Por si no has reparado en ese desastre, has de saber que Aona y Skai están muertos, y que lo que tenían ha sido Roto. Presumiblemente para impedir que nadie se alce para desafiar a Rayse.

Dos días después del incidente con la alta tormenta, Dalinar caminaba con sus hijos cruzando el terreno rocoso para dirigirse al llano donde el rey celebraba sus banquetes.

Los guardatormentas de Dalinar preveían otras pocas semanas de primavera, seguidas por un regreso al verano. Era de esperar que no se convirtieran en invierno.

—He consultado a otros tres talabarteros —dijo Adolin en voz baja—. Tienen opiniones diferentes. Parece que incluso antes de que la cincha fuera cortada, si es que fue cortada, estaba gastada, así que eso interfiere en el tema. La idea general es que cortaron la correa, pero no necesariamente con un cuchillo. Podría haber sido un desgaste natural.

Dalinar asintió.

—Es la única prueba que apunta a que pudo haber algo raro en la rotura de la cincha.

—Así que admitimos que es solo resultado de la fantasía del rey.

—Hablaré con Elhokar —decidió Dalinar—. Le haré saber que nos hemos topado con un muro y preguntaré si hay otros asuntos que quiere que investiguemos.

—Muy bien. —Adolin pareció titubear—. Padre. ¿Quieres hablar de lo que sucedió durante la tormenta?

—No fue nada que no haya sucedido antes.

—Pero…

—Disfruta de la velada, Adolin —dijo Dalinar firmemente—. Estoy bien. Tal vez sea bueno que los hombres vean lo que está pasando. Ocultarlo solo ha inspirado rumores, algunos de ellos incluso peores que la verdad.

Adolin suspiró, pero acabó por asentir.

Los banquetes del rey se celebraban siempre al aire libre, al pie de la colina donde Elhokar tenía su palacio. Si los guardatormentas advertían de que iba a haber una alta tormenta (o si el clima más mundano empeoraba), el banquete se cancelaba. Dalinar se alegraba de que fueran al aire libre. Incluso con sus adornos, los edificios forjados con animistas parecían cavernas.

Habían llenado de agua la cuenca, convirtiéndola en un lago artificial de poca profundidad. Plataformas circulares donde cenar se alzaban en el agua como pequeñas islas de piedra. El elaborado paisaje en miniatura había sido construido por los animistas forjadores del rey, quienes habían desviado el agua de un arroyo cercano. «Me recuerda a los Relatos de Sela. Y el Lagopuro», pensó Dalinar mientras cruzaba el primer puente. Había visitado aquella región occidental de Roshar durante su juventud.

Había cinco islas, y las barandillas de los puentes que las conectaban estaban hechas de unas filigranas tan finas que después de cada banquete había que retirarlas para que no las estropearan las altas tormentas. Esta noche había flores flotando en la lenta corriente. Periódicamente, un barco diminuto, de solo una cuarta de ancho, pasaba navegando, transportando una gema infusa.

Dalinar, Renarin y Adolin subieron a la primera plataforma.

—Una copa de azul —le dijo Dalinar a sus hijos—. Después de eso, ceñios al naranja.

Adolin suspiró con fuerza.

—¿No podríamos, por esta vez…?

—Mientras pertenezcas a mi casa, seguirás los Códigos. Mi voluntad es firme, Adolin.

—Bien —dijo Adolin—. Vamos, Renarin.

Los dos dejaron a Dalinar y se quedaron en la primera plataforma, donde estaban congregados los jóvenes ojos claros.

Dalinar pasó a la siguiente plataforma. La central era para los ojos claros menores. A su izquierda se encontraban las isletas para cenar, segregadas: la de los hombres a la derecha, la de las mujeres a la izquierda. Sin embargo, en las tres centrales los sexos se mezclaban.

A su alrededor, los invitados más afortunados aprovechaban la hospitalidad de su rey. La comida animada era inherentemente insípida, pero los lujosos banquetes del rey siempre servían especias y comidas exóticas provenientes de otros lugares. Dalinar podía oler el cerdo asado en el aire, e incluso pollos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que comió una de las extrañas criaturas voladoras de Shin.

Un criado ojos oscuros pasó vestido con una brillante túnica roja y transportando una bandeja de anaranjadas patas de cangrejo. Dalinar continuó cruzando la isla, saludando a la gente. La mayoría bebía vino violeta, el más embriagador y sabroso de los colores. Casi nadie vestía ropas de combate. Unos pocos hombres llevaban ajustadas guerreras hasta la cintura, pero muchos habían abandonado toda pretensión y lo hacían con sedas sueltas y puños con encajes y zapatillas a juego. Los ricos tejidos brillaban a la luz de las lámparas.

