«Con la Esquirla del Amanecer, que domina a cualquier criatura vacioide o mortal, subió las escaleras talladas para los Heraldos, diez zancadas de alto cada una, hacia el gran templo de arriba.»

De El poema de Ista. No he descubierto ninguna explicación moderna de lo que son esas «Esquirlas del Amanecer». Los sabios parecen ignorarlas, aunque hablar de ellas es frecuente en estos registros de las mitologías antiguas.

«No era extraño que encontráramos pueblos nativos mientras viajábamos por las Montañas Irreclamadas —leyó Shallan—. Después de todo, estas antiguas tierras pertenecieron a los Reinos Plateados. Cabe preguntarse si las bestias de grandes conchas vivían entonces entre ellos, o si las criaturas han venido a habitar las tierras baldías que quedaron tras la humanidad.»

Se acomodó en su asiento, el aire húmero cálido a su alrededor. A su izquierda, Jasnah Kholin flotaba silenciosamente en el estanque de la sala de baños. A Jasnah le gustaba empaparse en el baño, y Shallan no podía reprochárselo. Durante la mayor parte de su vida, bañarse había sido una ordalía que implicaba a docenas de parshmenios cargando cubos de agua caliente, seguidos por un rápido frote en la bañera de latón antes de que se enfriara el agua.

El palacio de Kharbranth ofrecía muchos más lujos. El estanque de piedra en el suelo parecía un pequeño lago personal, lujosamente calentado por fabriales que producían calor. Shallan no sabía todavía cuántos fabriales eran necesarios, pero una parte de ella se sentía muy intrigada. Este tipo se hacía cada vez más común. El otro día mismo, el personal del Cónclave había enviado a Jasnah una para calentar sus aposentos.

El agua no tenía que ser transportada, sino que salía de unas tuberías. Girando una palanca, fluía. Estaba caliente, y así la mantenían los fabriales colocados en los lados del estanque. Shallan se había bañado en aquella cámara, y era absolutamente maravilloso.

La práctica decoración era de roca adornada con pequeñas piedras de colores colocadas con argamasa en los lados de las paredes. Shallan estaba sentada junto al estanque, completamente vestida, leyendo mientras esperaba para asistir a Jasnah. El libro era el relato de Gavilar, tal como se lo había contado a la misma Jasnah hacía años, después de su primer encuentro con los extraños parshmenios conocidos más tarde como parshendi.

«Ocasionalmente, durante nuestras exploraciones, nos encontramos con nativos —leyó—. No eran parshmenios. Gente de Natán, con su piel azulada, anchas narices y pelo blanco lanudo. A cambio de regalos de comida, nos señalaban los terrenos de caza de conchagrandes.»

«Entonces encontramos a los parshmenios. ¡Yo había estado en media docena de expediciones a Natanatan, pero nunca había visto nada como esto! ¿Parshmenios, viviendo por su cuenta? Toda la lógica, la experiencia y la ciencia declaraban que era imposible. Los parshmenios necesitaban la mano de los pueblos civilizados para guiarlos. Esto se ha demostrado una y otra vez. Deja a uno solo en los bosques, y se quedará allí sentado, sin hacer nada, hasta que alguien venga y le dé órdenes.

»Sin embargo, aquí había un grupo que podía cazar, fabricar armas, construir edificios y, de hecho, crear su propia civilización. Pronto nos dimos cuenta de que este descubrimiento podía ampliar, quizá desterrar, todo lo que sabíamos sobre nuestros dóciles sirvientes.»

Shallan dirigió la mirada al pie de la página, donde, separado por una línea, el texto inferior estaba escrito con letra pequeña y apretada. La mayoría de los libros escritos por los hombres tenían un texto inferior, notas añadidas por la mujer o el fervoroso que anotaba el libro.

Por acuerdo nunca explícito, el texto inferior nunca se leía en voz alta. En él, una esposa a veces aclaraba (o incluso contradecía) el relato de su esposo. La única forma de conservar esa honestidad para los eruditos futuros era mantener la santidad y el secreto de la escritura.

«Debe tenerse en cuenta —había escrito Jasnah en el texto inferior de este párrafo—, que he adaptado las palabras de mi padre, siguiendo sus propias instrucciones, para hacerlas más apropiadas para su registro. —Eso significaba que había hecho que su dictado pareciera más erudito e impresionante—. Además, según la mayoría de los relatos, el rey Gavilar ignoró al principio a estos extraños y autosuficientes parshmenios. Solo comprendió la importancia de lo que había descubierto después de las explicaciones de sus eruditos y escribas. Con esta inclusión no pretendo destacar la ignorancia de mi padre: era, y es, un guerrero. Su atención no iba dirigida a la importancia antropológica de nuestra expedición, sino a la caza que iba a ser su culminación.»

