preocupación por su hermano.

Llegó a la línea de la compañía justo cuando los pelotones enemigos la asaltaban. Trató de encontrar a Tien, pero quedó atrapado en la oleada de ataques. Se desvió a un lado y se unió a un pelotón de lanceros.

El enemigo se les echó encima en un segundo. Kaladin aferró la lanza con las dos manos, se colocó al borde de los otros lanceros y trató de no entorpecerlos. En realidad no sabía lo que estaba haciendo. Apenas sabía lo suficiente para usar a su compañero como protección. El intercambio fue rápido, y Kaladin solo hizo un único ataque. El enemigo fue repelido, y él consiguió evitar ser herido.

Se quedó allí de pie, jadeando, agarrado a su lanza.

—Tú —dijo una voz autoritaria. Lo señalaba un hombre con nudos en los hombros. El jefe del pelotón—. Ya era hora de que mi equipo tuviera algunos refuerzos. Por un momento, creí que Varth iba a quedarse con todos los hombres. ¿Dónde está tu escudo?

Kaladin se dispuso a coger el de un soldado caído. Mientras lo hacía, el jefe del pelotón maldijo.

—Condenación. Vienen de nuevo. Por dos flancos. No podremos aguantar.

Un hombre ataviado con el chaleco verde de los mensajeros se asomó desde una formación rocosa cercana.

—¡Resiste el ataque por el este, Mesh!

—¿Y esa oleada del sur? —gritó el jefe del pelotón, el tal Mesh.

—Está controlada por ahora. ¡Mantened el este! ¡Esas son vuestras órdenes!

El mensajero siguió adelante, para entregar un mensaje similar al siguiente pelotón en línea.

—Varth. ¡Tu pelotón tiene que mantener el este!

Kaladin se levantó con su escudo. Tenía que encontrar a Tien. No podía…

Se detuvo en seco. Allí, en el siguiente pelotón de la fila, había tres figuras. Muchachos jóvenes, diminutos, con sus armaduras, empuñando las lanzas inseguros. Uno era Tien. Su equipo de reservas había sido dividido, obviamente para ocupar los huecos de los otros pelotones.

—¡Tien! —gritó Kaladin, abandonando la fila mientras los enemigos se abalanzaban sobre ellos. ¿Por qué estaban Tien y los otros dos situados en el centro de la formación? ¡Apenas sabían blandir una lanza!

Mesh le gritó, pero Kaladin lo ignoró. El enemigo les cayó encima en un instante, y el pelotón de Mesh se disolvió, perdiendo la disciplina y convirtiéndose en una resistencia más frenética y desorganizada.

Kaladin sintió algo parecido a un golpe en la pierna. Se tambaleó, cayó al suelo y se dio cuenta con sorpresa de que lo había alcanzado una lanza. No sintió ningún dolor. Extraño.

«¡Tien!», pensó, obligándose a levantarse. Alguien se alzó sobre él, y Kaladin reaccionó de inmediato, rodando mientras una lanza le buscaba el corazón. Su propia lanza volvió a sus manos antes de que se diera cuenta de que la había agarrado, y la lanzó hacia arriba.

Entonces se quedó petrificado. Acababa de atravesar con su lanza el cuello del soldado enemigo. Había sucedido tan rápidamente…

«Acabo de matar a un hombre.»

Rodó, dejando que el enemigo cayera de rodillas mientras liberaba su lanza. El pelotón de Varth estaba un poco más allá. El enemigo lo había atacado justo después del ataque a la posición de Kaladin. Tien y los otro dos muchachos estaban todavía en primera línea.

—¡Tien! —gritó.

El muchacho lo miró, los ojos muy abiertos. De hecho, sonrió. Tras él, el resto del pelotón se retiró, dejando al descubierto a los tres chicos que no habían recibido instrucción.

Y, sintiendo su debilidad, los soldados enemigos se abalanzaron hacia Tien y los otros dos. Había un ojos claros acorazado al frente, con brillante acero. Empuñaba una espada.

El hermano de Kaladin cayó de esa manera. Un parpadeo y estaba allí de pie, aterrado. Al siguiente estaba en el suelo.

—¡No! —gritó Kaladin. Trató de ponerse en pie, pero resbaló y cayó de rodillas. Su pierna no respondía bien.

