«Yelig-nar, llamado Viento Asolador, era uno que no sabía hablar como un hombre, aunque a menudo su voz iba acompañada por los gemidos de aquellos a los que consumía.»

Los Inhechos eran obviamente invenciones del folklore. Curiosamente, la mayoría no eran considerados individuos, sino personificaciones de tipos de destrucción. Esta cita es de Traxil, versículo 33, considerada una fuente primaria, aunque dudo de su autenticidad.

Eran un grupo extrañamente acogedor, estos parshmenios salvajes —leyó Shallan. Era de nuevo el relato del rey Gavilar, registrado un año antes de su asesinato—. Han pasado ya casi cinco años desde nuestro primer encuentro. Dalinar continúa presionándome para que regrese a nuestro hogar, insistiendo en que la expedición dura ya demasiado.

Los parshmenios prometen que me guiarán para cazar a una bestia de gran concha a la que llaman a nulo mas vara, que mis eruditos dicen que se traduce más o menos como «monstruo de los abismos». Si sus descripciones son adecuadas, estas criaturas tienen grandes gemas corazón, y una de sus cabezas sería un trofeo realmente impresionante. También hablan de sus terribles dioses, y pensamos que deben de referirse a varios conchagrandes de los abismos particularmente voluminosos.

Nos sorprendió descubrir que estos parshmenios conocen la religión. La prueba sorprendente de una sociedad parshmenia completa (con civilización, cultura y un lenguaje único) es sorprendente. Mis guardatormentas han empezado a llamar a esta gente «los parshendi». Está claro que este grupo es muy distinto de nuestros sirvientes parshmenios comunes, y puede que ni siquiera sean la misma raza, a pesar de las pautas de su piel. Tal vez sean primos lejanos, tan distintos de los parshmenios ordinarios como los sabuesos-hacha alezi lo son de la raza de Selay.

Los parshendi han visto a nuestros sirvientes, y se sienten confundidos. «¿Dónde está su música?», me pregunta Klade a menudo. No sé a qué se refiere. Pero nuestros sirvientes no reaccionan ante los parshendi, ni muestran ningún interés en emularlos. Esto resulta tranquilizador.

La cuestión sobre la música tiene que ver con los cánticos y tarareos que suelen hacer los parshendi a menudo. Tienen una increíble habilidad para hacer música juntos. Juro que he dejado a un parshendi cantando solo, y luego pasar junto a otro que estaba lejos y no podía oír al primero y sin embargo cantaba la misma canción…, casi al compás en tempo, tono y letra.

Su instrumento favorito es el tambor. Son burdos, con manos pintadas en los lados. Esto coincide con sus sencillos edificios, que construyen con crem y piedra. Los construyen en formaciones rocosas como cráteres al borde de las Llanuras Quebradas. Le pregunto a Klade si les preocupan las altas tormentas, pero él se ríe. «¿Por qué preocuparse? Si los edificios salen volando, podemos construirlos de nuevo, ¿no?»

Al otro lado del reservado, el libro de Jasnah crujió cuando pasó una página. Shallan apartó su propio volumen, y luego rebuscó entre los que tenía sobre la mesa. Terminada por el momento su formación filosófica, había regresado a sus estudios sobre el asesinato del rey Gavilán.

Sacó un pequeño volumen del fondo del montón: un registro dictado por el guardatormentas Matain, uno de los eruditos que había acompañado al rey. Shallan lo hojeó en busca de un párrafo concreto.

Era una descripción de la primera partida de caza parshendi que habían encontrado.

Sucedió después de que acampáramos junto a un profundo río en una zona boscosa. Era un lugar ideal para un campamento duradero, ya que los densos árboles de maderazorca nos protegerían contra los vientos de las altas tormentas, y la alta ribera del río eliminaba el riesgo de riadas. Su majestad sabiamente siguió mi consejo, y envió grupos de exploradores río arriba y río abajo.

La partida del alto príncipe Dalinar fue la primera en encontrar a los extraños e indómitos parshmenios. Cuando regresó al campamento con su historia, yo (como muchos otros) me negué a creer lo que decía. Sin duda se habría encontrado con los sirvientes parshmenios de otra expedición como la nuestra.

Cuando visitaron nuestro campamento al día siguiente, su realidad ya no pudo ser negada. Eran diez: parshmenios, en efecto, pero más grandes que los familiares. Algunos tenían pieles moteadas de negro y rojo, y otros de blanco y rojo, como es más común en Alezkar. Llevaban armas magníficas, el brillante acero marcado con decoraciones complejas, pero vestían ropas sencillas de tela narbin tejida.

Al poco tiempo su majestad se sintió fascinado por estos extraños parshmenios, e insistió en que empezara a estudiar su lenguaje y su sociedad. Admito que mi intención original fue descubrirlos como algún tipo de estafa. Sin embargo, cuanto más aprendíamos, más llegué a comprender lo equivocada que había sido mi valoración inicial.

Shallan le dio un golpecito a Ja página, pensando. Entonces sacó un grueso volumen titulado El rey Gavilar Kholin, una biografía, publicado por la viuda de Gavilar, Navani, dos años antes. Shallan pasó las páginas, buscando un párrafo concreto.

Mi esposo fue un rey excelente, un líder inspirador, un duelista sin par y un genio de las tácticas de batalla. Pero no tenía un solo dedo erudito en su mano izquierda. Nunca mostró interés en la explicación de las altas tormentas, le aburría oír hablar de ciencia e ignoraba los fabriales a menos que tuvieran un uso militar. Era un hombre que seguía el ideal masculino clásico.

—¿Por qué se sintió tan interesado en ellos? —dijo Shallan en voz alta.

—¿Hmmm? —preguntó Jasnah.

—El rey Gavilar. Tu madre insiste en su biografía en que no era ningún erudito.

—Cierto.

—Pero le interesaban los parshendi —dijo Shallan—. Incluso antes de saber de sus espadas esquirladas. Según el relato de Matain, quería saber sobre su lenguaje, su sociedad y su música. ¿Es solo un adorno, para hacer que pareciera más sabio a los lectores futuros?

—No —respondió Jasnah, bajando su libro—. Cuanto más permanecía en las Montañas Irreclamadas, más le fascinaban los parshendi.

—Entonces hay una discrepancia. ¿Por qué un hombre sin ningún interés previo en la erudición se obsesionó tanto de pronto?