Estas criaturas a la moda miraron a Dalinar, evaluándolo, sopesándolo. Dalinar podía recordar la época en que habría sido agasajado por amigos, conocidos (sí, e incluso aduladores) en un festín como este. Ahora nadie se le acercaba, aunque le dejaban paso. Elhokar podía pensar que su tío se volvía débil, pero su reputación aplastaba a los ojos claros menores.

Pronto se acercó al puente de la última isla, la isla del rey. Lámparas de gemas montadas en postes la rodeaban, brillando con luz tormentosa azul, y una hoguera dominaba el centro de la plataforma. Brasas rojo oscuro titilaban en sus entrañas, irradiando calor. Elhokar estaba sentado ante su mesa tras la hoguera, y varios altos príncipes comían con él. Las mesas situadas a lo largo de la plataforma estaban ocupadas por comensales de ambos sexos…, pero nunca ambos en la misma.

Sagaz estaba sentado en un taburete elevado en el extremo del puente que conducía a la isla. Iba vestido como debería hacerlo un ojos claros: riguroso uniforme negro, espada plateada al cinto. Dalinar sacudió la cabeza ante la ironía.

Sagaz hacía comentarios mordaces a todos los que llegaban a la isla.

—¡Brillante Marakal! Qué desastre de peinado, qué valiente por tu parte aparecer así ante el mundo. Brillante señor Marakal, ojalá nos hubieras avisado de que ibas a venir: me habría saltado la cena. Odio vomitar después de comer. ¡Brillante señor Cadilar! Me alego de verte. Tu cara me recuerda a alguien muy querido…

—¿De verdad? —picó Cadilar, vacilando.

—Sí, a mi caballo —replicó Sagaz, ignorándolo—. Ah, brillante señor Neteb, hoy hueles de forma peculiar…, ¿atacaste a un espinas-blancas mojado, o te estornudó encima? ¡Lady Alamil! No, por favor, no hables. Es mucho más fácil mantener mis ilusiones respecto a tu inteligencia de esa forma. Y Brillante Señor Dalinar —Sagaz saludó a Dalinar al pasar—. Ah, mi querido brillante señor Taselin. ¿Todavía implicado en tu experimento de demostrar un umbral máximo a la idiotez humana? ¡Bien por ti! Muy empírico por tu parte.

Dalinar vaciló ante el asiento de Sagaz mientras Taselin era despedido con un mohín.

—Sagaz, ¿es necesario que te prestes a esto?

—¿Prestar a qué, Dalinar? —dijo Sagaz, los ojos chispeando—. ¿Ojos, manos o esferas? Te prestaré uno de los primeros, pero si según dicen un hombre debe tener cuatro ojos, aunque me quede sin uno, tú no serías más sagaz. Te prestaré una de las segundas, pero temo que mis simples manos han estado excavando en el barro demasiado tiempo para que sean adecuadas para alguien como tú. Y si te doy una de mis esferas, ¿a qué me dedicaría la restante? Me gustan bastante mis dos esferas, ¿sabes? —vaciló—. Oh, bueno, no lo ves. ¿Te gustaría verlo?

Se levantó del taburete y echó mano a su cinturón.

—Sagaz —dijo Dalinar secamente.

Sagaz se echó a reír y lo agarró por el brazo.

—Lo siento. Toda esta gente saca de mí el humor más soez. Tal vez sea el barro del que hablaba antes. Intento con todas mis fuerzas ponerme por encima de ellos en mi repulsa, pero me lo ponen difícil.

—Ten cuidado, Sagaz. Esta gente no te aguantará eternamente. No quisiera verte muerto apuñalado: veo un buen hombre dentro de ti.

—Sí —dijo Sagaz, observando la plataforma—. Estaba delicioso. Dalinar, me temo que no soy yo quien necesita esa advertencia. Habla de tus temores ante un espejo cuando llegues a casa esta noche. Hay rumores al respecto.

—¿Rumores?

—Sí. Son cosas terribles. Crecen en los hombres como si fueran verrugas.

—¿Tumores?

—Ambas cosas. Mira, se habla de ti.

—Siempre se ha hablado de mí.

—Esto es peor que otras veces —dijo Sagaz, mirándolo a los ojos—. ¿De verdad hablas de abandonar el Pacto de la Venganza?

Dalinar inspiró profundamente.

—Eso fue entre el rey y yo.

—Bueno, debe de habérselo comentado a los otros. Son unos cobardes…, y sin duda eso los hace sentirse expertos en el tema, pues desde luego te han llamado así mucho últimamente.

—¡Padre Tormenta!

—No, yo soy Sagaz. Pero comprendo lo fácil que es cometer ese error.

—¿Porque resoplas mucho aire, o porque haces mucho ruido? —gruñó Dalinar.

Una amplia sonrisa asomó en el rostro de Sagaz.

