«Un hombre se encontraba en lo alto de una montaña, contemplando su patria hundirse en el polvo. Las aguas se arremolinaban debajo, muy lejos. Y oyó a un niño llorar. Eran sus propias lágrimas.»

Recogido el 4 de Tanates, año 1171, treinta segundos antes de la muerte. El sujeto era un zapatero de cierto renombre.

Kharbranth, la Ciudad de las Campanas, no era un lugar que Shalian hubiera imaginado que visitaría nunca. Aunque a menudo había soñado con viajar, esperaba pasar los primeros años de su vida secuestrada en la mansión de su familia, donde solo los libros de su padre le permitían escapar. Esperaba casarse con uno de los aliados de su padre, y luego pasarse el resto de la vida secuestrada en la mansión de ese otro hombre.

Pero las expectativas eran como la porcelana fina. Cuanto más fuerte te agarrabas a ellas, más probable era que se rompiesen.

Se sentía inquieta. Se apretó contra el pecho la libreta de dibujo encuadernada en cuero, mientras los estibadores llevaban el barco a puerto. Kharbranth era enorme. Construida en la falda de una pronunciada pendiente, la ciudad tenía forma de cuña, como si hubiera sido edificada en una amplia grieta, con un lado abierto que desembocaba en el océano. Los edificios eran recios, con ventanas cuadradas, y parecían haber sido construidos con alguna especie de barro o adobe. ¿Crem, tal vez? Estaban pintados de colores brillantes, rojos y anaranjados la mayoría, pero había también azules y amarillos de vez en cuando.

Pudo oír las campanas, tintineando al viento, resonando con sus voces puras. Tuvo que torcer el cuello para contemplar la zona más alta de la ciudad: Kharbranth era como una montaña que se alzaba sobre ella. ¿Cuánta gente vivía en un lugar como este? ¿Miles de personas? ¿Decenas de miles? Se estremeció de nuevo, asustada aunque emocionada al mismo tiempo, y entonces parpadeó con fuerza, fijando la imagen de la ciudad en su memoria.

Los marineros corrían de un lado a otro. El Placer del Viento era un navío estrecho, de un solo palo, apenas lo suficientemente grande para ella, el capitán, su esposa y la media docena de tripulantes. Al principio le había parecido muy pequeño, pero el capitán Tozbek era un hombre tranquilo y cauto, un marino excelente, aunque fuera pagano. Había guiado el barco con cuidado a lo largo de la costa, encontrando siempre una cala a cubierto para capear las altas tormentas.

El capitán supervisaba el trabajo mientras los hombres aseguraban las maromas. Tozbek era un hombre bajo que le llegaba a Shallan a la altura de los hombros, y mostraba sus largas cejas blancas thayleñas en una curiosa pauta en punta. Era como si tuviera dos abanicos sobre los ojos, de un palmo de largo cada uno. Llevaba una sencilla gorra de lana y una chaqueta negra con botones plateados. Shallan imaginaba que aquella cicatriz de su barbilla se la había hecho en una furiosa batalla marítima contra los piratas. El día antes, se decepcionó al enterarse de que había sido causada por un cabo suelto durante un temporal.

La esposa de Tozbek, Ashlv, bajaba ya por la plancha para registrar el barco. El capitán vio a Shallan observándolo, y se acercó a ella. Era uno de los contactos comerciales de la familia, en quien su padre confiaba ciegamente. Eso era buena cosa, ya que el plan que sus hermanos y ella habían trazado no tenía lugar para que la escoltara un ama o una dama de compañía.

El plan ponía a Shallan nerviosa. Muy, muy nerviosa. Odiaba ser hipócrita. Pero el estado financiero de su casa… Necesitaban una espectacular entrada de dinero u otro tipo de presión en la política local de Veden. De lo contrario, no sobrevivirían al año.

«Lo primero es lo primero —pensó Shallan, obligándose a conservar la calma—. Encuentra a Jasnah Kholin. Suponiendo que no se haya marchado de nuevo sin ti.»

—He enviado a un mozo de tu parte, brillante —dijo Tozbek—. Si la princesa sigue aquí, lo sabremos pronto.

Shallan asintió agradecida, todavía aferrada a su libreta de dibujos. En la ciudad, había gente por todas partes. Algunos llevaban ropas familiares: pantalones y camisas con encajes los hombres; faldas y blusas de colores, las mujeres. Podrían ser gente de su tierra, Jah Keved. Pero Kharbranth era una ciudad libre. Una ciudad-estado pequeña y políticamente frágil con poco terreno pero con muelles abiertos a todos los barcos que pasaban; allí no hacían ninguna pregunta referida a nacionalidades ni estatus. La gente acudía en masa.