—Sí —dijo Jasnah—. Yo también me lo he preguntado. Pero a veces la gente cambia. Cuando regresamos, me sentí animada por su interés: pasamos muchas veladas hablando sobre sus descubrimientos. Fue una de las pocas ocasiones en que me sentí realmente conectada con mi padre.

Shallan se mordió los labios.

—Jasnah —preguntó por fin—. ¿Por qué me has asignado el estudio de este hecho? Tú lo viviste, ya sabes todo lo que estoy «descubriendo».

—Creo que una perspectiva nueva puede ser valiosa —Jasnah soltó su libro y miró a Shallan—. No pretendo que encuentres respuestas concretas. En cambio, espero que adviertas detalles que se me hayan pasado por alto. Estás viendo que la personalidad de mi padre cambió durante esos meses, y eso significa que has investigado a fondo. Lo creas o no, pocas han notado la discrepancia que tú acabas de hallar: aunque muchos sí que advirtieron sus cambios posteriores, cuando regresó a Kholinar.

—Incluso así, me siento un poco rara estudiando este tema. Quizá sigo influida por la idea de mis tutoras de que solo los clásicos con el campo de estudio adecuado son para las damas jóvenes.

—Los clásicos tienen su sitio, y te encargaré obras clásicas en su momento, como hice con tus estudios sobre moralidad. Pero pretendo que esos temas se complementen con tus proyectos actuales. Eso debe ser el centro, no discusiones históricas perdidas en el tiempo.

Shallan asintió.

—Pero Jasnah, ¿no eres historiadora? ¿No son esas discusiones históricas perdidas en el tiempo el centro de tu especialidad?

—Soy veristitaliana —dijo Jasnah—. Buscamos respuestas en el pasado, reconstruyendo lo que realmente sucedió. Para muchos, escribir una historia no trata de la verdad, sino de presentar la imagen más halagüeña de sí mismos y sus motivos. Mis hermanas y yo elegimos proyectos que consideramos malinterpretados o mal representados en su momento, y al estudiarlos esperamos comprender mejor el presente.

«¿Por qué, entonces, pasas tanto tiempo estudiando historias folklóricas y buscando espíritus malignos?» No, Jasnah estaba buscando algo real. Algo tan importante que la apartaba de las Llanuras Quebradas y la lucha por vengar a su padre. Pretendía hacer algo con aquellas historias folklóricas, y la investigación de Shallan, de algún modo, era parte de ello.

Eso la llenaba de entusiasmo. Era lo que había querido desde niña, examinar los pocos libros de su padre, frustrada porque había despedido a otra tutora. Aquí, con Jasnah, Shallan era parte de algo…, y, conociendo a Jasnah, ese algo era grande.

«Y sin embargo —pensó—, el barco de Tozbek llega mañana por la mañana. Me marcharé.»

«Tengo que empezar a quejarme. Tengo que convencer a Jasnah de que todo esto es mucho más duro de lo que esperaba, para que cuando me marche no se sorprenda. Tengo que llorar, venirme abajo, rendirme. Tengo que…»

—¿Qué es Uriziru? —preguntó en cambio.

Para su sorpresa, Jasnah respondió sin vacilación.

—Se dice que Uriziru era el centro de los Reinos Plateados, una ciudad que tenía diez tronos, uno por cada rey. Era la ciudad más majestuosa, la más sorprendente, la más importante de todo el mundo.

—¿De verdad? ¿Por qué no he oído hablar de ella antes?

—Porque fue abandonada incluso antes de que los Radiantes Perdidos se volvieran contra la humanidad. La mayoría de los eruditos consideran que es solo un mito. Los fervorosos se niegan a hablar de ella, debido a su asociación con los Radiantes, y por tanto con el primer fracaso importante del vorinismo. Mucho de lo que sabemos sobre la ciudad viene de fragmentos de obras perdidas citadas por eruditos clásicos. Muchas de esas obras clásicas, por otra parte, solo han sobrevivido a trozos. De hecho, la única obra completa que tenemos de los primeros años es El camino de los reyes, y solo gracias a los esfuerzos de los vanrial.

Shallan asintió lentamente.

—Si hubiera ruinas de una ciudad antigua y magnífica ocultas en alguna parte, Natanatan (inexplorada, salvaje, remota) sería el lugar natural donde encontrarla.

—Uriziru no está en Natanatan —dijo Jasnah, sonriendo—. Pero es una buena deducción, Shallan. Regresa a tus estudios.

—Las armas —dijo Shallan.

Jasnah alzó una ceja.

—Los parshendi llevaban hermosas armas de fino acero grabado. Sin embargo, usaban tambores de piel con burdas huellas de manos en los lados y vivían en chozas de piedra y crem. ¿No te parece incongruente?

—Sí. Sin duda lo describiría como una rareza.

—Entonces…

—Te aseguro, Shallan, que la ciudad no está allí.

—Pero estás interesada en las Llanuras Quebradas. Hablaste de ellas con el brillante señor Dalinar a través de la abarcaña.

—Lo hice.

—¿Qué eran los Vaciadores? —Ahora que Jasnah estaba respondiendo, tal vez lo diría—. ¿Qué eran de verdad?

Jasnah la estudió con expresión curiosa.

—Nadie lo sabe con seguridad. La mayoría de los eruditos los consideran, como a Uriziru, simples mitos, mientras que los teólogos los aceptan como contrapartidas del Todopoderoso: monstruos que habitaban en el corazón de los hombres, igual que una vez el Todopoderoso vivió allí.

—Pero…

—Regresa a tus estudios —dijo Jasnah, alzando su libro—. Tal vez hablemos de esto en otro momento.

Había un aire de decisión final en sus palabras. Shallan se mordió los labios para evitar decir algo brusco solo para devolver a la princesa a la conversación. «Así que no se fía de mí», pensó. Tal vez con buenos motivos.

«Vas a marcharte mañana. Vas a alejarte de todo esto.»

Pero eso significaba que solo le quedaba un día. Un día más en el grandioso Palaneo. Un día más con todos estos libros, todo este poder y conocimiento.

—Necesito un ejemplar de la biografía de Tifandor de tu padre —dijo Shallan, rebuscando entre los libros—. Lo citan una y otra vez.

—Está en los pisos de abajo —dijo Jasnah, distraída—. Podría buscarte el número de indexación.

—No hace falta —dijo Shallan, poniéndose en pie—. Lo buscaré yo. Necesito practicar.