El pelotón de Varth corrió a atacar a los enemigos, que se habían distraído con Tien y los otros dos muchachos. Habían colocado a los desentrenados delante para detener el impulso del ataque enemigo.

—¡No, no, no! —gritó Kaladin. Usó su lanza para ponerse en pie, y luego avanzó a trompicones. No podía ser lo que pensaba. No podía terminar tan rápidamente.

Fue un milagro que nadie lo abatiera mientras recorría el resto de la distancia. Apenas lo pensó. Solo miraba hacia el lugar donde había caído Tien. Oyó truenos. No. Cascos de caballos. Amaram había llegado con su caballería, y se abrían paso entre las líneas enemigas.

A Kaladin no le importó. Finalmente llegó al lugar. Allí encontró tres cadáveres: jóvenes, pequeños, yaciendo en un hueco en la piedra. Horrorizado, aturdido, Kaladin extendió la mano y le dio la vuelta al que estaba boca abajo.

Los ojos muertos de Tien miraban hacia arriba.

Kaladin continuó arrodillado junto al cadáver. Tendría que haberse vendado la herida, tendría que haber vuelto a lugar seguro, pero estaba demasiado anonadado. Tan solo permaneció allí de rodillas.

—Ya era hora de que llegara —dijo una voz.

Kaladin alzó la mirada y vio a un grupo de lanceros reunidos cerca, contemplando a la caballería.

—Quería que se agruparan contra nosotros —dijo uno de los lanceros. Tenía nudos en los hombros. Varth, su jefe de pelotón. El hombre tenía ojos penetrantes. No era un bruto. Delgado, pensativo.

«Debería sentir ira —pensó Kaladin—. Debería sentir…, algo.»

Varth lo miró, y luego miró a los cadáveres de los tres jóvenes mensajeros.

—Hijo de puta —susurró Kaladin—. Los pusiste al frente.

—Uno trabaja con lo que tiene —dijo Varth, indicando a su equipo, y luego a la posición fortificada—. Si me dan hombres que no saben luchar, tengo que encontrarles otro uso.

Vaciló mientras su equipo se retiraba. Parecía lamentarlo.

—Tienes que hacer todo lo posible por seguir con vida. Convertir un problema en una ventaja siempre que puedas. Recuérdalo, si vives.

Con esas palabras, se marchó corriendo.

Kaladin bajó la cabeza. «¿Por qué no pude protegerlo?», pensó, mirando a Tien y recordando la risa de su hermano. Su inocencia, su ilusión por explorar las montañas más allá de Piedralar.

«Por favor. Por favor, déjame protegerlo. Hazlo lo suficientemente fuerte.»

Se sentía muy débil. La pérdida de sangre. Se dejó caer a un lado, y con manos cansadas, se quitó las vendas de las heridas. Y entonces, sintiéndose enormemente vacío por dentro, se tendió junto a Tien y acercó el cadáver.

—No te preocupes —susurró. ¿Cuándo había empezado a llorar?

—Te llevaré casa. Te protegeré, Tien. Te llevaré…

Abrazó el cadáver hasta que llegó la noche, mucho después del final de la batalla, aferrándose a él mientras se enfriaba lentamente.

Kaladin parpadeó. No estaba en aquel hueco con Tien. Estaba en la meseta.

Podía oír a los hombres muriendo en la distancia.

Odiaba pensar en aquel día. Casi deseaba no haber ido a buscar a Tien. Entonces no habría tenido que verlo. No habría tenido que estar allí, impotente, mientras su hermano moría.

Estaba sucediendo otra vez. Roca, Moash, Teft. Todos iban a morir. Y él yacía ahí, otra vez impotente. Apenas podía moverse. Se sentía tan vacío.

—Kaladin —susurró una voz. Parpadeó. Syl flotaba ante él—. ¿Conoces las Palabras?

—Todo lo que quería era protegerlos.

—Por eso he venido. Las Palabras, Kaladin.

—Van a morir. No puedo salvarlos. Yo…

Amaram mató a sus hombres delante de él.

Un portador sin nombre mató a Dallet.

Un ojos claros mató a Tien.

«¡No!»

Kaladin rodó y se obligó a incorporarse, las piernas temblando.

«¡No!»

Los hombres no habían emplazado todavía el puente cuatro. Eso le sorprendió. Seguían empujándolo sobre el abismo, los parshendi al otro lado, ansiosos, su canción cada vez más frenética. Los delirios de Kaladin habían parecido durar horas, pero habían transcurrido solo unos segundos.