Eso significaba que muchas de las personas que Shallan veía eran exóticas. Aquellas túnicas simples indicaban a un hombre o una mujer de Tashikk, muy al oeste. Las largas sayas hasta los tobillos, pero abiertas por delante como capas… ¿de dónde era esa gente? Rara vez había visto a tantos parshmenios como veía ahora trabajando en los muelles, cargando fardos a sus espaldas. Como los parshmenios que había poseído su padre, eran fornidos y de miembros gruesos, con su extraña piel jaspeada: algunas partes pálidas o negras, otras de un intenso escarlata. La pauta jaspeada era única en cada individuo.

Después de seguir a Jasnah Kholin de ciudad en ciudad durante casi un año, Shallan estaba empezando a pensar que nunca alcanzaría a la princesa. ¿La estaba evitando? No, eso no parecía probable: Shallan no era lo bastante importante para esperarla. La brillante Jasnah Kholin era una de las mujeres más poderosas del mundo. Y una de las más tristemente célebres. Era la única miembro de una fiel casa real que era una hereje profesa.

Shallan intentó controlar su ansiedad. Lo más probable era que descubrieran que Jasnah se había vuelto a marchar. El Placer del Viento atracaría para pasar la noche, y Shallan negociaría un precio con el capitán (con un gran descuento, debido a las inversiones de su familia en el negocio de Tozbek) para que la llevara al siguiente puerto.

Ya habían pasado varios meses de la fecha en que Tozbek esperaba librarse de ella. Shallan no había sentido nunca el menor resentimiento por su parte: su honor y lealtad le obligaban a acceder a sus peticiones. Sin embargo, su paciencia no duraría eternamente, ni el dinero de ella tampoco. Ya había gastado la mitad de las esferas que había traído consigo. Tozbek acabaría por abandonarla en una ciudad desconocida, desde luego, pero tal vez insistiera en llevarla de regreso a Vedenar.

—¡Capitán! —dijo un marinero, subiendo la plancha a la carrera. Llevaba solamente un chaleco y pantalones bombachos, y tenía la piel bronceada de quien trabaja al sol—. Ningún mensaje, señor. El práctico del puerto dice que Jasnah no se ha marchado todavía.

—¡Bien! —exclamó el capitán, volviéndose hacia Shallan—. ¡La caza ha terminado!

—Benditos sean los Heraldos —dijo Shallan en voz baja.

El capitán sonrió; sus exageradas cejas parecían vetas de luz que surgieran de sus ojos.

—¡Debe de ser tu hermoso rostro el que nos ha traído este viento favorable! ¡Los propios vientospren se extasiaron contigo, brillante Shallan, y nos condujeron hasta aquí!

Shallan se ruborizó, y pensó una respuesta que no era la adecuada.

—¡Ah! —dijo el capitán, señalándola—. Puedo ver que tienes una respuesta…, ¡lo veo en tus ojos, joven señora! Escúpela. Las palabras no están hechas para quedárselas uno. Son criaturas libres, y si se encierran trastornan el estómago.

—No es educado —protestó Shallan.

Tozbek soltó una risotada.

—¡Meses de viaje, y sigues diciendo lo mismo! ¡Y yo te insisto en que somos marineros! Olvidamos nuestra educación en el momento en que pusimos por primera vez el pie en un barco, y ahora ya no hay redención posible para nosotros. Ella sonrió. Había sido educada por severas amas y tutoras para mantener la boca cerrada. Por desgracia, sus hermanos habían mostrado todavía más determinación en animarla a hacer lo contrario. Shallan había adoptado la costumbre de entretenerlos con comentarios mordaces cuando no había nadie cerca. Recordó con afecto las horas pasadas junto a la chisporroteante chimenea del gran salón, los tres más jóvenes de sus cuatro hermanos sentados a su alrededor, escuchándola mientras hacía comentarios del último adulador de su padre o un romance fugaz. A menudo inventaba versiones tontas de conversaciones para llenar las bocas de gente que podía ver, pero no oír.

Eso había establecido en ella lo que sus amas consideraban una «vena insolente». Y los marineros apreciaron aún más que sus hermanos un comentario mordaz.