Shallan cerró el libro, pensativa. El volumen pertenecía a la colección de la propia Jasnah; el Palaneo tenía varios ejemplares, pero Shallan no tenía permitido llevar los libros del Palaneo a la sala de baños.

Las ropas de Jasnah estaban en un banco a un lado de la sala. Encima de los vestidos doblados había una pequeña bolsa dorada que contenía la animista. Shallan miró a Jasnah. La princesa flotaba boca arriba en el estanque, el negro cabello extendido en abanico tras ella en el agua, los ojos cerrados. Su baño diario era el único momento en que parecía relajarse por completo. Ahora parecía mucho más joven, despojada de ropas y de intensidad, flotando como una niña que descansara después de un día de natación activa.

Treinta y cuatro años. Parecía mucha edad en algunos aspectos: algunas mujeres de la edad de Jasnah tenían hijas de la edad de Shallan. Y sin embargo era también tan joven. Tanto que Jasnah era alabada por su belleza, y los hombres declaraban que era una lástima que no se hubiera casado todavía.

Shallan miró la pila de ropa. Llevaba el fabrial roto en su bolsa segura. Podía cambiarlos aquí y ahora. Era la oportunidad que había estado esperando. Jasnah confiaba ahora en ella lo suficiente como para relajarse, y disfrutaba en la sala de baño sin preocuparse de su fabrial.

¿Podía Shallan hacerlo de verdad? ¿Podía traicionar a esta mujer que la había aceptado?

«Considerando lo que he hecho antes, esto no es nada», pensó.

No sería la primera vez que traicionaba a alguien que confiaba en ella. Se levantó. Al lado, Jasnah abrió un ojo.

«Maldición», pensó Shallan, colocándose el libro bajo el brazo y echando a andar mientras trataba de parecer pensativa. Jasnah la miró. No con recelo. Con curiosidad.

—¿Por qué quiso tu padre hacer un tratado con los parshendi? —se encontró preguntando mientras andaba.

—¿Por qué no querría?

—Esa no es una respuesta.

—Claro que lo es. Aunque no te diga nada.

—Me ayudaría, brillante, si me dieras una respuesta útil.

—Entonces haz una pregunta útil.

Shallan apretó la mandíbula.

—¿Qué tenían los parshendi que quería el rey Gavilar?

Jasnah sonrió, volvió a cerrar los ojos.

—Un poquito más cerca. Pero probablemente ya podrás deducir la respuesta.

—Esquirlas.

Jasnah asintió, todavía relajada en el agua.

—El texto no las menciona —dijo Shallan.

—Mi padre no habló de ellas. Pero por las cosas que dijo…, bueno, ahora sospecho que motivaron el tratado.

—¿Pero puedes estar segura de que lo sabía? Tal vez solo quería las gemas corazón.

—Tal vez —dijo Jasnah—. Los parshendi parecían divertidos por nuestro interés en las gemas que llevaban en las barbas. —Sonrió—. Tendrías que haber visto nuestra sorpresa cuando descubrimos de dónde las habían sacado. Cuando los lenceryn murieron durante la destrucción de Aimia, pensamos que habíamos visto las últimas gemas corazón. Y sin embargo aquí había otra gran bestia de caparazón que las tenía, viviendo en una tierra no muy lejana de la propia Kholinar.

»De cualquier forma, los parshendi estaban dispuestos a compartirlas con nosotros, mientras pudieran seguir cazándolas. Para ellos, si te tomabas la molestia de cazar a los abismoides, sus gemas corazón eran tuyas. Dudo que fuera necesario un tratado para eso. Y sin embargo, justo antes de marcharnos para regresar a Alezkar, mi padre empezó de pronto a hablar fervientemente de la necesidad de llegar a un acuerdo.

—¿Pero qué pasó? ¿Qué cambió?

—No estoy segura. Sin embargo, una vez describió las extrañas acciones de un guerrero parshendi durante la caza de un abismoide. En vez de echar mano a su lanza cuando apareció el conchagrande, este hombre se llevó la mano al costado de una forma muy sospechosa. Solo mi padre lo vio; sospecho que creyó que el hombre planeaba invocar una espada. El parshendi se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y se detuvo. Mi padre no hizo ningún comentario, y sospecho que no quería que la mirada del mundo se volviera hacia las Llanuras Quebradas más de lo que ya lo hacían.

Shallan señaló el libro.

