Me has acusado de arrogancia en mi misión. Me has acusado de perpetuar mi rencilla contra Rayse y Bavadin. Ambas acusaciones son fundadas.
Kaladin se hallaba de pie en el carromato, escrutando el paisaje ante el campamento, mientras Roca y Teft ponían su plan en marcha…, más o menos.
En casa, el aire era más seco. Si salías el día antes de una alta tormenta, todo parecía desolado. Después de las tormentas, las plantas volvían pronto a sus caparazones, troncos y escondites para conservar el agua. Pero aquí, con el clima más húmedo, permanecían más tiempo fuera. Muchos rocapullos nunca volvían a reintegrarse del todo en sus caparazones. Las zonas de hierba eran comunes. Los árboles que Sadeas cosechaba estaban concentrados en un bosque al norte de los campamentos de guerra, pero unos cuantos crecían aislados en esta llanura. Eran enormes y de ancho tronco, y crecían inclinados hacia el oeste, sus raíces gruesas como dedos clavados en la piedra y, a lo largo de los años, capaces de agrietar y quebrar el suelo a su alrededor.
Kaladin saltó del carromato. Su trabajo era recoger piedras que le entregaban y cargarlas en el vehículo. Los otros hombres del puente se las traían y las amontonaban cerca.
Los hombres trabajaban por toda la amplia llanura, moviéndose entre los rocapullos, zonas de hierba y matorrales que asomaban entre los peñascos. Crecían en la zona oeste, listos para refugiarse a la sombra de sus peñascos si se acercaba una alta tormenta. Era un efecto curioso, como si cada peñasco fuera la cabeza de un anciano con mechones de pelo marrón y verde que le creciera tras las orejas.
Esos mechones eran enormemente importantes, pues ocultos entre ellos había finos juncos, conocidos como matopomos. Sus tallos rígidos estaban rematados por delicadas hojas que podían replegarse en el peciolo. Los peciolos eran inmóviles, pero se hallaban a salvo al crecer tras los peñascos. Algunos se soltarían en las tormentas, quizá para adherirse a un nuevo lugar cuando los vientos remitieran.
Kaladin recogió una piedra, la colocó en el carro y la hizo rodar hacia las demás. La parte inferior de la piedra estaba húmeda de líquenes y crem.
Los matopomos no eran raros, pero tampoco eran tan comunes como las otras hierbas. Una rápida descripción había sido suficiente para que Roca y Teft los encontraran con cierto éxito. El avance, sin embargo, se produjo cuando Syl se unió a la caza. Kaladin miró a un lado mientras bajaba del carro para coger otra piedra. Ella pasó revoloteando, una forma ligera y casi invisible que conducía a Roca de un macizo de juncos a otro. Teft no comprendía cómo el enorme comecuernos podía encontrar muchos más que él, pero Kaladin prefería no explicárselo. Todavía no comprendía por qué Roca podía ver a Syl. El comecuernos decía que era algo con lo que había nacido.
Un par de hombres se acercaron, el joven Dunny y Desorejado Jaks, tirando de un trineo de madera donde transportaban una gran piedra. El sudor les corría por los rostros. Cuando llegaron a la carreta, Kaladin se sacudió las manos y los ayudó a subir la roca. Desorejado Jaks lo miró con mala cara, murmurando entre dientes.
—Esa es buena —dijo Kaladin, señalando la piedra—. Buen trabajo.
Jaks lo fulminó con la mirada y se marchó. Dunny se encogió de hombros y corrió tras el otro hombre. Como Roca había supuesto, asignar a la cuadrilla la recolección de piedras no había ayudado a la popularidad de Kaladin. Pero había que hacerlo. Era la única manera de ayudar a Leyten y los otros heridos.
Cuando Jaks y Dunny se marcharon, Kaladin subió al carro y se arrodilló, apartó una lona y descubrió una gran pila de tallos de matopomos. Eran tan largos como el brazo de un hombre. Hizo como si estuviera moviendo piedras en el carro, pero en cambio ató un gran puñado de juncos usando finas enredaderas de rocapullo.
Dejó caer el paquete por el lado del carro. El conductor había ido a charlar con su colega del otro carro. Eso dejó a Kaladin solo, a excepción de la presencia del chull que permanecía encogido en su caparazón de roca, contemplando el sol con sus perlados ojos crustáceos.
Kaladin saltó de la carreta y puso otra roca en el carro. Entonces se arrodilló como si fuera a sacar una piedra grande de debajo del carro. Sin embargo, con manos hábiles, ató los juncos a un lugar bajo el carro, junto a otros dos paquetes más. El carro tenía un gran espacio abierto al lado del eje, y un escalón de madera proporcionaba un lugar excelente para montar los paquetes.