—Bueno —le dijo Shallan al capitán, ruborizándose pero ansiosa por hablar de todas formas—, estaba pensando esto: dices que mi belleza sedujo a los vientos para que nos llevaran a toda prisa a Kharbranth. ¿Pero no implicaría eso que en otros viajes mi falta de belleza tuviera la culpa de que llegáramos tarde? —Bueno…, esto…

—Así que en realidad, lo que me estás diciendo es que soy hermosa exactamente una sexta parte de las veces.

—¡Tonterías! ¡Joven señora, eres como un amanecer soleado!

—¿Un amanecer? ¿Con eso quieres decir demasiado escarlata —se tiró del largo cabello rojo— y con tendencia a hacer que los hombres vuelvan la cara cuando me ven?

El se echó a reír, y varios de los marineros cercanos lo imitaron.

—Muy bien, pues —dijo el capitán Tozbek—, eres como una flor.

Ella hizo una mueca.

—Soy alérgica a las flores.

El capitán alzó una ceja.

—No, de verdad —admitió ella—. Creo que son cautivadoras. Pero si me regalaras un ramo, me daría un ataque tan fuerte que acabaría buscando en las paredes las pecas sueltas que pudieran haberse desprendido con la fuerza de mis estornudos.

—Bueno, si eso es cierto, sigo diciendo que eres tan bonita como una flor.

—Si lo soy, entonces los jóvenes de mi edad deben sufrir mi misma alergia…, pues mantienen las distancias muy claramente —dio un respingo—. Bueno, verás, te dije que esto no era educado. Las jóvenes no deberían actuar de forma tan irritante.

—Ah, joven señora —dijo el capitán, llevándose la mano a la gorra—, los muchachos y yo echaremos de menos tu lengua afilada. No estoy seguro de qué vamos a hacer sin ti.

—Navegar, probablemente —contestó Shallan—. Y comer, y cantar, y contemplar las olas. Todas las cosas que hacéis ahora, solo que tendréis más tiempo para hacerlas, ya que no tropezaréis con una muchacha sentada en cubierta haciendo dibujos y murmurando para sí. Pero te estoy agradecida, capitán, por un viaje tan maravilloso…, aunque algo exagerado en su duración.

Él volvió a llevarse la mano a la gorra, agradeciendo el cumplido.

Shallan sonrió. No había esperado que viajar sola fuera tan liberador. A sus hermanos les preocupaba que sintiera miedo. La consideraban tímida porque no le gustaba discutir y permanecía callada cuando había grupos grandes hablando. Y tal vez era tímida, en efecto: estar lejos de Jah Keved resultaba intimidatorio. Pero también era maravilloso. Había llenado tres libros de bocetos con las criaturas y gentes que había visto, y aunque su preocupación por las finanzas de su casa era una nube perpetua, se equilibraba con el puro placer de la experiencia.

Tozbek empezó a preparar el atraque. Era un buen hombre. Respecto a su alabanza a su supuesta belleza, ella le daba el valor que tenía. Una amable, aunque exagerada, muestra de afecto. Shallan era de piel pálida en una época en que el bronceado alezi se consideraba la marca de la auténtica belleza, y aunque tenía ojos celestes, su linaje familiar impuro se manifestaba en el pelo rojizo. No había un solo mechón de adecuado negro. Sus pecas habían ido desapareciendo a medida que se convirtió en mujer (benditos fueran los Heraldos), pero seguía habiendo algunas visibles, espolvoreando sus mejillas y su nariz.

—Joven señora —le dijo el capitán después de consultar con sus hombres—. La brillante Jasnah sin duda estará en el Cónclave.

—Oh, ¿dónde está el Palaneo?

—Sí, sí. Y el rey vive también allí. Es el centro de la ciudad, como si dijéramos. Excepto que está en lo más alto. —Se rascó la barbilla—. Bueno, de todas formas, la brillante Jasnah Kholin es hermana de un rey: no se alojaría en ningún otro lugar, no en Kharbranth. Yalb, aquí presente, te mostrará el camino. Podremos llevar tu equipaje más tarde.

—Muchas gracias, capitán —respondió ella—. Shaylor mkabat nour.

«Los vientos nos han traído a salvo.» Una frase de agradecimiento en el idioma thaylense.

El capitán sonrió de oreja a oreja.

—Mkai hade fortenthis!