—Parece tenue. Si estaba seguro de lo de las espadas, tendría que haber visto más.

—Pienso lo mismo. Pero estudié el tratado con atención después de su muerte. Las causas para favorecer el comercio y el mutuo cruce de fronteras bien pudieran haber sido un paso para incluir a los parshendi en Alezkar como nación. Ciertamente, hubiera impedido que los parshendi comerciaran sus esquirlas con otros reinos sin hacerlo primero con nosotros. Tal vez eso era todo lo que quería.

—¿Pero, por qué matarlo? —dijo Shallan, los brazos cruzados, dirigiéndose al lugar donde estaba la ropa doblada de Jasnah—. ¿Advirtieron los parshendi que pretendía conseguir sus hojas esquirladas, y por eso lo mataron antes?

—Incierto —dijo Jasnah. Parecía escéptica. ¿Por qué creía que los parshendi mataron a Gavilar? Shallan estuvo a punto de preguntarlo, pero tenía la sensación de que no le sacaría nada más. La mujer esperaba que pensara, descubriera y sacara conclusiones por su cuenta.

Shallan se detuvo junto al banco. La bolsa que contenía la animista estaba abierta, los cordones sueltos. Pudo ver el precioso artefacto en su interior. El cambio sería fácil. Había empleado una gran porción de su dinero para comprar gemas que fueran iguales a las de Jasnah, y las había puesto en la animista rota. Las dos eran ahora idénticas.

Pero aún no había aprendido a usar el fabrial; había intentado encontrar un modo de preguntarlo, pero Jasnah evitaba hablar de la animista. Insistir sería sospechoso. Shallan tendría que obtener la información en otra parte. Tal vez de Kabsal o de algún libro del Palaneo.

El tiempo se le echaba encima. Shallan descubrió que su mano se dirigía a su bolsa segura y palpaba en su interior, pasando los dedos por las cadenas de su fabrial roto. Su corazón latió más rápido. Miró a Jasnah, pero la mujer estaba allí flotando, los ojos cerrados. ¿Y si abría los ojos?

«¡No pienses en eso! —se dijo Shallan—. Tan solo hazlo. Haz el cambio. Está tan cerca…»

—Progresas más rápidamente de lo que pensaba, niña —dijo Jasnah de pronto. Shallan dio media vuelta, pero Jasnah seguía teniendo los ojos cerrados—. Me equivoqué al juzgarte tan rudamente por tu educación anterior. Yo misma he dicho a menudo que la pasión es más fuerte que la educación. Tienes la determinación y la capacidad para convertirte en una erudita, Shallan. Comprendo que las respuestas parecen lentas, pero continúa con tu investigación. Las conseguirás tarde o temprano.

Shallan se quedó inmóvil un instante, la mano en la bolsa de su manga, el corazón latiendo incontrolable. Se sintió mareada. «No puedo hacerlo. Padre Tormenta, soy idiota. He venido hasta aquí… ¡y ahora no puedo hacerlo!»

Sacó la mano de la bolsa y volvió a su silla. ¿Qué iba a decirle a sus hermanos? ¿Acababa de condenar a su familia? Se sentó, apartó el libro a un lado y suspiró, lo que hizo que Jasnah abriera los ojos y la mirara. Luego se irguió en el agua y señaló el jabón para el pelo.

Apretando los dientes, Shallan se levantó y cogió la bandeja, la acercó y se agachó para ofrecerla. Jasnah cogió el jabón en polvo y lo amasó en la mano, creando espuma antes de ponérselo en el lustroso pelo negro con ambas manos. Incluso desnuda, Jasnah Kholin estaba serena y al control.

—Tal vez hemos pasado demasiado tiempo aquí dentro últimamente —dijo la princesa—. Pareces cansada, Shallan. Ansiosa.

—Estoy bien —dijo Shallan bruscamente.

—Hmm, sí. Como se nota en tu tono perfectamente razonable y relajado. Tal vez tenemos que cambiar tu formación y pasar de la historia a algo más a mano, más visceral.

—¿Como la ciencia natural? —preguntó Shallan, irguiéndose.

Jasnah echó la cabeza atrás. Shallan se arrodilló sobre una toalla junto al estanque, y extendió luego la mano libre y masajeó el jabón de las lustrosas trenzas de su señora.

—Estaba pensando en filosofía.

Shallan parpadeó.

—¿Filosofía? ¿Para qué sirve eso?

«¿No es el arte de decir nada con tantas palabras como sea posible?»