—Como quieras.

Shallan sonrió. Sabía exactamente dónde estaba el libro, pero la pretensión de buscarlo le daría la oportunidad de estar un tiempo lejos de Jasnah. Y durante ese tiempo vería qué podría descubrir por su cuenta sobre los Vaciadores.

Dos horas más tarde Shallan estaba sentada ante una abarrotada mesa en el fondo de una de las salas de la planta baja del Palaneo, la linterna de esferas iluminando un fajo de volúmenes rápidamente reunidos, ninguno de los cuales había resultado de gran ayuda.

Parecía que todo el mundo sabía algo sobre los Vaciadores. La gente de las zonas rurales hablaba de ellos como de criaturas misteriosas que salían de noche y robaban a los desafortunados y castigaban a los necios. Esos Vaciadores parecían más traviesos que malignos. Pero luego aparecía la historia ocasional de un Vaciador que tomaba la forma de un viajero descarriado, quien, después de recibir todo tipo de atenciones de un granjero, mataba a toda la familia, se bebía su sangre y escribía con ceniza negra símbolos Vaciadores en las paredes.

Sin embargo, la mayoría de la gente de las ciudades veía a los Vaciadores como espíritus que acechaban de noche, una especie de spren maligno que invadía los corazones de los hombres y los obligaba a hacer cosas terribles. Cuando un buen hombre se enfurecía, era obra de un Vaciador.

Los eruditos se reían de todas estas ideas. Los registros históricos, los que Shallan pudo encontrar rápidamente, eran contradictorios. ¿Eran los Vaciadores los habitantes de Condenación? Si así era, ¿no estaría Condenación vacía ahora, ya que los Vaciadores habían conquistado los Salones Tranquilos y arrojado la humanidad a Roshar?

«Tendría que haber sabido que tendría problemas para encontrar algo sólido —pensó Shallan, acomodándose en su silla—. Jasnah lleva meses investigando esto, tal vez años. ¿Qué esperaba yo encontrar en unas pocas horas?»

Lo único que había logrado la investigación era aumentar su confusión. ¿Qué errantes vientos habían traído a Jasnah a este tema? No tenía ningún sentido. Estudiar a los Vaciadores era como intentar determinar si los muertespren eran reales o no. ¿Qué sentido tenía?

Sacudió la cabeza mientras apilaba sus libros. Los fervorosos los colocarían por ella en su sitio. Necesitaba coger la biografía de Tifandor y llevarla al reservado. Se levantó y se dirigió a la salida, llevando su linterna en la mano libre. No había traído a ningún parshmenio: pretendía cargar solo con un libro. Cuando llegaba a la salida, advirtió otra luz que se acercaba. Justo antes de ella, alguien se plantó en la puerta, sosteniendo en alto una linterna de granate.

—¿Kabsal? —preguntó Shallan, sorprendida al ver su joven rostro, teñido por la luz.

—¿Shallan? —preguntó él, mirando la inscripción de la entrada—. ¿Qué estás haciendo aquí? Jasnah dijo que estabas buscando a Tifandor.

—Yo…, me volví.

Él la miró alzando una ceja.

—¿Mala mentira? —preguntó ella.

—Terrible. Estás dos pisos más arriba y unos mil números de índice desviados. Como no pude encontrarte abajo, le pedí a los porteros de los ascensores que me llevaran adonde te habían llevado, y me trajeron aquí.

—La formación con Jasnah puede ser agotadora. Así que a veces busco un rincón tranquilo donde relajarme y recuperarme. Es el único momento que tengo para estar a solas.

Kabsal asintió, pensativo.

—¿Mejor? —preguntó ella.

—Sigue siendo problemático. ¿Te tomas un descanso de dos horas? Además, recuerdo que me dijiste que estudiar con Jasnah no era tan terrible.

—Ella me creería. Está convencida de que es mucho más exigente de lo que es. O…, bueno, sí que es exigente. Es que me importa tanto como ella cree.

—Muy bien —dijo él—. ¿Pero qué estabas haciendo aquí entonces?

Ella se mordió los labios, lo que hizo que él se echara a reír.

—¿Qué? —preguntó, ruborizándose.

—¡Se te ve tan inocente cuando haces eso!

—Soy inocente.

—¿No me acabas de mentir dos veces seguidas?

—Inocente como opuesta a sofisticada —hizo una mueca—. Si no, habrían sido mentiras más convincentes. Vamos. Pasea conmigo mientras voy a buscar el Tifandor. Si nos damos prisa, no tendré que mentirle a Jasnah.

—Muy bien —respondió él, y juntos recorrieron el perímetro del Palaneo. La pirámide invertida hueca se alzaba hacia el cielo, las cuatro paredes expandiéndose hacia fuera. Los niveles superiores estaban más iluminados y eran más fáciles de distinguir, luces diminutas flotando en las barandillas en manos de fervorosos o eruditos.

—Cincuenta y siete niveles —dijo Shallan—. Ni siquiera puedo imaginar cuánto trabajo os debe de haber llevado crear todo esto.

—No lo creamos nosotros. Estaba aquí. El hueco principal, al menos. Los kharbranthianos abrieron las salas para los libros.

—¿Esta formación es natural?

—Tan natural como lo son ciudades como Kholinar. ¿O has olvidado mi demostración?

—No. ¿Pero por qué no usaste este lugar como uno de tus ejemplos?

—No hemos descubierto todavía la pauta de arena. Pero estamos seguros de que el mismo Todopoderoso creó este lugar, como hizo con las ciudades.

—¿Y los Cantores del Alba? —preguntó Shallan.

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Podrían haberlo creado?

Él se echó a reír mientras llegaban al hueco.

—Los Cantores no hacían ese tipo de cosas. Eran curadores, spren amables enviados por el Todopoderoso para cuidar a los humanos cuando fuimos expulsados de los Salones Tranquilos.

—Parecen lo contrario a los Vaciadores.

—Supongo que podríamos decir que sí.

—Llevadnos dos niveles más abajo —le dijo ella a los porteros parshmenios. Hicieron descender la plataforma, las poleas chirriando y la madera temblando bajo sus pies.

—Si intentas distraerme con esta conversación —advirtió Kabsal, cruzando los brazos y apoyándose contra la barandilla—, no tendrás éxito. Estuve allí sentado con tu señora durante más de una hora, y déjame decirte que no fue una experiencia agradable. Creo que sabe que sigo intentando convertirla.