Ella no tenía ni idea de lo que significaba aquello. Su thaylense era bastante bueno cuando lo leía, pero hablarlo era otro cantar. Le sonrió, lo que pareció ser la respuesta adecuada, pues él se echó a reír y señaló a uno de sus marineros.

—Esperaremos dos días en este muelle —le dijo—. Hay una alta tormenta mañana, así que no podemos zarpar. Si la situación con la brillante Jasnah no sale según lo esperado, te llevaremos de vuelta a Jah Keved.

—Gracias de nuevo.

—No es nada, joven señora —dijo él—. Es lo que haríamos de todas formas. Podemos pertrecharnos aquí y todo. Además, ese retrato de mi esposa que hiciste para mi camarote es muy bonito. Muy bonito.

Se acercó a Yalb para darle instrucciones. Shallan esperó, mientras guardaba su libreta en su carpeta de cuero. Yalb. Le resultaba difícil pronunciar el nombre en su lengua veden. ¿Por qué eran tan aficionados los thayleños a unir tantas letras, sin vocales adecuadas?

Yalb la llamó con la mano. Ella se dispuso a seguirlo.

—Ten mucho cuidado, muchacha —le advirtió el capitán al pasar—. Incluso una ciudad segura como Kharbranth oculta peligros. Mantén la cabeza en su sitio.

—Creo que no hay duda de que prefiero tener la cabeza sobre los hombros, capitán —respondió ella, pisando con cuidado la plancha—. Si no lo hago, entonces será que alguien se ha acercado demasiado con una maza.

El capitán se echó a reír, y se despidió de ella mientras Shallan bajaba por la plancha, agarrándose a la barandilla con la mano libre. Como todas las mujeres de Vorin, mantenía la mano izquierda (la mano segura) cubierta, revelando solo la mano libre. Las mujeres ojos oscuros corrientes solían llevar un guante, pero una mujer de su rango debía mostrar más recato. En su caso, mantenía la mano segura cubierta por la enorme manga de su vestido, que llevaba abotonado hasta arriba.

El traje era de estilo tradicional vorin, ajustado en el busto, hombros y cintura, con una falda amplia debajo. Era de seda azul con botones de concha de chull en los lados, y ella sujetaba con la mano segura la mochila contra su pecho, mientras se agarraba a la barandilla con la mano libre.

Desembocó en la furiosa actividad de los muelles, donde los mensajeros corrían de un lado a otro, y mujeres de vestidos rojos apuntaban los cargamentos en sus libros de cuentas. Kharbranth era un reino de vorin, como Alezkar y como Jah Keved, la tierra de Shallan. Aquí no había paganos, y escribir era un arte femenino: los hombres aprendían solamente glifos, dejando las letras y la lectura para sus hermanas y esposas.

Ella no lo había preguntado, pero estaba segura de que el capitán sabía leer. Lo había visto con libros, cosa que la hizo sentirse incómoda. Leer era una ocupación rara en un hombre. Al menos, en hombres que no fueran fervorosos.

—¿Quieres ir montada? —le preguntó Yalb, con su dialecto thayleño rural tan fuerte que ella apenas pudo distinguir sus palabras.

—Sí, por favor.

El asintió y se marchó, dejándola en los muelles, rodeada por un grupo de parshmenios que trasladaban laboriosamente cajas de madera de un embarcadero a otro. Los parshmenios eran duros de mollera, pero resultaban unos trabajadores excelentes. Nunca se quejaban, y hacían siempre lo que se les decía. El padre de Shallan los prefería a los esclavos corrientes.

¿De verdad que los alezi estaban combatiendo contra los parshmenios en las Llanuras Quebradas? A Shallan eso le parecía muy extraño. Los parshmenios no luchaban. Eran dóciles y prácticamente mudos. Naturalmente, por lo que había oído, los de las Llanuras Quebradas (los parshendi, los llamaban) eran físicamente distintos de los parshmenios corrientes. Más fuertes, más altos, más inteligentes. Quizás en realidad no eran parshmenios, sino parientes lejanos de algún tipo.

Para su sorpresa, pudo ver signos de vida animal en los muelles. Unas cuantas anguilas aéreas ondulaban en las alturas, buscando ratas o peces. Cangrejos diminutos se escondían entre las grietas de los tablones del muelle, y un puñado de haspens colgaban de sus gruesos troncos. En una calle cercana, un visón vagabundo acechaba en las sombras, buscando un bocado que pudiera pillar.