—La filosofía es un campo de estudio importante —dijo Jasnah con severidad—. Sobre todo si te vas a implicar en la política cortesana. La naturaleza de la moralidad tiene que ser considerada, y preferiblemente antes de quedar expuesta a situaciones donde se requiere una decisión moral.

—Sí, brillante. Aunque no llego a ver cómo la filosofía está más «a mano» que la historia.

—La historia, por definición, no puede ser experimentada directamente. Mientras sucede, es el presente, y ese es el reino de la filosofía.

—Eso es solo una cuestión de definición.

—Sí —dijo Jasnah—, todas las palabras tienen la tendencia a ser sometidas a la forma en que son definidas.

—Supongo —dijo Shallan, echándose atrás y permitiendo que Jasnah sumergiera la cabeza para librarse del jabón.

La princesa empezó a frotarse la piel con un jabón levemente abrasivo.

—Ha sido una respuesta especialmente blanda, Shallan. ¿Qué ha sido de tu ingenio?

Shallan miró el banco y su precioso fabrial. Después de todo este tiempo, había demostrado ser demasiado débil para hacer lo que había que hacer.

—Mi ingenio está en hiato temporal, brillante. Pendiente de revisión por parte de sus colegas, la sinceridad y la temeridad. Jasnah alzó una ceja.

Shallan se sentó sobre sus talones, todavía arrodillada sobre la toalla.

—¿Cómo sabes lo que está bien, Jasnah? Si no escuchas a los devotarios, ¿cómo decides?

—Eso depende de la filosofía de cada cual. ¿Qué es más importante para ti?

—No lo sé. ¿No puedes decírmelo?

—No —respondió Jasnah—. Si te diera las respuestas, no sería mejor que los devotarios, prescribiendo creencias.

—No son malvados, Jasnah.

—Excepto cuando intentan dominar el mundo.

Shallan frunció los labios en una fina línea. La Guerra de la Pérdida había destruido la Hierocracia, aplastando el vorinismo de los devotarios. Fue el resultado inevitable de una religión intentando gobernar. Los devotarios tenían que enseñar moral, no imponerla. La imposición era cosa de los ojos claros.

—Dices que no puedes darme respuestas, ¿pero no puedo pedir consejo de alguien sabio? ¿Alguien que lo haya experimentado antes? ¿Por qué escribir nuestras filosofías, extraer nuestras conclusiones, sino para influir en los demás? Tú misma me has dicho que la información no vale nada a menos que la usemos para hacer juicios.

Jasnah sonrió, sumergió las manos y lavó el jabón. Shallan captó un brillo victorioso en su mirada. No estaba necesariamente defendiendo ideas porque creyera en ellas: solo quería presionar a Shallan. Era irritante. ¿Cómo iba a saber ella lo que Jasnah pensaba realmente si adoptaba puntos de vista conflictivos en esto?

—Actúas como si hubiera una respuesta —dijo Jasnah, indicándole que cogiera una toalla mientras salía del estanque—. Una única respuesta eternamente perfecta.

Shallan obedeció con rapidez y trajo una toalla grande y mullida.

—¿No trata de esto la filosofía? ¿De encontrar las respuestas? ¿De buscar la verdad, el auténtico significado de las cosas?

Mientras se secaba, Jasnah la miró alzando una ceja.

—¿Qué? —preguntó Shallan, súbitamente cohibida.

—Creo que es hora de hacer un ejercicio de campo. Fuera del Palaneo.

—¿Ahora? ¡Es tan tarde!

—Te dije que la filosofía era un arte a mano —dijo Jasnah, envolviéndose en la toalla. Extendió luego la mano y sacó la animista de su bolsa. Deslizó las cadenas entre sus dedos, asegurando las gemas al dorso de su mano—. Te lo demostraré. Vamos, ayúdame a vestirme.

De niña, Shallan disfrutaba de los atardeceres en que podía salir a los jardines. Cuando la manta de oscuridad se posaba sobre los terrenos, parecían un lugar completamente distinto. En aquellas sombras, había podido imaginar que los rocapullos, cortezapizarras y árboles eran una fauna extraña. Los restos de cremlinos que salían de las grietas se convertían en las huellas de gente misteriosa de tierras lejanas. Comerciantes de Shinovar de grandes ojos, un jinete de conchagrande de Kadrix o un marino de botestrecho del Lagopuro.

No imaginaba lo mismo caminando de noche por Kharbranth. Imaginar seres oscuros en la noche fue una vez un juego intrigante, pero aquí era probable que fueran reales. En vez de convertirse en un lugar misterioso e intrigante de noche, Kharbranth le parecía igual que siempre…, solo que mucho más peligroso.

