Pues nunca me he dedicado a un propósito más importante, y las mismas columnas del cielo temblarán con los resultados de nuestra guerra aquí. Lo pido de nuevo. Apóyame. No te apartes y dejes que el desastre consuma más vidas. Nunca te he suplicado nada antes, viejo amigo. Lo hago ahora.
Adolin estaba asustado.
Estaba junto a su padre en la zona de reunión. Dalinar parecía…, demacrado. Tenía ojeras y arrugas en la piel. El pelo blanco encanecía aún más en sus sienes como si fuera una roca blanqueada. ¿Cómo podía un hombre con una armadura esquirlada, un hombre que todavía conservaba su complexión de guerrero a pesar de su edad, parecer frágil?
Delante de ellos, dos chulls seguían a su cuidador y se dirigían al puente. El tramo de madera unía dos pilas de piedras talladas, un remedo de abismo de solo unos cuantos palmos de altura. Las antenas como látigos de los chulls se agitaban, las mandíbulas chasqueaban, los ojos negros del tamaño de puños miraban de un lado a otro. Tiraban de un enorme puente de asalto que rodaba sobre chirriantes ruedas de madera.
—Eso es mucho más ancho que los puentes que usa Sadeas —le dijo Dalinar a Teleb, que se encontraba a su lado.
—Es necesario que quepa el puente de asedio, brillante señor.
Dalinar asintió, ausente. Adolin sospechaba que era el único que podía ver la inquietud de su padre. Dalinar mantenía su habitual aspecto confiado, la cabeza alta, la voz firme cuando hablaba.
Sin embargo, aquellos ojos. Estaban demasiado enrojecidos, demasiado tensos. Y cuando el padre de Adolin se sentía tenso, se volvía frío y serio. Cuando le hablaba a Teleb, su tono era demasiado controlado.
Dalinar Kholin se había convertido de pronto en un hombre que trabajaba bajo un gran peso. Y Adolin había contribuido a ponerlo allí.
Los chulls avanzaron. Sus caparazones como rocas estaban pintados de azul y amarillo, los colores y la pauta indicaban la isla de sus cuidadores reshi. El puente gimió ominosamente cuando el gran puente de asalto empezó a rodar encima. Todos los soldados de la zona de formación se volvieron a mirar. Incluso los obreros que abrían una letrina en el suelo de piedra en el lado oriental detuvieron su labor para verlo.
Los gemidos del puente se hicieron más fuertes. Entonces se convirtieron en agudos crujidos. Los cuidadores detuvieron a los chulls y miraron a Teleb.
—No va a aguantar, ¿verdad? —preguntó Adolin.
Teleb suspiró.
—Por la tormenta, esperaba… Bah, hicimos el puente pequeño demasiado fino cuando lo ensanchamos. Pero si lo hacemos más grueso, será más pesado para transportarlo —miró a Dalinar—. Pido disculpas por hacerte perder el tiempo, brillante señor. Tienes razón: esto es propio de los diez locos.
—Adolin, ¿qué piensas tú? —preguntó Dalinar.
Adolin frunció el ceño.
—Bueno…, creo que quizá deberíamos seguir trabajando en ello. Es el primer intento nada más, Teleb. Tal vez haya un modo. ¿Diseñar los puentes para que sean más estrechos, tal vez?
—Eso podría ser muy costoso, brillante señor.
—Si nos ayuda a conseguir una gema corazón más, el esfuerzo se vería recompensado con creces.
—Sí —asintió Teleb—. Hablaré con Lady Kalana. Tal vez pueda hacer un nuevo diseño.
—Bien —dijo Dalinar. Contempló el puente durante un instante.
Luego, extrañamente, se volvió para mirar al otro lado de la zona de reunión, donde los obreros estaban abriendo la letrina.
—¿Padre? —preguntó Adolin.
—¿Por qué crees que no hay armaduras esquirladas para los obreros? —dijo Dalinar.
—¿Qué?
—La armadura esquirlada proporciona una fuerza sorprendente, pero rara vez la usamos para otra cosa que la guerra y la muerte. ¿Por qué crearon los Radiantes solo armas? ¿Por qué no hicieron herramientas productivas para que las usaran los hombres corrientes?
—No lo sé —dijo Adolin—. Tal vez porque la guerra era lo más importante.
—Tal vez —respondió Dalinar, bajando la voz—. Y tal vez eso fue su condena definitiva y la de sus ideales. A pesar de sus elevadas pretensiones, nunca entregaron sus armaduras ni sus secretos a la gente normal.
—Yo…, no comprendo por qué es importante, padre.
Dalinar se estremeció levemente.
—Deberíamos continuar con nuestras inspecciones. ¿Dónde está Ladent?
—Aquí, brillante señor.
Un hombre de baja estatura se acercó a Dalinar. Calvo y barbudo, el fervoroso llevaba una gruesa túnica gris azulada de muchas capas de la que apenas asomaban sus manos. Parecía un cangrejo demasiado pequeño para su caparazón. No parecía importarle pasar mucho calor.
—Envía un mensajero al Quinto Batallón —le dijo Dalinar—. Los visitaremos a continuación.
—Sí, brillante señor.
Adolin y Dalinar echaron a andar. Habían decidido llevar puestas sus armaduras esquirladas para la inspección de hoy. No era algo inusitado: muchos portadores aprovechaban cualquier excusa para llevar su armadura. Además, era bueno para los hombres ver a su alto príncipe y su heredero en plenitud de sus fuerzas.
Atrajeron la atención mientras dejaban la zona de formación y entraban en el campamento propiamente dicho. Como Adolin, Dalinar no llevaba puesto el yelmo, aunque la gorguera de su armadura era alta y gruesa y se alzaba como un cuello de metal hasta su barbilla. Les asintió a los soldados que saludaron.
—Adolin —dijo—. En combate ¿sientes la Emoción?
Adolin se sobresaltó. Supo inmediatamente lo que quería decir su padre pero le sorprendió oír las palabras. Era un tema que no se discutía a menudo.
—Yo… Bueno, claro. ¿Quién no?
Dalinar no respondió. Se había mostrado muy reservado últimamente. ¿Lo que había en sus ojos era dolor? «Como era antes —pensó Adolin, engañado pero confiado—. Era mejor.»
Dalinar no dijo nada más, y los dos continuaron recorriendo el campamento. Seis años habían permitido que los soldados se asentaran a conciencia. Los barracones estaban pintados con los símbolos de las compañías y los pelotones, y el espacio entre ellos estaba equipado con fogatas, asientos y comedores cubiertos con toldos de lona. El padre de Adolin no había prohibido nada de esto, aunque había fijado instrucciones para evitar la molicie.
Dalinar también había aprobado la mayoría de las solicitudes de las familias para venir a las Llanuras Quebradas. Los oficiales ya tenían a sus esposas, naturalmente: un buen oficial ojos claros era en realidad un equipo, el hombre para las órdenes y la lucha, y la mujer para la lectura, la escritura, la ingeniería y la dirección del campamento. Adolin sonrió, pensando en Malasha. ¿Sería la adecuada para él? Se había mostrado un poco fría últimamente. Por supuesto, estaba Dalan. La acababa de conocer, pero estaba intrigado.
Dalinar también había aprobado las peticiones de los soldados ojos oscuros para traer a sus familias. Incluso había pagado la mitad del coste. Cuando Adolin preguntó por qué, su padre le contestó que no le parecía bien prohibirlo. Ya no atacaban nunca los campamentos, así que no había ningún peligro. Adolin sospechaba que su padre consideraba que, puesto que vivía en un lujoso palacete, sus hombres bien podían tener el consuelo de sus familias.
Y por eso los niños jugaban y corrían por todo el campamento. Las mujeres colgaban la colada y pintaban glifoguardas mientras los hombres afilaban las lanzas y pulían los petos. Los interiores de los barracones habían sido divididos para crear habitaciones.