Shallan no pudo resistirse a abrir su carpeta y empezar a abocetar una anguila aérea. ¿Es que no tenía miedo de toda aquella gente? Sostuvo la libreta con mano segura, los dedos ocultos engaritados en su parte superior mientras usaba un lápiz de carboncillo para dibujar. Antes de que terminara, su guía regresó con un hombre que tiraba de un curioso carruaje con dos ruedas grandes y un asiento cubierto por un dosel. Vacilante, ella guardó la libreta. Había esperado un palanquín.

El hombre que tiraba del vehículo era bajo y de piel oscura, con una amplia sonrisa y labios carnosos. Le indicó con un gesto a Shallan que se sentara, y ella lo hizo con la modesta gracia que sus amas le habían enseñado. El conductor formuló una pregunta en un lenguaje entrecortado y terso que no reconoció.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó ella a Yalb.

—Quiere saber si te gustaría ir por el camino largo o por el corto. —Yalb se rascó la cabeza—. No estoy seguro de cuál es la diferencia.

—Supongo que uno tarda más tiempo que el otro.

—Oh, sí que eres lista.

Yalb le dijo algo al conductor en aquel mismo tono entrecortado, y el hombre le respondió.

—El camino largo ofrece una buena vista de la ciudad —dijo Yalb—. El corto va directamente al Cónclave. No hay muchas buenas vistas, dice. Supongo que se ha dado cuenta de que eres nueva en la ciudad.

—¿Tanto destaco? —preguntó Shallan, ruborizándose.

—Oh, no, por supuesto que no, brillante.

—Y con eso quieres decir que soy tan evidente como una verruga en la nariz de una reina.

Yalb se echó a reír.

—Eso me temo. Pero no puedes ir a ningún sitio una segunda vez hasta que lo hayas hecho una primera, supongo. ¡Todo el mundo tiene que destacar alguna vez, así que bien puedes hacerlo siendo tan bonita como eres!

Shallan había tenido que acostumbrarse al amable galanteo de los marineros. Nunca eran demasiado atrevidos, y ella sospechaba que la esposa del capitán les había hablado severamente cuando se dio cuenta de cómo hacían que se ruborizara. En la mansión de su padre, los criados (incluso aquellos que eran ciudadanos plenos) temían salirse de su sitio.

El porteador seguía esperando una respuesta.

—El camino corto, por favor —le dijo Shallan a Yalb, aunque le habría gustado ver el camino panorámico. ¿Por fin estaba en una ciudad de verdad y elegía la ruta directa? Pero la brillante Jasnah había demostrado ser tan elusiva como un cantarín salvaje. Era mejor darse prisa.

La carretera principal subía por la falda de la montaña a trompicones, así que incluso el camino corto le permitió ver gran parte de la ciudad. Resultó ser embriagadoramente rica, con tanta gente extraña, vistas y campanas resonantes. Shallan se acomodó y lo contempló todo. Los edificios se agrupaban según su color, y ese color parecía indicar un propósito. Las tiendas que vendían los mismos artículos estaban pintadas del mismo tono: violeta para las ropas, verde para los alimentos. Las casas tenían sus propias pautas, aunque Shallan no pudo interpretarlas. Los colores eran suaves, con una tonalidad apagada y gastada.

Yalb caminaba junto al carro, y el porteador empezó a dirigirse a Shallan. Yalb tradujo, las manos en los bolsillos de su chaleco.

—Dice que la ciudad es especial por las laits que hay.

Shallan asintió. Muchas ciudades estaban construidas en laits: zonas protegidas de las altas tormentas por las formaciones rocosas cercanas.

—Kharbranth es una de las ciudades mejor protegidas del mundo —continuó traduciendo Yalb—, y las campanas son un símbolo de eso. Se dice que las levantaron por primera vez para advertir que soplaba una alta tormenta, ya que los vientos eran tan suaves que la gente no siempre se daba cuenta —Yalb vaciló—. Solo dice eso porque quiere una buena propina, brillante. He oído esa historia, pero creo que es una tontería absoluta. Si los vientos soplaran lo bastante fuerte para mover las campanas, la gente se daría cuenta. Además, ¿no se darían cuenta de que les estaba lloviendo encima de las cabezas?

Shallan sonrió.

—No importa. Puede continuar.

El porteador continuó charlando con su voz entrecortada. ¿Qué lenguaje era aquel, por cierto? Shallan escuchaba la traducción de Yalb, mientras absorbía las vistas, sonidos y, por desgracia, los olores. Había crecido acostumbrada al aroma agradable de los muebles recién limpiados y al pan horneándose en las cocinas. Su viaje por el océano le había enseñado nuevos olores, a salitre y limpio aire marino.