«Jezerezeh envíe que a nadie se le ocurra mirar bajo el fondo cuando regresemos al campamento.»
El boticario había dicho que se sacaba una gota por tallo. ¿Cuántos juncos necesitaría Kaladin? Sabía la respuesta a esa pregunta sin tener que pensarlo demasiado.
Necesitaría todas las gotas que pudiera conseguir.
Se bajó y subió otra piedra al carro. Roca se acercaba. El fornido y bronceado comecuernos llevaba una piedra oblonga que casi ningún otro hombre de los puentes habría podido transportar solo. Avanzaba lentamente, con Syl revoloteando alrededor de su cabeza y posándose de vez en cuando sobre la piedra para mirarlo.
Kaladin bajó del carro y cruzó el terreno irregular para ayudarlo. Roca asintió, dándole las gracias. Juntos subieron la piedra al carro y se sentaron. Roca se secó la frente, dándole la espalda a Kaladin. De su bolsillo asomaban un puñado de juncos. Kaladin los cogió y los guardó bajo la lona.
—¿Qué haremos si alguien se da cuenta de lo que estamos planeando? —preguntó Roca casualmente.
—Explicarles que soy tejedor —respondió Kaladin— y que se me ha ocurrido tejerme un sombrero para protegerme del sol. —Roca bufó—. Puede que lo haga y todo —dijo Kaladin. Se secó la frente—. No estaría mal con este calor. Pero es mejor que nadie lo vea. El simple hecho de que queramos los juncos probablemente bastaría para que nos los nieguen.
—Eso es verdad —contestó Roca, desperezándose y alzando la mirada mientras Syl se plantaba ante él—. Echo de menos los Picos.
Syl señaló, y Roca inclinó la cabeza con reverencia antes de seguirla. Sin embargo, en cuanto lo hizo ir en la dirección adecuada, volvió con Kaladin y se quedó flotando en el aire como un lazo, luego se posó al lado de la carreta y adoptó su forma de mujer, el vestido aleteando a su alrededor.
—Me cae muy bien —dijo, alzando un dedo.
—¿Quién? ¿Roca?
—Sí —respondió ella, cruzándose de brazos—. Es respetuoso. No como los otros.
—Bien —dijo Kaladin, cargando otra piedra en el carro—. Puedes seguirlo en vez de molestarme a mí.
Trató de no mostrar preocupación mientras hablaba. Se había acostumbrado a su compañía.
Ella arrugó el ceño.
—No puedo seguirlo. Es demasiado respetuoso.
—Acabas de decir que te gusta eso.
—Me gusta. Y también lo detesto —dijo ella con total sinceridad, como si fuera ajena a la contradicción. Suspiró y se sentó en el lado del carro—. Lo conduje a un puñado de mierda de chull para gastarle una broma. ¡Ni siquiera me gritó! Tan solo se quedó mirándola, como si tratara de descubrir algún significado oculto. —Hizo una mueca—. Eso no es normal.
—Creo que los comecuernos deben de adorar a los spren o algo por el estilo —dijo Kaladin, secándose la frente.
—Eso es una tontería.
—La gente cree en cosas mucho más tontas. En cierto modo, supongo que tiene sentido adorar a los spren. Sois raros y mágicos.
—¡Yo no soy rara! —dijo ella, poniéndose de pie—. Soy hermosa y articulada.
Se puso las manos en jarras, pero él notó que su expresión no era realmente de enfado. Parecía estar cambiando por horas, haciéndose cada vez más…
¿Más qué? No exactamente humana. Más individual. Más lista.
Syl guardó silencio cuando otro hombre, Natam, se acercó. Cargaba con una piedra pequeña, tratando obviamente de no esforzarse.
—Eh, Natam —dijo Kaladin, extendiendo las manos para recoger la piedra—. ¿Cómo va el trabajo?
Natam se encogió de hombros.
—¿No dijiste que antes eras granjero?
Natam se puso a descansar junto al carro, ignorando a Kaladin.
Kaladin soltó la piedra y la colocó en su sitio.
—Lamento que tengamos que trabajar así, pero necesitamos las simpatías de Gaz y las otras cuadrillas.
Natam no respondió.
—Nos ayudará a mantenernos con vida —dijo Kaladin—. Confía en mí.
Natam tan solo volvió a encogerse de hombros, y luego se marchó.
Kaladin suspiró.
—Esto sería mucho más fácil si pudiera echarle la culpa a Gaz.
—Eso no sería muy honrado —dijo Syl, molesta.
