Si algo de lo que he dicho tiene para ti un atisbo de sentido, confío en que les ordenes que vuelvan. O tal vez podrías sorprenderme y pedirles que hagan algo productivo por una vez.
Kaladin entró en la botica, cerrando de golpe la puerta tras él. Como antes, el anciano fingió ser débil y usó el bastón para abrirse paso hasta que reconoció a Kaladin. Entonces se irguió.
—Oh. Eres tú.
Habían sido dos largos días. Pasaban las mañanas y tardes trabajando y entrenándose (Teft y Roca practicaban ahora con él), y las noches en el primer abismo, sacando los juncos de su escondite en una grieta y luego ordeñándolos durante horas. Gaz los había visto salir la noche anterior, y el sargento del puente sin duda recelaba. No podía evitarse.
El Puente Cuatro había sido convocado a una carrera hoy. Por fortuna, llegaron antes que los parshendi, y ninguna de las cuadrillas había perdido hombres. La cosas no habían ido tan bien para las tropas regulares alezi. La línea alezi había acabado por ceder ante el ataque parshendi, y las cuadrillas de los puentes se vieron obligadas a conducir a una tropa cansada, furiosa y derrotada de vuelta al campamento.
Kaladin tenía los ojos hinchados por la fatiga de quedarse despierto hasta tarde trabajando con los juncos. Su estómago gruñía perpetuamente por recibir una fracción del alimento que necesitaba, ya que compartía su comida con dos heridos. Todo eso se acababa hoy. El boticario se situó detrás de su mostrador, y Kaladin se acercó. Syl entró volando en la habitación, su lazo de luz convertido en una mujer de cintura para arriba. Volteó como una acróbata y se posó sobre la mesa con un suave movimiento.
—¿Qué necesitas? —preguntó el boticario—. ¿Más vendas? Bueno, puede que…
Se interrumpió cuando Kaladin colocó una botella de licor de tamaño medio sobre la mesa. Tenía agrietada la parte superior, pero era capaz de mantener el tapón de corcho. Lo quitó, revelando la lechosa savia blanca de su interior. Había usado la primera que habían cosechado para tratar a Leyten, Dabbid y Hobber.
—¿Qué es esto? —preguntó el viejo boticario, ajustándose las gafas e inclinándose—. ¿Me ofreces una copa? No bebo ya. Me trastorna el estómago, ya sabes.
—No es licor. Es savia de matopomo. Dijiste que era cara. Bueno, ¿cuánto me das por esto?
El boticario parpadeó, y luego se inclinó aún más y olfateó el contenido.
—¿De dónde has sacado esto?
—Lo recogí de los juncos que crecen fuera del campamento.
La expresión del boticario se ensombreció. Se encogió de hombros.
—Me temo que no vale nada.
—¿Qué?
—Los matopomos salvajes no son lo bastante potentes —el boticario volvió a poner el tapón. Un fuerte viento golpeó el edificio, colándose bajo la puerta y removiendo los olores de los muchos polvos y tónicos que vendía—. Esto es prácticamente inútil. Te daré dos marcoclaros, siendo generoso. Tendré que destilarlo, y tendré suerte si consigo sacar un par de cucharadas.
«¡Dos marcos! —pensó Kaladin con desespero—. ¿Después de tres días de trabajo, de dormir solo unas pocas horas cada noche? ¿Todo por algo que solo vale un par de días de salario?»
Pero no. La savia había funcionado con la herida de Leyten, haciendo que los putrispren huyeran y la infección se retirara. Kaladin entornó los ojos mientras el boticario sacaba dos marcos de su monedero y los colocaba sobre la mesa. Como muchas esferas, estaban ligeramente aplastadas por un lado para impedir que rodaran.
—Lo cierto es que te daré tres —dijo el boticario, frotándose la barbilla. Sacó un marco más—. Odio ver que todos tus esfuerzos son en vano.
—Kaladin —dijo Syl, estudiando al boticario—. Está nervioso por algo. ¡Creo que está mintiendo!
—Lo sé —dijo Kaladin.
—¿Y eso? —repuso el boticario—. Bueno, si sabías que todo esto no valía nada, ¿por qué esforzarte tanto?
Echó mano a la botella. Kaladin la detuvo.
—Sacamos dos o más gotas de cada junco, ¿sabes?
El boticario frunció el ceño.
—La última vez, me dijiste que tendría suerte si sacaba una gota por junco. Dijiste que por eso la savia de matopomo era tan cara. No dijiste nada de que las plantas «salvajes» fueran más débiles.
—Bueno, no pensé que fueras a tratar de recogerlos, y… —guardó silencio cuando Kaladin lo miró a los ojos.
—El ejército no lo sabe, ¿verdad? —preguntó Kaladin—. No son conscientes de lo valiosas que son esas plantas de ahí fuera. Las cosechas, vendes la savia, y obtienes una fortuna ya que el ejército necesita un montón de antisépticos.
El viejo boticario maldijo y retiró la mano.
—No sé de qué estás hablando.
Kaladin cogió su botella.
—¿Y si voy a la tienda de los curanderos y les digo de dónde saqué esto?
—¡Te lo quitarán! —dijo el hombre con urgencia—. No seas necio. Tienes una marca de esclavo, muchacho. Pensarán que lo has robado.
Kaladin se dispuso a marcharse.
—Te daré un marcocielo —dijo el boticario—. Es la mitad de lo que cobraría a los militares por esa cantidad.
Kaladin se volvió.
—¿Les cobras dos marcocielos por algo que solo se tarda un par de días en cosechar?
—No soy solo yo —dijo el boticario, haciendo una mueca—. Todos los boticarios cobran igual. Decidimos juntos un precio justo.
—¿Y esto consideráis que es justo?
—¡Tenemos que ganarnos la vida aquí, en esta tierra olvidada de la mano del Todopoderoso! Nos cuesta dinero emplazar una tienda, mantenernos, contratar guardias.
Rebuscó en su bolsa y sacó una esfera que brillaba azul oscuro. Una esfera de zafiro valía veinticinco veces lo que una de diamante. Como Kaladin ganaba un marco de diamante al día, un marcocielo valía lo que ganaba en medio mes. Naturalmente, un soldado ojos oscuros corriente ganaba cinco marcoclaros al día, por lo que para ellos esto sería una semana de salario.
En otra época, a Kaladin no le habría parecido mucho dinero. Ahora era una fortuna. Con todo, vaciló.
—Debería denunciaros. Los hombres mueren por vuestra culpa.
—No, no es así —dijo el boticario—. Los altos príncipes tienen más que suficiente para pagar esto, considerando lo que obtienen en las mesetas. Nosotros les suministramos frascos de savia cada vez que las necesitan. ¡Lo único que conseguirías al denunciarnos es permitir que monstruos como Sadeas se quedaran unas cuantas esferas más en los bolsillos!
El boticario estaba sudando. Kaladin amenazaba con derribar todo su negocio en las Llanuras Quebradas. Y se ganaba tanto dinero con la savia, que esto podía volverse muy peligroso. Los hombres mataban por guardar estos secretos.
—Llenar mi bolsillo o llenar el de los brillantes señores —dijo Kaladin—. Supongo que no puedo discutir con esa lógica. —Volvió a depositar la botella sobre el mostrador—. Aceptaré el trato, siempre que incluyas más vendajes.
—Muy bien —dijo el boticario, relajándose—. Pero mantente alejado de esos juncos. Me sorprende que los encontraras tan cerca y que no hubieran sido recogidos ya. Mis trabajadores tienen cada vez más problemas para hallarlos.