—Pues claro que lo sabe. Es Jasnah. Lo sabe prácticamente todo.

—Excepto lo que sea que haya venido aquí a estudiar.

—Los Vaciadores —dijo Shallan—. Eso es lo que está estudiando.

El frunció el ceño. Unos momentos más tarde, el ascensor se detuvo en la planta adecuada.

—¿Los Vaciadores? —dijo él, curioso. Ella habría esperado que se mostrara despectivo o divertido.

«No —pensó—, es fervoroso. Cree en ellos.»

—¿Qué eran? —preguntó, saliendo del ascensor. No muy lejos, la enorme caverna terminaba. Había un gran diamante infuso allí, marcando el nadir.

—No nos gusta hablar de eso.

—¿Por qué no? Eres fervoroso. Es parte de tu religión.

—Una parte impopular. La gente prefiere oír hablar sobre los Diez Atributos Divinos o las Diez Debilidades Humanas. Les damos cabida porque también nosotros lo preferimos al pasado remoto.

—Por qué… —instó ella.

—Por nuestro fracaso —dijo él, suspirando—. Shallan, los devotarios, en el fondo, siguen siendo vorinistas clásicos. Eso significa que la Hierocracia y la caída de los Radiantes Perdidos son nuestra vergüenza.

Alzó su linterna azul. Shallan caminó a su lado, curiosa, dejándolo hablar.

—Creemos que los Vaciadores fueron reales, Shallan. Un azote y una plaga. Cien veces cayeron sobre la humanidad. Primero nos expulsaron de los Salones Tranquilos, luego intentaron destruirnos aquí en Roshar. No eran solo spren que se ocultaban bajo las piedras y salían luego a robarle la colada a alguien. Eran criaturas de terrible poder destructivo, forjados en Condenación, creados del odio.

—¿Por quién? —preguntó Shallan.

—¿Qué?

—¿Quién los creó? Quiero decir que no es probable que en el Todopoderoso haya nada «del odio». ¿Quién los creó entonces?

—Todo tiene su opuesto, Shallan. El Todopoderoso es una fuerza del bien. Para equilibrar su bondad, el cosmero necesitaba a los Vaciadores como su opuesto.

—¿Entonces cuanto más bien hacía el Todopoderoso, más mal creaba como producto residual? ¿Qué sentido tiene hacer el bien si solo crea más mal?

—Veo que Jasnah ha continuado instruyéndote en filosofía.

—Eso no es filosofía. Es simple lógica.

Él suspiró.

—No creo que quieras meterte en la profunda teología de este tema. Basta decir que la pura bondad del Todopoderoso creó a los Vaciadores, pero los hombres pueden elegir el bien sin crear el mal porque como mortales tenemos una naturaleza dual. Por tanto, la única manera de que el bien aumente en el cosmero es que los hombres lo creen: de ese modo, el bien puede llegar a superar al mal.

—Muy bien —dijo ella—. Pero no me trago la explicación sobre los Vaciadores.

—Creía que eras creyente.

—Lo soy. Pero que honre al Todopoderoso no significa que vaya a aceptar cualquier explicación, Kabsal. Puede ser religión, pero tiene que tener sentido.

—¿No me dijiste una vez que no te comprendías a ti mismo?

—Bueno, sí.

—¿Y sin embargo esperas poder comprender las obras exactas del Todopoderoso? —Ella frunció los labios—. Muy bien, vale. Pero sigo queriendo saber más de los Vaciadores.

Él se encogió de hombros mientras la conducía a la sala de archivos, llena de estanterías de libros.

—Te he contado lo básico, Shallan. Los Vaciadores eran una encarnación del mal. Los combatimos noventa y nueve veces, dirigidos por los Heraldos y sus caballeros escogidos, las diez órdenes que llamamos los Caballeros Radiantes. Finalmente, llegó Aharietiam, la Ultima Desolación. Los Vaciadores fueron devueltos a los Salones Tranquilos. Los Heraldos los siguieron para expulsarlos también del cielo, y las Épocas Heráldicas de Roshar terminaron. La humanidad entró en la Era de la Soledad. La era moderna.

—¿Pero por qué todo lo anterior está tan fragmentado?

—Esto fue hace miles y miles de años, Shallan. Antes de la historia, antes incluso de que los hombres supieran forjar el acero. Tuvieron que darnos las espadas esquirladas, o de lo contrario habríamos tenido que combatir a los Vaciadores con palos.

—Y sin embargo teníamos a los Reinos Plateados y los Caballeros Radiantes.

—Formados y liderados por los Heraldos.

Shallan frunció el ceño, mientras iba contando las filas de estantes. Se detuvo ante el correcto, le tendió su linterna a Kabsal, y luego recorrió el pasillo y sacó la biografía del estante. Kabsal la siguió, manteniendo en alto las linternas.

—Hay algo más en eso —dijo Shallan—. De lo contrario, Jasnah no estaría rebuscando tanto.

—Puedo decirte por qué lo hace.

Shallan lo miró.

—¿No lo ves? —dijo—. Está intentando demostrar que los Vaciadores no eran reales. Quiere demostrar que todo fue una invención de los Radiantes.

Kabsal dio un paso adelante y se volvió hacia ella, la luz de la linterna rebotando en los libros a cada lado, volviendo su cara pálida.

—Quiere demostrar de una vez por todas que los devotarios, y el vorinismo, son un gigantesco fraude. De eso se trata.

—Tal vez —respondió Shallan, pensativa. Parecía encajar. ¿Qué mejor objetivo para una hereje declarada que socavar las necias creencias y desacreditar la religión? Eso explicaba por qué Jasnah quería estudiar algo en apariencia tan inconsecuente como los Vaciadores. Si encontraba la prueba adecuada en los registros históricos, Jasnah bien podría demostrar que tenía razón.

—¿No hemos sufrido suficientes plagas ya? —dijo Kabsal, la mirada furiosa—. Los fervorosos no somos ninguna amenaza para ella. No somos una amenaza para nadie hoy en día. No tenemos propiedades… Condenación, nosotros mismos somos propiedad. Bailamos a capricho de los consistores y señores de la guerra, temerosos de decirles las verdades de sus pecados por miedo al castigo. Somos espinas-blancas sin colmillos ni garras que debemos sentarnos a los pies de nuestros amos y ofrecerles adulaciones. Sin embargo, esto es real. Todo es real, y nos ignoran y…

Se interrumpió de repente, mirándola, los labios tensos, la mandíbula apretada. Ella nunca había visto tanto fervor, tanta furia en el agradable religioso. No lo creía capaz de eso.