—¡Vaya, Dalinar! ¡Estoy impresionado! ¡Tal vez debería nombrarte sagaz! Y entonces yo podría ser alto príncipe —vaciló—. No, eso estaría mal. Me volvería loco a los pocos segundos de escucharlos, y luego probablemente haría una escabechina con todos ellos. Y nombraría a cremlinos en su lugar. Sin duda, al reino le iría mucho mejor.

Dalinar se volvió para marcharse.

—Gracias por la advertencia.

Sagaz volvió a sentarse en su taburete.

—No hay de qué. ¡Ah, brillante señor Habatab! ¡Qué inteligente por tu parte llevar una camisa roja con un tono tan fuerte! ¡Si continúas facilitándome el trabajo, me temo que mi mente se volverá tan aburrida como la del brillante señor Tumul! ¡Oh, brillante señor Tumul! ¡Qué sorpresa verte aquí! No pretendía insultar tu estupidez. De verdad, es espectacular y digna de mucha alabanza.

»Lord Yonatan y Lady Meirav, me abstendré de insultaros por una vez debido a vuestra reciente boda, aunque tu sombrero me parece impresionante, Yonatan. Supongo que es conveniente llevar sobre la cabeza algo que se dobla como un tienda por las noches. ¿Ah, esa que está ahí detrás es Lady Navani? ¿Cuánto tiempo hace que has vuelto a las Llanuras y cómo no advertí el olor?

Dalinar se detuvo. «¿Qué?»

—Obviamente tu hedor fue más fuerte que el mío, Sagaz —dijo una cálida voz femenina—. ¿No ha hecho nadie un favor a mi hijo y no te han asesinado todavía?

—No, nada de asesinos aún —dijo Sagaz, divertido—. Supongo que se han dado cuenta de que iban a ir de culo.

Dalinar se volvió, sorprendido. Navani, la madre del rey, era una majestuosa mujer de cabellos negros intrincadamente tejidos. Y se suponía que no debía estar ahí.

—Oh, vamos, Sagaz —dijo ella—. Creía que ese tipo de humor tuyo era superior.

—También lo eres tú, técnicamente —respondió Sagaz, sonriendo desde lo alto de su taburete.

Ella miró al cielo.

—Por desgracia, brillante, he tenido que enmarcar mis comentarios en términos que esta gente pueda entender —dijo Sagaz con un suspiro—. Si te interesa, intentaré llevar mi dicción a términos más elevados. —Hizo una pausa—. Por cierto, ¿conoces alguna palabra que rime con «diarrea»?

Navani tan solo volvió la cabeza y miró a Dalinar con sus ojos de color violeta claro. Llevaba un vestido elegante, su refulgente superficie roja sin bordados. Las gemas de su pelo, que tenía algunas vetas de gris, eran también rojas. La madre del rey era considerada una de las mujeres más hermosas de Alezkar, aunque a Dalinar siempre le había parecido que la descripción era insuficiente, pues sin duda no había una mujer en todo Roshar que igualara su belleza.

«Idiota —pensó, apartando los ojos de ella—. Es la viuda de tu hermano.» Con Gavilar muerto, Navani debía ser tratada ahora como hermana suya. Además, ¿qué pasaba con su propia esposa? Muerta desde hacía diez años, borrada de su mente por su estupidez. Aunque no pudiera recordarla, debía honrarla.

¿Por qué había regresado Navani? Mientras las mujeres la saludaban a voz en grito, Dalinar se dirigió rápidamente a la mesa del rey. Se sentó y un criado le trajo un plato al instante; conocían sus preferencias.

Era humeante pollo a la pimienta, cortado en medallones sobre redondas rodajas fritas de tenem, una suave verdura de color naranja. Dalinar cogió un plato de pan y desenvainó el cuchillo de su muslo derecho. Mientras estuviera comiendo, sería una ruptura de etiqueta que Navani se le acercara.

La comida era buena. Lo era siempre en estos banquetes de Elhokar: en eso, el hijo se parecía al padre. Elhokar lo saludó desde el extremo de la mesa y continuó su conversación con Sadeas. El alto príncipe Roion estaba sentado dos sillas más allá. Dalinar tenía una cita con él dentro de unos días, el primero de los altos príncipes a los que abordaría y trataría de convencer para que trabajaran juntos en un ataque a las mesetas.

Ningún otro alto príncipe vino a sentarse cerca de Dalinar. Solo ellos (y las personas con invitaciones específicas) podían sentarse a la mesa del rey. Un hombre afortunado por haber recibido una de aquellas invitaciones estaba sentado a la izquierda de Elhokar, claramente inseguro de si participar en la conversación o no.