«No tienen una vientospren guiándolos», pensó Kaladin.
—¿Entonces por qué quieres desanimarme? Podría conseguirte más.
—Bueno, sí. Pero…
—Es más barato si lo haces tú mismo —dijo Kaladin, inclinándose—. Pero de esta forma no dejas rastro. Yo proporciono la savia, cobrando un marcocielo. Si los ojos claros descubren alguna vez lo que han estado haciendo los boticarios, podréis decir que no lo sabíais…, que lo único que sabíais es que un hombre de los puentes os vendía savia, y vosotros lo volvíais a vender al ejército con una subida de precio razonable.
Eso pareció atraer al viejo.
—Bien, tal vez no haga demasiadas preguntas sobre cómo cosechaste esto. Es asunto tuyo, joven. Asunto tuyo…
Se dirigió a la parte posterior de su tienda y regresó con una caja de vendas. Kaladin la aceptó y se marchó sin decir nada más.
—¿No estás preocupado? —preguntó Syl, flotando junto a su cabeza mientras caminaba bajo la luz de la tarde—. Si Gaz descubre lo que estás haciendo, podrías verte en problemas.
—¿Qué más podrían hacerme? Dudo que consideren que esto es un delito por el que merezca la pena castigarme.
Syl miró hacia atrás, convirtiéndose en poco más que una nube con una leve sugerencia de forma humana.
—No puedo decidir si es deshonesto o no.
—No es deshonesto: es un negocio —Kaladin hizo una mueca—. El grano de lavis se vende de la misma forma. Lo cultivan los granjeros y lo venden por un precio ridículo a los mercaderes, quienes lo llevan a las ciudades y lo venden a otros mercaderes, quienes lo venden a la gente por cuatro o cinco veces el precio por el que fue comprado originalmente.
—¿Entonces por qué te molestó? —preguntó Syl, frunciendo el ceño mientras evitaban a una tropa de soldados, uno de los cuales arrojó el corazón de una palafruta a la cabeza de Kaladin. Los soldados se rieron.
Kaladin se frotó la sien.
—Todavía tengo algunos extraños escrúpulos respecto a cobrar por los cuidados médicos. Es debido a mi padre.
—Parece un hombre muy generoso.
—Para lo que le sirvió.
Naturalmente, en cierto modo, Kaladin era igual. Durante sus primeros días como esclavo, habría dado cualquier cosa por caminar sin ser supervisado como ahora. El perímetro del ejército estaba protegido, pero si podía conseguir los matopomos, probablemente encontraría un modo de escabullirse.
Con aquel marco de zafiro, incluso tenía dinero que lo ayudase. Sí, tenía la marca de esclavo, pero un rápido aunque doloroso trabajo con un cuchillo podría convertirla en una «cicatriz de batalla.» Sabía hablar y luchar como un soldado, así que sería plausible. Lo tomarían por desertor, pero podría vivir con ello.
Ese había sido su plan durante la mayor parte de sus últimos meses como esclavo, pero nunca había tenido los medios. Hacía falta dinero para viajar, para llegar lo bastante lejos de la zona por donde circularía su descripción. Dinero para encontrar alojamiento en una zona perdida de la ciudad, un lugar donde nadie preguntara, mientras se curaba de su herida autoinfligida.
Además, estaban los otros. Así que se había quedado, intentando conseguir tantos como pudiera. Fracasando siempre. Y lo estaba haciendo de nuevo.
—¿Kaladin? —preguntó Syl desde su hombro—. Se te ve muy serio. ¿En qué estás pensando?
—Me pregunto si debería huir. Escapar de este campamento maldito por las tormentas y buscarme una nueva vida. —Syl guardó silencio—. La vida es difícil aquí —dijo finalmente—. No sé si te lo podría reprochar nadie.
«Roca lo haría —pensó él—. Y Teft.» Habían trabajado por aquella savia de matopomo. No sabían lo que valía: pensaban que era solo para curar a los enfermos. Si escapaba, los traicionaría. Estaría abandonando a los hombres del puente.
«Olvídalos, idiota —se dijo—. No salvarás a estos hombres. Igual que no salvaste a Tien. Deberías huir.»
—¿Y entonces qué? —susurró.
Syl se volvió hacia él.
—¿Qué?
Si escapaba, ¿de qué le serviría? ¿Una vida trabajando por chips en los barrios bajos de alguna ciudad putrefacta? No.
No podía dejarlos. Igual que nunca había podido dejar a nadie que lo necesitara. Tenía que protegerlos. Era preciso.
Por Tien. Y por su propia cordura.
—Servicio en el abismo —dijo Gaz, escupiendo a un lado. La saliva estaba teñida de negro por la planta yamma que masticaba.
—¿Qué? —Kaladin había regresado de vender la savia para descubrir que Gaz había cambiado el plan de trabajo del Puente Cuatro. No tenían que hacer hoy ninguna carrera: la del día anterior los eximía de ello. De hecho, se suponía que tendrían que asignarlos a la forja de Sadeas para ayudar a cargar lingotes y otros suministros.
Parecía un trabajo duro, pero era de los más fáciles para los hombres de los puentes. Los herreros consideraban que no necesitaban ayuda. Eso, o presumían que los torpes hombres de los puentes podían interponerse en su trabajo. Cuando hacías servicio en la forja, solo trabajabas unas pocas horas en el turno y podías pasarte el resto descansando.
Gaz miró a Kaladin.
—Verás, me hiciste pensar el otro día. A nadie le importa si el Puente Cuatro recibe trabajos injustos. Todo el mundo odia el servicio en el abismo. Pensé que no te importaría.
—¿Cuánto te pagaron? —preguntó Kaladin, dando un paso adelante.
—Márchate, por la tormenta —dijo Gaz, escupiendo de nuevo—. Los demás no te aprecian. A tu cuadrilla le vendrá bien que se les vea pagando por lo que hiciste.
—¿Sobrevivir?
Gaz se encogió de hombros.
—Todo el mundo sabe que rompiste las reglas al traer de vuelta a esos hombres. ¡Si los demás hicieran lo que tú hiciste, tendríamos todos los barracones llenos de moribundos antes de que pasara la parte a barlovento de un mes!
—Son personas, Gaz. Si no «llenamos los barracones» de heridos, es porque los dejamos que se mueran allí.
—Se morirán aquí de todas formas.
—Ya veremos.
Gaz lo miró, entornando los ojos. Parecía sospechar que Kaladin lo había engañado de algún modo para que lo enviara a recoger piedras. Antes, Gaz había bajado al abismo, probablemente tratando de dilucidar qué habían estado haciendo Kaladin y los demás.
«Condenación», pensó Kaladin. Creía que tenía a Gaz lo suficientemente acorralado para que no se saliera de la fila.
—Iremos —replicó, dándose media vuelta—. Pero no me llevaré la culpa de esto ante mis hombres. Sabrán que es cosa tuya.
—Bien —le espetó Gaz. Y entonces añadió para sí—: Tal vez tengamos suerte y un abismoide os devore a todos.
Servicio en el abismo. La mayoría de los hombres de los puentes preferían pasarse el día acarreando piedras ante que ser asignados a los abismos.
Con una antorcha de aceite sin encender atada a la espalda, Kaladin bajó por la precaria escala de cuerda. El abismo era poco profundo aquí, solo unos quince metros, pero fue suficiente para transportarlo a un mundo diferente. Un mundo donde la única luz natural procedía de la alta grieta en el cielo. Un mundo que permanecía húmedo incluso en los días más calurosos, un paisaje ahogado de moho, hongos y recias plantas que sobrevivían incluso con la tenue luz.
