SIETE AÑOS ANTES

—Lo que hacen no está bien —dijo una voz de mujer—. No se puede ir rajando a la gente para ver qué ocultó dentro el Todopoderoso por buenos motivos.

Kal se detuvo. Estaba en un callejón entre dos casas en Piedralar. El cielo era grisáceo: había llegado el invierno. El Llanto se acercaba, y las altas tormentas eran poco frecuentes. Por el momento, hacía demasiado frío para que las plantas disfrutaran del respiro: los rocapullos pasaban las semanas de invierno enroscados dentro de sus conchas. La mayoría de las criaturas hibernaban, esperando a que regresara el calor. Por fortuna, las estaciones solían durar solo unas pocas semanas. Era algo impredecible. Así funcionaba el mundo. Solo había estabilidad después de la muerte. Al menos, eso enseñaban los fervorosos.

Kal llevaba un grueso abrigo de algodón de brechárbol. El tejido picaba pero abrigaba, y lo habían teñido de marrón oscuro. Tenía subida la capucha y mantenía las manos en los bolsillos. A su derecha estaba la panadería; la familia dormía en el espacio triangular que había detrás, y la parte delantera era el establecimiento. A la izquierda de Kal quedaba una de las tabernas de Piedralar, donde la cerveza de lavis corría en abundancia durante las semanas de invierno.

Podía oír a dos mujeres charlando cerca, aunque no las veía.

—¿Sabes lo que le robó al antiguo consistor? —dijo una de ellas en voz baja—. Todo un cuenco lleno de esferas. El cirujano dice que eran un regalo, pero era el único que estaba presente cuando murió el consistor.

—He oído decir que hay un documento —contestó la primera voz.

—Unos cuantos glifos. No es un testamento real. ¿Y cuál fue la mano que escribió esos glifos? El propio cirujano. No está bien que el consistor no tuviera una mujer allí delante para hacer de escriba. Ya te digo: no está bien lo que hacen.

Kal rechinó los dientes, tentado por salir y hacerle saber a las mujeres que las había oído. Pero su padre no lo aprobaría. Lirin no querría causar peleas ni situaciones embarazosas.

Pero eso era cosa de su padre. Así que Kal salió del callejón, pasando ante Nanha Terith y Nanha Relina, que estaban allí chismorreando delante de la panadería. Terith era la esposa del panadero, una mujer gruesa de pelo oscuro y rizado. Estaba en mitad de otra calumnia. Kal le dirigió una dura mirada, y sus ojos castaños mostraron un gratificante momento de incomodidad.

Kal cruzó la plaza con cuidado, atento a los charcos de hielo. La puerta de la panadería se cerró tras él cuando las dos mujeres corrieron al interior.

Su satisfacción no duró mucho. ¿Por qué decía siempre la gente esas cosas de su padre? Lo llamaban morboso y falso, pero corrían a comprar glifoguardas y amuletos a los boticarios de paso o a los mercaderes de fortuna. ¡El Todopoderoso compadeciera a un hombre que realmente hacía algo útil para ayudar!

Todavía molesto, Kal dobló unas cuantas esquinas, dirigiéndose al lugar donde su madre estaba subida a una escalera a un lado del consistorio, picando con cuidado en los aleros del edificio. Hesina era una mujer alta, y normalmente llevaba el pelo recogido en una cola, y luego un pañuelo sobre la cabeza. Hoy, llevaba un roete. Tenía puesto un largo abrigo marrón igual que el de Kal, y el borde azul de su falda apenas asomaba por abajo.

Los objetos de su atención eran un puñado de pendientes de roca como los carámbanos que se habían formado en los bordes del tejado. Las altas tormentas descargaban agua, y el agua traía crem. Si no se intervenía, se endurecía hasta convertirse en piedra. Los edificios desarrollaban estalactitas, formadas por el agua que con el deshielo goteaba lentamente de los aleros. Había que limpiarlos de manera regular, o arriesgarse a que el tejado pesara tanto que acabara por desplomarse.

Su madre reparó en él y sonrió, las mejillas arreboladas por el frío. Con la cara fina, la barbilla sobresaliente y los labios carnosos, era una mujer bonita. Al menos Kal así lo pensaba. Más bonita que la mujer del panadero, desde luego.

—¿Tu padre ha terminado ya tus lecciones? —preguntó.