El agua borboteaba en el arroyo detrás de Dalinar. Ante él, las celebraciones continuaban. Era un momento de relajación, pero los alezi eran un pueblo reservado, al menos cuando se les comparaba con gente más apasionada como los comecuernos o los reshi. De todas formas, el pueblo de Dalinar parecía haberse vuelto más opulento e indulgente consigo mismo desde los días de su infancia. El vino corría libremente y la comida chisporroteaba llena de fragancia. En la primera isla, varios jóvenes habían pasado a un ruedo para celebrar un duelo amistoso. Los jóvenes en las fiestas a menudo encontraban motivos para quitarse las guerreras y alardear de su habilidad con la espada.

Las mujeres eran más comedidas en sus exhibiciones, pero también las hacían. En la isla donde se hallaba Dalinar, varias habían emplazado caballetes donde hacían bocetos, pintaban o hacían alardes de caligrafía. Como siempre, mantenían la mano izquierda cubierta por la manga, creando delicadamente arte con la derecha. Se sentaban en taburetes altos, como el que empleaba Sagaz. De hecho, Sagaz probablemente habría robado uno para su pequeña actuación. Unas cuantas atraían creaciospren, y sus formas diminutas rodaban sobre sus caballetes o sus mesas.

Navani había congregado a un puñado de importantes mujeres ojos claros en una mesa. Un criado les llevó comida. Parecía hecha también con el exótico pollo, pero lo habían mezclado con fruta methi y estaba cubierto de salsa marrón rojiza. De niño, Dalinar había probado en secreto la comida de las mujeres, por curiosidad. Le había parecido desagradablemente dulce.

Navani colocó algo sobre su mesa, un artilugio de metal pulido del tamaño de un puño, con un enorme rubí infuso en el centro. La luz tormentosa roja iluminó toda la mesa, proyectando sombras sobre el blanco mantel. Navani cogió el artilugio y lo volvió para mostrarle a sus acompañantes sus protuberancias perecidas a patas. Vuelto de esa forma, parecía vagamente un crustáceo.

«Nunca he visto un fabrial como ese antes.» Dalinar la miró a la cara, admirando los contornos de sus mejillas. Navani era una reconocida fabriastista. Tal vez este aparato fuera…

Navani lo miró, y Dalinar se quedó inmóvil. Ella le dirigió una brevísima sonrisa, secreta y cómplice, y luego se volvió antes de que él pudiera reaccionar. «¡Tormenta de mujer!», pensó él, volcando su atención en la comida.

Tenía hambre, así que se concentró tanto en comer que casi no se dio cuenta de que Adolin se acercaba. El rubio joven saludó a Elhokar y después corrió a ocupar uno de los sitios vacantes junto a Dalinar.

—Padre —dijo en voz baja—, ¿has oído lo que están diciendo?

—¿Sobre qué?

—¡Sobre ti! He librado ya tres duelos contra hombres que decían que tú y nuestra casa éramos unos cobardes. ¡Dicen que le pediste al rey que abandonara el Pacto de la Venganza!

Dalinar agarró la mesa y estuvo a punto de ponerse en pie. Pero se detuvo.

—Que hablen si quieren —dijo, volviendo a la comida. Atravesó con el cuchillo una porción de pollo sazonado y se lo llevó a la boca.

—¿Lo hiciste de verdad? —preguntó Adolin—. ¿De eso hablaste con el rey hace dos días?

—Así es —admitió Dalinar.

Eso provocó un gruñido en Adolin.

—Y yo que ya estaba preocupado cuando…

—Adolin —interrumpió Dalinar—. ¿Confías en mí?

Adolin lo miró con ojos muy abiertos y sinceros, pero doloridos.

—Quiero hacerlo, padre. De verdad que quiero.

—Lo que estoy haciendo es importante. Tiene que hacerse.

Adolin se inclinó hacia delante y habló en voz baja.

—¿Y si son delirios? ¿Y si solo te estás… haciendo viejo?

Era la primera vez que alguien le planteaba de manera tan directa la cuestión.

—Mentiría si dijera que no lo he considerado, pero no tiene sentido ponerme en duda a mí mismo. Creo que son reales. Siento que son reales.

—Pero…

—Este no es lugar para discutir, hijo. Podemos hablar más tarde, y escucharé, y consideraré tus objeciones. Lo prometo.

Adolin apretó los labios.

—Muy bien.

—Haces bien en preocuparte por nuestra reputación —dijo Dalinar, apoyando un codo en la mesa—. Había asumido que Elhokar tendría el tacto de mantener nuestra conversación privada, pero tendría que haberle pedido directamente que lo hiciera. Tenías razón respecto a su reacción, por cierto. Me di cuenta durante la conversación de que nunca se retiraría, así que pasé a otra táctica.

—¿A cuál?

