Solo hay que mirar las consecuencias de su breve visita a Sel para ver la prueba de lo que digo.

Kaladin no quería abrir los ojos. Si los abría, estaría despierto. Y si estuviera despierto, aquel dolor (la quemazón en el costado, el dolor de las piernas, el latido sordo en los brazos y los hombros) no sería solo una pesadilla. Sería real. Y sería suyo. Contuvo un gemido y rodó de costado. Le dolía todo. Cada trozo de músculo, cada centímetro de piel. Le latía la cabeza. Parecía que todos sus huesos estaban lastimados. Quería quedarse allí quieto, dolorido, hasta que Gaz se viera obligado a venir y a arrastrarlo por los tobillos. Eso sería fácil. ¿No se merecía hacer lo que era fácil, por una vez?

Pero no podía. Dejar de moverse, rendirse, sería lo mismo que morir, y no podía permitir que eso sucediera. Ya había tomado su decisión. Ayudaría a los hombres del puente.

«Maldito seas —Hav, pensó—. Puedes expulsarme del camastro incluso ahora.» Kaladin apartó la manta y se obligó a levantarse. La puerta del barracón estaba entreabierta para dejar entrar el aire fresco.

Se sintió peor de pie, pero la vida en los puentes no esperaría su recuperación. O te levantabas o te aplastaban. Kaladin se apoyó en la roca animada de la pared del barracón, tan innaturalmente lisa. Luego inspiró profundamente y cruzó la habitación. Era extraño, pero bastantes hombres estaban ya despiertos y se incorporaban. Miraron a Kaladin en silencio.

«Estaban esperando —comprendió—. Querían ver si me levantaría.»

Encontró a los tres heridos donde los había dejado en la parte delantera del barracón. Contuvo la respiración mientras comprobaba el estado de Leyten. Sorprendentemente, seguía todavía con vida. Su respiración era aún entrecortada, su pulso débil y sus heridas tenían mal aspecto, pero seguía vivo.

No permanecería así mucho tiempo sin antisépticos. Ninguna de las heridas parecía infectada de putrispren todavía, pero solo sería cuestión de tiempo en estos sucios parajes. Necesitaba alguno de los ungüentos del boticario. ¿Pero cómo conseguirlos?

Comprobó el estado de los otros dos. Hobber sonreía. Era delgado y de cara redonda, con una mella entre los dientes y el pelo negro y corto.

—Gracias —dijo—. Gracias por salvarme.

Kaladin gruñó mientras inspeccionaba la pierna del hombre.

—Te pondrás bien, pero no podrás caminar durante unas cuantas semanas. Te traeré alimentos del comedor.

—Gracias —susurró Hobber, cogiendo la mano de Kaladin y agarrándola. Parecía estar llorando.

Aquella sonrisa desterró la tristeza, hizo que los dolores y el malestar remitieran. El padre de Kaladin le había descrito ese tipo de sonrisa. Lirin no se había convertido en cirujano por aquellas sonrisas, pero había seguido siéndolo por ellas.

—Descansa y mantén limpia esa herida. No queremos atraer a ningún putrispren. Házmelo saber si ves alguno. Son pequeños y rojos, como insectos diminutos.

Hobber asintió ansioso y Kaladin pasó a Dabbid. El joven parecía igual que antes, mirando al frente con la mirada perdida.

—Estaba ya así cuando me quedé dormido, señor —dijo Hobber—. Es como si no se hubiera movido en toda la noche. Me da escalofríos.

Kaladin chasqueó los dedos delante de los ojos de Dabbid. El hombre se sobresaltó ante el sonido, se concentró en los dedos, los siguió mientras Kaladin movía la mano.

—Creo que ha recibido un golpe en la cabeza —dijo Hobber.

—No —repuso Kaladin—. Es la conmoción de la batalla. Se le pasará.

«Espero.»

—Si tú lo dices, señor —dijo Hobber, rascándose la cabeza.

Kaladin se levantó y abrió la puerta del todo, iluminando la habitación. Era un día claro, donde el sol apenas despuntaba sobre el horizonte. Ya se oían sonidos en el campamento, un herrero trabajando temprano, el martillo sobre el metal. Los chulls barritando en los establos. El aire era húmedo y frío, cargado con los vestigios de la noche. Olía a limpio y fresco. Tiempo de primavera.