—Creo que hiciste bien —dijo Adolin, mientras caminaban, tratando de sacar a su padre de sus cavilaciones—. Al permitir que tantos hombres trajeran a sus familias, quiero decir.
—Sí, ¿pero cuántos se irán cuando esto acabe?
—¿Importa?
—No estoy seguro. Las Llanuras Quebradas son ahora de facto una provincia alezi. ¿Cómo será este lugar dentro de cien años? ¿Se convertirán en barrios esos grupos de barracones? ¿Las tiendas del extrarradio serán mercados? ¿La colinas al oeste serán plantaciones? —Sacudió la cabeza—. Parece que las gemas corazón siempre estarán aquí. Y mientras lo estén, estará también la gente.
—Eso es bueno ¿no? Mientras esa gente sea alezi —rio Adolin.
—Tal vez. ¿Y qué sucederá con el valor de las gemas corazón si continuamos capturándolas al ritmo que llevamos?
—Yo…
Era una buena pregunta.
—Me pregunto qué pasará cuando la sustancia más escasa, y sin embargo la más deseable, se vuelva de pronto común. Aquí hay muchos factores en marcha, hijo. Muchas cosas que no hemos considerado. Las gemas corazón, los parshendi, la muerte de Gavilar. Tendrás que estar preparado para reflexionar sobre esas cosas.
—¿Yo? —dijo Adolin—. ¿Qué significa eso?
Dalinar no respondió. En cambio, asintió cuando el comandante del Quinto Batallón se apresuró a salirles al encuentro y saludó. Adolin suspiró y devolvió el saludo. Las Compañías Veintiuno y Veintidós hacían instrucción de orden cerrado, un ejercicio esencial para el desfile, cuyo verdadero valor fuera del ejército apreciaba poca gente. Las compañías Veintitrés y Veinticuatro hacían instrucción de combate, practicando las formaciones y los movimientos empleados en el campo de batalla.
Luchar en las Llanuras Quebradas era muy distinto a la guerra convencional, como bien habían aprendido los alezi tras algunas vergonzantes derrotas al principio. Los parshendi eran bajos, musculosos, y tenían aquella extraña armadura que les crecía en la piel. No los cubría tan plenamente como una coraza, pero era mucho más eficaz que la que tenía la mayoría de los soldados de infantería. Cada parshendi era esencialmente un infante pesado con gran movilidad.
Los parshendi siempre atacaban en parejas, sin una formación de batalla regular. Eso debería haber facilitado su derrota ante cualquier formación disciplinada. Pero las parejas parshendi tenían tanto impulso, y estaban tan bien acorazadas, que podían abrirse paso a través de una muralla de escudos. Además, su facilidad para el salto podía situar de pronto filas enteras de parshendi tras las líneas alezi.
Además de eso, estaba la forma en que se movían como grupo en combate. Maniobraban con una inexplicable coordinación. Lo que al principio parecía un mero salvajismo bárbaro, resultó enmascarar algo más sutil y peligroso.
Habían descubierto solo dos formas fiables de derrotar a los parshendi. La primera era usar una espada esquirlada, pero con aplicación limitada. El ejército Kholin solo tenía dos de esas espadas, y aunque eran increíblemente poderosas, necesitaban el apoyo adecuado. Un portador de esquirlada aislado y en inferioridad numérica podía ser zancadilleado y derribado por sus adversarios. De hecho, la única vez que Adolin había visto a un portador caer ante un soldado regular, fue porque había sido acosado por lanceros que rompieron su peto. Luego un arquero ojos claros lo mató a cincuenta pasos de distancia, ganando la esquirlada para sí. No fue exactamente un final heroico.
La única forma fiable de combatir a los parshendi dependía de las formaciones rápidas. Flexibilidad mezclada con disciplina: flexibilidad para responder a la increíble forma en que luchaban los parshendi, disciplina para mantener las líneas y estar preparados para la fuerza individual parshendi.
Havrom, jefe del Quinto Batallón, esperaba a Adolin y Dalinar con sus compañeros en fila. Saludaron, los puños derechos en los hombros derechos, los nudillos hacia fuera.
Dalinar asintió.
—¿Has cumplido mis órdenes, brillante señor Havrom?
—Sí, alto príncipe.
Havrom era alto como una torre y llevaba una barba larga por los lados al estilo comecuernos, la barbilla afeitada. Tenía parientes entre la gente de los Picos.
—Los hombres que querías están esperando en la tienda de audiencias.
—¿Qué pasa? —preguntó Adolin.
—Te lo enseñaré dentro de un momento —dijo Dalinar—. Primero, revisa las tropas.
Adolin frunció el ceño, pero los soldados estaban esperando. Una compañía tras otra. Havrom hizo formar a los soldados. Adolin caminó ante ellos, inspeccionando sus filas y uniformes. Estaban acicalados y ordenados, aunque Adolin sabía que algunos de los soldados de su ejército protestaban por el nivel de limpieza que se les exigía. Estaba de acuerdo con ellos en ese punto.
Al final de la inspección, interrogó a unos cuantos hombres al azar, les preguntó su rango y si tenían alguna preocupación concreta. Ninguno las tenía. ¿Estaban satisfechos o solo intimidados?
Cuando terminó, Adolin regresó con su padre.
—Lo has hecho muy bien —dijo Dalinar.
—Lo único que he hecho es caminar ante una fila.
—Sí, pero la presentación fue buena. Los hombres saben que te preocupas por sus necesidades, y te respetan —asintió, como para sí—. Has aprendido bien.
—Creo que ves demasiado en una simple inspección, padre.
Dalinar le asintió a Havrom, y el jefe del batallón condujo a los dos hombres a la tienda de audiencias situada junto al campo de instrucción. Adolin, sorprendido, miró a su padre.
—Hice que Havrom reuniera a los soldados con los que habló Sadeas el otro día —explicó Dalinar—. Los que interrogó mientras íbamos camino del ataque en la meseta.
—Ah. Querremos saber qué les preguntó.
—Sí —dijo Dalinar. Indicó a Adolin que fuera el primero en entrar, y luego unos cuantos fervorosos los siguieron. Dentro, un grupo de diez soldados esperaban sentados en unos bancos. Se levantaron y saludaron.
—Descansen —dijo Dalinar, las manos a la espalda—. ¿Adolin?
Dalinar señaló a los hombres con la barbilla, indicándole que iniciara las preguntas.
Adolin contuvo un suspiro. ¿Otra vez?
—Soldados, necesitamos saber qué os preguntó Sadeas y qué respondisteis.
—No te preocupes, brillante señor —dijo uno de ellos, hablando con acento rural del norte de Alezkar—. No le dijimos nada.
Los demás asintieron categóricamente.
—Es una anguila, y lo sabemos —añadió otro.
—Es un alto príncipe —dijo Dalinar, severo—. Lo trataréis con respeto.
El soldado palideció, luego asintió.
—¿Qué os preguntó…, específicamente? —quiso saber Adolin.
—Quería saber nuestros deberes en el campamento, brillante señor —dijo el hombre—. Somos mozos de cuadra, ¿sabes?
Cada soldado estaba entrenado en una o dos habilidades adicionales, además de las del combate. Tener a un grupo de soldados que cuidará de los caballos era útil, ya que mantenía a los civiles alejados de los ataques en las mesetas.
—Fue haciendo preguntas —dijo uno de los hombres—. O, bueno, las hicieron sus hombres. Descubrió que estábamos a cargo del caballo del rey durante la cacería del abismoide.
—Pero no dijimos nada —repitió el primer soldado—. Nada que te pueda crear problemas, señor. No vamos a darle a esa angui… a ese alto príncipe, brillante señor, la cuerda para ahorcarte, señor.