—Lo siento —dijo él, dándose la vuelta y encaminándose de nuevo por el pasillo.

—No importa —dijo Shallan, corriendo tras él, sintiéndose de pronto deprimida. Había esperado encontrar algo grandioso, algo más misterioso, tras la secreta investigación de Jasnah. ¿Podía ser todo solo para demostrar que el vorinismo era falso?

Salieron en silencio al balcón. Y allí ella comprendió que tenía que decírselo.

—Kabsal, me marcho. —Él la miró, sorprendido—. He recibido noticias de mi familia. No puedo hablar de ello, pero no puedo quedarme más tiempo.

—¿Algo sobre tu padre?

—¿Por qué? ¿Has oído algo?

—Solo que se ha mostrado reclusivo últimamente. Más de lo normal.

Ella reprimió un respingo. ¿La noticia había llegado hasta tan lejos?

—Lamento irme tan de repente.

—¿Regresarás?

—No lo sé.

Él la miró a los ojos, estudiándola.

—¿Sabes cuándo te marcharás? —preguntó, con voz súbitamente fría.

—Mañana por la mañana.

—Bueno, ¿entonces me harás al menos el honor de dibujarme? Nunca me has hecho un retrato, aunque has hecho muchos de los otros fervorosos.

Ella tuvo que admitir que era verdad. A pesar del tiempo que pasaban juntos, nunca había hecho un dibujo de Kabsal. Se llevó la mano libre a la boca.

—¡Lo siento!

Él pareció sorprendido.

—No lo decía con amargura, Shallan. No es tan importante…

—Sí que lo es —dijo ella, agarrándole la mano y tirando de él hacia el pasillo—. Dejé mis útiles de dibujar arriba. Vamos.

Lo condujo a toda prisa hacia el ascensor y ordenó a los parshmenios que los subieran. Mientras el ascensor empezaba a elevarse, Kabsal miró su mano en la suya. Ella la dejó caer rápidamente.

—Eres un poco imprecisa —dijo él, envarado.

—Te lo advertí. —Shallan apretó contra su pecho el libro—. Creo que dijiste que me habías calado.

—Retiro esas palabras. —La miró—. ¿Te marchas de verdad?

Ella asintió.

—Lo siento. Kabsal…, no soy lo que crees que soy.

—Creo que eres una mujer hermosa e inteligente.

—Bueno, en la parte de mujer has acertado.

—Tu padre está enfermo, ¿no?

Ella no respondió.

—Puedo comprender por qué quieres regresar para estar con él —dijo Kabsal—. Pero sin duda no abandonarás tu pupilaje para siempre. Volverás con Jasnah.

—Y ella no se quedará en Kharbranth eternamente. Ha estado moviéndose constantemente de un lado a otro durante los dos últimos años.

El miró al frente, contemplando la parte delantera del ascensor mientras subían. Pronto tendrían que pasar a otro para que los llevara al siguiente grupo de plantas.

—No debería haber pasado el tiempo contigo. Los fervorosos veteranos piensan que me he distraído mucho. No les gusta cuando uno de nosotros empieza a pensar más allá del fervor.

—Tu derecho al cortejo está protegido.

—Somos propiedad. Los derechos de un hombre pueden ser protegidos al mismo tiempo que se le disuade para que no los ejerza. He evitado trabajar, he desobedecido a mis superiores… Al cortejarte, también he cortejado los problemas.

—No te pedí nada de eso.

—No me desanimaste.

Ella no tenía respuesta para eso, aparte de sentir una preocupación creciente. Un atisbo de pánico, el deseo de huir y esconderse. Durante sus años de casi soledad en las posesiones de su padre, nunca había soñado con tener una relación como esta. «¿Eso es lo que es? —pensó, llena de pánico—. ¿Una relación?». Sus intenciones al venir a Kharbranth habían parecido muy claras. ¿Cómo había llegado al punto en que se arriesgaba a romperle el corazón a un hombre?

Y, para su rubor, admitió que echaría de menos más la investigación que a Kabsal. ¿Era una persona horrible por sentirse así? Lo apreciaba. Era agradable. Interesante.

Él la miró, y había anhelo en sus ojos. Parecía…, Padre Tormenta, parecía que de verdad estaba enamorado de ella. ¿No debería ella enamorarse también de él? No creía estarlo. Solo estaba confundida.

Cuando llegaron a lo alto del sistema de ascensores del Palaneo, prácticamente echó a correr hacia el Velo. Kabsal la siguió, pero necesitaban otro ascensor para llegar al reservado estudio de Jasnah, y pronto se encontró de nuevo atrapada con él una vez más.

—Podría huir —dijo Kabsal en voz baja—. Regresar contigo a Jah Keved.

El pánico de Shallan aumentó. Apenas lo conocía. Sí, habían charlado con frecuencia, pero rara vez sobre cosas importantes. Si dejaba el fervor, sería rebajado a décimo dahn, casi tan bajo como un ojos oscuros. No tendría dinero ni casa, en una posición casi tan mala como su familia.

Su familia. ¿Qué dirían sus hermanos si apareciera con un virtual desconocido? ¿Otro hombre para ser parte de sus problemas, al tanto de sus secretos?

—Puedo ver por tu expresión que eso no es una opción —dijo Kabsal—. Parece que he malinterpretado algunas cosas muy importantes.

—No, no es eso —respondió ella rápidamente—. Es que…, Oh, Kabsal, ¿cómo puedes esperar encontrar sentido a mis acciones cuando ni siquiera yo misma soy capaz de hacerlo? —le tocó el brazo, volviéndolo hacia ella—. No he sido sincera contigo. Ni con Jasnah. Ni, sobre todo, conmigo misma. Lo siento.

Él se encogió de hombros, intentando fingir que no le importaba.

—Al menos tendré un dibujo, ¿no?

Ella asintió mientras el ascensor por fin se detenía con un sobresalto. Salió al oscuro pasillo, seguida por Kabsal con las linternas. Jasnah alzó la cabeza cuando entró en su cuarto, pero no preguntó por qué había tardado tanto. Shallan sintió que se ruborizaba mientras recogía sus utensilios de dibujo. Kabsal vaciló en la puerta. Había dejado una cesta de pan y mermelada en el escritorio. La parte superior todavía estaba envuelta en una tela: Jasnah no la había tocado, aunque él siempre le ofrecía un poco como oferta de paz. Sin mermelada, ya que Jasnah la odiaba.