—¿Por qué te preocupa tanto la honradez?
—Porque sí.
—¿Sí? —dijo Kaladin, gruñendo mientras volvía al trabajo—. ¿Y conducir a la gente a montones de mierda? ¿Qué honradez hay en eso?
—Es distinto. Era una broma.
—No veo cómo…
Guardó silencio cuando vio que se acercaba otro hombre. Kaladin dudaba que nadie más tuviera la extraña habilidad de Roca para ver a Syl, y no quería que lo vieran hablando solo.
El hombre, bajo y nudoso, había dicho que se llamaba Cikatriz, aunque Kaladin no podía ver ninguna cicatriz en su cara. Tenía el pelo corto y rasgos angulosos. Kaladin trató de conversar con él, pero no obtuvo ninguna respuesta. El hombre llegó incluso a hacerle un gesto grosero antes de volver a marcharse.
—Estoy haciendo algo mal —dijo Kaladin, sacudiendo la cabeza y bajando de un salto del recio carro.
—¿Mal? —Syl se bajó del borde del carro y lo miró.
—Pensé que verme rescatar a esos tres hombres les daría esperanza. Pero siguen mostrando indiferencia.
—Algunos te vieron correr antes —dijo Syl—, cuando estabas practicando con el tablón.
—Me miraban, pero no les preocupa cuidar de los heridos. Nadie aparte de Roca, y él lo hace solamente porque está en deuda conmigo. Teft ni siquiera estuvo dispuesto a compartir su comida.
—Son egoístas.
—No. No creo que esa palabra pueda aplicarse a ellos.
Kaladin alzó una piedra, esforzándose por explicar cómo se sentía.
—Cuando era esclavo…, bueno, sigo siendo esclavo. Pero durante las peores partes, cuando mis amos intentaban despojarme de la capacidad de resistir, yo era como esos hombres. Nada me preocupaba lo suficiente para ser egoísta. Era como un animal. Hacía lo que hacía sin pensar.
Syl frunció el ceño. No era de extrañar: el propio Kaladin no comprendía lo que decía. Sin embargo, mientras hablaba, empezó a encontrarle el sentido a sus palabras.
—Les he mostrado que podemos sobrevivir, pero eso no significa nada. Si no merece la pena vivir esas vidas, no les va a importar nunca. Es como si les ofreciera montones de esferas, pero no les diera nada en lo que gastar sus riquezas.
—Me lo imagino —dijo Syl—. ¿Pero qué puedes hacer?
Él contempló la llanura de roca y observó el campamento. El humo de las muchas hogueras del ejército se alzaba en los cráteres.
—No lo sé. Pero creo que vamos a necesitar un montón más de juncos.
Esa noche, Kaladin, Teft y Roca recorrieron las calles improvisadas del campamento de Sadeas. Nomon, la luna central, brillaba con su pálida luz blanquiazul. Las linternas de aceite colgaban delante de los edificios, indicando tabernas o burdeles. Las esferas podían proporcionar una luz más consistente y renovable, pero podías comprar un puñado de velas o un frasco de aceite por una sola esfera. A corto plazo, a menudo era más barato hacer eso, sobre todo si colgabas tus luces en un lugar donde las podían robar.
Sadeas no mantenía ningún toque de queda, pero Kaladin había aprendido que era mejor que los hombres del puente se quedaran en el aserradero de noche. Soldados medio borrachos con los uniformes manchados pasaban dando tumbos, susurrando al oído de las prostitutas o alardeando ante sus amigos. Insultaban a los hombres de los puentes y reían a carcajadas. Las calles parecían oscuras, incluso con las linternas y la luz de la luna, y la naturaleza casual del campamento (algunas estructuras de piedra, algunas cabañas de madera, algunas tiendas) hacían que se antojara desorganizado y peligroso.
Kaladin y sus dos compañeros se hicieron a un lado para dejar pasar a un numeroso grupo de soldados. Tenían las guerreras desabrochadas, y solo estaban ligeramente embriagados. Un soldado miró a los hombres del puente, pero los tres juntos (y siendo uno de ellos un fornido comecuernos) fueron suficientes para disuadir al soldado de hacer otra cosa sino reírse y empujar a Kaladin al pasar.
El hombre olía a sudor y cerveza barata. Kaladin controló los nervios. Si respondía, sería blanco inmediato de una reyerta.
—No me gusta esto —dijo Teft, mirando por encima del hombro al grupo de soldados—. Me vuelvo al campamento.
—Tú te quedas —gruñó Roca.
Teft puso los ojos en blanco.