Adolin cerró los ojos. Si habían actuado así delante de Sadeas, habría sido más incriminador que la cincha cortada. No podía reprocharles su lealtad, pero actuaban como si asumieran que Dalinar había hecho algo malo y necesitaran defenderlo.
Abrió los ojos.
—Recuerdo que hablé con alguno de vosotros antes. Pero permitidme que lo pregunte de nuevo. ¿Vio alguno de vosotros una cincha cortada en la silla del rey?
Los hombres se miraron entre sí, y negaron con la cabeza.
—No, brillante señor —respondió uno de ellos—. Si la hubiéramos visto, la habríamos cambiado, naturalmente.
—Pero, brillante señor —añadió otro—, hubo mucha confusión ese día, y mucha gente. No fue un ataque normal ni nada por el estilo. Y, bueno, siendo sinceros, ¿quién habría pensado que había que proteger la silla del rey?
Dalinar le asintió a Adolin, y los hombres salieron de la tienda.
—¿Bien?
—Probablemente no han servido de mucha ayuda para nuestra causa —dijo Adolin con una mueca—. A pesar de su ardor. O, más bien, por eso mismo.
—Estoy de acuerdo, por desgracia —Dalinar dejó escapar un suspiro. Llamó a Tadet; el fervoroso estaba de pie a un lado—. Interrógalos por separado —le dijo en voz baja—. Mira a ver si puedes sonsacarles datos concretos. Intenta averiguar las palabras exactas que empleó Sadeas, y cuáles fueron sus respuestas exactas.
—Sí, brillante señor.
—Vamos, Adolin. Todavía tenemos unas cuantas inspecciones que hacer.
—Padre —dijo Adolin, cogiendo a Dalinar por el brazo. Las armaduras tintinearon suavemente.
Su padre se volvió hacia él, frunciendo el ceño, y Adolin hizo un rápido gesto hacia la Guardia de Cobalto. Una solicitud para hablar en privado. Los guardas se movieron con rapidez y eficacia, despejando un espacio privado alrededor de los dos hombres.
—¿De qué va esto, padre?
—¿Qué? Estamos realizando inspecciones y atendiendo los asuntos del campamento.
—Y en cada caso me pones al frente —dijo Adolin—. He de añadir que de manera embarazosa, en unos cuantos casos. ¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando en tu cabeza?
—Creía que tenías un claro problema con las cosas que pasan dentro de mi cabeza.
Adolin vaciló.
—Padre, yo…
—No, no importa, Adolin. Estoy intentando tomar una decisión difícil. Me ayuda estar en movimiento mientras lo hago —Dalinar hizo una mueca—. Otro hombre podría buscar un sitio donde sentarse a reflexionar, pero eso nunca me ha servido de nada. Tengo demasiadas cosas que hacer.
—¿Qué estás tratando de decidir? —preguntó Adolin—. Tal vez yo pueda ayudarte.
—Ya lo has hecho. Yo…
Dalinar se interrumpió, frunciendo el ceño. Un grupito de soldados recorría los patios de instrucción del Quinto Batallón. Escoltaban a un hombre vestido de rojo y marrón, los colores de Thanadal.
—¿No tienes una reunión con él esta noche? —preguntó Adolin.
—Sí.
Niter, jefe de la Guardia de Cobalto, corrió a interceptar a los recién llegados. Podía ser enormemente receloso en ocasiones, pero eso no era mala cosa para un guardaespaldas. Regresó al momento junto a Dalinar y Adolin. De rostro bronceado, Niter tenía una barba negra bien cuidada. Era un ojos claros de rango muy bajo y llevaba años en la guardia.
—Dice que el alto príncipe Thanadal no podrá reunirse contigo hoy como habíais acordado.
La expresión de Dalinar se ensombreció.
—Hablaré con el mensajero.
Reacio, Niter indicó al tipo que avanzara. Era un hombre delgaducho que se acercó e hincó una rodilla en tierra ante Dalinar.
—Brillante señor.
Esta vez, Dalinar no le pidió a su hijo que se hiciera cargo.
—Entrega tu mensaje.
—El brillante señor Thanadal lamenta no poder atenderte hoy.
—¿Y ofreció otro momento para hacerlo?
—Lamenta decir que está demasiado ocupado. Pero alegremente hablará contigo en el festín del rey una noche de estas.
«En público —pensó Adolin—, donde la mitad de los hombres cercanos estarán escuchando, mientras que la otra mitad, el propio Thanadal incluido, estarán borrachos.»
—Comprendo. ¿Y dio alguna indicación respecto a cuándo no estará tan ocupado?
—Brillante señor —dijo el mensajero, incómodo—. Dijo que si insistías, debería explicar que ha hablado con varios de los otros altos príncipes, y que cree conocer la naturaleza de tu petición. Me dijo que te dijera que no desea formar una alianza, ni tiene ninguna intención de hacer un ataque conjunto contigo.
La expresión de Dalinar se ensombreció aún más. Despidió al mensajero con un gesto, y entonces se volvió hacia Adolin. La Guardia de Cobalto siguió manteniendo un espacio despejado alrededor de ambos para que pudieran hablar.
—Thanadal era el último —dijo Dalinar. Todos los altos príncipes lo habían rechazado a su modo. Hatham con un exceso de amabilidad, Bethab dejando que su esposa diera las explicaciones, Thanadal con hostil cortesía—. Todos menos Sadeas, al menos.
—Dudo que sea aconsejable abordarlo con esto, padre.
—Probablemente tienes razón —la voz de Dalinar era fría. Estaba furioso—. Me están enviando un mensaje. Nunca les ha gustado la influencia que tengo sobre el rey, y están ansiosos por verme caer. No quieren hacer nada que les pida como ayuda para recuperar mi posición.
—Padre, lo siento.
—Tal vez sea lo mejor. Lo importante es que he fracasado. No puedo hacer que trabajen juntos. Elhokar tenía razón —miró a Adolin—. Me gustaría que continuaras las inspecciones por mí, hijo. Hay algo que quiero hacer.
—¿Qué?
—Un trabajo que hay que hacer.
Adolin quiso expresar su objeción, pero no encontró palabras. Finalmente, suspiró y asintió.
—¿Pero me dirás de qué se trata?
—Pronto —prometió Dalinar—. Muy pronto.
Dalinar vio marchar a su hijo, caminando con resolución. Sería un buen alto príncipe. La decisión de Dalinar era sencilla.
¿Era hora de hacerse a un lado y dejar que su hijo ocupara su puesto?
Si daba este paso, tendría que apartarse de la política, retirarse a sus tierras y dejar que Adolin gobernara. Era una decisión dolorosa, y tenía que tener cuidado para no tomarla a la ligera. Pero si de verdad se estaba volviendo loco, como todo el mundo en el campamento parecía creer, entonces tenía que retirarse. Y pronto, antes de que su estado empeorara hasta tal punto que no tuviera ya capacidad para echarse atrás.
«Un monarca es control —pensó, recordando un párrafo de El camino de los reyes—. Proporciona estabilidad. Es su servicio y su negocio. Si no puede controlarse a sí mismo, ¿cómo puede entonces controlar las vidas de los hombres? ¿Qué mercader digno de su luz tormentosa no se separará de la misma fruta que vende?»
Era extraño que esas citas todavía acudieran a él, aunque empezara a pensar que, en parte, lo habían conducido a la locura.
—Niter —dijo—. Trae mi martillo de guerra. Que me espere en el campo de formación.
Dalinar quería estar moviéndose, trabajando, mientras pensaba. Sus guardias corrieron para seguirle el ritmo mientras él recorría el camino entre los barracones de los Batallones Seis y Siete. Niter envió a varios hombres a recoger el arma. Su voz sonaba extrañamente emocionada, como si pensara que Dalinar iba a hacer algo impresionante.