—¿Dónde me siento? —preguntó Kabsal.

—Quédate ahí de pie —dijo Shallan, sentándose, apoyando la libreta en sus piernas y sujetándola con su mano segura cubierta. Lo miró, una mano apoyada en el marco de la puerta. La cabeza afeitada, envuelto en la túnica gris claro, las mangas cortas, la cintura atada con un fajín blanco. Ojos confundidos. Ella parpadeó, tomando una Memoria, y luego empezó a abocetar.

Fue una de las experiencias más embarazosas de su vida. No le dijo a Kabsal que podía moverse, y por eso él mantuvo la pose. No habló. Tal vez pensaba que estropearía el dibujo. Shallan notó que su mano temblaba mientras abocetaba, aunque, por fortuna, consiguió contener las lágrimas.

«Lágrimas —pensó, haciendo las líneas finales de la pared alrededor de Kabsal—. ¿Por qué debería llorar? No soy yo la que acaba de ser rechazada. ¿No pueden tener sentido mis emociones al menos una vez?»

—Toma —dijo, arrancando la página y mostrándosela—. Se emborronará a menos que la cubras de barniz.

Kabsal titubeó, luego se acercó y cogió el dibujo con dedos reverentes.

—Es maravilloso —susurró. Alzó la cabeza, luego corrió junto a su linterna, la abrió y sacó el broam de granate del interior—. Toma —dijo, ofreciéndolo—. Como pago.

—¡No puedo aceptar eso! Para empezar, no es tuyo.

Como fervoroso, todo lo que Kabsal tenía pertenecía al rey.

—Por favor. Quiero darte algo.

—El dibujo es un regalo. Si me pagas por él, entonces no te habré dado nada.

—Entonces te encargaré otro —dijo él, colocando en su mano la brillante esfera—. Aceptaré el primer retrato gratis, pero haz otro para mí, por favor. Uno de los dos juntos.

Shallan vaciló. Rara vez hacía bocetos de sí misma. Le parecía extraño dibujarse.

—Muy bien.

Cogió la esfera y la guardó furtivamente en su bolsa de seguridad, junto a la animista. Era un poco extraño llevar algo tan pesado allí, pero se había acostumbrado al bulto y el peso.

—Jasnah, ¿tienes un espejo? —preguntó.

La otra mujer suspiró audiblemente, molesta por la distracción. Rebuscó entre sus cosas y sacó un espejo. Kabsal lo recogió.

—Sujétalo junto a tu cabeza —dijo Shallan—, para que así pueda verme.

Él obedeció, confuso.

—Inclínalo un poco a ese lado —dijo ella—. Muy bien, así.

Parpadeó, fijando en su mente la imagen de su rostro junto al suyo.

—Siéntate. El espejo ya no hace falta. Solo lo quería como referencia…, por algún motivo me ayuda a colocar mis rasgos en la escena que quiero dibujar. Me sentaré a su lado.

Él se sentó en el suelo y Shallan empezó el trabajo, usándolo como excusa para distraerse de sus emociones encontradas. Culpabilidad por no sentir lo mismo que Kabsal sentía por ella, pero pena por no poder verlo más. Y, por encima de todo, ansiedad por la animista.

Dibujarse junto a él fue un desafío. Trabajó con furia, mezclando la realidad de Kabsal sentado y la ficción de sí misma, con su traje de flores bordadas, sentada con las piernas a un lado. El rostro del espejo se convirtió en su punto de referencia, y construyó su cabeza alrededor. Demasiado estrecho para ser hermoso, con el pelo demasiado claro, las mejillas salpicadas de pecas.

«La animista —pensó—, estar aquí en Kharbranth con ella es un peligro. Pero marcharse es peligroso también. ¿Podría haber una tercera opción? ¿Y si la envío?»

Vaciló, el lápiz de carboncillo flotando sobre el dibujo. ¿Se atrevería a enviar el fabrial a Jah Keved, envuelto, enviado a Tozbek en secreto, sin ella? No tendría que preocuparse por ser incriminada si la registraban o buscaban en su habitación, aunque habría que destruir los dibujos que había hecho de Jasnah con la animista. Y no se arriesgaría a levantar sospechas desapareciendo cuando Jasnah descubriera que su animista no funcionaba.

Continuó dibujando, cada vez más sumida en sus pensamientos, dejando que sus dedos trabajaran. Si enviaba la animista, podría quedarse en Kharbranth. Era una perspectiva dorada y tentadora, pero que complicaba aún más sus confusos pensamientos. Llevaba mucho tiempo preparándose para marcharse. ¿Qué haría con Kabsal? Y Jasnah. ¿Podría de verdad quedarse aquí, aceptando su tutelaje libremente ofrecido, después de lo que había hecho?

«Sí. Sí, podría.»

La fuerza de esa emoción la sorprendió. Viviría con la culpa, día a día, si eso significaba continuar aprendiendo. Era terriblemente egoísta por su parte, y se avergonzaba de ello. Pero continuaría haciéndolo un poco más de tiempo, al menos. Tendría que volver tarde o temprano, naturalmente. No podía dejar a sus hermanos enfrentarse solos al peligro. La necesitaban.

Egoísmo, seguido de valor. Le sorprendía tanto lo segundo como lo primero. Ninguna de las dos cosas era algo que se asociara a menudo con quien era. Pero empezaba a comprender que no sabía quién era. No hasta que salió de Jah Keved y todo lo que era familiar, todo lo que esperaban que fuera.

Su dibujo se hizo más y más intenso. Terminó las figuras y pasó al fondo. Líneas rápidas y atrevidas se convirtieron en el suelo y el arco de la puerta. Una mancha oscura para el lado del escritorio, proyectando una sombra. Líneas finas y nítidas para la linterna colocada en el suelo. Líneas amplias, como soplos de brisa, para formar las patas y la túnica de la criatura que estaba detrás…

Shallan se detuvo, los dedos dibujando una línea no pretendida de carboncillo, apartándose de la figura que había abocetado directamente detrás de Kabsal. Una figura que no estaba realmente allí, una figura con un claro símbolo angular flotando sobre su cuello en vez de una cabeza.

Shallan se levantó, volcando la silla, la libreta y el lápiz sujetos en su mano libre.