—¿Crees que me asusta un torpe chull como tú? Me iré si quiero, y…
—Teft —dijo Kaladin con suavidad—. Te necesitamos.
Necesidad. Esa palabra tenía extraños efectos sobre los hombres. Algunos huían cuando la empleabas. Otros se ponían nerviosos. Teft parecía anhelarla. Asintió, murmurando para sí, pero se quedó con ellos mientras seguían caminando.
Pronto llegaron al lugar donde guardaban los carros. La plaza vallada por rocas estaba cerca del extremo occidental del campamento. Durante la noche estaba desierta, y los carros esperaban en largas filas. Los chulls dormitaban en el corral cercano, como si fueran pequeñas colinas. Kaladin avanzó, alertando a los centinelas, pero al parecer a nadie le preocupaba que algo tan grande como un carro pudiera ser robado en medio de un ejército.
Roca le dio un codazo, y luego señaló los corrales oscuros de los chulls. Un muchacho solitario los cuidaba, mirando la luna. Los chulls sí eran lo suficientemente valiosos para vigilarlos. Pobre chico. ¿Cuántas noches tendría que pasar vigilando a aquellas torpes bestias?
Kaladin se agazapó junto a un carro, y sus dos acompañantes lo imitaron. Señaló una fila, y Roca se puso en marcha. Kaladin señaló en otra dirección, y Teft rezongó pero hizo lo que le pedían.
Kaladin se acercó subrepticiamente a la fila central. Había unos treinta carros, diez por fila, pero la comprobación fue rápida. Un roce de los dedos contra la tabla posterior, buscando la marca que había hecho allí. Después de unos pocos minutos, una figura en sombras se acercó. Roca. El comecuernos señaló a un lado y alzó cinco dedos. El quinto carro desde arriba. Kaladin asintió y echó a andar.
Justo cuando llegaba al carro indicado, oyó un suave grito desde la dirección en la que se había ido Teft. Kaladin dio un respingo, y luego echó un vistazo al centinela. El muchacho seguía contemplando la luna, agitando ausente los pies desde el poste en el que estaba encaramado.
Un momento después, Roca y un azorado Teft corrieron junto a Kaladin.
—Lo siento —susurró Teft—. La montaña ambulante me sobresaltó.
—Si soy una montaña —gruñó Roca—, ¿entonces por qué no me oíste venir, eh?
Kaladin bufó, palpó la trasera del carro indicado, y sus dedos rozaron la X marcada en la madera. Inspiró y se metió de espaldas bajo el carro.
Los juncos seguían allí, atados en veinte paquetes, cada uno tan grueso como una mano.
—Ishi, Heraldo de la Suerte, sea loado —susurró, desatando el primer paquete.
—Está todo, ¿no? —dijo Teft, agachándose, mientras se rascaba la barba a la luz de la luna—. No puedo creer que encontráramos tantos. Debemos de haber arrancado todos los juncos de la llanura.
Kaladin le tendió el primer paquete. Sin Syl, no habrían encontrado ni una tercera parte. Tenía la velocidad de un insecto en vuelo, y parecía tener la habilidad de detectar las cosas. Kaladin desató el siguiente paquete, y lo pasó. Teft lo ató al otro, formando un paquete más grande.
Mientras Kaladin trabajaba, un puñado de hojitas blancas revoloteó bajo el carro y se convirtió en la figura de Syl, que se detuvo junto a su cabeza.
—No hay guardias en ninguna parte que haya podido ver. Solo un chico en los corrales de los chulls.
Su figura transparente blanquiazul era casi invisible en la oscuridad.
—Espero que los juncos estén bien todavía —susurró Kaladin—. Si se han secado demasiado…
—Estarán bien. Te preocupas mucho. Te he encontrado unas botellas.
—¿Eso has hecho? —preguntó él, tan ansioso que casi se incorporó. Se detuvo antes de golpearse la cabeza. Syl asintió.
—Te lo mostraré. No pude transportarlos. Demasiado sólidos. Kaladin desató rápidamente el resto de los paquetes y se los tendió al nervioso Teft. Salió de debajo del carro, cogió dos de los paquetes más grandes. Teft cogió dos de los otros, y Roca lo hizo con tres, cargando con uno bajo el brazo. Necesitaban un lugar para trabajar donde no pudieran molestarlos. Aunque los matopomos parecían no tener ningún valor, Gaz encontraría un modo de estropear el trabajo si veía lo que estaba pasando.