Los abismos eran más anchos en el fondo, quizá como resultado de las altas tormentas, que causaban enormes inundaciones que los recorrían de un lado a otro: quedar atrapado en un abismo durante una alta tormenta era la muerte segura. Un sedimento de crem endurecido suavizaba el suelo, aunque se alzaba y caía con la diversa erosión de la roca que había debajo. En unos cuantos lugares, la distancia del fondo del abismo al borde superior de la meseta era solo de unos doce metros. Sin embargo, en la mayoría, superaba los treinta.
Kaladin saltó de la escala, cayó a unos cuantos pasos de distancia y aterrizó en un charco de agua de lluvia. Tras encender la antorcha, la alzó y contempló la oscura grieta. Las paredes estaban resbaladizas por el oscuro verdín que las cubría, y varias finas enredaderas que no reconoció caían de los salientes intermedios. Trozos de hueso, madera y ropa rasgada yacían esparcidos o enganchados en las hendiduras.
Alguien salpicó agua al aterrizar a su lado. Teft maldijo y se miró las piernas empapadas mientras salía del gran charco.
—Las tormentas se lleven a ese cremlino de Gaz —murmuró el viejo—. Enviarnos aquí abajo cuando no es nuestro turno. Le sacaré los ojos por esto.
—Seguro que te tiene miedo —dijo Roca, saltando de la escala y cayendo sobre un punto seco—. Probablemente está en el campamento llorando de pánico.
—A la tormenta contigo —dijo Teft, sacudiendo la pierna izquierda para librarse del agua. Los dos llevaban antorchas preparadas. Kaladin había encendido la suya con yesca y pedernal, pero los otros no lo hicieron. Tenían que racionarlas.
Los demás hombres del Puente Cuatro empezaron a reunirse cerca del pie de la escalera. Permanecieron juntos. Uno de cada cuatro encendió su antorcha, pero la luz no pareció atravesar la penumbra: tan solo permitía a Kaladin ver algo más del innatural paisaje. Extraños hongos tubulares crecían en las grietas. Eran de un amarillo pálido, como la piel de un niño con ictericia. Los cremlinos se apartaron corriendo de la luz, crustáceos diminutos de un color rojizo transparente. Cuando uno pasó por la pared, Kaladin advirtió que podía verle los órganos internos a través del caparazón.
La luz reveló también una figura rota y retorcida en la base de la pared del abismo, a unos pocos metros de distancia. Kaladin levantó la antorcha y se acercó. Ya empezaba a apestar. Alzó una mano y se cubrió inconscientemente la boca y la nariz al arrodillarse.
Era un hombre de los puentes, o lo había sido. Perteneciente a una de las otras cuadrillas. Era reciente. Si llevara aquí más días, la alta tormenta lo habría arrastrado a algún lugar lejano. El Puente Cuatro se congregó detrás de Kaladin, mirando en silencio al hombre que había decidido arrojarse al abismo.
—Tal vez algún día encuentres un puesto de honor en los Salones Tranquilos, hermano caído —dijo Kaladin, y su voz resonó—. Ojalá nosotros encontremos un final mejor que el tuyo.
Se levantó, alzando la antorcha, y dejó atrás al muerto. Su cuadrilla lo siguió, nerviosa.
Kaladin había comprendido rápidamente las tácticas básicas de la lucha en las Llanuras Quebradas. Había que avanzar con tesón, presionando al enemigo hacia el borde de la meseta. Por eso las batallas a menudo se volvían sangrientas para los alezi, que solían llegar después de los parshendi.
Los alezi tenían puentes, mientras que esos extraños parshmenios del este podían saltar la mayoría de los abismos después de echar a correr. Pero ambos tenían problemas cuando se veían obligados a dirigirse a los precipicios, y eso generalmente causaba que los soldados perdieran pie y cayeran al vacío. Las cifras eran lo suficientemente significativas para que los alezi quisieran recuperar el equipo perdido. Y por eso los hombres de los puentes eran enviados a cumplir servicios en los abismos. Era como robar en tumbas, pero sin tumbas.
Llevaban sacos, y se pasarían horas caminando de un lado a otro, buscando los cadáveres de los caídos, cualquier cosa de valor. Esferas, petos, cascos, armas. Algunos días, cuando alguna carrera en la meseta era aún reciente, podían tratar de llegar al punto donde había tenido lugar y saquear los cadáveres. Pero las altas tormentas a menudo hacían que fuera inútil. Esperaban unos cuantos días, y los cadáveres aparecían en cualquier otro punto.
Por lo demás, los abismos eran un laberinto asombroso, y llegar a una meseta en disputa y regresar después con tiempo razonable era casi imposible. Lo aconsejable era esperar a que una alta tormenta empujara los cuerpos hacia el lado alezi de las Llanuras (las altas tormentas siempre iban de este a oeste, después de todo), y luego enviar a los hombres de los puentes a buscarlos.
Eso significaba deambular un montón de tiempo. Pero a lo largo de los años habían caído tantos cuerpos que no era difícil encontrar donde cosecharlos. La cuadrilla debía llevar un número concreto de elementos recuperados o enfrentarse a un recorte de la paga durante la semana; la cuota no era onerosa. Lo suficiente para mantenerlos trabajando, pero no para obligarlos a esforzarse más allá de lo posible. Como la mayor parte del trabajo de los hombres de los puentes, esto tenía como misión mantenerlos ocupados más que otra cosa.
Mientras recorrían el primer abismo, algunos de sus hombres sacaron sus sacos y fueron recogiendo algunas cosas al paso. Un casco aquí, un escudo allá. Estaban atentos por si había esferas. Encontrar una esfera valiosa allí caída se traduciría en una pequeña recompensa para toda la cuadrilla. No se les permitía traer sus propias esferas o posesiones al abismo, naturalmente. Y al salir los registraban a conciencia. La humillación de ese registro (que incluía cualquier lugar donde pudiera ocultarse una esfera) era parte del motivo por el que el servicio en el abismo era tan odiado.
Pero solo parte. Mientras caminaban, el suelo del abismo se amplió hasta unos cinco metros. Aquí había marcas en las paredes, tajos donde el moho había sido rascado, la piedra misma horadada. Los hombres del puente trataron de no mirar esas marcas. De vez en cuando, los abismoides recorrían estos caminos, buscando carroña o una meseta adecuada donde pupar. Encontrar uno de ellos era inusitado, pero posible.
—Kelek, odio este lugar —dijo Teft, que caminaba junto a Kaladin—. He oído decir que una vez una cuadrilla entera fue devorada por un abismoide, uno a uno, después de que los acorralara en un callejón sin salida. Se quedó allí sentado, escogiéndolos mientras intentaban escapar.
Roca se echó a reír.
—Si se los comió a todos, ¿quién regresó para contarlo?
Teft se frotó la barbilla.
—No lo sé. Tal vez no regresaron nunca.
—Entonces tal vez huyeron. Desertando.
—No —repuso Teft—. No se puede salir de estos abismos sin una escala.
Miró hacia arriba, hacia el estrecho hueco azul a veinte metros de distancia que seguía la curva de la meseta.