—A ganar la guerra —dijo Dalinar con firmeza—. Se acabaron las refriegas por las gemas corazón. Se acabó el asedio paciente e infinito. Encontraremos un modo de atraer a gran número de parshendi a las Llanuras, y les tenderemos una emboscada. Si podemos matar a gran número de ellos, destruiremos su capacidad para hacer la guerra. Si no, encontraremos un modo de golpear en su centro y matar o capturar a sus líderes. Incluso un abismoide deja de luchar cuando se le decapita. El Pacto de la Venganza quedaría cumplido, y nosotros podríamos irnos a casa.

Adolin tardó un rato en reflexionar. Luego asintió bruscamente.

—De acuerdo.

—¿No hay objeciones? —preguntó Dalinar. Normalmente, su hijo mayor tenía bastantes.

—Acabas de pedirme que confíe en ti —dijo Adolin—. Además ¿golpear más fuerte a los parshendi? Esa es una táctica que puedo seguir. Pero necesitaremos un buen plan…, un modo de contrarrestar las objeciones que tú mismo planteaste hace seis años.

Dalinar asintió y dio un golpecito a la mesa con el dedo.

—Entonces, incluso yo nos consideraba reinos separados. Si hubiéramos atacado el centro individualmente, cada ejército por su cuenta, nos habrían rodeado y destruido. ¿Pero si los diez ejércitos fueran juntos? ¿Con nuestras animistas para proporcionar comida, con los soldados transportando refugios portátiles para enfrentarse a las altas tormentas? ¿Con más de ciento cincuenta mil soldados? Que los parshendi intentaran rodearnos entonces. Con las animistas, incluso podríamos crear madera para puentes si fuera necesario.

—Eso requeriría un montón de confianza —dijo Adolin, vacilante. Miró a Sadeas, al otro extremo de la mesa. Su expresión se ensombreció—. Nos tendríamos que ver allí, juntos y aislados, durante días. Si los altos príncipes iniciaran una disputa, podría ser desastroso.

—Tendremos que hacer que trabajen juntos primero —dijo Dalinar—. Estamos cerca, más cerca que nunca. Seis años, y ni un solo alto príncipe ha permitido que sus soldados se peleen con los de otro.

Excepto en Alezkar. Allí seguían librando batallas absurdas por derechos de tierras o antiguas ofensas. Era ridículo, pero impedir que los alezi guerrearan era como intentar impedir que soplaran los vientos.

Adolin asintió.

—Es un buen plan, padre. Mucho mejor que hablar de retirada. Pero no es probable que las escaramuzas se acaben. Les gusta el juego.

—Lo sé. Pero si puedo conseguir que uno o dos de ellos empiecen a ceder soldados y recursos para atacar en las mesetas, podría ser un paso adelante para lo que necesitaremos en el futuro. Sigo prefiriendo un modo de atraer a gran número de parshendi a las Llanuras y enfrentarnos a ellos en una de las mesetas más grandes, pero aún no he podido decidir cómo hacerlo. Sea como sea, nuestros ejércitos separados tendrán que aprender a trabajar juntos de todas formas.

—¿Y qué hacemos con lo que dice la gente de ti?

—Lanzaré una refutación oficial —dijo Dalinar—. Tendré que tener cuidado para que no parezca que el rey se equivocó, pero explicaré al mismo tiempo la verdad.

Adolin suspiró.

—¿Una refutación oficial, padre?

—Sí.

—¿Por qué no librar un duelo? —preguntó Adolin ansioso, inclinándose hacia delante—. Una declaración rimbombante puede que explique tus ideas, pero no hará que la gente las sienta. ¡Escoge a alguien que te llame cobarde, desafíalo, y recuérdale a todo el mundo el error que es insultar al Aguijón Negro!

—No puedo —dijo Dalinar—. Los Códigos lo prohíben para alguien de mi rango.

Adolin probablemente tampoco debería batirse en duelo, pero a Dalinar no lo había forzado una prohibición total. Los duelos eran su vida. Bueno, eso y las mujeres a las que cortejaba.

—Entonces hazme responsable del honor de nuestra casa —repuso Adolin—. ¡Yo me enfrentaré a ellos! Me enfrentaré con la espada y la armadura y les demostraré lo que significa tu honor.

—Eso sería lo mismo que hacerlo yo, hijo.

Adolin sacudió la cabeza y miró a Dalinar. Parecía estar buscando algo.

—¿Qué pasa?

—Estoy intentando decidir qué te ha cambiado más, padre. Las visiones, los Códigos o ese libro. Si es que hay alguna diferencia entre ellos.

—Los Códigos son distintos —dijo Dalinar—. Son una tradición de la antigua Alezkar.

—No. Están relacionadas, padre. Las tres cosas. Están unidas a ti, de algún modo.

Dalinar reflexionó un instante. ¿Podría tener razón el muchacho?