Dalinar dudaba que fuera a ser así. Llegó al campo de instrucción, la capa ondulando tras él, las botas acorazadas repicando contra las piedras. No tuvo que esperar mucho al martillo: lo trajeron dos hombres en un carrito. Sudando, los soldados lo sacaron del carro, el mango tan grueso como una muñeca y la parte delantera de la cabeza más grande que una palma extendida. Dos hombres juntos apenas podían levantarlo.
Dalinar cogió el martillo con una mano enguantada y lo blandió para reposarlo en el hombro. Ignoró a los soldados que se ejercitaban en el campo, y se dirigió al lugar donde el grupo de sucios trabajadores cavaba la zanja para la letrina. Los hombres lo miraron, aterrados al ver al alto príncipe en persona alzarse sobre ellos ataviado con su armadura esquirlada.
—¿Quién está aquí al mando? —preguntó Dalinar.
Un desaliñado civil con pantalones marrones alzó una mano nerviosa.
—Brillante señor, ¿en qué podemos servirte?
—Relajándoos un poco —respondió Dalinar—. Marchaos.
Los preocupados obreros se dispersaron. Los oficiales ojos claros se quedaron allí atrás, confundidos por las acciones de Dalinar.
El alto príncipe asió el mango de su martillo de guerra con su mano enguantada. El asta de metal estaba recubierta de cuero. Tras inspirar profundamente, Dalinar saltó a la zanja a medio terminar, alzó el martillo y golpeó con él la roca.
Un poderoso crack resonó por todo el campo de instrucción, y una onda de choque recorrió los brazos de Dalinar. La armadura esquirlada absorbió la mayor parte del impacto y en las piedras quedó una amplia grieta. Alzó el martillo y golpeó de nuevo, esta vez liberando una gran sección de roca. Aunque habría sido difícil levantarla para dos o tres hombres, Dalinar la agarró con una mano y la hizo a un lado. La roca castañeó contra las piedras.
¿Dónde estaban las esquirladas para los hombres corrientes? ¿Por qué los ancianos, que eran tan sabios, no habían creado nada para ayudarlos? Mientras Dalinar continuaba trabajando, los golpes de su martillo lanzando lascas y polvo al aire hizo fácilmente el trabajo de veinte hombres. La armadura podía ser utilizada para tantas cosas que aliviarían la vida de los obreros y ojos oscuros de Roshar…
Le sentaba bien trabajar. Hacer algo útil. Últimamente, parecía que sus esfuerzos habían sido como correr en círculos. El trabajo le ayudaba a pensar.
Estaba perdiendo su sed de batalla. Eso le preocupaba, ya que la Emoción (el disfrute y el ansia de guerra) era parte de lo que impulsaba a los alezi como pueblo. La más grandiosa de las aspiraciones masculinas era convertirse en un gran guerrero, y la Llamada más importante era la lucha. El Todopoderoso mismo dependía de que los alezi se entrenaran en honorables batallas para que cuando muriesen pudieran unirse a los ejércitos de los Heraldos y recuperar los Salones Tranquilos.
Y sin embargo, pensar en matar empezaba a asquearlo. La cosa había empeorado desde el último ataque con los puentes. ¿Qué sucedería la próxima vez que entrara en combate? Así no podía seguir siendo líder. Era un motivo importante por lo que abdicar a favor de Adolin parecía adecuado.
Continuó golpeando. Una y otra vez. Los soldados se congregaron arriba y, a pesar de sus órdenes, los obreros no se marcharon para relajarse. Contemplaban, aturdidos cómo un portador de esquirlada hacía su trabajo. De vez en cuando, invocaba su espada y la usaba para cortar la roca, rebanando secciones antes de volver al martillo para romperlas.
Probablemente parecía ridículo. No podía hacer el trabajo de todos los obreros del campamento, y tenía tareas importantes que llenaban su tiempo, No había ningún motivo para que se metiera en una zanja y trabajara. Y sin embargo, le sentaba bien. Era maravilloso arrimar el hombro en las necesidades del campamento. Los resultados de lo que hacía para proteger a Elhokar eran a menudo difíciles de calibrar. Pero era reparador poder hacer algo donde los avances eran obvios.
Pero incluso en esto actuaba siguiendo los ideales que lo habían invadido. El libro hablaba de un rey que llevaba la carga de su pueblo. Decía que aquellos que dirigían eran los más bajos de los hombres, pues tenían que servirlos a todos. Los Códigos, las enseñanzas del libro, las cosas que las visiones (o los delirios) le mostraban…, todo giraba a su alrededor.
Nunca combatas a otros hombres excepto cuando la guerra te fuerce a ello.
¡Bang!
Deja que te defiendan tus acciones, no tus palabras.
¡Bang!
Espera honor de aquellos a quienes conoces, y dales la oportunidad de cumplirlo.
¡Bang!
Gobierna como querrías ser gobernado.
¡Bang!
Estaba metido hasta la cintura en lo que acabaría siendo una letrina, los oídos llenos de los quejidos de la piedra al romperse. Estaba empezando a creer en esos ideales. No, ya creía en ellos. Ahora los vivía. ¿Cómo sería el mundo si todos los hombres vivieran como proclamaba el libro?
Alguien tenía que empezar. Alguien tenía que ser el modelo. En esto, tenía un motivo para no abdicar. Estuviera loco o no, la forma en que ahora hacía las cosas era mejor que como las hacían Sadeas y los demás. Solo había que mirar las vidas de sus soldados y de su gente para ver que era verdad.
¡Bang!
No se podía cambiar la piedra sin golpearla. ¿Era lo mismo con un hombre como él? ¿Por eso todo le resultaba de pronto tan difícil? ¿Pero por qué él? Dalinar no era ningún filósofo, ningún idealista. Era soldado. Y, si admitía la verdad, en sus años mozos fue un tirano y un belicista. ¿Podrían los años de su crepúsculo, pretendiendo seguir los preceptos de hombres mejores, borrar toda una vida de masacres?
Había empezado a sudar. El tajo que había abierto en el terreno era tan ancho como la altura de un hombre, tan profundo como su pecho, y de unos treinta metros de largo. Cuanto más trabajaba, más gente se congregaba para mirarlo y susurrar.
La armadura esquirlada era sagrada. ¿De verdad estaba excavando el alto príncipe una letrina con ella? ¿Tan profundamente lo había afectado la tensión? Le asustaban las altas tormentas. Se había vuelto un cobarde. Se negaba a enfrentarse en duelos o defenderse de los insultos. Tenía miedo a luchar, deseaba renunciar a la guerra.
Era sospechoso de intentar matar al rey.
Al cabo de un rato, Teleb decidió que permitir que toda la gente mirara a Dalinar era irrespetuoso, y ordenó que los hombres volvieran a sus quehaceres diversos. Hizo retirarse a los obreros, cumpliendo la orden de Dalinar y ordenándoles que se sentaran a la sombra y «conversaran animosamente». Cualquier otro habría dado la orden con una sonrisa, pero Teleb era tan inflexible como las rocas mismas.
Dalinar siguió trabajando. Sabía dónde debía terminar la letrina: había aprobado la orden de trabajo. Tenía que abrir una larga fosa en pendiente, y luego cubrirla con tablones engrasados y embreados para aislar el hedor. Arriba se colocaría un excusado, y su contenido podía ser removido para que se convirtiera en humo una vez cada pocos meses.
El trabajo le pareció aún mejor una vez estuvo solo. Un hombre, rompiendo rocas, descargando un golpe tras otro. Como los tambores que los parshendi habían tocado aquel día ya tan lejano. Dalinar podía sentir todavía aquellos tambores, todavía podía oírlos en su mente, sacudiéndolo.
«Lo siento, hermano.»
Les había contado a los fervorosos sus visiones, pero ellos consideraron que probablemente eran producto de una mente agotada. No tenía ningún motivo para creer la verdad de nada de lo que le mostraban las visiones. Al seguirlas, había hecho algo más que ignorar las maniobras de Sadeas: había consumido precariamente sus recursos. Su reputación estaba al borde de la ruina. Corría el peligro de arrastrar en su caída a toda la casa Kholin.