—Todo el mundo lo odia —estalló Kal.

Su madre volvió a su trabajo.

—Kaladin, tienes trece años. Ya eres lo bastante mayor para saber que no hay que decir esas tonterías.

—Es cierto —insistió él, testarudo—. He oído hablar a unas mujeres. Ahora mismo. Decían que padre le robó las esferas al brillante señor Winslow. Dicen que a padre le gusta rajar a la gente y hacer cosas que no son naturales ni ná.

—No son naturales ni nada.

—¿Por qué no puedo hablar como todo el mundo?

—Porque no está bien.

—Está bien para Nanha Terith.

—¿Y qué piensas de ella?

Kal vaciló.

—Es una ignorante. Y le gusta cotillear sobre cosas de las que no sabe nada.

—Muy bien, pues. Si deseas imitarla, no puedo poner ninguna objeción a esa práctica.

Kal sonrió. Había que tener cuidado cuando hablabas con Hesina: le gustaba retorcer las palabras. Se apoyó en la pared del consistorio, viendo cómo su aliento se acumulaba ante él. Tal vez una táctica distinta funcionaría.

—Madre, ¿por qué odia la gente a padre?

—No lo odian —respondió ella. Sin embargo, su pregunta, formulada con calma, la hizo continuar—. Pero los hace sentirse incómodos.

—¿Por qué?

—Porque a algunas personas les asusta el conocimiento. Tu padre es un hombre instruido, sabe cosas que los demás no pueden entender. Por tanto, esas cosas deben ser oscuras y misteriosas.

—No les dan miedo los mercaderes de suerte y las glifoguardas.

—Pero esas cosas pueden comprenderlas —dijo su madre tranquilamente—. Quemas una glifoguarda delante de tu casa, y espantará el mal. Tu padre no le dará a nadie una guarda para curarlos. Insistirá en que se queden en cama, bebiendo agua y tomando alguna medicina apestosa, y limpiando sus heridas cada día. Es duro. Prefieren dejarlo todo en manos del destino.

Kal reflexionó al respecto.

—Creo que lo odian porque falla demasiado a menudo.

—Eso también. Si una glifoguarda falla, puedes echar la culpa a la voluntad del Todopoderoso. Si tu padre falla, es culpa suya. O esa es la percepción.

Su madre continuó trabajando, mientras los copos de piedra caían a su alrededor.

—Nunca odiarán de verdad a tu padre: es demasiado útil. Pero nunca será uno de ellos. Es el precio de ser cirujano. Tener poder sobre las vidas de los hombres es una responsabilidad incómoda.

—¿Y si no quiero esa responsabilidad? ¿Y si solo quiero ser algo normal, como panadero, o granjero, o…?

«O soldado», añadió mentalmente. Había blandido un bastón en secreto varias veces, y aunque nunca había podido repetir aquel momento en que luchó contra Jost, sí había algo vigorizante en empuñar un arma. Algo que lo atraía y lo entusiasmaba.

—Creo que la vida de los panaderos y los granjeros no te parecerá tan envidiable.

—Al menos ellos tienen amigos.

—Y tú también. ¿Qué pasa con Tien?

—Tien no es mi amigo, madre. Es mi hermano.

—Oh, ¿y no puede ser las dos cosas a la vez?

Kal miró al cielo.

—Ya sabes lo que quiero decir.

Ella bajó de la escalera y le dio una palmadita en el hombro.

—Sí que lo sé, y lamento tomármelo a broma. Pero te pones en una situación difícil. ¿Quieres amigos, pero de verdad quieres actuar como los otros chicos? ¿Dejar tus estudios para poder trabajar en los campos como un esclavo? ¿Envejecer antes de tiempo, gastado y arrugado por el sol?

Kal no respondió.

—Las cosas que tienen los demás siempre parecen mejores que las que tiene uno —dijo su madre—. Trae la escalera.

Kal la siguió diligente, rodeó el consistorio y colocó la escalera en el otro lado para que su madre pudiera subir y empezar a trabajar de nuevo.

—Los demás piensan que padre robó esas esferas —Kal se metió las manos en los bolsillos—. Cree que escribió por su cuenta esa orden del brillante señor Wistiow e hizo que el viejo la firmara cuando no sabía lo que hacía. —Su madre no dijo nada—. Odio las mentiras y los chismes —dijo Kal—. Odio que inventen esas cosas de nosotros.