—¿Te he contado la historia del rey que cargaba con el peñasco?

—Sí.

—¿Lo he hecho?

—Dos veces. Y me hiciste escuchar una lectura del pasaje otra vez más.

—Oh. Bueno, en esa misma sección hay un párrafo sobre la naturaleza de obligar a la gente a seguirte como oposición a dejarlos que te sigan. Obligamos demasiado en Alezkar. Retar a duelo a alguien porque dice que soy un cobarde no cambia sus creencias. Puede impedir que las diga, pero no cambiará su corazón. Sé que en esto tengo razón. Tendrás que confiar en mí también en esto.

Adolin suspiró y se puso en pie.

—Bueno, supongo que una refutación oficial es mejor que nada. Al menos no has dejado de defender nuestro honor por completo.

—Nunca lo haré. Solo tengo que ser cuidadoso. No puedo permitirme dividirnos aún más.

Volvió a su comida, ensartando su último trozo de pollo con el cuchillo para metérselo en la boca.

—Volveré entonces a la otra isla —dijo Adolin—. Yo…, espera ¿esa es…, tía Navani?

Dalinar alzó la cabeza, sorprendido al ver que Navani se acercaba a ellos. Miró su plato. Había terminado la comida. Se había comido hasta el último bocado sin darse cuenta.

Suspiró, preparándose, y se levantó para saludarla.

—Mathana —dijo, usando el término formal para una hermana mayor. Navani solo era tres meses mayor que él, pero el término seguía siendo el adecuado.

—Dalinar —respondió ella, con una leve sonrisa en los labios—. Y el querido Adolin.

Adolin sonrió de oreja a oreja, rodeó la mesa y abrazó a su tía. Ella apoyó su mano cubierta en su hombro, un gesto reservado solo para la familia.

—¿Cuándo has regresado? —preguntó Adolin, soltándola.

—Esta misma tarde.

—¿Y por qué has regresado? —inquirió Dalinar, envarado—. Tenía la impresión de que ibas a ayudar a la reina a proteger los intereses del rey en Alezkar.

—Oh, Dalinar —dijo Navani, con voz afectuosa—. Tan estirado como siempre. Adolin, querido, ¿cómo van tus cortejos?

Dalinar bufó.

—Continúa cambiando de amigas como si estuviera en un baile con música particularmente rápida —dijo Dalinar.

—¡Padre! —objetó Adolin.

—Bueno, bien por ti, Adolin —dijo Navani—. Eres demasiado joven para amarrarte. El propósito de la juventud es experimentar la variedad mientras aún sea interesante. —Miró a Dalinar—. No es hasta la vejez que deberíamos ser obligados a volvernos aburridos.

—Gracias, tía —contestó Adolin con una sonrisa—. Discúlpame. Tengo que ir a decirle a Elhokar que has regresado.

Se marchó, dejando a Dalinar incómodamente de pie al otro lado de la mesa frente a Navani.

—¿Soy una amenaza tan grande, Dalinar? —preguntó Navani, alzando una ceja.

Dalinar bajó la mirada, advirtiendo que aún tenía en la mano el cuchillo de comer, una hoja ancha y serrada que podía servir de arma en un segundo. Lo dejó caer sobre la mesa y dio un respingo ante el sonido. Toda la confianza que había sentido al hablar con Adolin pareció desaparecer en un instante.

«¡Contrólate! Es solo familia.» Cada vez que hablaba con Navani, sentía como si se enfrentara a un depredador de la raza más peligrosa.

—Mathana —dijo Dalinar, advirtiendo que todavía estaban en lados opuestos de la estrecha mesa—. Tal vez deberíamos pasar a…

Se calló cuando Navani llamó a una sirvienta que apenas era lo bastante mayor para llevar manga de mujer. La chica vino corriendo con un taburete. Navani señaló a un lado, un punto solo a unos palmos de la mesa. La chica dudó, pero Navani señaló con más insistencia y la criada colocó el taburete.

Navani se sentó con gracia: no lo hacía en la mesa del rey, que era solo para comensales masculinos, pero sí lo bastante cerca para desafiar al protocolo. La criada se retiró. Al fondo de la mesa, Elhokar saludó con la cabeza las acciones de su madre, pero no dijo nada. Nadie reprendía a Navani Kholin, ni siquiera el rey.

—Oh, siéntate, Dalinar —dijo ella, con voz burlona—. Tenemos que hablar de unos asuntos.

Dalinar suspiró, pero se sentó. Los asientos a su alrededor estaban todavía vacíos, y tanto la música como el murmullo de las conversaciones en la isleta eran lo bastante fuertes para que la gente no los oyera. Algunas mujeres habían empezado a tocar la flauta y los musispren revoloteaban en el aire a su alrededor.