Jasnah ignoró las llamadas de los porteadores de palanquines y rickshaws. Caminaba despacio, con su hermoso vestido violeta y dorado, seguida por Shallan, que iba vestida de seda azul. Jasnah no se había arreglado el pelo después de su baño, y lo llevaba suelto, en cascada sobre los hombros, casi escandaloso en su libertad.

Recorrieron la Ralinsa, la avenida principal que bajaba por la falda de la pendiente y conectaba el Cónclave con el puerto. A pesar de lo tarde que era, estaba abarrotada, y muchos de los hombres que caminaban por ahí parecían llevar la noche consigo. Eran broncos, de rostros sombríos. Todavía resonaban gritos por la ciudad, pero también estos traían la noche consigo, medida por lo rudo de sus palabras y lo desabrido de su tono. La empinada colina que formaba la ciudad estaba tan poblada de edificios como siempre, pero estos parecían retirarse dentro de la noche. Ennegrecidos, como piedras calcinadas. Restos huecos.

Las campanas seguían sonando. En la oscuridad, cada tañido era un grito diminuto. Hacían que el viento fuera un ser vivo más presente que causaba una cacofonía tintineante cada vez que pasaba. Se alzó una brisa, y una avalancha de sonidos recorrió la Ralinsa. Shallan casi se agachó al oírlos.

—Brillante, ¿no deberíamos pedir un palanquín?

—Un palanquín podría inhibir la lección.

—Podré aprender la lección durante el día, si no te importa.

Jasnah se detuvo y miró hacia una calle lateral más oscura.

—¿Qué te parece esa calle, Shallan?

—No me parece especialmente atractiva.

—Y, sin embargo, es la ruta más directa desde la Ralinsa al distrito de los teatros.

—¿Es ahí adónde vamos?

—No «vamos» a ninguna parte —dijo Jasnah, echando a andar hacia la calleja—. Estamos actuando, reflexionando y aprendiendo.

Shallan la siguió, nerviosa. La noche las engulló: solo la luz ocasional de las tabernas y tiendas ofrecía iluminación. Jasnah llevaba su guante negro sin dedos sobre su animista, ocultando la luz de sus gemas.

Shallan tuvo que frenar el paso. Sus pies calzados con zapatillas podían sentir todas las irregularidades del suelo, cada guijarro y cada grieta. Miró nerviosa alrededor cuando pasaron ante un grupo de obreros congregados en la puerta de una taberna. Eran ojos oscuros, naturalmente. De noche, esa distinción parecía más profunda.

—¿Brillante? —preguntó con tono apagado.

—Cuando somos jóvenes, queremos respuestas simples. No hay tal vez mayor indicación de la juventud que el deseo de que todo sea como debería ser. Como ha sido siempre.

Shallan frunció el ceño, todavía observando por encima del hombro a los tipos de la taberna.

—Cuanto mayores nos hacemos, más nos cuestionamos —dijo Jasnah—. Empezamos a preguntar por qué. Y sin embargo, seguimos queriendo que las respuestas sean simples. Asumimos que la gente que nos rodea (los adultos, los líderes) tiene esas respuestas. Lo que nos dan, a menudo nos satisface.

—Yo nunca quedé satisfecha —dijo Shallan en voz baja—. Quería más.

—Eras madura. Lo que describes nos sucede a la mayoría. De hecho, me parece que la edad, la sabiduría y el asombro son sinónimos. Cuanto mayores nos hacemos, más probable es que rechacemos las respuestas sencillas. A menos que alguien se interponga en nuestro camino y exija ser aceptado por la fuerza —los ojos de Jasnah se estrecharon—. Te preguntas por qué rechazo a los devotarios.

—Así es.

—Parece que la mayoría trata de impedir que haya preguntas.

Jasnah se detuvo. Entonces retiró brevemente su guante, usando la luz para mostrar la calle que las rodeaba. Las gemas de su mano, más grandes que broams, ardían como antorchas, rojas, blancas y grises.

—¿Es aconsejable mostrar así tus riquezas, brillante? —dijo Shallan, hablando en voz baja y mirando alrededor.

—No. Desde luego que no. Sobre todo aquí. Verás, esa calle se ha ganado cierta mala reputación últimamente. En tres noches distintas, los dos últimos meses, los asistentes al teatro que eligieron esta ruta hasta el camino principal fueron asaltados. En cada caso, fueron asesinados.

Shallan notó que palidecía.