«Primero las botellas», pensó Kaladin. Le hizo un gesto con la cabeza a Syl, que los condujo al exterior del depósito de carros y los llevó a una taberna que parecía haber sido construida a toda prisa con madera de segunda, pero eso no impedía que los soldados se divirtieran. Su carácter escandaloso hizo a Kaladin preocuparse de que el edificio entero se viniera abajo.
Detrás, dentro de una caja medio rota, había un montón de botellas de licor descartadas. El cristal era lo bastante valioso para que las botellas fueran reutilizadas, pero estas tenían grietas o golletes rotos. Kaladin soltó sus paquetes y luego seleccionó tres botellas casi enteras. Las lavó en un barril de agua cercano antes de meterlas en el saco que había traído para la ocasión.
Volvió a coger sus paquetes e hizo una seña a los demás.
—Tratad de que parezca que estáis haciendo algo monótono. Inclinad la cabeza.
Los otros dos asintieron, y salieron a la calle principal, cargando con los paquetes como si fueran parte de su trabajo cotidiano. Llamaron menos atención que antes.
Evitaron el aserradero y cruzaron el campo de roca que el ejército usaba como zona de reunión antes de bajar por la pendiente de roca que conducía a las Llanuras Quebradas. Un centinela los vio. Kaladin contuvo la respiración, pero no dijo nada. Probablemente asumió que tenían motivos para hacer lo que estaban haciendo. Si trataran de abandonar el campamento sería una historia diferente, pero esta sección cerca de los primeros abismos no estaba prohibida.
Poco después llegaron al lugar donde Kaladin había estado a punto de suicidarse. Qué diferencia podían crear unos pocos días. Se sentía como una persona diferente: un extraño híbrido del hombre que fue una vez, el esclavo en el que se había convertido, y el penoso despojo al que todavía tenía que combatir. Recordó cuando estuvo al borde del abismo, mirando sus profundidades. Aquella oscuridad todavía lo aterraba.
«Si no logro salvar a los hombres del puente, ese despojo volverá a tomar el control. Esta vez se saldrá con la suya…» Kaladin se estremeció. Soltó los paquetes junto al borde del abismo y se sentó. Los otros dos hombres lo imitaron, vacilantes.
—¿Vamos a arrojarlos al abismo? —preguntó Teft, rascándose la barba—. ¿Después de todo ese trabajo?
—Pues claro que no —respondió Kaladin. Vaciló. Nomon brillaba, pero seguía siendo de noche—. No tendrás ninguna esfera ¿no?
—¿Para qué? —preguntó Teft, receloso.
—Para iluminarnos, hombre.
Teft gruñó y sacó un puñado de chips de granate.
—Iba a gastarlas esta noche… —dijo. Las esferas brillaron en la palma de su mano.
—Muy bien —dijo Kaladin, sacando un junco. ¿Qué había dicho su padre al respecto? Vacilante, Kaladin rompió la frondosa parte superior del junco, descubriendo el centro hueco. Cogió el junco por el otro extremo y pasó los dedos por toda su longitud, apretando con fuerza. Dos gotas de líquido lechoso blanco cayeron a la botella vacía de licor.
Kaladin sonrió con satisfacción, luego pasó de nuevo los dedos a lo largo del junco. Esta vez no salió nada, así que lo arrojó al abismo. A pesar de lo que había dicho del sombrero, no quería dejar huellas.
—¡Creí que habías dicho que no íbamos a arrojarlos! —acusó Teft.
Kaladin alzó la botella de licor.
—Solo después de sacar esto.
—¿Y esto qué es? —Roca se inclinó hacia delante, entornando los ojos.
—Savia de matopomo. O, más bien, leche de matopomo, no creo que sea realmente savia. De cualquier forma, es un potente antiséptico.
—¿Anti…, qué? —preguntó Teft.
—Espanta a los putrispren —dijo Kaladin—. Causan infecciones. Esta leche es uno de los mejores antisépticos que existen. Extiéndela sobre una herida que ya esté infectada, y seguirá funcionando.
Eso era bueno, porque las heridas de Leyten habían empezado a volverse de un rojo intenso, todas llenas de putrispren.
Teft gruñó, y luego miró los paquetes.
—Hay un montón de juncos.
—Lo sé —dijo, tendiéndoles las otras dos botellas—. Por eso me alegro de no tener que ordeñarlos yo solo.
Teft suspiró, pero se sentó y desató un paquete. Roca lo hizo sin quejarse, sentado con las rodillas juntas para sujetar con ellas la botella mientras trabajaba.
Una leve brisa empezó a soplar, sacudiendo algunos de los juncos.
—¿Por qué te preocupas por ellos? —preguntó finalmente Teft.
—Son mis hombres.
—Ser jefe de puente no significa eso.