—Preguntas por qué he regresado —dijo Navani, en voz baja—. Bueno, tengo tres razones. La primera, quería traer la noticia de que los veden han perfeccionado sus «semiesquirlas», como las llaman. Dicen que los escudos pueden detener los golpes de una espada esquirlada.

Dalinar cruzó los brazos sobre la mesa. Había oído rumores al respecto, aunque los había descartado. Los hombres siempre decían estar a punto de crear nuevas esquirlas, pero las promesas no se cumplían nunca.

—¿Has visto alguna?

—No. Pero lo confirma alguien en quien confío. Dice que solo pueden tomar forma de escudo y que no tienen ninguna de las otras mejoras de las armaduras. Pero pueden bloquear una espada.

Era un paso, un paso muy pequeño, hacia la armadura esquirlada. Era preocupante. No lo creería hasta que viera lo que podían hacer esas «semiesquirlas.»

—Podrías haber enviado esta noticia por abarcañas, Navani.

—Bueno, poco después de llegar a Kholinar me di cuenta de que marcharme de aquí había sido un error político. Estos campamentos de guerra son cada vez más el centro de nuestro reino.

—Sí —dijo Dalinar en voz baja—. Nuestra ausencia de la patria es peligrosa.

¿No había sido ese el mismo argumento que había convencido a Navani a volver a casa en primer lugar?

La majestuosa mujer hizo un gesto despectivo con la mano.

—He decidido que la reina tiene las capacidades necesarias para controlar Alezkar. Hay planes y esquemas (siempre habrá planes y esquemas), pero los jugadores verdaderamente importantes inevitablemente acaban aquí.

—Tu hijo sigue viendo asesinos en cada rincón.

—¿Y no debería hacerlo? Después de lo que le ocurrió a su padre…

—Cierto, pero temo que lo lleve a los extremos. Desconfía incluso de sus aliados.

Navani cruzó las manos sobre su regazo, la mano libre sobre la mano segura.

—No es muy bueno en esto, ¿no?

Dalinar parpadeó sorprendido.

—¿Qué? ¡Elhokar es un buen hombre! Tiene más integridad que ningún otro ojos claros de este ejército.

—Pero su capacidad de gobierno es débil. Debes admitirlo.

—Es el rey y mi sobrino —dijo Dalinar firmemente—. Tiene mi espada y mi corazón, Navani, y no consentiré que se hable mal de él, ni siquiera su propia madre.

Ella se lo quedó mirando. ¿Estaba poniendo a prueba su lealtad? Como su hija, Navani era una criatura política. Las intrigas la hacían florecer como a un rocapullo en el aire tranquilo y húmedo. Sin embargo, al contrario que Jasnah, era difícil confiar en Navani. Al menos con Jasnah uno sabía dónde estaba. Una vez más, Dalinar deseó que su sobrina hiciera a un lado sus proyectos y regresara a las Llanuras Quebradas.

—No hablo mal de mi hijo, Dalinar —dijo Navani—. Los dos sabemos que soy tan leal como tú. Pero me gusta saber con qué trabajo, y eso requiere una definición. Lo ven débil, y pretendo protegerlo. A su pesar, si es necesario.

—Entonces trabajamos por los mismos objetivos. Pero si protegerlo fue el segundo motivo de tu regreso, ¿cuál fue el tercero?

Ella le dirigió una sonrisa de labios rojos y ojos violeta. Una sonrisa significativa.

«Sangre de mis ancestros… —pensó Dalinar—. Vientos de tormenta, sí que es hermosa. Hermosa y mortífera.» Le parecía una ironía que el rostro de su esposa se hubiera borrado de su mente, y sin embargo pudiera recordar con completos e intrincados detalles los meses que esta mujer había pasado jugando con Gavilar y él. Había tonteado con ambos, encendiendo su deseo antes de decidirse finalmente por el hermano mayor. Todos supieron todo el tiempo que escogería a Gavilar. Pero dolió de todas formas.

—Tenemos que hablar alguna vez en privado —dijo Navani—. Quiero oír tus opiniones sobre algunas de las cosas que se dicen en el campamento.

Probablemente se refería a los rumores sobre él.

—Yo…, estoy muy ocupado.

Ella hizo un gesto de exasperación.

—Estoy segura. Pero nos reuniremos de todas formas, cuando haya tenido tiempo de asentarme aquí e informarme de todo. ¿Dentro de una semana? Iré a leerte ese libro de mi marido, y luego podremos charlar. Lo haremos en un lugar público, ¿de acuerdo?

Él suspiró.