—La guardia de la ciudad no ha hecho nada —dijo Jasnah—. Taravangian les ha enviado varias claras reprimendas, pero el capitán de la guardia es primo de un ojos claros muy influyente, y Taravangian no es un rey demasiado poderoso. Algunos sospechan que hay algo más en todo esto, que los hampones pueden estar sobornando a la guardia. La trama en este momento es irrelevante, ya que como puedes ver no hay ningún miembro guardando el lugar, a pesar de su reputación.

Jasnah volvió a ponerse el guante y la calle se sumergió de nuevo en la oscuridad. Shallan parpadeó mientras sus ojos se aclimataban.

—¿Hasta qué punto crees que hemos hecho una tontería al venir aquí, dos mujeres desprotegidas con caros vestidos y con riquezas?

—Una tontería muy grande. Jasnah, ¿podemos irnos? Sea cual sea la lección que tienes en mente no merece la pena.

Jasnah frunció los labios y luego miró hacia un callejón estrecho y más oscuro que se desviaba del camino por el que habían venido. Ahora que se había vuelto a poner el guante, todo estaba casi completamente negro.

—Te encuentras en un lugar interesante en tu vida, Shallan —dijo Jasnah, flexionando la mano—. Eres lo bastante mayor para inquietarte, preguntar, rechazar lo que se te presenta simplemente porque sí. Pero también te aferras al idealismo de la juventud. Consideras que tiene que haber una Verdad única que lo defina todo…, y piensas que, cuando la encuentres, todo lo que una vez te confundió tendrá de pronto sentido.

—Yo…

Shallan quiso discutir, pero las palabras de su maestra eran certeras. Las cosas terribles que había hecho, aquella otra cosa terrible que tenía planeado hacer, la acosaban. ¿Era posible hacer algo horrible para conseguir algo maravilloso?

Jasnah se internó en el estrecho callejón.

—¡Jasnah! ¿Adónde vas?

—Esto es filosofía en acción, niña. Ven conmigo.

Shallan vaciló en la bocacalle, el corazón desbocado, los pensamientos confusos. El viento soplaba y las campanas sonaban, como gotas de lluvia congeladas que se estrellaran contra las piedras. En un momento de decisión, corrió tras Jasnah, prefiriendo la compañía, incluso en la oscuridad, a estar sola. El brillo embozado de la animista apenas era suficiente para iluminar su camino, y Shallan siguió la sombra de Jasnah.

Ruido desde atrás. Shallan se volvió con un sobresalto para ver varias formas oscuras que entraban en el callejón.

—Oh, Padre Tormenta —susurró. ¿Por qué? ¿Por qué estaba Jasnah haciendo esto?

Temblando, agarró el vestido de Jasnah con su mano libre. Otras sombras se movían ante ellas al otro lado del callejón. Se acercaron, gruñendo, salpicando agua de los sucios y apestosos charcos. Agua helada que había empapado las zapatillas de Shallan.

Jasnah se detuvo. La frágil luz de su animista embozada se reflejó en las manos de sus acosadores. Espadas o cuchillos.

Estos hombres pretendían asesinarlas. No se robaba a mujeres como Shallan y Jasnah, mujeres con conexiones poderosas, y se las dejaba vivas para que testificaran. Este tipo de hombres no eran los bandidos generosos de las historias románticas. Vivían cada día sabiendo que si los capturaban los ahorcarían.

Paralizada por el miedo, Shallan ni siquiera pudo gritar.

«¡Padre Tormenta, Padre Tormenta, Padre Tormenta!»

—Y ahora —dijo Jasnah, con voz dura y sombría—, la lección.

Se quitó el guante.

La súbita luz fue casi cegadora. Shallan alzó una mano para protegerse y retrocedió hacia la pared del callejón. Cuatro hombres las rodeaban. No los de la entrada de la taberna, sino otros. Hombres que no había advertido que las vigilaban. Pudo ver los cuchillos ahora, y también el ansia asesina de sus ojos.

Dejó por fin escapar un grito.

Los hombres gruñeron ante el resplandor, pero avanzaron. Un hombre de pecho fornido y barba oscura se acercó a Jasnah, alzando su arma. Ella extendió tranquilamente la mano, los dedos desplegados, y la presionó contra su pecho mientras blandía un cuchillo. El aliento de Shallan se detuvo en su garganta.

La mano de Jasnah se hundió en la piel del hombre, que se detuvo. Un segundo más tarde, ardió.

No…, se convirtió en fuego. Transformado en llamas en un abrir y cerrar de ojos. Alzándose alrededor de la mano de Jasnah, formaban el contorno de un hombre con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Durante un instante, el fulgor de la muerte del hombre fue más fuerte que el brillo de las gemas de Jasnah.