Kaladin alzó también la mirada. Aquel cielo azul parecía tan lejano… Inalcanzable. Como la luz de los mismísimos Salones. Y aunque se pudiera escalar por una de las zonas menos profundas, quedarías atrapado en las Llanuras sin ningún medio para cruzar los abismos, o estarías tan cerca del lado alezi que los exploradores podrían localizarte cruzando los puentes permanentes. Podías intentar dirigirte hacia el este, hacia el lugar donde las mesetas estaban tan gastadas que eran solo agujas. Pero serían semanas de caminata y habría que sobrevivir a múltiples tormentas.
—¿Has estado alguna vez en un cañón cuando llegan las lluvias, Roca? —preguntó Teft, pensando quizás en lo mismo.
—No —respondió Roca—. En los Picos no tenemos estas cosas. Solo existen donde deciden vivir los necios.
—Tú vives aquí, Roca —advirtió Kaladin.
—Y soy un necio —replicó el gran comecuernos, riendo—. ¿No te habías dado cuenta?
Los dos últimos días lo habían cambiado mucho. Era más afable, como si hubiera regresado en cierto modo a lo que Kaladin asumía que era su personalidad normal.
—Estaba hablando de los cañones —dijo Teft—. ¿Imaginas lo que sucederá si nos quedamos aquí atrapados durante una alta tormenta?
—Muchísima agua, supongo.
—Muchísima agua, buscando ir a todas partes que pueda. Forma olas enormes y choca contra estos estrechos espacios con fuerza suficiente para derribar peñascos. De hecho, la lluvia corriente parecerá una alta tormenta aquí abajo. Y una alta tormenta…, bueno, este sería probablemente el peor sitio de todo Roshar para estar cuando llegue una.
Roca frunció el ceño ante la idea y miró hacia arriba.
—Mejor que no nos capture la tormenta, entonces.
—Sí —dijo Teft.
—Aunque así te darías un baño, Teft —añadió Roca—, que buena falta te hace.
—Eh —gruñó el viejo—. ¿Eso es un comentario sobre cómo huelo? —No, es un comentario sobre lo que yo tengo que oler. ¡A veces pienso que una flecha parshendi en el ojo sería mejor que oler a toda la cuadrilla del puente encerrada en el barracón por las noches! Teft se echó a reír.
—Me ofendería si no fuera cierto —olisqueó el aire húmedo y mohoso del abismo—. Este sitio no es mucho mejor. Aquí abajo huele peor que las botas de un comecuernos en invierno —vaciló—. Eh, no es por ofender. Lo digo personalmente.
Kaladin sonrió, y luego miró atrás. La treintena de hombres del puente los seguía como fantasmas. Unos cuantos parecían querer acercarse al grupo de Kaladin, como intentando escuchar sin ser demasiado obvios.
—Teft —dijo Kaladin—. ¿«Huele peor que las botas de un come-cuernos»? ¿Cómo no va a ofenderse por esa frase?
—Es solo una expresión —replicó Teft, haciendo una mueca—. Se me escapó antes de darme cuenta de que la decía.
—Lástima —dijo Roca, arrancando un puñado de verdín de la pared e inspeccionándolo mientras caminaban—. Tu insulto me ha ofendido. Si estuviéramos en los Picos, habríamos tenido que librar un duelo a la forma tradicional alil’tiki’i.
—¿Y eso cómo es? —preguntó Teft—. ¿Con lanzas?
Roca se echó a reír.
—No, no. En los Picos no somos bárbaros como vosotros aquí abajo.
—¿Cómo entonces? —preguntó Kaladin, sintiendo verdadera curiosidad.
—Bueno —dijo Roca, soltando el verdín y sacudiéndose las manos—. Implica cerveza y cantar.
—¿Y eso es un duelo?
—El que puede cantar después de beber más cerveza es el ganador. Además, todo el mundo se emborracha tanto y tan pronto que probablemente olvidan de qué iba la discusión.
Teft se echó a reír.
—Mejor que cuchillos al amanecer, supongo.
—Supongo que eso depende —dijo Kaladin.
—¿De qué?
—De si eres o no mercader de cuchillos. ¿Eh, Dunny?
Los otros dos miraron hacia el lado, donde Dunny se había acercado para escuchar. El delgado joven dio un respingo y se ruborizó.
—Er…, yo…
Roca se echó a reír ante las palabras de Kaladin.
—Dunny —le dijo al joven—. Es un nombre extraño. ¿Qué significa?
—¿Qué significa? —preguntó Dunny—. No lo sé. Los nombres no siempre tienen significado.
Roca sacudió la cabeza, disconforme.
—Llaneros. ¿Cómo vas a saber quién eres si tu nombre no tiene significado?
—¿Entonces tu nombre significa algo? —preguntó Teft—. Nu…, ma…, nu…
—Numuhukumakiaki’aialunamor —dijo Roca. El comecuernos nativo sonaba fácil en sus labios—. Naturalmente. Describe la roca especial que descubrió mi padre el día antes de mi nacimiento.
—¿Entonces tu nombre es una frase entera? —preguntó Dunny, inseguro, como si no estuviera seguro de encajar en el grupo.
—Es un poema —dijo Roca—. En los Picos, todos los nombres son poemas.
—¿Y eso? —dijo Teft, rascándose la cabeza—. Llamar a la familia a comer debe ser como escuchar a un coro.
Roca se echó a reír.
—Cierto, cierto. También provoca discusiones interesantes. Normalmente, los mejores insultos en los Picos son en forma de poemas, similares al nombre de la persona en composición y rima.
—Kelek, parece un montón de trabajo.
—Quizá por eso la mayoría de las discusiones terminan bebiendo —dijo Roca.
Dunny sonrió, vacilante.
—Eh, tú, gran bufón, hueles igual que un cerdo mojado, así que sal del rincón y ve a bañarte ahí al lado.
Roca se echó a reír de buena gana, y su voz resonó por todo el abismo.
—Es bueno, es bueno —dijo, secándose los ojos—. Sencillo, pero bueno.
—Eso casi tenía el ritmo de una canción, Dunny —dijo Kaladin.
—Bueno, es lo primero que se me ha pasado por la cabeza. Le puse la música de Los dos amantes de Mari para conseguir el ritmo adecuado.
—¿Sabes cantar? —preguntó Roca—. Tengo que escucharte.
—Pero…
—¡Canta! —ordenó Roca, señalando.
Dunny tragó saliva, pero obedeció y empezó a cantar una canción que Kaladin no conocía. Era una divertida historia sobre una mujer y dos hermanos gemelos que creía que eran la misma persona. La voz de Dunny era de tenor puro, y parecía tener más confianza cuando cantaba que cuando hablaba.
Era bueno. Cuando pasó a la segunda estrofa, Roca empezó a tararear con voz grave, proporcionando el contrapunto. El comecuernos era obviamente un cantante experimentado. Kaladin miró a los otros hombres del puente, esperando atraer a alguno más a la conversación o a la canción. Le sonrió a Cikatriz, pero solo consiguió una mueca por respuesta. Moash y Sigzil (el azishano de piel oscura) ni siquiera lo miraron. Peet solo se miró los pies.
Cuanto terminó la canción, Teft aplaudió admirado.
—Es una actuación mejor que las que he escuchado en muchas tabernas.
—Es bueno conocer a un llanero que sabe cantar —dijo Roca, inclinándose para recoger un yelmo y guardarlo en su saco. Este abismo concreto no parecía tener gran cosa que rescatar ahora mismo—. Había empezado a pensar que erais tan sordos para la música como el sabueso-hacha de mi abuelo. ¡Ja!
Dunny se ruborizó, pero pareció caminar con más confianza en sí mismo.