Y ese era el argumento más importante a favor de la abdicación. Si continuaba, sus acciones podrían causar la muerte de Adolin, Renarin y Elhokar. Podía arriesgar su propia vida por sus ideales, ¿pero podría arriesgar las vidas de sus hijos?
Las lascas de piedra saltaban y rebotaban en su armadura. Empezaba a sentirse cansado. La armadura no hacía el trabajo por él: aumentaba su fuerza, de modo que cada golpe del martillo era suyo. Los dedos empezaban a entumecérsele por las repetidas vibraciones del mango. Estaba a punto de tomar una decisión. Su mente era clara, estaba despejada.
Volvió a blandir el martillo.
—¿No sería más eficaz una espada esquirlada? —preguntó una seca voz femenina.
Dalinar se detuvo, la cabeza del martillo posada sobre una piedra rota. Dio media vuelta y vio a Navani junto a la zanja, vestida con una túnica azul y rojo claro, el pelo moteado de gris reflejando la luz de un sol que estaba ya a punto de ponerse. La asistían dos jóvenes que no eran sus propias pupilas y que había «tomado prestadas» de otras mujeres ojos claros del campamento.
Navani estaba cruzada de brazos, la luz del sol la rodeaba como un halo. Vacilante, Dalinar alzó un brazo acorazado para bloquear la luz.
—¿Mathana?
—El trabajo con la roca —dijo Navani, señalando la zanja—. No es que yo presuma de hacer juicios: golpear cosas es un arte masculina. ¿Pero no posees una espada que puede cortar la piedra tan fácilmente como, según me describieron una vez, una tormenta barre a un herdaziano?
Dalinar volvió a mirar las rocas. Entonces alzó de nuevo el martillo y golpeó, produciendo un satisfactorio sonido aplastante.
—Las espadas esquirladas cortan demasiado bien.
—Qué curioso. Fingiré que tus palabras tienen sentido. Por cierto, ¿se te ha ocurrido alguna vez que la mayoría de las artes masculinas tratan con la destrucción, mientras que las femeninas lo hacen con la creación?
Dalinar volvió a golpear.
¡Bang!
Era curioso que resultara mucho más fácil conversar con Navani sin mirarla directamente.
—Uso la espada para cortar los lados y el centro. Pero sigo teniendo que romper las rocas. ¿Has intentado alguna vez levantar un trozo de piedra que haya sido cortada por un portador de esquirlada?
—No puedo decir que sí.
—No es fácil —golpeó—. Las espadas hacen un corte muy fino. La roca sigue presionando contra las otras. Es difícil agarrarlas o moverlas —otro golpe—. Es más complicado de lo que parece —un golpe más—. Esta es la mejor manera.
Navani se sacudió unas cuantas lascas de piedra del vestido.
—Y la más sucia, ya lo veo.
¡Bang!
—Bueno, ¿vas a pedir disculpas? —preguntó ella.
—¿Por…?
—Por olvidar nuestra cita.
Dalinar se detuvo a medio golpe. Se había olvidado por completo de que, en el festín del día de su regreso, había acordado que Navani le leyera hoy. No le había contado a sus escribas lo de la cita. Se volvió hacia ella, disgustado. Se había enfurecido porque Thanadal había cancelado su cita, pero al menos él había tenido el detalle de enviar un mensajero.
Navani esperaba cruzada de brazos, la mano segura retirada, el elegante vestido parecía arder con la luz del sol. En sus labios asomaba el atisbo de una sonrisa. Al dejarla plantada, se había puesto a sí mismo, por honor, en su poder.
—Lo siento de veras —dijo—. He tenido algunas dificultades que considerar últimamente, pero eso no me excusa de haberte olvidado.
—Lo sé. Ya idearé un modo de compensar el olvido. Pero por ahora deberías saber que una de tus abarcañas está destellando.
—¿Qué? ¿Cuál?
—Tu escriba dice que la de mi hija.
¡Jasnah! Habían pasado semanas desde su última comunicación: los mensajes que él le había enviado solo provocaron respuestas muy breves. Cuando Jasnah estaba inmersa en uno de sus proyectos, a menudo ignoraba todo lo demás. Si se ponía en contacto con él ahora, o bien había descubierto algo o hacía una pausa para renovar sus contactos.
Dalinar se volvió a mirar la letrina. Casi la había terminado. Advirtió que inconscientemente planeaba tomar su decisión al llegar al final. Ansiaba continuar trabajando.
Pero si Jasnah quería conversar…
Tenía que hablar con ella. Tal vez podría persuadirla para que regresara a las Llanuras Quebradas. Se sentiría mucho más seguro abdicando si sabía que ella vendría a cuidar de Elhokar y Adolin.
Dalinar arrojó a un lado su martillo (los golpes habían doblado treinta grados el mango y la cabeza era un bulto deforme) y salió de un salto de la zanja. Mandaría forjar un arma nueva: no era algo extraño en los portadores de esquirlada.
—Perdona, Mathana, pero me temo que he de suplicarte que te marches tan pronto, después de suplicar tu perdón. Debo recibir esta comunicación.
Inclinó la cabeza y se volvió para marcharse.
—Lo cierto —dijo Navani desde atrás— es que creo que te pediré algo. Hace meses que no hablo con mi hija. Iré contigo, si me lo permites.
Él titubeó, pero no podía negárselo tan después de haberla ofendido.
—Naturalmente.
Esperó mientras Navani se dirigía a su palanquín y se acomodaba. Los porteadores lo alzaron, y Dalinar echó a andar de nuevo, seguido por los porteadores y las pupilas prestadas.
—Eres un hombre amable, Dalinar Kholin —dijo Navani, con la misma sonrisa taimada en los labios—. Me temo que me veo obligada a encontrarte fascinante.
—Mi sentido del honor hace que sea fácil de manipular —dijo Dalinar, mirando al frente. Tratar con ella no era lo que necesitaba ahora mismo—. Lo sé bien. No hay necesidad de que juegues conmigo, Navani.
Ella se rio.
—No intento aprovecharme de ti, Dalinar. Yo… —Hizo una pausa—. Bueno, quizá sí que me aprovecho un poco. Pero no estoy «jugando» contigo. Este último año, en concreto, has empezado a ser la persona que todos los demás dicen. ¿No ves lo intrigante en que te convierte eso?
—No lo hago para ser intrigante.
—¡Si lo hicieras, no funcionaría! —se inclinó hacia él—. ¿Sabes por qué elegí a Gavilar en vez de a ti hace tantos años?
Maldición. Sus comentarios, su presencia, eran como una copa de vino oscuro vertida en mitad de sus cristalinos pensamientos. La claridad que había buscado con el trabajo físico se desvanecía rápidamente. ¿Tenía que ser ella tan directa? No respondió a la pregunta. En cambio, avivó el paso y esperó que comprendiera que no quería hablar del tema.
No sirvió de nada.
—No lo escogí porque fuera a ser rey, Dalinar. Aunque eso es lo que dice todo el mundo. Lo escogí porque tú me asustabas. Esa intensidad tuya…, también asustaba a tu hermano ¿sabes?
Él no dijo nada.
—Sigue ahí —dijo ella—. Puedo verla en tus ojos. Pero has envuelto tu armadura alrededor, una brillante armadura esquirlada para contenerla. Es parte de lo que encuentro fascinante.
Dalinar se detuvo y se volvió a mirarla. Los porteadores del palanquín se detuvieron también.
—Esto no funcionaría, Navani —dijo en voz baja.
—¿No?
Él negó con la cabeza.
—No deshonraré la memoria de mi hermano.
La miró severamente, y ella acabó por asentir.