—Significa lo que nosotros decidamos —respondió Kaladin, advirtiendo que Syl se había acercado a escuchar—. Tú, yo, los demás.
—¿Crees que te dejarán hacer eso? —preguntó Teft—. ¿Los ojos claros y los capitanes?
—¿Crees que prestarán suficiente atención para darse cuenta siquiera?
Teft vaciló, luego gruñó y ordeñó otro junco.
—Tal vez —dijo Roca. Había una enorme delicadeza en los movimientos de las grandes manos del hombretón mientras ordeñaba los juncos. Kaladin no había pensado que aquellos gruesos dedos pudieran ser tan cuidadosos, tan precisos—. Los ojos claros a menudo advierten cosas que uno no desea que adviertan.
Teft volvió a gruñir, mostrando su acuerdo.
—¿Cómo llegaste aquí, Roca? —preguntó Kaladin—. ¿Cómo acaba un comecuernos dejando sus montañas y bajando a las llanuras?
—No deberías preguntar ese tipo de cosas, hijo —dijo Teft, agitando un dedo ante Kaladin—. No hablamos de nuestros pasados.
—No hablamos de nada —respondió Kaladin—. Vosotros dos ni siquiera sabíais vuestros nombres respectivos.
—Los nombres son una cosa —gruñó Teft—. El pasado es diferente. Yo…
—No importa —dijo Roca—. Lo contaré. —Teft murmuró para sí, pero se inclinó hacia delante para escuchar a Roca—. Mi pueblo no tiene espadas esquirladas —dijo con voz grave y ronca.
—Eso no es extraño —repuso Kaladin—. Aparte de Alezkar y Jah Keved, pocos reinos tienen muchas espadas.
Aquello era cuestión de cierto orgullo entre los ejércitos.
—No es cierto —contestó Roca—. Thaylenah tiene cinco hojas y tres armaduras completas, todas en manos de la guardia real. Los selay tienen su parte de armaduras y espadas. Otros reinos, como Herdaz, tienen una sola espada y una sola armadura, que se transmite por el linaje real. Pero los unkalaki no tenemos ni una sola espada. Muchos de nuestros nuatoma, que son como los ojos claros, solo que sus ojos no son claros…
—¿Cómo se puede ser un ojos claros sin tener los ojos claros? —dijo Teft con desdén.
—Teniendo los ojos oscuros —replicó Roca, como si fuera obvio—. Nosotros no escogemos así a nuestros líderes. Pero no interrumpas mi historia.
Ordeñó otro junco, y lanzó la carcasa a una pila que tenía al lado.
—Los nuatoma consideran una gran vergüenza que no tengamos espadas. Quieren esas armas con todas sus ganas. Se cree que el primer nuatoma que consiga una hoja esquirlada será rey, algo que no tenemos desde hace muchísimos años. Ningún pico lucharía contra otro pico donde un hombre tuviera una de las benditas espadas.
—¿Entonces has venido a comprar una? —preguntó Kaladin. Ningún portador de esquirlada vendería su arma. Cada una de ellas era una reliquia única, tomada a uno de los Radiantes Perdidos después de su traición.
Roca se echó a reír.
—¡Ja! ¿Comprar? No, no somos tan tontos. Pero mi nuatoma conocía vuestra tradición, ¿sabéis? Dice que si un hombre mata a un portador puede reclamar como suyas la espada y la armadura. Y por eso mi nuatoma y su casa hicieron una gran procesión y bajaron a buscar y matar a uno de vuestros portadores.
Kaladin estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Imagino que resultó ser más difícil de lo que pensaba.
—Mi nuatoma no era ningún necio —dijo Roca, a la defensiva—. Sabía que sería difícil, pero vuestra tradición nos da esperanza, ¿comprendes? Un valiente nuatoma bajará algún día para enfrentarse en duelo con un portador. Algún día, uno ganará, y tendremos esquirlas.
—Tal vez —dijo Kaladin, arrojando un junco vacío al abismo—. Suponiendo que accedan a enfrentarse con vosotros en un duelo a muerte.
—Oh, ellos siempre hacen duelos —dijo Roca, riendo—. El nuatoma posee muchas riquezas y promete todas sus posesiones al vencedor. ¡Vuestros ojos claros no pueden dejar de pasar junto a un estanque tan cálido! Matar a un unkalaki sin espada esquirlada no lo consideran tan difícil. Muchos nuatoma han muerto. Pero no importa. Tarde o temprano, mataremos.
—Y tendréis un juego de esquirladas —dijo Kaladin—. Alezkar tiene docenas. Una es el principio. —Roca se encogió de hombros—. Pero mi nuatoma perdió, así que ahora soy un hombre del puente.