—¿Shallan? —dijo Kabsal, incorporándose.

Lo había vuelto a hacer. ¿Por qué? La paz que había empezado a sentir durante el dibujo se evaporó en un segundo, y su corazón empezó a latir desbocado. Las presiones regresaron. Kabsal. Jasnah. Sus hermanos. Opciones, decisiones, problemas.

—¿Va todo bien? —preguntó Kabsal, dando un paso hacia ella.

—Lo siento. Yo…, he cometido un error.

El frunció el ceño. Al lado, Jasnah alzó la cabeza, el ceño fruncido.

—No importa —dijo Kabsal—. Mira, vamos a tomar un poco de pan con mermelada. Podemos tranquilizarnos, y entonces puedes terminarlo. No me importa…

—Tengo que irme —cortó Shallan, sintiéndose ahogada—. Lo siento.

Pasó de largo ante el aturdido fervoroso y salió del reservado, dando un amplio rodeo al sitio donde la figura estaba de pie en su dibujo. ¿Qué le estaba pasando?

Corrió al ascensor, llamando a los parshmenios para que la bajaran. Miró por encima del hombro. Kabsal estaba en el pasillo, mirándola. Shallan llegó al ascensor, la libreta de dibujo en la mano, el corazón acelerado. «Cálmate», pensó, apoyándose contra la barandilla de madera de la plataforma mientras los parshmenios la bajaban. Miró el rellano vacío sobre ella.

Y parpadeó, memorizando esa escena. Empezó a abocetar de nuevo.

Dibujó con movimientos concisos la libreta contra el brazo seguro. Como iluminación, tenía solo dos esferas muy pequeñas a cada lado, donde temblaban las tensas cuerdas. Se movía sin pensarlo, solo dibujando, mirando arriba.

Miró lo que había dibujado. Había dos figuras en el rellano superior, llevando las túnicas demasiado rectas, como tela hecha de metal. Se inclinaban hacia delante, viéndola marchar.

Alzó de nuevo la vista. El rellano estaba vacío.

«¿Qué me está pasando?», pensó con horror creciente. Cuando el ascensor llegó al nivel del suelo, salió a toda prisa, la falda aleteando. Casi corrió hasta la salida del Velo, vacilando junto a la puerta, ignorando a los maestro-siervos y los fervorosos que la miraron confundidos.

¿Adónde ir? El sudor le corría por ambos lados de la cara. ¿Adónde huir si te estabas volviendo loca?

Se internó en la multitud de la caverna principal. Eran las últimas horas de la tarde, y la prisa por la cena había comenzado: sirvientes empujando carritos con la comida, ojos claros volviendo a sus habitaciones, eruditos con las manos a la espalda. Shallan se abrió paso entre ellos, el pelo se le soltó y la pinza cayó al suelo con un tañido agudo. Su pelo rojo onduló. Llegó al salón que conducía a sus habitaciones, jadeando, despeinada, y miró por encima de hombro. Entre el flujo del tráfico, una estela de personas que la miraban confusas.

Casi contra su voluntad, parpadeó y tomó una Memoria. Alzó de nuevo su libreta, sujetó el lápiz con dedos resbaladizos, y abocetó rápidamente la escena de la cueva abarrotada. Solo leves impresiones. Hombres de líneas, mujeres de curvas, paredes de roca curva, el suelo alfombrado, estallidos de luz en las lámparas de esferas de las paredes.

Y cinco figuras con cabezas de símbolos con túnicas y capas negras demasiado tiesas. Cada una tenía un símbolo diferente, retorcido y desconocido para ella, flotando sobre un torso sin cuello. Las criaturas avanzaban entre la multitud sin ser vistas. Como depredadores. Concentradas en Shallan.

«Solo me lo estoy imaginando. Estoy demasiado tensa, demasiadas cosas en la cabeza.» ¿Representaban su culpa? ¿La tensión de traicionar a Jasnah y mentirle a Kabsal? ¿Las cosas que había hecho antes de salir de Jah Keved?

Trató de quedarse allí, esperando, pero sus dedos se negaron a permanecer quietos. Parpadeó, y luego se puso a dibujar otra vez en una nueva hoja. Terminó con mano temblorosa. Las figuras casi estaban ya encima, las angulosas no-cabezas flotando horribles donde deberían de haber estado las caras.

La lógica la advirtió que estaba exagerando su reacción, pero no importaba lo que se dijera a sí misma, no podía creerlo. Eran reales. Y venían a por ella.

Se apartó, sorprendiendo a varios sirvientes que se acercaban para ofrecerle ayuda. Echó a correr, resbalando en las alfombras del pasillo, y llegó a la puerta de los aposentos de Jasnah. Con la libreta bajo el brazo, abrió la puerta con dedos temblorosos, la atravesó y la cerró tras ella. Echó el cerrojo y corrió hacia su cámara. Cerró también esa puerta, y luego se volvió, retrocediendo. La única luz de la habitación procedía de tres marcos de diamante que había en el gran cuenco de cristal de su mesilla de noche.

Se subió en la cama y retrocedió cuanto pudo, hasta dar contra la pared, respirando por la nariz de manera frenética. Todavía tenía la libreta bajo el brazo, aunque había perdido el carboncillo. Había más en su mesilla de noche.

«No lo hagas. Siéntate y cálmate.»

Sintió un creciente escalofrío, un terror en alza. Tenía que saberlo. Echó mano a un carboncillo, luego parpadeó y se puso a bosquejar su habitación.

Primero el techo. Cuatro líneas rectas. Las paredes. Líneas en las esquinas. Sus dedos seguían moviéndose, dibujando, describiendo la libreta misma, ante ella, la mano segura cubierta y sujetando la libreta desde atrás. Y adelante. Hasta los seres que se alzaban a su alrededor, sus símbolos retorcidos sin conectar con sus hombros irregulares. Aquellas no-cabezas tenían ángulos irreales, superficies que se fundían de modos extraños e imposibles.

La criatura de delante extendía sus dedos demasiado lisos hacia Shallan. A pocos centímetros a la derecha de la libreta.

«Oh, Padre Tormenta…», pensó Shallan, el lápiz inmóvil. La habitación estaba vacía, pero lo que tenía dibujado delante la mostraba repleta de figuras estilizadas. Estaban tan cerca que debería poder sentirlas respirar, si es que respiraban.