Cuando continuó andando, ella no dijo nada, aunque lo miraba de reojo de vez en cuando. Por fin llegaron a su complejo personal, marcado por aleteantes estandartes azules con el glifopar khokh y linil, el primero dibujado en forma de corona, el segundo formando una torre. La madre de Dalinar había dibujado el diseño original, el mismo de su sello, aunque Elhokar usaba una espada y una corona.
Los soldados a la entrada del complejo saludaron, y Dalinar esperó a que Navani se uniera a él antes de entrar. El cavernoso interior estaba iluminado por zafiros infusos. Cuando llegaron a su sala de estudio, de nuevo se sorprendió por lo lujosa que se había vuelto a lo largo de los meses.
Tres de sus escribanas esperaban con sus ayudantes. Las seis se levantaron cuando entró. Adolin también estaba allí.
Dalinar miró al joven con el ceño fruncido.
—¿No deberías estar haciendo las inspecciones?
Adolin se sobresaltó.
—Padre, terminé hace horas.
—¿Eso hiciste?
«¡Padre Tormenta! ¿Cuánto tiempo he pasado golpeando esas piedras?»
—Padre, ¿podemos hablar en privado un momento?
Como de costumbre, el pelo rubio moteado de negro de Adolin era una revoltillo indomable. Se había quitado la armadura y se había bañado, y ahora llevaba un uniforme a la moda (aunque digno para la batalla) con un largo abrigo azul, abotonado a los lados, y tiesos pantalones marrones.
—No estoy preparado para discutir eso todavía, hijo —dijo Dalinar en voz baja—. Necesito un poco más de tiempo.
Adolin lo estudió, preocupado. «Será un buen alto príncipe —pensó Dalinar—. Tiene la preparación que yo no tuve.»
—Muy bien —respondió Adolin—. Pero hay algo más que quiero preguntarte.
Señaló hacia una de las escribanas, una mujer de pelo castaño y solo unos cuantos mechones negros. Era esbelta y de largo cuello, vestida de verde, el pelo recogido en un moño con un complejo grupo de trenzas sujetas con cuatro pinzas de acero.
—Esta es Danlan Morakotha —le dijo Adolin a su padre—. Llegó ayer al campamento para pasar unos meses con su padre, el brillante señor Morakotha. Me ha estado visitando recientemente, y me tomé la libertad de ofrecerle un puesto entre tus escribanas mientras está aquí.
Dalinar parpadeó.
—¿Y qué hay de…?
—¿Malasha? —Adolin suspiró—. No funcionó.
—¿Y esta? —preguntó Dalinar, la voz apagada, pero incrédula—. ¿Cuánto tiempo dices que lleva en el campamento? ¿Desde ayer? ¿Y ya te está visitando?
Adolin se encogió de hombros.
—Bueno, tengo una reputación que mantener.
Dalinar suspiró, mirando a Navani, que estaba lo bastante cerca como para haberse enterado. Por decoro, ella fingió no haberlo hecho.
—¿Sabes? Es costumbre acabar por elegir solo una mujer a la que cortejar.
«Vas a necesitar una buena esposa, hijo. Tal vez muy pronto.»
—Cuando sea viejo y aburrido, tal vez —respondió Adolin, sonriéndole a la joven.
Sí que era bonita. ¿Pero, solo llevaba un día en el campamento? «Sangre de mis ancestros», pensó Dalinar. El se había pasado tres años cortejando a la mujer que acabaría siendo su esposa. Aunque no pudiera recordar su rostro, sí recordaba lo insistentemente que la había pretendido.
Sin duda la había amado. Todas las emociones referentes a ella habían desaparecido, borradas de su mente por fuerzas a las que nunca debería haber tentado. Por desgracia, sí recordaba cuánto había deseado a Navani, años antes de conocer a la mujer que sería su esposa.
«Basta», se ordenó. Unos momentos antes había estado a punto de decidir abdicar su puesto como alto príncipe. No era el momento de dejar que Navani lo distrajera.
—Brillante Danlan Morakotha —le dijo a la joven—. Eres bienvenida entre mis escribanas. ¿Tengo entendido que he recibido una comunicación?
—Así es, brillante señor —respondió la mujer, haciendo una reverencia. Señaló la fila de cinco abarcañas que había en la estantería. Las abarcañas parecían cañas normales de escritura, pero cada una tenía un pequeño rubí infuso. La de la derecha latía lentamente.
Litima estaba presente y, aunque era la más veterana, le indicó a Danlan que cogiera la abarcaña. La joven corrió a la estantería y llevó la caña todavía parpadeante al pequeño escritorio junto al atril. Colocó con cuidado un papel en el escritorio y puso el frasco de tinta en su agujero, girándolo hasta hacerlo encajar y quitando luego el tapón. Las mujeres ojos claros eran muy eficaces trabajando solo con su mano libre.
Se sentó, y miró a Dalinar, aparentemente algo nerviosa. Dalinar no se fiaba de ella, por supuesto: bien podría ser una espía de los otros altos príncipes. Por desgracia, no había ninguna mujer en el campamento de la que se fiara por completo, no con Jasnah ausente.
—Estoy preparada, brillante señor —dijo Danlan. Tenía una voz cálida y ronca. Justo el tipo que atraía a Adolin. Esperó que no fuera tan insulsa como aquellas que escogía habitualmente.
—Adelante —dijo Dalinar, indicando uno de los cómodos sillones de la habitación. Las otras escribanas volvieron a sentarse en su banco.
Danlan giró la gema de la abarcaña una muesca, indicando que la petición había sido reconocida. Entonces comprobó los niveles a los lados del tablero de escritura, pequeños frascos de aceite con burbujas en el centro, que le permitían dejar completamente plano el tablero. Finalmente, entintó la caña y la colocó en el extremo superior izquierdo de la página. Mientras la sujetaba, giró la gema una vez más con el pulgar. Entonces retiró la mano.
La caña permaneció en su sitio, la punta contra el papel, flotando como si estuviera sujeta por una mano invisible. Entonces empezó a escribir, remedando los movimientos exactos que Jasnah hacía a kilómetros de distancia, escribiendo con una caña similar a esta.
Dalinar esperaba junto a la mesa, cruzados los brazos acorazados. Podía ver que su proximidad ponía nerviosa a Danlan, pero estaba demasiado ansioso para sentarse.
Jasnah tenía una letra elegante, naturalmente: Jasnah rara vez hacía algo sin tomarse su tiempo para perfeccionarlo. Dalinar se inclinó hacia delante mientras las líneas familiares, aunque indescifrables, aparecían en la página con un fuerte color violeta. Leves hilillos de humo rojizo brotaban de la gema.
La caña dejó de escribir, deteniéndose.
—«Tío, espero que estés bien» —leyó Danlan.
—Lo estoy —respondió Dalinar—. Estoy bien atendido por quienes me rodean.
Las palabras escogidas eran un código para indicar que no confiaba (o al menos no conocía) en todos los presentes. Jasnah tendría cuidado y no enviaría nada demasiado comprometido.
Danlan cogió la caña y retorció la gema, y luego escribió las palabras, enviándolas a Jasnah al otro lado del océano. ¿Estaba todavía en Tukar? Cuando terminó de escribir, devolvió la caña al punto superior izquierdo, el lugar donde ambas tenían que estar colocadas para que Jasnah pudiera continuar la conversación, y entonces colocó la gema en su posición anterior.
—«Como esperaba, he llegado a Kharbranth —leyó Danlan—. Los secretos que busco son demasiado oscuros para que estén contenidos incluso en el Palaneo, pero encuentro atisbos. Fragmentos tentadores. ¿Está bien Elhokar?»
«¿Atisbos? ¿Fragmentos? ¿De qué?» A Jasnah le gustaba el dramatismo, aunque no era tan exagerada como el rey.