—No los odies, Kal. Son buena gente. En este caso, solo repiten lo que han oído.

Contempló la mansión del consistor, en lo alto de la colina. Cada vez que Kal la veía, le venían ganas de subir hasta allí para hablar con Laral. Pero las últimas veces que lo había intentado no le habían permitido verla. Ahora que su padre había muerto, su ama controlaba su tiempo, y la mujer no creía que mezclarse con los chicos del pueblo fuera apropiado.

El esposo del ama, Miliv, era el mayordomo principal del brillante señor Winslow. Si había una fuente de malos rumores sobre la familia de Kal, probablemente era él. Nunca le había caído bien el padre de Kal. Bueno, pronto Miliv ya no tendría importancia. Se esperaba la llegada de un nuevo consistor de un día para otro.

—Madre, esas esferas están ahí sin hacer otra cosa sino brillar. ¿No podemos gastar algunas para que no tengas que venir a trabajar aquí?

—Me gusta trabajar —dijo ella, rascando de nuevo—. Despeja la mente.

—¿No me acabas de decir que no me gustaría tener que trabajar? ¿Mi cara arrugada antes de su tiempo, o algo poético por el estilo?

Ella vaciló, y luego se echó a reír.

—Listo muchacho.

—Helado muchacho —dijo él, tiritando.

—Yo trabajo porque quiero. No podemos gastar esas esferas: son para tu educación, y por eso mi trabajo es mejor que obligar a tu padre a cobrar por sus curas.

—Tal vez nos respetarían más si cobrara.

—Oh, nos respetan. No, no creo que ese sea el problema —miró a Kal—. Sabes que somos segundo nahn.

—Claro —respondió Kal, encogiéndose de hombros.

—Un joven cirujano dotado del rango adecuado podría llamar la atención de una familia noble más pobre, alguien que deseara dinero y fama. Sucede en las ciudades más grandes.

Kal miró de nuevo hacia la mansión.

—Por eso me animaste tanto a que jugara con Laral. Querías que me casara con ella, ¿no?

—Era una posibilidad —dijo su madre, regresando al trabajo.

Él no supo qué pensar al respecto. Los últimos meses habían sido extraños. Su padre lo había obligado a estudiar, pero en secreto se había dedicado a practicar con el bastón. Dos caminos posibles. Ambos excitantes. A Kal le gustaba aprender, y ansiaba poder ayudar a la gente, vendar sus heridas, hacer que mejoraran. Veía auténtica nobleza en lo que hacía su padre.

Pero le parecía que si pudiera luchar, podría hacer algo aún más noble. Proteger sus tierras, como los grandes héroes ojos claros de las historias. Y era así como se sentía cuando empuñaba un arma.

Dos caminos. Opuestos, en muchos aspectos. Solo podía optar por uno.

Su madre siguió picando en los aleros y, con un suspiro, Kal cogió una segunda escalera y un puñado de herramientas del taller y se unió a ella. Era alto para su edad, pero todavía tenía que empinarse en la escalera. Pilló a su madre sonriendo, sin duda complacida por contar con su ayuda. En realidad, Kal solo quería la oportunidad de golpear algo.

¿Cómo sería estar casado con alguien como Laral? Nunca sería su igual. Sus hijos tendrían la posibilidad de ser ojos claros u ojos oscuros, así que incluso ellos serían superiores a él. Se sentiría terriblemente fuera de lugar. Si elegía ese camino, elegiría la vida de su padre. Elegiría mantenerse aparte, estar aislado.

Sin embargo, si iba a la guerra, tendría un sitio. Tal vez incluso podría hacer lo que casi era impensable, ganar una espada esquirlada y convertirse en un auténtico ojos claros. Entonces podría casarse con Laral y no tendría que ser su inferior. ¿Era por eso por lo que ella lo animaba siempre a convertirse en soldado? ¿Había estado pensando en ese tipo de cosas, incluso entonces? Porque entonces, esas decisiones (el matrimonio, su futuro) le habían parecido a Kal imposiblemente remotas.