No había nada limpio en lo que olía aquí. Cada callejón ante el que pasaban tenía su propia variedad única de hedores repugnantes. Se alternaban con los aromas picantes de los vendedores callejeros y sus comidas, y la yuxtaposición era aún más nauseabunda. Por suerte el porteador se dirigió a la parte central de la calzada, y los olores remitieron, aunque eso los frenó, pues tuvieron que enfrentarse al denso tráfico. Shallan miró asombrada a la gente que encontraba. Aquellos hombres de manos enguantadas y piel levemente azulina eran de Natanatan. ¿Pero quiénes eran aquellas personas altas y regias que vestían túnicas negras? ¿Y los hombres con las barbas recogidas en trenzas que los hacían parecer envarados?

Los sonidos recordaron a Shallan los coros en competición de los cantarines salvajes de su casa, solo que multiplicados de variedad y volumen. Cien voces llamándose unas a otras, mezcladas con los golpes de las puertas al cerrarse, de las ruedas al rodar sobre la piedra, de los gritos ocasionales de las anguilas aéreas. Las omnipresentes campanas tintineaban al fondo, más fuertes cuando soplaba el viento. Asomaban en las ventanas de las tiendas, colgaban de los aleros. Todos los postes de los faroles de la calle tenían una campana colgando bajo la lámpara, y el carro donde Shallan viajaba tenía un campanita de plata en el mismo extremo del dosel. Cuando habían subido la mitad de la montaña, una oleada de fuertes campanadas indicó la hora. Los diversos repiques crearon un verdadero estrépito con su falta de sincronía.

Las multitudes se fueron haciendo más escasas cuando llegaron al barrio más alto de la ciudad, y al cabo de un rato su porteador la condujo hasta un enorme edificio situado en la misma cima. Pintado de blanco, estaba tallado en la cara de la misma roca, en vez de estar construida con ladrillos o barro. Las columnas de delante brotaban de la piedra, y la parte trasera del edificio se fundía suavemente con el acantilado. Los tejados tenían cúpulas cuadradas en lo alto y estaban pintados de colores metálicos. Mujeres ojos claros entraban y salían, llevando utensilios de escribas y vestidas como Shallan, las manos izquierdas adecuadamente cubiertas. Los hombres que entraban o salían del edificio vestían chaquetones vorin de estilo militar y pantalones recios, abotonados por los costados y terminados en un duro cuello. Muchos llevaban espadas, los cinturones envueltos en los chaquetones que les llegaban hasta las rodillas.

El porteador se detuvo e hizo un comentario a Yalb. El marinero empezó a discutir con él, las manos en las caderas. Shallan sonrió ante su severa expresión y parpadeó intensamente, fijando la escena en su memoria para posteriores bocetos.

—Me está ofreciendo dividir conmigo la diferencia si lo dejo hinchar el precio del viaje —dijo Yalb, sacudiendo la cabeza y ofreciendo una mano para ayudar a Shallan a bajar del carruaje. Cuando lo hizo, miró al porteador, que se encogió de hombros, sonriendo como un niño al que han pillado robando golosinas.

Ella agarró la mochila con su mano cubierta y buscó dentro con su mano libre para sacar el monedero.

—¿Cuánto debo darle?

—Dos claros deberían ser más que suficientes. Yo habría ofrecido uno. El ladrón quería pedir cinco.

Antes de este viaje, ella nunca había usado dinero: tan solo admiraba las esferas por su belleza. Cada una estaba compuesta por una perla de cristal un poco más grande que la uña de una persona, con una gema mucho más pequeña en el centro. Las gemas podían absorber la luz tormentosa, y eso las hacía brillar. Cuando abrió el monedero, fragmentos de rubí, esmeralda, diamante y zafiro brillaron en su rostro. Cogió tres chips de diamante, la denominación más pequeña. Las esmeraldas eran las más valiosas, pues podían ser usadas por los animistas para crear comida.

La parte de cristal de la mayoría de las esferas era del mismo tamaño; el tamaño de gema del centro determinaba el valor. Los tres chips, por ejemplo, tenían cada uno una diminuta lasca de diamante dentro. Incluso eso era suficiente para brillar con la luz tormentosa, mucho más débil que una lámpara, pero todavía visible. Un marco (la denominación media de la esfera) era un poco menos brillante que una vela: hacían falta cinco chips para sumar un marco.