Siguieron adelante, pasando de vez en cuando recodos o grietas en la piedra donde las aguas habían depositado grandes cantidades de desechos. Aquí el trabajo se convertía en más sucio, y a menudo tenían que sacar los cadáveres o los montones de huesos para obtener lo que querían, boqueando ante el hedor. Kaladin les dijo que dejaran por el momento los cuerpos más repugnantes o podridos. Los putrispren tendían a acumularse en torno a los muertos. Si no tenían suficientes materiales de rescate más tarde, podrían venir a por esto.
En cada intersección o desvío Kaladin hacía una marca blanca en la pared con un trozo de tiza. Ese era el deber del jefe del puente, y se lo tomaba en serio. No podía permitir que su cuadrilla se perdiera en estas fosas.
Mientras caminaban y trabajaban, Kaladin mantuvo viva la conversación. Se reía (se obligaba a reír) con ellos. Si la risa le sonaba hueca, los demás no parecían advertirlo. Tal vez se sentían igual que él y consideraban que incluso una risa forzada era preferible a volver a aquel absorto y lastimero silencio que nublaba a la mayoría de los hombres de los puentes.
Poco después, Dunny se reía y charlaba con Teft y Roca, olvidada su timidez. Unos cuantos hombres más los seguían (Yake, Mapas, un par más), como criaturas salvajes atraídas a la luz y el calor de un fuego. Kaladin intentó incluirlos en la conversación, pero no funcionó, así que lo dejó correr.
Al cabo de un rato llegaron a un lugar con un buen número de cadáveres frescos. Kaladin no estaba seguro de qué combinación de riadas había hecho que esta sección del abismo fuera un buen lugar para ello: parecía igual que cualquier otra. Un poco más estrecha, tal vez. A veces acudían a huecos similares y encontraban buenos restos que rescatar; en otras ocasiones, estaban vacíos, pero en otros sitios había docenas de cadáveres.
Parecía que estos cuerpos habían sido arrastrados por el torrente de la alta tormenta y luego depositados aquí conforme el agua se filtraba lentamente. No había ningún parshendi entre ellos, y estaban rotos y desgarrados por la caída o por la presión de la riada. A muchos les faltaban los miembros.
El hedor a sangre y vísceras se imponía al del aire húmedo. Kaladin alzó la antorcha y sus compañeros guardaron silencio. El apestoso frío impedía que los cadáveres se pudrieran demasiado rápidamente, aunque la humedad contrarrestaba aquello en parte. Los cremlinos habían empezado a morder la piel de las manos y a roer los ojos. Pronto los estómagos se hincharían de gas. Algunos putrispren (diminutos, rojos, transparentes) correteaban sobre los cadáveres.
Syl llegó revoloteando y se posó sobre su hombro, haciendo ruidos de disgusto. Como de costumbre, no dio ninguna explicación de su ausencia.
Los hombres sabían lo que tenían que hacer. Incluso con los putrispren, este lugar era demasiado valioso para obviarlo. Se pusieron a trabajar, colocando los cadáveres en hilera para inspeccionarlos. Kaladin llamó a Roca y Teft para que se unieran a él mientras recogía algunas piezas sueltas que yacían en el suelo alrededor de los cadáveres. Dunny los siguió.
—Estos cuerpos llevan los colores del alto príncipe —advirtió Roca mientras Kaladin recogía un abollado casco de acero.
—Apuesto a que fue de la carrera de hace unos días —dijo Kaladin—. A las fuerzas de Sadeas les costó cara.
—Del «brillante señor Sadeas» —dijo Dunny. Entonces agachó la cabeza, cohibido—. Lo siento, no pretendía corregirte. Es que se me olvidaba decir el título. Mi amo me golpeaba cuando lo hacía.
—¿Amo? —preguntó Teft, recogiendo una lanza caída y retirando algo de moho de su asta.
—Era aprendiz. Quiero decir, antes… —Dunny se calló, y luego apartó la mirada.
Teft tenía razón: a los hombres de los puentes no les gustaba hablar de su pasado. De todas formas, Dunny probablemente hacía bien al corregir a Kaladin. Si lo oían omitir el título honorífico de un ojos claros, lo castigarían.
Kaladin metió el casco en el saco, y luego clavó la antorcha en una grieta entre dos peñascos cubiertos de verdín y empezó a ayudar a los demás a colocar a los cadáveres en fila. No intentó conversar con los hombres. Los caídos se merecían cierto respeto…, si eso era posible mientras les estabas robando.
A continuación, despojaron a los caídos de sus armaduras. Chalecos de cuero a los arqueros, petos de acero a los soldados de infantería. Este grupo incluía a un ojos claros caído que llevaba ropas caras bajo una armadura aún más lujosa. A veces los cuerpos de los ojos claros eran recuperados de los abismos por equipos especiales para que el cadáver pudiera ser animado en una estatua. A los ojos oscuros, a menos que fueran muy ricos, se los incineraba. Y la mayoría de los soldados que caían a los abismos eran ignorados: los hombres de los campamentos decían que los abismos eran lugares sagrados de descanso, pero la verdad era que el esfuerzo por recuperar los cadáveres no merecía la pena del riesgo ni el peligro.
De todas formas, encontrar aquí a un ojos claros significaba que su familia no era lo bastante rica, o preocupada, para enviar a sus hombres a recuperarlo. Tenía la cara aplastada e irreconocible, pero su insignia de rango lo identificaba como séptimo dahn. Sin tierra, adscrito al séquito de un oficial más poderoso.
Cuando tuvieron la armadura, le quitaron las dagas y las botas a todos los que estaban en fila: siempre había demanda de botas. Les dejaron la ropa a los caídos, aunque se llevaron los cinturones y muchos botones de las camisas. Mientras trabajaban, Kaladin envió a Teft y Roca al otro lado del recodo para ver si había más cadáveres cerca.
Cuando las armaduras, armas y botas fueron separadas, comenzó la tarea más macabra: buscar esferas y joyas en bolsillos y faltriqueras. Esta pila era la más pequeña de todas, pero seguía siendo valiosa. No encontraron ningún broam, lo que significaba que no habría ninguna magra recompensa para los hombres del puente.
Mientras los hombres realizaban su morbosa tarea, Kaladin advirtió el extremo de una lanza que asomaba en un charco cercano. No lo habían visto en su observación inicial.
Perdido en sus pensamientos, la cogió, sacudió el agua y la llevó a la pila de las armas. Entonces vaciló, sujetando con una mano la lanza de la que goteaba agua fría. Pasó el dedo por la pulida madera. Notaba por el equilibrio y acabado que era una buena arma. Recia, bien hecha, bien cuidada.
Cerró los ojos, recordando sus días de niño con los bastones.
Las palabras pronunciadas por Tukk hacía años regresaron a él, palabras dichas aquel resplandeciente día de verano cuando empuñó por primera vez una lanza en el ejército de Amaram. «El primer paso es preocuparse —pareció susurrarle la voz de Tukk—: Algunos hablan de no sentir emociones en la batalla. Bueno, supongo que es importante conservar la cabeza. Pero odio esa sensación de matar mientras estás frío y calmado. He visto que aquellos que se preocupan luchan con más fuerza, más tiempo y mejor que aquellos que no lo hacen. Es la diferencia entre los mercenarios y los soldados de verdad. Es la diferencia entre luchar por defender tu patria y luchar en suelo extranjero. Es bueno preocuparse cuando luchas, mientras no dejes que te consuma. No intentes impedir tener sentimientos. Odiarás en lo que te convertirías entonces.»