—Espera —dijo Teft—. ¿Viniste hasta aquí con tu brillante señor, y cuando perdió, te rendiste y te uniste a una cuadrilla?
—No, no, no lo comprendes. Mi nuatoma desafió al alto príncipe Sadeas. Es bien sabido que hay muchos portadores de esquirlada aquí en las Llanuras Quebradas. Mi nuatoma pensó que sería más fácil combatir primero a un hombre que solo tiene la armadura, y luego conseguir la espada.
—¿Y?
—Cuando mi nuatoma perdió ante el brillante señor Sadeas, todos nosotros nos volvimos suyos.
—¿Entonces eres esclavo? —preguntó Kaladin, extendiendo la mano y palpando las marcas de su frente.
—No, nosotros no tenemos esas cosas —dijo Roca—. Yo no era esclavo de mi nuatoma, era familiar suyo.
—¿Familiar suyo? —dijo Teft—. ¡Kelek! ¡Eres un ojos claros!
Roca se volvió a reír, con ganas. Kaladin sonrió a su pesar. Parecía que había pasado mucho tiempo desde la última vez que oyó a alguien reír de esa manera.
—No, no. Yo era solo umarti’a. Su primo, diríais vosotros.
—Pero eras pariente suyo.
—En los Picos —dijo Roca—, los parientes de un brillante señor son sus sirvientes.
—¿Qué clase de sistema es ese? —se quejó Teft—. ¿Tienes que ser sirviente de tus propios parientes? ¡Por la tormenta! Creo que preferiría morir.
—No es tan malo —dijo Roca.
—Tú no conoces a mis parientes —respondió Teft, estremeciéndose.
Roca volvió a soltar una carcajada.
—¿Prefieres servir a alguien a quien no conoces? ¿Como a ese Sadeas? ¿Un hombre que no tiene ninguna relación contigo? —Sacudió la cabeza—. Llaneros. Tenéis demasiado aire aquí. Eso enferma vuestras mentes.
—¿Demasiado aire? —preguntó Kaladin.
—Sí.
—¿Cómo se puede tener demasiado aire? Está todo alrededor.
—Es difícil de explicar.
El alezi que hablaba Roca era bueno, pero a veces se olvidaba de algunas palabras. En otras ocasiones, las recordaba y pronunciaba sus frases con precisión. Cuanto más rápido hablaba, más palabras olvidaba incluir.
—Tenéis demasiado aire —dijo Roca—. Venid a los Picos. Ya veréis.
—Me lo imagino —dijo Kaladin, mirando a Teft, quien tan solo se encogió de hombros—. Pero te equivocas en una cosa. Has dicho que servimos a alguien a quien no conocemos. Bueno, yo conozco al brillante señor Sadeas. Lo conozco bien.
Roca alzó una ceja.
—Arrogante —dijo Kaladin—, vengativo, avaricioso, corrupto hasta el corazón.
Roca sonrió.
—Sí, creo que tienes razón. Este hombre no es de los mejores ojos claros.
—No hay «mejores» entre ellos, Roca. Son todos iguales.
—¿Te han hecho mucho daño, entonces?
Kaladin se encogió de hombros. La cuestión destapaba heridas que no habían sanado todavía.
—De todas formas, tu amo tuvo suerte.
—¿Suerte porque lo mató un portador de esquirlada?
—Suerte porque no ganó y descubrió cómo lo habían engañado. No lo habrían dejado marcharse con la armadura de Sadeas.
—Tonterías —interrumpió Teft—. La tradición…
—La tradición es la excusa que utilizan para condenarnos —dijo Kaladin—. Es la caja bonita que usan para envolver sus mentiras. Nos hace servirlos.
Teft apretó la mandíbula.
—He vivido mucho más que tú, hijo. Sé cosas. Si un plebeyo mata a un portador enemigo, se convierte en ojos claros. Así son las cosas.
Kaladin dejó correr el tema. Si las ilusiones de Teft lo hacían sentirse mejor sobre su lugar en este caos de guerra, ¿quién era él para disuadirlo?
—Así que fuiste sirviente —le dijo Kaladin a Roca—. ¿En el séquito de un brillante señor? ¿Qué clase de sirviente?
Se esforzó por buscar la palabra adecuada, recordando los momentos en que se había relacionado con Wistiow o Roshone.
—¿Lacayo? ¿Mayordomo?
Roca se echó a reír.
—Era cocinero. ¡Mi nuatoma no quiso bajar a las tierras llanas sin su propio cocinero! Vuestra comida tiene tantas especias que no se puede saborear nada más. ¡Bien podríais comer piedras sazonadas con pimienta!