«¡No!»

Tenía delante la camilla de Lopen. Había una lanza entre las botellas vacías y las vendas gastadas, reflejando la luz del sol en su hoja de acero. Le susurró. Le aterrorizó, y la amó.

«Cuando llegue el momento, espero que estés preparado. Porque este grupo te necesitará.»

Agarró la lanza, la primera arma real que empuñaba desde su exhibición en el abismo tantas semanas atrás. Entonces echó a correr. Lentamente al principio. Fue ganando velocidad. Imprudente, su cuerpo exhausto. Pero no se detuvo. Presionó hacia delante, más fuerte, cargando hacia el puente, que solo había llegado a la mitad del abismo.

Syl volaba delante de él. Miró hacia atrás, preocupada.

—¡Las Palabras, Kaladin!

Roca gritó cuando Kaladin cruzó el puente mientras lo movían.

La madera tembló bajo su peso. Estaba extendido sobre el abismo, pero no había alcanzado el otro lado.

—¡Kaladin! —gritó Teft—. ¿Qué estás haciendo?

Kaladin gritó al llegar al extremo del puente. Tras encontrar un diminuto arrebato de fuerza en alguna parte, alzó su lanza y se lanzó desde la plataforma de madera, impulsándose en el aire por encima del cavernoso vacío.

Los hombres del puente gritaron angustiados. Syl revoloteó preocupada a su alrededor. Los parshendi alzaron sorprendidos la cabeza al ver a un hombre solitario surcar el aire hacia ellos.

Su cuerpo agotado y exprimido apenas tenía fuerzas. En ese momento de tiempo cristalizado, contempló a sus enemigos. Parshendi de piel moteada de negro y rojo. Soldados que alzaban armas bellamente forjadas, como para abatirlo en el cielo. Desconocidos, rarezas con petos y cascos de caparazón. Muchos de ellos llevaban barba.

Barbas adornadas con brillantes gemas.

Kaladin inspiró.

Como el poder de la misma salvación, como rayos de luz surgidos de los ojos del Todopoderoso, la luz tormentosa explotó en aquellas gemas. Corrió por el aire, tirada por corrientes invisibles, como brillantes columnas de humo luminiscente. Retorciéndose, girando y trazando espirales como nubes diminutas hasta que chocaron contra él.

Y la tormenta cobró vida de nuevo.

Kaladin golpeó el saliente rocoso, las piernas súbitamente fuertes, la mente, el cuerpo y la sangre vivos de energía. Cayó agazapado, la lanza bajo el brazo, un pequeño anillo de luz tormentosa expandiéndose en una ola a su alrededor, impulsada contra las piedras por su caída. Aturdidos, los parshendi se retiraron, los ojos muy abiertos, la canción vacilante.

Un hilillo de luz tormentosa cerró las heridas de su brazo. Sonrió, la lanza ante él. Era tan familiar como el cuerpo de una amante largamente perdida.

«Las palabras», dijo una voz, urgente, como directa a su mente. En ese momento, Kaladin se sorprendió al darse cuenta de que las conocía, aunque nunca se las habían dicho.

—Yo protegeré a aquellos que no puedan protegerse —susurró.

El Segundo Ideal de los Caballeros Radiantes.

Un chasquido sacudió el aire, como un trueno enorme, aunque el cielo estaba completamente despejado. Teft retrocedió, tras terminar de colocar el puente en su sitio, y se quedó boquiabierto como el resto del Puente Cuatro. Kaladin explotaba de energía.

Un estallido de blancura brotó de él, una ola de humo blanco. Luz tormentosa. Su fuerza chocó contra la primera fila de parshendi, lanzándolos hacia atrás, y Teft tuvo que alzar la mano para protegerse de la vibración de la luz.

—Algo acaba de cambiar —susurró Moash, la mano en alto—. Algo importante.

Kaladin alzó la lanza. La poderosa luz empezó a menguar, retirándose. Un brillo más contenido empezó a brotar de su cuerpo. Radiante, como el humo de un fuego etéreo.

Cerca, algunos de los parshendi huyeron, aunque otros dieron un paso al frente, alzando desafiantes sus armas. Kaladin se volvió hacia ellos, una tormenta viviente de acero, madera y determinación.