Solo había traído esferas infusas, ya que había oído que las opacas eran sospechosas, y a veces los prestamistas tenían que ser llevados a juicio para determinar la autenticidad de la gema. Guardaba las esferas más valiosas que tenía en su bolsa segura, naturalmente, que estaba abotonada en el interior de su manga izquierda.

Le entregó los tres chips a Yalb, que ladeó la cabeza. Le asintió al porteador, ruborizándose, advirtiendo que sin darse cuenta había utilizado a Yalb como si fuera un maestro-siervo intermediario. ¿Se sentiría ofendido?

El se echó a reír y se irguió, como si imitara a un maestro-siervo, y le pagó al porteador con una burlona expresión de severidad. El porteador se rio, le hizo una reverencia a Shallan, y se marchó con su carro.

—Esto es para ti —dijo Shallan, sacando un marco de rubí y entregándoselo a Yalb.

—¡Brillante, esto es demasiado!

—En parte es por agradecimiento —dijo ella—, pero también es para pagarte que te quedes aquí y esperes unas horas, por si regreso.

—¿Esperar unas hora por un marco de fuego? ¡Eso es el salario de una semana navegando!

—Entonces debería ser suficiente para asegurarme de que no te marcharás.

—¡Estaré aquí mismo! —exclamó Yalb, haciéndole una elaborada reverencia sorprendentemente bien ejecutada.

Shallan inspiró profundamente y empezó a subir las escalinatas que conducían a la impresionante entrada del Cónclave. La piedra tallada era en efecto notable: la artista que había en ella quiso detenerse a estudiarla, pero no se atrevió. Entrar en el enorme edificio fue como ser engullida. El pasillo interior estaba flanqueado con lámparas de luz tormentosa que brillaban en blanco. Dentro de ellas posiblemente había broams de diamante: la mayoría de los edificios de hermosa construcción usaban luz tormentosa para proporcionar iluminación. Un broam (la denominación más alta de las esferas) brillaba casi con la misma luz que varias velas.

Su luz brillaba por igual y suavemente sobre las muchas ayudantes, escribas, y ojos claros que se movían por el pasillo. El edificio parecía estar construido como un alto, ancho y largo túnel horadado en la roca. Grandiosas cámaras flanqueaban los lados, y pasillos secundarios surgían de la gran sala central. Shallan se sintió más cómoda que en el exterior. Este lugar, con sus sirvientes ocupados, sus brillantes señores menores y sus brillantes damas, era familiar.

Alzó su mano libre en señal de necesidad, y en efecto, un maestro-siervo con una esplendente camisa blanca y pantalones negros acudió presuroso a su lado.

—¿Brillante? —preguntó, hablándole en su veden nativo, probablemente por el color de sus cabellos.

—Busco a Jasnah Kholin —dijo Shallan—. He oído decir que está dentro de estos muros.

El maestro-siervo se inclinó secamente. La mayoría de los maestros-siervos se enorgullecían de su servicio refinado, el mismo aire que Yolb había remedado burlón un rato antes.

—Ahora vuelvo, brillante —dijo.

Sería del segundo nahn, un ciudadano ojos oscuros de muy alto rango. En la fe vorin, la Llamada (la tarea a la que uno dedicaba la vida) era de importancia vital. Elegir una buena profesión y trabajar duro en ella era la mejor forma de asegurarse un buen lugar en la otra vida. El devotario concreto que se elegía para adorar a menudo tenía que ver con la naturaleza de la Llamada escogida.

Shallan se cruzó de brazos, esperando. Había pensado mucho en su propia Llamada. La elección obvia era el arte, ya que le encantaba dibujar. Pero lo que la atraía era algo más que el dibujo: era el estudio, las cuestiones suscitadas por la observación. ¿Por qué no temían a la gente las anguilas aéreas? ¿De qué se alimentaban los haspers? ¿Por qué una población de ratas florecía en una zona, pero fracasaba en otra? Así que en cambio había elegido historia natural.

Ansiaba ser una verdadera erudita, recibir auténtica instrucción, pasarse el tiempo investigando y estudiando. ¿Era en parte por eso por lo que había sugerido este osado plan de buscar a Jasnah y convertirse en su pupila? Tal vez. Sin embargo, tenía que mantener la concentración. Convertirse en pupila de Jasnah (y por tanto en estudiante) era solo un paso.