Se sentía tan joven. ¿Tenía de verdad que considerar esas cuestiones? Todavía habrían de pasar unos cuantos años antes de que los cirujanos de Kharbranth le permitieran hacer las pruebas. Pero si en cambio se hiciera soldado, tendría que enrolarse en el ejército antes de que eso sucediera. ¿Cómo reaccionaría su padre si se fuera sin más con los reclutadores? Kal no estaba seguro de poder enfrentarse a la mirada decepcionada de Lirin.

Como en respuesta a sus pensamientos, la voz de su padre sonó entonces.

—¡Hesina!

La madre de Kal se volvió, sonriendo y metiéndose un rizo de pelo oscuro en el pañuelo. Su padre venía corriendo por la calle, el rostro ansioso. Kal sintió un súbito retortijón de preocupación. ¿Quién estaba herido? ¿Por qué no lo había mandado llamar Lirin?

—¿Qué pasa? —preguntó la madre de Kal, bajando de la escalera.

—Está aquí, Hesina.

—Ya era hora.

—¿Quién? —preguntó Kal, saltando de su escalera—. ¿Quién está aquí?

—El nuevo consistor, hijo —respondió Lirin, su aliento quedaba prendido en el frío aire—. Es el brillante señor Roshone. Me temo que no hay tiempo para cambiarnos. No si queremos asistir a su primer discurso. ¡Vamos!

Los tres se marcharon corriendo, los pensamientos y preocupaciones de Kal olvidados ante la perspectiva de conocer a un nuevo ojos claros.

—No envió noticias con antelación —dijo Lirin entre dientes.

—Eso podría ser buena señal —replicó Hesina—. Tal vez considere que no necesita que nadie le dore la píldora.

—Eso, o es desconsiderado. Padre Tormenta, odio tener un nuevo hacendado. Siempre me hace sentir como si estuviera echando un puñado de piedras a un jugo de rompecuello. ¿Tiraremos la reina o la torre?

—Pronto lo veremos —dijo Hesina, mirando a Kal—. No dejes que las palabras de tu padre te alteren. Siempre se pone pesimista en momentos como este.

—Yo no —dijo Lirin. Ella le dirigió una mirada—. Nombra otro de esos momentos.

—Cuando conociste a mis padres.

El padre de Kal se detuvo en seco, parpadeando.

—Vientos de tormenta —murmuró—, esperemos que esto no vaya ni la mitad de mal que aquello.

Kal escuchaba con curiosidad. Nunca había conocido a los padres de su madre; no se solía hablar de ellos. Poco después, los tres llegaron al extremo sur de la ciudad. Una multitud se estaba congregando. Tien ya estaba allí, esperando. Los llamó nervioso, a su estilo, dando saltos arriba y abajo.

—Ojalá tuviera la mitad de la energía de ese chico —dijo Lirin.

—¡He encontrado un sitio! —llamó Tien, ansioso, señalando—. ¡Junto a los barriles de agua! ¡Venga! ¡Nos lo vamos a perder!

Tien echó a correr y se encaramó en lo alto de los barriles. Varios de los chicos del pueblo se dieron cuenta y se dieron codazos unos a otros. Uno hizo un comentario que Kal no pudo oír. Eso hizo que los demás se rieran de Tien, cosa que inmediatamente puso furioso a Kal. Tien no se merecía que se burlaran de él simplemente porque era pequeño para su edad.

No obstante, este no era un buen momento para enfrentarse a los otros chicos, así que Kal se unió a regañadientes a sus padres junto a los barriles. Tien le sonrió, de pie en lo alto del suyo. Había apilado cerca unas cuantas de sus piedras favoritas, piedras de colores y formas diferentes. Había piedras alrededor de todos ellos, y sin embargo Tien era la única persona que conocía que se entusiasmaba con ellas. Después de pensarlo un momento, Kal se subió a un barril (con cuidado de no pisar ninguna de las piedras de su hermano), para así poder ver mejor la procesión del consistor.

Era enorme. Debía de haber una docena de carretas en fila, siguiendo un hermoso carruaje tirado por cuatro esbeltos caballos negros. A su pesar, Kal se quedó boquiabierto. Wistiow solo poseía un caballo, y parecía tan viejo como él.

¿Podía un hombre, aunque fuera un ojos claros, poseer tantas cosas? ¿Dónde las ponía? Y también había personas. Docenas, viajando en los carros, caminando en grupos. Había también una docena de soldados con brillantes petos y camisas de cuero. Este ojos claros incluso tenía su guardia de honor.