El grito de Shallan se apagó. La figura en llamas era extrañamente hermosa. Desapareció en un momento, el fuego se disipó en el aire nocturno, dejando una imagen residual anaranjada en los ojos de Shallan.

Los otros tres hombres maldijeron, dispersándose, chocando unos con otros. Uno cayó. Jasnah se volvió casualmente, rozándole el hombro con los dedos mientras se ponía de rodillas. Se volvió cristal, una figura de cuarzo puro y sin mácula, y sus ropas se transformaron con él. El diamante de la animista de Jasnah se oscureció, pero todavía quedaba suficiente luz tormentosa para enviar un arco iris de chispas a través del cadáver transformado.

Los otros dos hombres huyeron en direcciones opuestas. Jasnah inspiró profundamente, cerró los ojos y alzó la mano por encima de su cabeza. Shallan se llevó la mano segura al pecho, aturdida, confusa. Aterrorizada.

La luz tormentosa brotó de la mano de Jasnah como si fueran dos rayos gemelos simétricos. Golpearon a cada uno de los ladrones y estallaron, convirtiéndolos en humo. Las ropas vacías cayeron al suelo. Con un brusco chasquido, el cristal de cuarzo ahumado de la animista de Jasnah se quebró, su luz se desvaneció, dejándola solo con el diamante y el rubí.

Los restos de los dos ladrones se alzaron en el aire, hilillos de vapor grasiento. Jasnah abrió los ojos, extrañamente tranquila. Volvió a ponerse el guante, usando la mano libre para sujetarlo contra su estómago y deslizar los dedos dentro. Luego volvió tranquilamente por donde habían venido. Dejó al cadáver de cristal arrodillado con la mano alzada. Detenido para siempre.

Shallan se separó de la pared y corrió detrás de Jasnah, asqueada y sorprendida. Los fervorosos tenían prohibido usar sus animistas con las personas. Rara vez las usaban ante los demás. ¿Y cómo había abatido Jasnah a dos hombres desde lejos? Según todo lo que Shallan había leído (lo poco que había que leer), la animación requería contacto físico.

Demasiado abrumada para exigir respuestas, guardó silencio (la mano libre en la sien, tratando de controlar su temblor y su respiración entrecortada) mientras Jasnah llamaba a un palanquín. Uno llegó poco después, y las dos mujeres subieron.

Los porteadores las llevaron hacia la Ralinsa, sus pisadas sacudían a las dos mujeres, que estaban sentadas una frente a otra. Como quien no quiere la cosa, Jasnah sacó el cuarzo opaco de su animista, y se lo guardó en el bolsillo. Podía venderlo a un joyero, quien podía cortar gemas más pequeñas de los trozos recuperados.

—Ha sido horrible —dijo por fin Shallan, la mano segura contra su pecho—. Ha sido una de las experiencias más espantosas que he vivido. Has matado a cuatro hombres.

—Cuatro hombres que planeaban golpearnos, robarnos, matarnos y posiblemente violarnos.

—¡Los tentaste a que vinieran a por nosotras!

—¿Los obligué a cometer algún crimen?

—Mostraste tus gemas.

—¿No puede una mujer caminar con sus posesiones por las calles de una ciudad?

—¿De noche? ¿En una zona peligrosa? ¿Exhibiendo riquezas? ¡Estabas pidiendo que ocurriera!

—¿Y eso hace que estuviera bien? —dijo Jasnah, inclinándose hacia delante—. ¿Apruebas lo que iban a hacer?

—Por supuesto que no. ¡Pero eso no hace que lo que tú hiciste estuviera bien tampoco!

—Y sin embargo, esos hombres han sido apartados de las calles. La gente de esta ciudad está mucho más segura. El asunto que tanto preocupaba a Taravangian ha sido resuelto, y nadie más que acuda al teatro caerá ante esos hampones. ¿Cuántas vidas acabo de salvar?

—Sé las que acabas de quitar —dijo Shallan—. ¡Y con el poder de algo que debería ser sagrado!

—Filosofía en acción. Una lección importante para ti.

—Lo has hecho solo para demostrar un argumento —dijo Shallan en voz baja—. Lo hiciste para demostrarme que podías hacerlo. Condenación, Jasnah, ¿cómo has podido hacer una cosa así?

Jasnah no respondió. Shallan se la quedó mirando, buscando emoción en aquellos ojos inexpresivos. «Padre Tormenta. ¿He conocido alguna vez de verdad a esta mujer? ¿Quién es realmente?»

Jasnah se acomodó, viendo pasar la ciudad.