¿Hacía frío en la habitación? Vacilante, aterrada pero incapaz de detenerse, Shallan soltó el lápiz y extendió la mano libre a la derecha.

Y palpó algo.

Gritó entonces, y se puso en pie de un salto, dejando caer la libreta, la espalda contra la pared. Antes de poder pensar en lo que estaba haciendo, pugnaba con su manga, tratando de sacar la animista. Era lo único que tenía parecido a un arma. No, eso era una estupidez. No sabía utilizarla. Estaba indefensa.

Excepto…

«¡Tormentas! —pensó, frenética—. No puedo usar eso. Me lo prometí a mí misma.»

Empezó el proceso de todas formas. Diez latidos, para sacar el fruto de su pecado, los procedimientos de su acto más horrible. A la mitad la interrumpió una voz, extraña pero clara.

«¿Qué eres?»

Shallan se llevó la mano al pecho, perdiendo el equilibrio en la suave cama, y cayó de rodillas sobre la manta arrugada. Extendió una mano, apoyándose en la mesilla de noche, los dedos rozando el gran cuenco de cristal que allí había.

—¿Qué soy? —susurró—. Estoy aterrorizada.

«Eso es cierto.»

El dormitorio se transformó a su alrededor.

La cama, la mesilla de noche, la libreta, las paredes, el techo…, todo pareció reventar, formando diminutas esferas de cristal oscuro. Shallan se encontró en un lugar de cielo negro y un extraño y pequeño sol blanco que flotaba en el horizonte, demasiado lejos.

Gritó al darse cuenta de que estaba en el aire, cayendo hacia atrás en una lluvia de perlas. Cerca chisporroteaban llamas, docenas, quizá cientos de ellas. Como puntas de velas que flotaran en el aire y se movieran con el viento.

Golpeó algo. Un infinito mar oscuro, aunque no estaba mojado. Estaba hecho de pequeñas perlas, un océano entero de diminutas esferas de cristal. Se movían a su alrededor, ondulando. Shallan jadeó, agitó los brazos, intentando mantenerse a flote.

«¿Quieres que cambie?», dijo una cálida voz en su mente, clara y distinta del frío susurro que había oído antes. Era grave y hueca, y transmitía una sensación de gran edad. Parecía venir de su mano, y advirtió que tenía algo en ella. Una de las perlas.

El movimiento del océano de cristal amenazaba con tirar de ella hacia abajo: se agitó frenética, consiguiendo de algún modo mantenerse a flote.

«Llevo mucho tiempo como soy —dijo la cálida voz—. Duermo mucho. Cambiaré. Dame lo que tienes.»

—¡No sé qué quieres decir! ¡Por favor, ayúdame!

«Cambiaré.»

De pronto sintió frío, como si le hubieran absorbido el calor. Gritó cuando la perla de sus dedos de pronto se puso caliente. La dejó caer cuando un cambio en el océano la hizo volcar y las perlas rodaron unas contra otras con un suave castañeteo.

Cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza, de vuelta en su cuarto. Junto a ella, el cuenco de su mesilla de noche se fundió, el cristal convertido en líquido rojo, dejando caer las tres esferas sobre la superficie inundada de la mesilla. El líquido rojo cayó por los lados, hasta el suelo. Shallan se apartó, horrorizada.

El cuenco se había convertido en sangre.

Su movimiento golpeó la mesilla de noche, sacudiéndola. Había una jarra de agua vacía junto al cuenco. Su movimiento la volcó, derribándola. Se quebró contra el suelo de piedra, salpicando la sangre.

«¡Eso ha sido una animación!», pensó. Había transformado el cuenco en sangre, que era una de las Diez Esencias. Se llevó la mano a la cabeza mientras contemplaba el líquido rojo formar un charco. Parecía haber un montón.

No daba crédito. La voz, las criaturas, el mar de perlas de cristal y el cielo frío y oscuro. Todo había sido tan veloz.

«He animado. ¡Lo he logrado!»

¿Tenía algo que ver con las criaturas? Pero había empezado a verlas en sus dibujos antes de haber robado la animista. ¿Cómo…, qué…? Se miró la mano segura y la animista oculta en el bolsillo interior de la manga.

«No me la he puesto, y sin embargo la he usado de todas formas.»

—¿Shallan?

Era la voz de Jasnah. Ante la habitación. La princesa debía de haberla seguido. Shallan sintió una punzada de terror cuando vio el reguero de sangre que avanzaba hacia la puerta. Casi estaba allí ya, e iba a pasar por debajo en un segundo.

¿Por qué tenía que ser sangre? Asqueada, se puso en pie, manchando las zapatillas del líquido rojo.

—¿Shallan? —dijo Jasnah, la voz más cerca—. ¿Qué ha sido ese ruido?

Shallan miró frenética la sangre, y luego la libreta, llena de imágenes de las extrañas criaturas. ¿Y si tenían algo que ver con la animación? Jasnah las reconocería.

Había una sombra bajo la puerta.

Llena de pánico, guardó la libreta en su baúl. Pero la sangre la condenaría. Había tanta que solo una herida grave podría haberla creado. Jasnah la vería. Se daría cuenta. ¿Sangre donde no debería haber ninguna? ¿Una de las Diez Esencias?

¡Jasnah iba a saber lo que había hecho!

Se le ocurrió una idea. No era brillante, pero era una salida, y lo único que se le ocurrió. Se arrodilló y cogió un añico de la jarra de cristal rota con la mano segura, a través del tejido de la manga. Inspiró profundamente y se subió la manga, y usó el cristal para hacerse un tajo en la piel. Con el pánico del momento, apenas le dolió. La sangre brotaba.

Mientras el pomo de la puerta giraba y la puerta se abría, Shallan soltó el añico de cristal y se tumbó de lado. Cerró los ojos, fingiendo estar inconsciente. La puerta se abrió.

Jasnah se quedó boquiabierta e inmediatamente pidió ayuda. Corrió junto a Shallan, le agarró el brazo y presionó la herida. Shallan murmuró, como si apenas estuviera consciente, agarrando la bolsa oculta, y la animista dentro, con su mano segura. No la abrirían, ¿no? Se acercó más el brazo al pecho, esperando en silencio, atemorizada, al tiempo que sonaban más pisadas y gritos, y sirvientas y parshmenios entraban corriendo en la habitación mientras Jasnah seguía pidiendo ayuda.

«Esto no va a acabar bien», pensó Shallan.