—¿Y tú hablas de comida? —dijo Teft, haciendo una mueca—. ¿Un comecuernos?
Kaladin frunció el ceño.
—¿Por qué llaman así a tu pueblo, por cierto?
—Porque se comen los cuernos y los caparazones de los bichos que capturan —explicó Teft—. Lo de fuera.
Roca sonrió con expresión anhelante.
—Ah, pero el sabor es tan bueno.
—¿De verdad os coméis los caparazones?
—Tenemos dientes muy fuertes —contestó Roca, orgulloso—. Pero bueno, ya sabéis mi historia. El brillante señor Sadeas no estaba seguro de qué hacer con la mayoría de nosotros. Algunos se convirtieron en soldados, otros sirven en su casa. Yo le preparé una comida y me envió a las cuadrillas de los puentes —Roca vaciló—. Puede que, ejem…, mejorara la sopa.
—¿Mejorar la sopa? —preguntó Kaladin, alzando una ceja.
Roca pareció azorarse.
—Verás, estaba muy enfadado por la muerte de mi nuatoma. Y pensé que las lenguas de los llaneros están todas quemadas y achicharradas por la comida que comen. No tiene sabor, y…
—¿Y qué? —preguntó Kaladin.
—Mierda de chull —dijo Roca—. Al parecer tiene un sabor más fuerte de lo que pensaba.
—Espera —dijo Teft—. ¿Le pusiste mierda de chull a la sopa del alto príncipe Sadeas?
—Bueno, sí. La verdad es que también se la puse en el pan. Y la usé como guarnición en el filete de cerdo. E hice un chatni para el garam. Descubrí que la mierda de chull tiene muchos usos.
Teft soltó una carcajada. Rodó sobre su costado, tan divertido que Kaladin temió que fuera a caerse al abismo.
—Comecuernos —dijo Teft por fin—, te debo una copa.
Roca sonrió. Kaladin sacudió la cabeza sorprendido. De pronto todo tuvo sentido.
—¿Qué pasa? —preguntó Roca, que advirtió su expresión.
—Esto es lo que necesitamos —dijo Kaladin—. ¡Esto es lo que echaba en falta!
Roca vaciló.
—¿Mierda de chull? ¿Eso es lo que necesitabas?
Teft soltó otra carcajada.
—No —dijo Kaladin—. Es…, bueno, os lo enseñaré. Pero primero necesitamos esta savia de matopomo.
Apenas habían terminado con uno de los paquetes, y los dedos les dolían ya de tanto ordeñar.
—¿Y tú, Kaladin? —preguntó Roca—. Os he contado mi historia. ¿Me contarás la tuya? ¿Cómo te hicieron esas marcas en la frente?
—Sí —dijo Teft, secándose los ojos—. ¿En la comida de quién te cagaste?
—Creía que habías dicho que era tabú hablar del pasado de los hombres de los puentes —replicó Kaladin.
—Hiciste desembuchar a Roca, hijo. Es justo que te toque a ti ahora.
—¿Entonces, si os cuento mi historia, eso significa que tú nos contarás la tuya?
Inmediatamente, Teft torció el gesto.
—Bueno, mira, yo no…
—Maté a un hombre —dijo Kaladin.
Eso silenció a Teft. Roca prestó atención. Kaladin advirtió que Syl seguía observando con interés. Eso era extraño en ella, pues su atención se dispersaba rápidamente.
—¿Mataste a un hombre? —dijo Roca—. ¿Y después de eso te hicieron esclavo? ¿No es la muerte el castigo habitual por asesinar a alguien?
—No fue un asesinato —dijo Kaladin en voz baja, pensando en el hombre barbudo del carromato de esclavos que le había hecho las mismas preguntas—. De hecho, alguien muy importante me dio las gracias por ello.
Guardó silencio.
—¿Y…? —preguntó finalmente Teft.
—Y… —dijo Kaladin, mirando uno de los juncos que tenía en la mano. Nomon se ponía al oeste, y el pequeño disco verde de Mishim, la luna final, se alzaba por el este—. Y resulta que los ojos claros no reaccionan muy bien cuando rechazas sus regalos.
Los otros esperaron más, pero Kaladin no dijo nada más y siguió trabajando en sus juncos. Le sorprendía lo doloroso que era todavía recordar aquellos acontecimientos en el ejército de Amaram.
O bien notaron su estado de ánimo o consideraron que había dicho suficiente, pues tanto Roca como Teft volvieron a su trabajo y no insistieron más.