«Ya que te has levantado, bien puedes seguir adelante» —se dijo Kaladin. Se obligó a salir y hacer sus ejercicios. Su cuerpo se quejaba ante cada movimiento. Entonces comprobó su propia herida. No era demasiado mala, aunque la infección podía empeorarla.

«¡Que los vientos de la tormenta se lleven a ese boticario!», pensó. Cogió un cazo lleno de agua del barril de los hombres del puente y la usó para lavarse la herida.

Lamentó de inmediato haber pensado así del viejo boticario. ¿Qué iba a hacer el hombre? ¿Darle el antiséptico gratis? Era al alto príncipe Sadeas a quien debería maldecir. Sadeas era responsable de la herida, y también era quien había prohibido a la dirección de los cirujanos dar suministros a los hombres de los puentes, los esclavos y los criados de los nahn inferiores.

Cuando terminó sus estiramientos, un puñado de hombres se habían acercado para beber. Estaban de pie alrededor del barril, observando a Kaladin.

Solo había una cosa que hacer. Apretando los dientes, Kaladin cruzó el aserradero y localizó el tablón que había cargado el día antes. Los carpinteros no lo habían añadido todavía al puente, así que lo cogió y regresó al barracón. Entonces empezó a practicar de la misma manera que lo había hecho el día antes.

No pudo ir tan rápido. De hecho, gran parte del tiempo solo pudo caminar. Pero, mientras trabajaba, sus dolores se mitigaron. El dolor de cabeza desapareció. Los pies y los hombros seguían doliéndole, y sentía un profundo y latente cansancio. Pero no quedó en ridículo desplomándose.

Mientras practicaba, pasó ante los otros barracones. Los hombres que había ante ellos apenas se diferenciaban de los del Puente Cuatro. Los mismos chalecos de cuero manchados de sudor sobre pechos desnudos o camisas mal abrochadas. Había algún extranjero ocasional, thayleños o vedenios casi siempre. Pero estaban unidos en su aspecto desarrapado, sus caras sin afeitar y sus ojos acosados. Varios grupos miraron a Kaladin con abierta hostilidad. ¿Les preocupaba que esta práctica animara a sus propios jefes de puente a obligarlos a realizarla?

Había esperado que algunos miembros del Puente Cuatro se unieran a él en sus ejercicios. Después de todo, le habían obedecido durante la batalla, e incluso lo habían ayudado con los heridos. Su esperanza fue en vano. Mientras algunos hombres lo miraban, otros lo ignoraban. Ninguno tomó parte.

Al cabo de un rato, Syl se acercó revoloteando y se posó en el extremo del tablón, viajando como una reina en su palanquín.

—Están hablando de ti —dijo cuando pasaron de nuevo junto al Puente Cuatro.

—No me extraña —dijo Kaladin entre jadeos.

—Algunos piensan que te has vuelto loco. Como ese hombre que está ahí sentado mirando el suelo. Dicen que la tensión de la batalla te ha afectado la cabeza.

—Tal vez tengan razón. No lo había considerado.

—¿Qué es la locura? —preguntó ella, sentada con una pierna contra el pecho, la vaporosa falda revolviéndose alrededor de sus pantorrillas y convirtiéndose en bruma.

—Es cuando los hombres no piensan bien —dijo Kaladin, feliz de que la conversación lo distrajera.

—Los hombres nunca parecen pensar bien.

—La locura es peor de lo habitual —dijo Kaladin con una sonrisa—. En realidad depende de la gente que te rodea. ¿Cuánto te diferencias de ellos? La persona que destaca está loca, supongo.

—¿Entonces es solo…, algo que votáis? —preguntó ella, torciendo el rostro.

—Bueno, no de manera activa, Pero esa es la idea.

Ella permaneció pensativa durante un rato.

—Kaladin —dijo por fin—. ¿Por qué mienten los hombres? Puedo ver lo que son las mentiras, pero no sé por qué lo hacen.

—Por montones de razones —dijo Kaladin, secándose el sudor de la frente con la mano libre y luego usándola para sujetar el tablón.

—¿Es locura?

—No sé si yo lo llamaría así. Lo hace todo el mundo.

—Entonces tal vez todos estáis un poquito locos.

Él se echó a reír.

—Sí, tal vez.

—Pero si lo hace todo el mundo —dijo ella, apoyando la cabeza en la rodilla—, entonces el que no lo hace sería el que está loco, ¿no? ¿No es lo que dijiste antes?