—Muy bien. Pero…

—Altos príncipes y ojos claros —proclamó de repente Elhokar. Dalinar y Navani se volvieron hacia el extremo de la mesa, donde el rey estaba en pie con su uniforme al completo, capa real y corona. Alzó una mano hacia la isla. La gente guardó silencio, y pronto el único sonido fue el del agua borboteando en los arroyos—. Estoy seguro de que muchos habéis oído los rumores relacionados con el atentado a mi vida durante la cacería de hace tres días. Cuando se cortó la cincha de mi silla.

Dalinar miró a Navani. Ella alzó la mano libre hacia él y la movió, indicando que no creía que los rumores fueran convincentes. Los conocía, claro. Dale a Navani cinco minutos en una ciudad y lo sabría todo de cualquier chisme importante.

—Os aseguro que nunca corrí verdadero peligro —dijo Elhokar—. Gracias, en parte, a la protección de la Guardia Real y a la vigilancia de mi tío. Sin embargo, creo aconsejable tratar a todas las amenazas con la prudencia y la seriedad debidas. Por tanto, nombré al brillante señor Torol Sadeas alto príncipe de información, encargándole de desentrañar la verdad en lo referido a este atentado contra mi vida.

Dalinar parpadeó aturdido. Luego cerró los ojos y dejó escapar un leve gemido.

—Desentrañar la verdad —dijo Navani, escéptica—. ¿Sadeas?

—Sangre de mis… Cree que ignoro las amenazas contra él, así que recurre a Sadeas.

—Bueno, supongo que hace bien —dijo ella—. Yo confío en Sadeas.

—Navani —dijo Dalinar, abriendo los ojos—. El incidente sucedió en una cacería que yo había planeado, bajo la protección de mi guardia y mis soldados. El caballo del rey fue preparado por mis mozos de cuadra. Él me pidió públicamente que investigara este asunto de la correa, y ahora me aparta de la investigación.

—Oh, cielos.

Navani comprendió. Esto era casi lo mismo que si Elhokar proclamara que sospechaba de Dalinar. Cualquier información que Sadeas desentrañara referida a este «intento de asesinato» solo podría ser desfavorable para Dalinar.

Cuando el odio de Sadeas hacia Dalinar y su amor por Gavilar entraran en conflicto, ¿cuál ganaría? «Pero la visión…, dijo que confiara en él.»

Elhokar volvió a sentarse, y el murmullo de la conversación volvió a iniciarse con tono más agudo. El rey parecía ajeno a lo que acababa de hacer. Sadeas sonreía de oreja a oreja. Se levantó de su sitio, se despidió del rey y empezó a mezclarse con la gente.

—¿Sigues sosteniendo que no es un mal rey? —susurró Navani—. Mi pobre, distraído y abstraído hijo.

Dalinar se levantó y se acercó a la mesa donde el rey continuaba comiendo.

Elhokar alzó la cabeza.

—Ah, Dalinar. Creo que querrás proporcionar tu ayuda a Sadeas.

Dalinar se sentó. La cena de Sadeas, a medio comer, todavía estaba en la mesa, el plato de metal regado con trozos de carne y pan rallado.

—Elhokar, hablé contigo hace unos pocos días. ¡Te pedí ser alto príncipe de la guerra, y dijiste que era demasiado peligroso!

—Lo es —respondió Elhokar—. Le hablé a Sadeas del tema, y estuvo de acuerdo. Los altos príncipes nunca tolerarán que haya nadie por encima de ellos en la guerra. Sadeas mencionó que si empezaba con algo menos amenazador, como nombrar a alguien alto príncipe de información, podría preparar a los demás para lo que quieres hacer.

—Sadeas sugirió esto… —concluyó Dalinar.

—Naturalmente —dijo Elhokar—. Ya era hora de que tuviéramos un alto príncipe de información, y él mencionó el corte de la correa como algo que quería investigar. Sabe que siempre has dicho que no eres adecuado para este tipo de cosas.

«Sangre de mis padres, acaban de superarme. Brillantemente», pensó Dalinar, mirando el centro de la isla, donde un grupo de ojos claros estaba reunido en torno a Sadeas.

El alto príncipe de información tenía autoridad sobre las investigaciones criminales, sobre todo las de interés para la corona. En cierto modo, era casi tan amenazador como un alto príncipe de la guerra, pero a Elhokar no se lo parecía. Lo único que veía era que alguien por fin estaba dispuesto a escuchar sus temores paranoicos.

Sadeas era un hombre muy, muy listo.

—No pongas esa cara, tío —dijo Elhokar—. No tenía ni idea de que querías el puesto, y Sadeas parecía entusiasmado con la idea. Tal vez no descubra nada y el cuero simplemente se gastara por el uso. Quedarás reivindicado por decirme siempre que no corro tanto peligro como creo.

—¿Reivindicado? —preguntó Dalinar en voz baja, sin dejar de mirar a Sadeas. «De algún modo, dudo que eso sea posible.»