—No lo he hecho para demostrar nada, niña. Llevo algún tiempo pensando que me aprovecho de la hospitalidad de su majestad. No se da cuenta de cuántos problemas pueden echársele encima por aliarse conmigo. Además, hombres como estos… —Había algo en su voz, una tensión que Shallan nunca había oído antes.

«¿Qué te han hecho? —se preguntó Shallan con horror—. ¿Y quién ha sido?»

—De cualquier forma, las acciones de esta noche sucedieron porque elegí este camino, no porque hubiera nada que considerara que tenías que ver. Sin embargo, también se presentó la oportunidad para aprender, para hacer preguntas. ¿Soy un monstruo o soy un héroe? ¿Acabo de asesinar a cuatro hombres, o he impedido que cuatro asesinos recorran las calles? ¿Se merece alguien que le hagan daño como consecuencia de ponerse donde el daño puede alcanzarte? ¿Tenía derecho a defenderme? ¿O estaba buscando una excusa para matar?

—No lo sé —susurró Shallan.

—Te pasarás la siguiente semana investigando y reflexionando sobre ello. Si deseas ser una erudita, una auténtica erudita que cambie el mundo, tendrás que enfrentarte a cuestiones como estas. Habrá momentos en que deberás tomar decisiones que te revolverán el estómago, Shallan Davar. Yo te preparé para tomar esas decisiones.

Jasnah guardó silencio y miró por la ventanilla del palanquín mientras los porteadores las llevaban al Cónclave. Demasiado preocupada para decir nada más, Shallan sufrió el resto del viaje en silencio. Siguió a Jasnah a través de los silenciosos pasillos hasta sus aposentos, dejando atrás a eruditos camino de Palaneo para una noche de estudio.

En sus aposentos, Shallan ayudó a Jasnah a desvestirse, aunque odiaba tocar a la mujer. No debería sentirse así. Los hombres a quienes Jasnah había matado eran criaturas terribles, y tenía pocas dudas de que la habrían matado. Pero no le molestaba el acto en sí tanto como su fría crueldad.

Todavía aturdida, le llevó una bata a su maestra mientras la mujer se quitaba las joyas y las depositaba sobre un vestidor.

—Podrías haber dejado escapar a los otros —dijo Shallan, volviéndose hacia Jasnah, que se había sentado a cepillarse el pelo—. Solo tenías que matar a uno.

—No, nada de eso.

—¿Por qué? Tendrían demasiado miedo para volver a hacer algo así otra vez.

—Eso no lo sabes. Sinceramente, quería eliminar a esos hombres. Una camarera descuidada que vuelve a casa por el camino equivocado no puede protegerse, pero yo sí. Y lo haré.

—No tienes ninguna autoridad para hacerlo, no en una ciudad ajena.

—Cierto. Otro punto a considerar, supongo.

Se llevó el cepillo al pelo, volviéndose. Cerró los ojos, como si no quisiera ver a Shallan.

La animista estaba en el vestidor, junto a los pendientes de Jasnah. Shallan apretó los dientes, sosteniendo la suave bata de seda. Jasnah estaba en ropa interior, cepillándose el pelo.

«Habrá momentos en que deberás tomar decisiones que te revolverán el estómago, Shallan Davar.» «Ya me he enfrentado a ellos.» «Me enfrento a uno ahora.»

¿Cómo se atrevía Jasnah a hacer esto? ¿Cómo se atrevía a hacer que Shallan formara parte? ¿Cómo se atrevía a usar algo hermoso y sagrado como fuente de destrucción?

Jasnah no se merecía poseer la animista.

Con un rápido movimiento de la mano, Shallan metió la bata doblada bajo su brazo seguro, y luego metió la mano en su bolsa y sacó la gema de cuarzo ahumado de la animista de su padre. Se acercó al vestidor y, usando el movimiento de colocar la bata sobre la mesa como tapadera, hizo el cambio. Deslizó la animista que funcionaba en su mano segura dentro de la manga, dando un paso atrás mientras Jasnah abría los ojos y miraba la bata, que ahora permanecía inocentemente junto a la animista estropeada.

Shallan contuvo la respiración.

Jasnah volvió a cerrar los ojos y le tendió el cepillo.

—Ha sido un día fatigoso, Shallan.

Shallan se movió mecánicamente, cepillando el pelo de su señora mientras agarraba la animista rota en su mano segura oculta, aterrada por si Jasnah advertía el cambio en algún momento.

No lo hizo. No cuando se puso la bata. No cuando guardó la animista rota en su joyero y lo cerró con la llave que llevaba al cuello cuando dormía.

Shallan salió de la habitación aturdida, agitada. Exhausta, mareada, confusa.

Pero impune.