—Tu hermano insistió en hacerse matar por un abismoide hace unas cuantas semanas —respondió Dalinar. Adolin sonrió, apoyado contra la estantería—. Pero evidentemente los Heraldos lo vigilan. Está bien, aunque añora tu presencia aquí. Estoy seguro de que le vendría bien tu consejo. Se apoya en el trabajo como escribana de la brillante Lalal.
Tal vez eso haría regresar a Jasnah. Había poco amor entre ella y la prima de Sadeas, que era la jefa de las escribas del rey en ausencia de la reina.
Danlan escribió las palabras. A un lado, Navani se aclaró la garganta.
—Oh —dijo Dalinar—, añade esto: tu madre ha vuelto a los campamentos.
Poco después, la caña escribió sola: «Envíale a mi madre mis respetos. Mantente lejos de ella, tío. Muerde.»
Navani hizo una mueca, y Dalinar advirtió que no había indicado que la reina estaba escuchando. Se ruborizó mientras Danlan continuaba hablando:
—«No puedo hablar de mi trabajo a través de la abarcaña, pero estoy cada vez más preocupada. Hay algo aquí, oculto por el número de páginas acumuladas en el archivo histórico.»
Jasnah era veristitaliana. Se lo había explicado una vez: eran una orden de eruditas que intentaba encontrar la verdad en el pasado. Deseaban crear versiones fehacientes y no tendenciosas de lo que había sucedido para extrapolar qué hacer en el futuro. Dalinar no estaba seguro de por qué se consideraban diferentes a las historiadoras normales.
—¿Regresarás? —preguntó Dalinar.
—«No puedo decirlo —leyó Danlan después de que llegara la respuesta—. No me atrevo a dejar mi investigación. Pero puede que pronto llegue el momento en que tampoco me atreva a quedarme.»
«¿Qué?», pensó Dalinar.
—«De todas formas —continuó Danlan—, tengo algunas preguntas para ti. Necesito que vuelvas a describirme otra vez qué sucedió cuando te encontraste aquella primera patrulla parshendi hace siete años.»
Dalinar frunció el ceño. A pesar del aumento de fuerza que le proporcionaba la armadura, el esfuerzo de cavar lo había cansado. Pero no se atrevía a sentarse en una de las sillas de la habitación mientras llevara puesta la armadura. No obstante, se quitó uno de los guanteletes, y se pasó la mano por el pelo. No le gustaba este tema, pero una parte de él agradeció la distracción. Un motivo para posponer una decisión que cambiaría su vida para siempre.
Danlan lo miró, preparada para dictar sus palabras. ¿Por qué quería Jasnah oír de nuevo esta historia? ¿No había escrito un informe de estos mismos acontecimientos en la biografía de su padre?
Bueno, podría decirle por qué y (si sus revelaciones pasadas eran un indicativo) su actual proyecto sería de gran valor. Deseó que Elhokar tuviera una fracción de la sabiduría de su hermana.
—Son recuerdos dolorosos, Jasnah. Ojalá nunca hubiera convencido a tu padre para que fuera en esa expedición. Si no hubiéramos descubierto nunca a los parshendi, no podrían haberlo asesinado. El primer encuentro tuvo lugar cuando explorábamos un bosque que no aparecía en los mapas. Al sur de las Llanuras Quebradas, en un valle a unas dos semanas de marcha del Mar Seco.
Durante su juventud, solo dos cosas entusiasmaban a Gavilar: la conquista y la caza. Cuando no se dedicaba a una cosa, se dedicaba a la otra. Sugerir ir de caza había parecido racional en aquel momento. Gavilar había estado actuando extrañamente, perdiendo su sed de batalla. Los hombres habían empezado a decir que era débil.
—Tu padre no estaba conmigo cuando me los encontré —continuó Dalinar, recordando. Acampó en las húmedas colinas boscosas. Interrogó a los nativos de Natán a través de intérpretes. Buscaba rastros o árboles rotos—. Conducía a los exploradores por un afluente del río Curva de la Muerte arriba mientras tu padre exploraba corriente abajo. Encontramos a los parshendi acampados al otro lado. No lo creí al principio. Parshmenios. Acampados, libres y organizados. Y llevaban armas. Y no eran armas burdas: espadas, lanzas con mangos tallados…
Guardó silencio. Gavilar tampoco lo creyó cuando se lo contó. No existían las tribus parshmenias libres. Eran siervos, y siempre lo habían sido.
—«¿Tenían entonces espadas esquirladas?» —dijo Danlan. Dalinar no se había dado cuenta de que Jasnah había respondido.
—No.
Al cabo de un rato llegó la respuesta.
—«Pero ahora las tienen. ¿Cuándo viste por primera vez a un portador de esquirlada parshendi?»
—Después de la muerte de Gavilar.
Relacionó ambos hechos. Siempre se habían preguntado por qué Gavilar quería un tratado con los parshendi. No lo habrían necesitado solo para cosechar los conchas grandes de las Llanuras Quebradas: los parshendi no vivían entonces en las Llanuras.
Dalinar sintió un escalofrío. ¿Pudo haber sabido su hermano que estos parshendi tenían acceso a las espadas esquirladas? ¿Había hecho el tratado con la esperanza de averiguar dónde habían encontrado las armas?
«¿Causó eso su muerte? —se preguntó Dalinar—. ¿Es ese el secreto que Jasnah está buscando?» Nunca había mostrado la dedicación a la venganza de Elhokar, pero pensaba de forma distinta a su hermano. La venganza no la impulsaría. Pero las preguntas… Sí, las preguntas lo harían.
—«Una cosa más, tío —leyó Danlan—. Luego podré seguir cavando en este laberinto de biblioteca. En ocasiones, parezco un ladrón de tumbas, revolviendo los huesos de los muertos. Da igual. Los parshendi…, mencionaste una vez lo rápidamente que parecían aprender nuestra lengua.»
—Sí —contestó Dalinar—. En cuestión de días, hablábamos y nos comunicábamos bastante bien. Notable. ¿Quién habría pensado que los parshmenios, nada menos, tenían la inteligencia para obrar aquel milagro? La mayoría de los que conocía ni siquiera hablaban demasiado.
—«¿De qué fueron las primeras cosas sobre las que hablaron? ¿Las primeras preguntas que hicieron? ¿Puedes recordarlo?» —dijo Danlan.
Dalinar cerró los ojos, recordando los días en que los parshendi acampaban al otro lado del río. A Gavilar le fascinaban.
—Querían ver nuestros mapas.
—«¿Mencionaron a los Vaciadores?»
¿Los Vaciadores?
—No que yo recuerde. ¿Por qué?
—«Prefiero no decirlo ahora mismo. Sin embargo, quiero mostrarte algo. Que tu escriba coja otra hoja de papel.»
Danlan colocó una página nueva en el tablero. Colocó la caña en la esquina y la soltó. El utensilio se alzó y empezó a garabatear con rápidos y osados trazos. Era un dibujo. Dalinar dio un paso adelante, y Adolin se acercó. La caña y la tinta no eran el mejor medio, y dibujar a tanta distancia era impreciso. La caña dejaba caer gotitas de tinta en lugares que no había al otro lado, y aunque el tintero estaba exactamente en el mismo lugar (permitiendo a Jasnah recargar su caña y la de Danlan al mismo tiempo), la caña de este lado a menudo se agotaba antes que la del otro.
Aun así, la imagen fue maravillosa. «Esta no es Jasnah», advirtió Dalinar. Quien estuviera haciendo el dibujo era mucho más talentoso en esos menesteres que su sobrina.
La imagen mostraba una alta sombra que se alzaba sobre unos edificios. Atisbos de caparazón y pinzas asomaban en las finas líneas de tinta, y las sombras se hacían dibujando líneas más finas unidas.
Danlan la apartó y sacó una tercera hoja de papel. Dalinar alzó el dibujo, Adolin a su lado. La bestia de pesadilla era levemente familiar. Como…
—Es un abismoide —señaló Adolin—. Está distorsionado; mucho más amenazador de cara y más grande de hombros, y no veo el segundo par de antepinzas…, pero alguien intentó obviamente dibujar una de ellas.