Reflexionó sobre esto mientras se acercaba tranquilamente a una columna, usando su mano libre para palpar la piedra pulida. Como gran parte de Roshar (a excepción de ciertas regiones costeras), Kharbranth estaba construida en roca pura, sin romper. Los edificios de fuera habían sido tallados directamente en la roca, y este había sido horadado en ella. La columna era de granito, supuso, aunque su conocimiento de geología era escaso.

El suelo estaba cubierto de largas alfombras de color naranja quemado. El tejido era denso, diseñado para parecer rico y soportar el pesado tráfico. El pasillo ancho y rectangular daba una sensación de antigüedad. Un libro que Shallan había leído decía que Kharbranth había sido fundada en los días de las sombras, años antes de la última Desolación. Muy antiguo, entonces. Miles de años de edad, creado antes de los terrores de la Hierocracia, mucho antes, incluso, de la Traición. Cuando se decía que los Vaciadores de cuerpo de piedra acechaban la tierra.

—¿Brillante? —preguntó una voz.

Shallan dio media vuelta y descubrió que el sirviente había regresado.

—Por aquí, brillante.

Shallan asintió, y el sirviente la condujo rápidamente por el concurrido pasillo. Repasó cómo debía presentarse a Jasnah. La mujer era una leyenda. Incluso Shallan, que vivía en los remotos estados de Jah Keved, había oído hablar de la deslumbrante y hereje hermana del rey alezi. Jasnah solo tenía treinta y cuatro años, aunque muchos consideraban que ya habría conseguido la toca de maestra erudita si no fuera por sus denuncias a la religión. Más en concreto, denunciaba a los devotarios, las diversas congregaciones religiosas a las que se unía la gente de bien vorin.

Los comentarios inadecuados no le servirían aquí a Shallan. Tendría que comportarse. Ser pupila de una mujer de gran renombre era la mejor forma de dominar las artes femeninas: música, pintura, escritura, lógica y ciencia. Era el equivalente a cómo se entrenaría un joven en la guardia de honor de un brillante señor que respetase.

Shallan le había escrito originalmente a Jasnah pidiendo llena de desesperación ser admitida como pupila suya: no esperaba que la respuesta de la mujer fuera afirmativa. Cuando la recibió (a través de una carta que le ordenaba que la visitara en Dumadari en dos semanas), Shallan se quedó sorprendida. Llevaba persiguiéndola desde entonces.

Jasnah era una hereje. ¿Le exigiría a ella que renunciara a su fe? Dudaba poder hacerlo. Las enseñanzas vorin referentes a la Gloria y la Llamada habían sido uno de sus pocos refugios durante los días difíciles, cuando su padre estaba en su peor momento.

Se dirigieron a un pasillo más estrecho y entraron en una serie de corredores que se alejaban cada vez más de la caverna principal. Finalmente, el maestro-siervo se detuvo en una esquina y le indicó que continuara. Había voces procedentes del pasillo a la derecha.

Shallan vaciló. A veces, se preguntaba cómo había llegado a esto. Ella era la silenciosa, la tímida, la más joven de cinco hermanos y la única chica. A cubierto, protegida toda la vida. Y ahora las esperanzas de toda su casa reposaban sobre sus hombros.

Su padre estaba muerto. Y era vital que eso permaneciera en secreto.

No le gustaba pensar en aquel día: lo bloqueaba de su mente, y se obligaba a pensar en otras cosas. Pero los efectos de su pérdida no podían ignorarse. Había hecho muchas promesas, algunos acuerdos comerciales, algunos sobornos, parte de los últimos disfrazados de los primeros. La casa Davar le debía grandes cantidades de dinero a gran número de personas, y sin su padre para aplacarlos a todos, los acreedores pronto empezarían a exigir.

No había nadie a quien acudir. Su familia, debido en gran medida a su padre, era rechazada incluso por sus aliados. El alto príncipe Valam, el brillante señor a quien su familia debía lealtad, vacilaba, y ya no le ofrecía la protección de antaño. Cuando se conociera que su padre había muerto y que su familia estaba en la ruina, sería el fin de la casa Davar. Serían consumidos y sometidos a otra casa.

Serían forzados a trabajar a muerte como castigo; de hecho, incluso podrían ser asesinados por los acreedores insatisfechos. Impedir eso dependía de Shallan, y el primer paso venía con Jasnah Kholin.

Shallan inspiró profundamente, y luego giró la esquina.