La procesión llegó por fin al desvío hacia Piedralar. Un hombre a caballo condujo al carruaje y sus soldados hacia el pueblo mientras la mayoría de los carros continuaban hacia la mansión. Kal se fue poniendo cada vez más nervioso a medida que el carruaje rodaba lentamente hacia su destino. ¿Podría ver por fin a un verdadero héroe ojos claros? Todo el mundo decía que era probable que el nuevo consistor fuera alguien que el rey Gavilar o el alto príncipe Sadeas hubiera ascendido por haberse distinguido en las guerras para unificar Alezkar.

El carruaje dio la vuelta para poder mirar hacia la multitud. Los caballos piafaron y golpearon el suelo con sus cascos, y el conductor del carruaje bajó de un salto y rápidamente abrió la portezuela. Un hombre de mediana edad con barba corta y gris bajó. Llevaba una chaqueta violeta con chorreras, corta por delante (solo le llegaba hasta la cintura) y larga por detrás. Debajo vestía una larga takama, una camisa larga y recta que le llegaba hasta las pantorrillas.

Una takama. Pocos las llevaban ya, pero los soldados viejos del pueblo hablaban de los días en que eran populares como atuendo entre los guerreros. Kal no esperaba que la takama pareciera una camisa de mujer, pero con todo era buena señal. El propio Roshone parecía un poco viejo y débil para ser un auténtico soldado. Pero llevaba espada.

El ojos claros observó a la multitud, con una expresión de disgusto en el rostro, como si hubiera tragado algo amargo. Tras él asomaron dos personas. Una mujer joven de rostro afilado y una mujer mayor con el pelo trenzado. Roshone estudió a la multitud y luego sacudió la cabeza y dio media vuelta para subirse de nuevo al carruaje.

Kal frunció el ceño. ¿No iba a decir nada? La multitud pareció compartir la sorpresa del muchacho. Unos cuantos empezaron a susurrar ansiosamente.

—¡Brillante señor Roshone! —llamó el padre de Kal.

La multitud se calló. El ojos claros se volvió a mirar. La gente se apartó, y Kal se encontró encogiéndose ante una dura mirada.

—¿Quién habla? —exigió Roshone, su voz un grave barítono.

Lirin dio un paso adelante y alzó una mano.

—Brillante señor. ¿Fue agradable tu viaje? Por favor, ¿podemos mostrarte el pueblo?

—¿Cuál es tu nombre?

—Lirin, brillante señor. El cirujano de Piedralar.

—Ah —dijo Roshone—. Tú eres el que dejó morir al viejo Wistiow. —La expresión del brillante señor se ensombreció—. En cierto modo, es culpa tuya que yo esté en este miserable rincón del reino.

Gruñó, y luego volvió a subir al carruaje y cerró la puerta. Segundos después, el conductor del carruaje colocó en su sitio los peldaños, se subió a su sitio y maniobró el vehículo para dar la vuelta.

El padre de Kal bajó lentamente el brazo. La gente del pueblo empezó a murmurar de inmediato, haciendo comentarios sobre los soldados, el carruaje, los caballos.

Kal se sentó en su barril. «Bueno —pensó—, supongo que cabía esperar que un guerrero fuera cortante ¿no?» Los héroes de las leyendas no eran necesariamente tipos amables. Matar a gente y disfrutar de la charla no siempre iban juntos, le había dicho una vez el viejo Jarel.

Lirin echó a andar con expresión preocupada.

—¿Bien? —dijo Hesina, tratando de parecer alegre—. ¿Qué te parece? ¿Tiramos la reina o la torre?

—Ninguna de las dos cosas.

—¿No? ¿Y entonces qué tiramos?

—No estoy seguro —dijo él, mirando por encima del hombro—. Una pareja y un trío, tal vez. Volvamos a casa.

Tien se rascó la cabeza confundido, pero las palabras pesaron sobre Kal. La torre eran tres parejas en una partida de rompecuellos. La reina era dos tríos. Lo primero era una pérdida total, lo segundo una victoria absoluta.

Pero una pareja y un trío se llamaba el carnicero. Que ganaras o no dependía de los otros tiros que hicieras.

Y, lo más importante, de los tiros de todos los demás.