La lanza tembló en los dedos de Kaladin, como suplicando que la empuñara, la agitara, la hiciera bailar.
—¿Qué planeas hacer, alteza? —preguntó una voz—. ¿Vas a clavarte esa lanza en tus propias tripas?
Kaladin miró a quien había hablado: Moash, que seguía siendo uno de sus principales detractores, estaba de pie cerca de la fila de cadáveres. ¿Cómo era que lo llamaba «alteza»? ¿Había estado hablando con Gaz?
—Dice que es un desertor —le dijo Moash a Narm, el hombre que trabajaba a su lado—. Dice que fue un soldado importante, líder de pelotón o algo por el estilo. Pero Gaz dice que solo son alardeos estúpidos. No enviarían a un hombre a los puentes si supiera pelear.
Kaladin bajó la lanza.
Moash hizo una mueca y volvieron a su trabajo. Sin embargo, los otros habían reparado en Kaladin.
—Míralo —dijo Sigzil—. ¡Eh, jefe del puente! ¿Crees que eres maravilloso? ¿Que eres mejor que nosotros? ¿Piensas que pretender que somos tu tropa personal cambiará algo?
—Déjalo en paz —dijo Drehy. Empujó a Sigzil al pasar—. Al menos lo intenta.
Desorejado Jaks bufó mientras sacaba una bota de un pie muerto.
—Lo que quiere es parecer importante. Aunque estuviera en el ejército, apuesto a que acabará sus días limpiando letrinas.
Parecía que había algo capaz de sacar a los hombres del puente de su silencioso estupor: el odio hacia Kaladin. Los demás empezaron a hablar y a burlarse de él.
—Es culpa suya que estemos aquí…
—Quiere agotarnos durante nuestro único tiempo libre, solo para poder dárselas de importarte…
—Nos envió a cargar rocas para demostrarnos que puede mangonearnos…
—Apuesto a que no ha blandido una lanza en su vida…
Kaladin cerró los ojos, escuchando su desprecio, mientras acariciaba la madera con sus dedos.
«No ha blandido una lanza en su vida.» Tal vez si no hubiera cogido aquella primera lanza, nada de esto habría ocurrido.
Palpó la suave madera, resbaladiza por el agua de lluvia, y los recuerdos se agolparon en su cabeza. Entrenado para olvidar, entrenado para conseguir venganza, entrenado para aprender y encontrar sentido a lo que había sucedido.
Sin pensarlo, se colocó la lanza bajo el brazo en posición de guardia, la punta hacia abajo. Las gotas de agua del asta corrieron por su espalda.
Moash se interrumpió en mitad de una burla. Los hombres del puente se callaron. El abismo permaneció en silencio. Y Kaladin se sintió en otro lugar. Escuchaba a Tukk reprenderlo. Escuchaba reír a Tien.
Escuchaba a su madre burlarse de él a su manera inteligente e ingeniosa.
Estaba en el campo de batalla, rodeado de enemigos pero acompañado por sus amigos.
Escuchaba a su padre decirle con desdén en la voz que las lanzas solo servían para matar. No se podía matar para proteger.
Estaba solo en un abismo en las profundidades de la tierra, empuñando la lanza de un muerto, los dedos sujetando la madera mojada, un leve goteo llegaba de algún lugar distante.
La fuerza corrió por todo su ser mientras giraba la punta de la lanza para asumir una kata avanzada. Su cuerpo se movió como por su cuenta, ejecutando las formas en las que tan frecuentemente se había entrenado. La lanza danzó en sus dedos, cómoda, una extensión de sí mismo. La hizo girar, blandiéndola una y otra vez sobre su cuello, sobre su brazo, atacando y barriendo. Aunque hacía meses que no empuñaba un arma, sus músculos sabían qué hacer. Era como si la lanza misma lo supiera.
La tensión se diluyó, la frustración se difuminó, y su cuerpo suspiró contento aunque trabajaba furiosamente. Esto era familiar. Lo agradecía. Había sido creado para ello.
A Kaladin le habían dicho siempre que luchaba como no lo hacía nadie. Lo había notado el primer día que cogió un bastón, aunque los consejos de Tukk lo habían ayudado a afinar y canalizar lo que podía hacer. Kaladin se preocupaba cuando luchaba. Nunca combatía sintiéndose frío o impasible. Luchaba por mantener a sus hombres con vida.
De todos los reclutas de su cohorte, había aprendido a ser el más rápido. Cómo sostener la lanza, cómo prepararse para luchar. Lo había hecho casi sin instrucción. Eso sorprendió a Tukk. ¿Por qué fue así? Uno no se sorprende cuando ve que un niño sabe respirar. No te sorprendes cuando una anguila aérea remonta el vuelo por primera vez. No deberías sorprenderte cuando le entregas a Kaladin Benditormenta una lanza y ves que sabe utilizarla.
Kaladin realizó los últimos movimientos de la kata, olvidado el abismo, olvidados los hombres del puente, olvidada la fatiga. Durante un momento, fue solo él. El viento y él. Luchó el viento, y el viento se reía.
Volvió a poner la lanza en su sitio, sujetando el asta en la posición un cuarto, la punta hacia abajo, la parte inferior del asta bajo el brazo, el extremo posterior tras la cabeza. Inspiró profundamente, temblando.
«Oh, cuánto lo he echado de menos.»
Abrió los ojos. La chisporroteante luz de las antorchas reveló a un puñado de hombres aturdidos en el húmedo pasillo de piedra, las paredes húmedas y reflejando la luz. Moash dejó caer un puñado de esferas, aturdido y silencioso, mientras miraba a Kaladin con la boca abierta. Las esferas cayeron en el charco a sus pies, haciendo que brillara, pero ninguno de los hombres lo advirtió. Tan solo miraban a Kaladin, que todavía asumía la pose de batalla, medio agazapado, el sudor corriéndole por los lados de la cara.
Parpadeó, tomando consciencia de lo que había hecho. Si Gaz se enteraba de que andaba jugueteando con lanzas… Kaladin se irguió y dejó caer la lanza en el montón de las armas.
—Lo siento —susurró, aunque no sabía por qué. Entonces, en voz más alta, dijo—: ¡De vuelta al trabajo! No quiero quedarme aquí atrapado cuando anochezca.
Los hombres se pusieron en movimiento. Al fondo del pasillo, Kaladin vio a Roca y Teft. ¿Habían visto la kata completa? Ruborizándose, corrió junto a ellos. Syl se posó en su hombro, silenciosa.
—Kaladin, muchacho —dijo Teft, lleno de reverencia—. Eso ha sido…
—No ha sido nada. Solo una kata. Su función es hacer trabajar los músculos y hacerte practicar los golpes, acometidas y barridos básicos. Es más espectacular que útil.
—Pero…
—No, de verdad. ¿De verdad imaginas a un hombre haciéndose pasar una lanza por detrás del cuello durante un combate? Lo eliminarían en un segundo.
—Muchacho —dijo Teft—, he visto katas antes. Pero nunca una así. La forma en que te movías…, la velocidad, la gracia… Y había una especie de spren revoloteando a tu alrededor, entre tus acometidas, brillando con una luz pálida. Era precioso.
Roca se sobresaltó.
—¿Pudiste verlo?
—Claro. Nunca había visto un spren igual. Pregúntale a los otros hombres…, vi a unos cuantos señalando.