—Sí —dijo Dalinar, frotándose la barbilla.
—«Es una descripción de uno de los libros que hay aquí —leyó Danlan—. Mi nueva pupila está bastante dotada para el dibujo, así que le he pedido que la reproduzca para ti. Dime. ¿Te recuerda algo?»
«¿Una nueva pupila?», pensó Dalinar. Habían pasado años desde la última vez que Jasnah aceptó una. Siempre decía que no tenía tiempo.
—Es la imagen de un abismoide —dijo.
Danlan escribió las palabras. Un momento después llegó la respuesta.
—«El libro lo describe como un Vaciador —Danlan frunció el ceño y ladeó la cabeza—. Es un ejemplar de un texto escrito originalmente en los años anteriores a la Traición. Sin embargo, las ilustraciones son copia de otro texto aún más antiguo. De hecho, algunos piensan que el dibujo se hizo solo dos o tres generaciones después de la partida de los Heraldos.»
Adolin silbó suavemente. Entonces sí que sería muy antiguo. Por lo que Dalinar tenía entendido, tenían pocas obras de arte o escritos de los días de las sombras, siendo El camino de los reyes uno de los más antiguos, y el único texto completo. Y solo había sobrevivido traducido: no tenían ningún ejemplar en la lengua original.
—«Antes de que te precipites a ninguna conclusión —leyó Danlan—, no estoy dando a entender que los Vaciadores y los abismoides sean lo mismo. Creo que la antigua artista no sabía lo que era un Vaciador, así que decidió dibujar el ser más horrible que conocía.»
«¿Pero cómo sabía la artista original qué aspecto tenía un abismoide? —se preguntó Dalinar—, acabamos de descubrir las Llanuras Quebradas…»
Pero, naturalmente. Aunque las Montañas Irreclamadas estaban ahora vacías, una vez fueron un reino habitado. Alguien en el pasado supo de los abismoides, y los conoció lo bastante bien como para dibujar uno y etiquetarlo como Vaciador.
—«Tengo que irme —dijo Jasnah a través de Danlan—. Cuida de mi hermano en mi ausencia, tío.»
—Jasnah —envió Dalinar, escogiendo con cuidado sus palabras—. Las cosas son difíciles aquí. La tormenta empieza a soplar a sus anchas, y el edificio tiembla y gime. Puede que pronto oigas noticias que te sorprendan. Estaría bien que pudieras regresar y prestarnos tu ayuda.
Esperó en silencio la respuesta, mientras la caña iba rascando.
—«Me gustaría prometer una fecha para mi regreso —Dalinar casi podía oír la tranquila y fría voz de Jasnah—. Pero no puedo calcular cuándo terminaré mi investigación.»
—Esto es muy importante, Jasnah. Por favor, reconsidéralo.
—«Ten la seguridad de que volveré, tío. Tarde o temprano. Pero no puedo decir cuándo.»
Dalinar suspiró.
—«Advierte —escribió Jasnah— que estoy ansiosa por ver un abismoide en persona.»
—Un abismoide muerto —dijo Dalinar—. No tengo ninguna intención de permitir que repitas la experiencia de hace unas semanas de tu hermano.
—«Ah, el querido y superprotector Dalinar —envió Jasnah—. Un año de estos tendrás que admitir que tus sobrinos favoritos han crecido.»
—Os trataré como adultos mientras actuéis como adultos. Ven rápido y te conseguiremos un abismoide muerto. Cuídate.
Esperaron a ver si llegaba una nueva respuesta, pero la gema dejó de parpadear, indicando que la transmisión de Jasnah había terminado. Danlan retiró la abarcaña y el tablero, y Dalinar le dio las gracias a todas las escribanas por su ayuda. Se retiraron. Adolin pareció querer quedarse, pero Dalinar le indicó que se marchara también.
Dalinar contempló de nuevo el dibujo del abismoide, insatisfecho. ¿Qué había ganado con la conversación? ¿Más vagas insinuaciones? ¿Qué podía ser tan importante en la investigación de Jasnah para que ignorara las amenazas al reino?
Tendría que enviarle una carta más clara cuando hiciera su anuncio, explicando por qué había decidido retirarse. Tal vez eso la haría regresar.
Y, en un momento de sorpresa, Dalinar advirtió que ya había tomado su decisión. En algún momento tras dejar la zanja, y ahora, había dejado de tratar su abdicación como una posibilidad y había empezado a considerarla una certeza. Era la decisión adecuada. Se sentía mareado, pero seguro. Un hombre a veces tenía que hacer cosas que eran desagradables.
«Fue la discusión con Jasnah, comprendió. La charla sobre su padre.» Estaba actuando como su hermano al final. Aquello casi había socavado al reino. Bueno, tenía que detenerse antes de llegar tan lejos. Tal vez lo que le estaba sucediendo era una especie de enfermedad de la mente, heredada de sus padres. Y…
—Aprecias mucho a Jasnah —dijo Navani.
Dalinar se sobresaltó y dejó de mirar el dibujo del abismoide. Había dado por hecho que ella se había marchado tras Adolin. Pero todavía estaba aquí, mirándolo.
—¿Por qué la animas tanto para que regrese?
Él se volvió a mirarla y advirtió que Navani había despedido a sus dos jóvenes ayudantes. Estaban solos.
—Navani —dijo—. Esto es inapropiado.
—Bah. Somos familia, y tengo preguntas que hacerte.
Dalinar vaciló y luego se dirigió al centro de la habitación. Navani permaneció cerca de la puerta. Afortunadamente sus ayudantes habían dejado abierta la puerta al fondo de la antecámara, y más allá había dos guardias en el pasillo exterior. No era una situación ideal, pero mientras Dalinar pudiera ver a los guardias y ellos verlo a él, su conversación con Navani era adecuada, aunque por los pelos.
—¿Dalinar? —preguntó ella—. ¿Vas a responderme? ¿Por qué confías tanto en mi hija cuando casi todo el mundo la repudia?
—Para mí el desdén hacia ella es una recomendación.
—Es una hereje.
—Se negó a unirse a ninguno de los devotarios porque no creía en sus enseñanzas. En vez de comprometerse por el bien de las apariencias, ha sido honrada y se ha negado a profesar lo que no cree. Para mí es un signo de honor.
Navani hizo una mueca.
—Los dos sois una pareja de clavos en la misma puerta. Recios, duros y molestos de arrancar.
—Deberías marcharte ya —dijo Dalinar, indicando el pasillo. De pronto se sintió muy cansado—. La gente hablará.
—Que hablen. Tenemos que hacer planes, Dalinar. Eres el alto príncipe más importante de…
—Navani —cortó él—. Voy a abdicar a favor de Adolin. —Ella parpadeó sorprendida—. Voy a retirarme en cuanto pueda hacer los arreglos necesarios. Será como mucho cuestión de días.
Pronunciar las palabras le pareció extraño, como si decirlas hiciera real su decisión.
Navani parecía dolorida.
—Oh, Dalinar —susurró—. Es un terrible error.
—La decisión es mía. Y debo repetir mi petición. Tengo muchas cosas en las que pensar, Navani, y no puedo tratar contigo ahora mismo —señaló la puerta.
Navani hizo un gesto de desesperación, pero se marchó tal como se le pedía. Cerró la puerta tras ella.
«Ya está —pensó Dalinar, dejando escapar un largo suspiro—. He tomado la decisión.»
Demasiado cansado para quitarse la armadura sin ayuda, se sentó en el suelo y apoyó la cabeza contra la pared. Le contaría a Adolin su decisión por la mañana, y luego lo anunciaría en el festín de la próxima semana. A partir de entonces, regresaría a Alezkar y sus tierras.
Se había terminado.
FIN DE LA SEGUNTA PARTE