Kaladin miró con el ceño fruncido a Syl, que todavía estaba sentada sobre su hombro, recatada, las piernas cruzadas y las manos en las rodillas, procurando no mirarlo.
—No fue nada —repitió Kaladin.
—No, desde luego que no —repuso Roca—. Tal vez eres tú quien debería desafiar a un portador de esquirlada. ¡Podrías convertirte en un brillante señor!
—No quiero ser brillante señor —replicó Kaladin, quizá más bruscamente de lo necesario. Los otros dos se sobresaltaron—. Además —añadió, apartando la mirada—, ya lo intenté una vez. ¿Dónde está Dunny?
—Espera —dijo Teft—, tú…
—¿Dónde está Dunny? —dijo Kaladin firmemente, recalcando cada palabra. «Padre Tormenta. Tengo que mantener cerrada la boca.»
Teft y Roca compartieron una mirada antes de que Teft señalara.
—Encontramos a algunos parshendi muertos tras el recodo. Pensé que querrías saberlo.
—Parshendi —dijo Kaladin—. Vamos a ver. Tal vez tengan algo valioso.
Nunca antes había saqueado cadáveres de parshendi: a los abismos caían muchos menos parshendi que alezi.
—Es verdad —dijo Roca, guiándolos con una antorcha encendida—. Las armas que tienen, sí, son muy bonitas. Y tienen gemas en las barbas.
—Por no mencionar las armaduras —dijo Kaladin.
Roca negó con la cabeza.
—No hay armaduras.
—Roca, he visto sus armaduras. Siempre las llevan.
—Bueno, sí, pero no podemos usarlas.
—No comprendo.
—Ven —dijo Roca, haciendo un gesto—. Es más fácil que explicarlo.
Kaladin se encogió de hombros y rodearon el recodo. Roca se rascaba la barba pelirroja.
—Pelos estúpidos —murmuró—. Ah, tenerlos bien otra vez. Un hombre no es un hombre sin la barba adecuada.
Kaladin se frotó su propia barba. Uno de estos días ahorraría y se compraría una cuchilla y se desharía de la maldita molestia. Oh, bueno, probablemente no. Necesitaría las esferas para otra cosa.
Rodearon el recodo y encontraron a Dunny colocando en fila a los cadáveres parshendi. Había cuatro, y parecía que habían sido barridos desde otra dirección. Había también unos cuantos cadáveres alezi.
Kaladin avanzó, indicando a Roca que trajera la luz, y se arrodilló para inspeccionar a uno de los parshendi muertos. Eran como parshmenios, con la piel moteada de negro y escarlata. Su única vestimenta eran faldas negras hasta las rodillas. Tres llevaban barba, que no eran corrientes en los parshmenios, entretejidas con gemas sin cortar.
Tal como Kaladin esperaba, llevaban armaduras de color rojo claro. Petos, yelmos, guardas en los brazos y las piernas. Armaduras importantes para soldados de a pie regulares. Algunas estaban agrietadas por la caída o por el efecto de la riada. No eran de metal, entonces. ¿Madera pintada?
—Creía que habías dicho que no llevaban armaduras —dijo Kaladin—. ¿Qué intentabas decirme? ¿Que no te atreves a quitárselas a los muertos?
—¿Que no me atrevo? —dijo Roca—. Kaladin, maese brillante señor, brillante jefe de puente, mago de la lanza, quizá tú se las quieras quitar.
Kaladin se encogió de hombros. Su padre lo había familiarizado con los muertos y los moribundos, y aunque le parecía mal robarles, no era melindroso. Palpó al primer parshendi y advirtió que llevaba un cuchillo. Lo cogió y buscó la correa que sujetaba en su sitio la hombrera.
No había ninguna correa. Kaladin frunció el ceño y miró debajo de la hombrera, tratando de arrancarla. La piel se levantó con ella.
—¡Padre Tormenta! —exclamó. Inspeccionó el yelmo. Estaba incrustado en la cabeza. ¿O tal vez crecía en la cabeza?—. ¿Qué es esto?
—No lo sé —respondió Roca, encogiéndose de hombros—. Parece que desarrollan sus propias armaduras ¿no?
—Eso es ridículo. Solo son personas. Las personas, ni siquiera los parshmenios, no desarrollan armaduras.
—Los parshendi sí —dijo Teft.
Kaladin y los otros dos se volvieron hacia él.
—No me miréis así —dijo el viejo, con una mueca—. Trabajé en el campamento unos cuantos años antes de acabar en el puente…, y no, no voy a contaros nada más, así que la tormenta os lleve. Pero los soldados hablan. Los parshendi desarrollan caparazones.
—He conocido a parshmenios —dijo Kaladin—. Había un par en la ciudad donde vivía, sirviendo al consistor. Ninguno de ellos desarrolló armaduras.
—Bueno, estos son un tipo distinto de parshmenios —replicó Teft, torciendo el gesto—. Más grandes, más fuertes. Pueden saltar los abismos, por el amor de Kelek. Y desarrollan armaduras. Ya está.
No había nada más que discutir, así que continuaron recogiendo lo que pudieron. Muchos parshendi usaban armas pesadas (hachas, martillos) que no habían sido arrastradas con los cuerpos como muchas de las lanzas y flechas de los soldados alezi. Encontraron varios cuchillos y una espada ornamentada, todavía dentro de su vaina en el costado de un parshendi.
Las faldas no tenían bolsillos, pero los cadáveres llevaban faltriqueras atadas a la cintura. Solo llevaban pedernal y yesca, piedra de afilar y otros suministros básicos. Así que se arrodillaron para quitarles las gemas de las barbas. Las gemas tenían agujeros para facilitar el cosido, y la luz tormentosa las infundía, aunque no brillaban tanto como habrían hecho si hubieran sido cortadas de la forma adecuada.
Mientras Roca sacaba las gemas de la barba del último parshendi, Kaladin acercó uno de los cuchillos a la antorcha de Dunny e inspeccionó el detallado grabado.
—Parecen glifos —dijo, mostrándoselo a Teft.
—No sé leer glifos, muchacho.
«Oh, bueno», pensó Kaladin. Bueno, si eran glifos, no estaba familiarizado con ellos. Naturalmente, se podían dibujar glifos de formas complejas para dificultar su lectura, a menos que supieras exactamente qué buscar. Había una figura en el centro de la empuñadura, bellamente tallada. Era un hombre con armadura. Armadura esquirlada, en efecto. Tenía un símbolo grabado detrás, rodeándolo, brotando como alas de su espalda.
Kaladin se lo mostró a Roca, que se había acercado a ver qué le parecía tan fascinante.
—Se supone que estos parshendi son unos bárbaros —dijo Kaladin—. Sin cultura. ¿De dónde han sacado estos cuchillos? Juraría que esto es la imagen de uno de los Heraldos. Jezerezeh o Nalan.
Roca se encogió de hombros. Kaladin suspiró y devolvió el cuchillo a su vaina, y luego lo echó al saco. Rodearon el recodo para volver con los demás. La cuadrilla había reunido varios sacos llenos de armaduras, cinturones, botas y esferas. Cada uno cogió una lanza para llevarla de vuelta a la escala, usándola como si fueran bastones para caminar. Habían dejado una para Kaladin, pero este se la arrojó a Roca. No se fiaba de sí mismo y no quería volver a empuñar una, no fuera a sentir la tentación de adoptar otra kata.
El regreso no fue digno de incidentes, aunque con el cielo cada vez más oscuro los hombres se sobresaltaban con cada sonido. Kaladin empezó a conversar de nuevo con Roca, Teft y Dunny. Pudo conseguir que Drehy y Torfin hablaran también un poco.
Llegaron al primer abismo, para gran alivio de sus hombres. Kaladin los dejó subir primero, esperando para ser el último. Roca esperó con él, y cuando Dunny empezó a subir, dejándolos solos, el alto comecuernos le puso una mano en el hombro a Kaladin y le dijo en voz baja:
—Haces un buen trabajo aquí. Creo que en unas pocas semanas estos hombres serán tuyos.
Kaladin sacudió la cabeza.
—Somos hombres de los puentes, Roca. No tenemos unas pocas semanas. Si tardo tanto en ganármelos, la mitad de nosotros habrá muerto.
Roca frunció el ceño.
—No es una idea agradable.
—Por eso tenemos que ganarnos a los otros hombres ya.
—¿Pero cómo?
Kaladin miró la escala colgante que se agitaba mientras los hombres la subían. Solo podían subir cuatro a la vez, para no sobrecargarla.
—Reúnete conmigo después de que nos registren. Vamos a ir al mercado del campamento.
—Muy bien —dijo Roca, subiendo a la escala cuando Desorejado Jaks llegó a lo alto—. ¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a probar mi arma secreta.
Roca se echó a reír mientras Kaladin le sujetaba la escala.
—¿Y qué arma es esa?
Kaladin sonrió.
—En realidad, eres tú.
Dos horas más tarde, con la primera luz violeta de Salas, Roca y Kaladin volvieron al aserradero. Ya se había puesto el sol, y muchos de los hombres de los puentes pronto se irían a dormir.
«No hay mucho tiempo», pensó Kaladin, indicando a Roca que llevara su carga a un lugar cerca de la parte delantera del barracón del Puente Cuatro. El gran comecuernos la depositó junto a Teft y Dunny, que habían hecho lo que Kaladin les había ordenado, acumulando un pequeño círculo de piedras y unos tocones de madera sacados del montón de restos del aserradero. Todo el mundo podía usar esa madera. Incluso los hombres de los puentes: a algunos le gustaba coger trozos para tallarlos.
Kaladin sacó una esfera para iluminarse. Lo que Roca había traído era un viejo caldero de hierro. Aunque era de segunda mano, le había costado a Kaladin una buena porción del dinero obtenido por la savia de matopomo. El comecuernos empezó a sacar suministros del interior del caldero mientras Kaladin colocaba trozos de madera dentro del círculo de piedras.
—Dunny, agua, por favor —dijo Kaladin, sacando el pedernal. Dunny corrió a traer un cubo de uno de los barriles de lluvia. Roca terminó de vaciar el caldero, sacando pequeños paquetes que habían costado otra sustanciosa porción de las esferas de Kaladin. Solo le quedaba un puñado de clarochips.
Mientras trabajaban, Hobber salió cojeando del barracón. Mejoraba rápidamente, aunque los otros dos heridos a los que Kaladin había tratado seguían en mal estado.
—¿Qué pretendes, Kaladin? —preguntó cuando prendió la llama.
Kaladin sonrió y se puso en pie.
—Toma asiento.
Hobber así lo hizo. No había perdido la devoción que le mostraba a Kaladin por haberle salvado la vida. En todo caso, su lealtad había aumentado.
Dunny regresó con un cubo de agua que vació en el caldero. Entonces Teft y él corrieron a traer más. Kaladin avivó las llamas y Roca empezó a tararear mientras cortaba tubérculos y sacaba algunas especias. En menos de media hora, tenían un buen fuego encendido y una humeante olla de guiso.
Teft se sentó en uno de los tocones, calentándose las manos.
—¿Esta es tu arma secreta?
Kaladin se sentó junto al viejo.
—¿Has conocido a algún soldado en tu vida, Teft?
—A unos cuantos.
—¿Has conocido a alguno capaz de rechazar una buena hoguera y un poco de guiso al final del día?
—Bueno, no. Pero los hombres de los puentes no son soldados.
Eso era cierto. Kaladin se volvió hacia la puerta del barracón. Roca y Dunny empezaron a cantar juntos y Teft a chocar las palmas siguiendo el compás. Algunos de las otras cuadrillas se levantaban tarde, y miraron a Kaladin y los demás con mala cara.
Dentro del barracón vieron figuras moverse. La puerta estaba abierta y los olores del guiso de Roca eran fuertes. Invitadores.
«Vamos —pensó Kaladin—, recordad por qué vivimos. Recordad el calor, recordad la buena comida. Recordad a los amigos y las canciones, y las noches pasadas alrededor del fuego.»
«No estáis muertos todavía. ¡Que la tormenta os lleve! Si no salís…»
De repente a Kaladin todo le pareció falso. Las canciones eran forzadas, el guiso un acto de desesperación. Todo era solo un intento para distraerse brevemente de la patética vida que se había visto obligado a vivir.
Una figura apareció en la puerta. Cikatriz (bajo, de barba cuadrada y ojos astutos) salió. Kaladin le sonrió. Una sonrisa forzada. A veces eso era todo lo que se podía ofrecer. «Que sea suficiente», rezó, poniéndose en pie y hundiendo un cuenco de madera en el guiso de Roca.
Kaladin le tendió el guiso a Cikatriz. La superficie del líquido marrón humeaba.
—¿Te unirás a nosotros? —preguntó Kaladin—. ¿Por favor?
Cikatriz lo miró, y luego al guiso. Se echó a reír y lo aceptó.
—¡Me uniría a la mismísima Vigilante Nocturna en torno a un fuego si hubiera un guiso de por medio!
—Ten cuidado —dijo Teft—. Es guiso de comecuernos. Podrían haber conchas de caracol o pinzas de cangrejo flotando.
—¡No las hay! —ladró Roca—. Es una lástima que tengas gustos de llanero poco refinados, pero preparo la comida tal como me lo ordena nuestro querido jefe de puente.
Kaladin sonrió y dejó escapar un profundo suspiro cuando Cikatriz se sentó. Otros salieron tras él, trayendo cuencos, y se sentaron. Algunos se pusieron a contemplar el fuego, sin decir mucho, pero otros empezaron a reír y a cantar. En un momento Gaz pasó por allí y los miró con su único ojo, como tratando de decidir si estaban rompiendo alguna regla del campamento. No lo hacían. Kaladin lo había comprobado.
Kaladin cogió un cuenco de guiso y se lo ofreció a Gaz. El sargento hizo una mueca de desdén y se marchó.
«No se pueden esperar demasiados milagros en una noche», pensó Kaladin con un suspiro, y se sentó y probó el guiso. Estaba bastante bueno. Sonrió, y se unió a la canción de Dunny.
A la mañana siguiente, cuando Kaladin llamó a los hombres para que se levantaran, tres cuartas partes salieron rápidamente del barracón, todos menos los que más se quejaban: Moash, Sigzil, Narm y un par más. Los que acudieron a su llamada parecían sorprendentemente descansados, a pesar de la larga noche que habían pasado cantando y comiendo. Cuando les ordenó que se reunieran con él para practicar cargando el puente, casi todos los que se habían levantado se unieron a él.
No todos, pero los suficientes.
Tenía la impresión de que Moash y los demás cederían pronto. Habían probado su guiso. Nadie lo había rechazado. Y ahora que tenía a tantos hombres, los demás se sentirían incómodos si no participaban. El Puente Cuatro era suyo.
Ahora tenía que mantenerlos vivos el tiempo suficiente para que significara algo.