—Bueno, supongo que sí. Pero no creo que haya una persona que no haya mentido jamás.

—Dalinar.

—¿Quién?

—El tío del rey. Todo el mundo dice que no miente jamás. Los hombres de tu puente incluso hablan de él a veces.

Era verdad. El Aguijón Negro. Kaladin había oído hablar de él, incluso en su juventud.

—Es un ojos claros. Eso significa que miente.

—Pero…

—Todos son iguales, Syl. Cuanto más nobles parecen, más corrompidos están por dentro. Todo es fingido.

Guardó silencio, sorprendido por la vehemencia de su amargura. «La tormenta te lleve, Amaram. Tú me hiciste esto.» Se había quemado demasiado para fiarse de la llama.

—No creo que los hombres fueran siempre así —dijo ella, ausente, con una expresión remota en el rostro—. Yo…

Kaladin esperó que continuara, pero ella no lo hizo. Pasó de nuevo ante el Puente Cuatro; muchos de los hombres descansaban, las espaldas apoyadas en la pared del barracón, esperando que la sombra de la tarde los cubriera. Rara vez esperaban dentro. Tal vez quedarse en el interior hacía que el día fuera demasiado sombrío, incluso para ellos.

—¿Syl? —instó finalmente—. ¿Ibas a decir algo?

—Parece que he oído hablar a los hombres de tiempos en que no había mentiras.

—Eso son historias —dijo Kaladin—, de los tiempos de las Épocas Heráldicas, cuando los hombres estaban obligados por el honor. Pero siempre encontrarás a gente que cuente historias de días supuestamente mejores. Observa. Un hombre se une a un nuevo equipo de soldados, y lo primero que hace es hablar de lo maravilloso que era su antiguo equipo. Recordamos los buenos tiempos y los malos tiempos, olvidando que la mayor parte de las veces ni son buenos ni son malos. Solo son. —Echó a correr. El sol se volvía más caluroso en el cielo, pero quería moverse—. Las historias —continuó entre jadeos— lo demuestran.

»¿Qué sucedió con los Heraldos? Nos abandonaron. ¿Qué sucedió con los Caballeros Radiantes? Cayeron y se mancillaron. ¿Qué pasó con los Reinos de la Época? Fueron destruidos cuando la iglesia trató de hacerse con el poder. No se le puede confiar el poder a nadie, Syl.

—¿Y qué haces entonces? ¿No tener líderes?

—No. Le das el poder a los ojos claros y dejas que los corrompa. Luego intentas mantenerte lo más alejado de ellos que sea posible.

Sus palabras le parecían huecas. ¿Hasta qué punto había sido capaz de mantenerse alejado de los ojos claros? Siempre parecía estar entre ellos, atrapado en el lodazal que creaban con sus planes, esquemas y codicia.

Syl guardó silencio y, después de la última carrera, Kaladin decidió dejar el ejercicio. No podía permitirse esforzarse de nuevo hasta el límite. Devolvió el tablón. Los carpinteros se rascaron la cabeza, pero no se quejaron. Kaladin regresó con sus hombres, advirtiendo que un grupito de ellos (incluyendo a Roca y Teft) charlaban y lo miraban.

—¿Sabes? —le dijo a Syl—. Hablar contigo probablemente no ayuda demasiado a mi reputación de estar loco.

—Haré lo que pueda para dejar de ser tan interesante —dijo Syl, posándose en su hombro. Se llevó las manos a las caderas, luego se sentó, sonriente, obviamente satisfecha con su comentario.

Antes de que Kaladin pudiera regresar al barracón, advirtió que Gaz cruzaba el patio en su dirección.

—¡Tú! —dijo Gaz, señalándolo—. ¡Espera un momento!

Kaladin se detuvo y esperó con los brazos cruzados.

—Tengo noticias para ti —dijo Gaz, mirándolo intensamente con su ojo bueno—. El brillante señor Lamaril se enteró de lo que hiciste con los heridos.

—¿Cómo?

—¡Tormentas, muchacho! ¿Crees que la gente no habla? ¿Qué ibas a hacer? ¿Esconder a tres heridos en medio de todos nosotros?

Kaladin tomó aire, pero se contuvo. Gaz tenía razón.

—Muy bien. ¿Qué importa? No frenamos al ejército.

—No, pero a Lamaril no le hace mucha gracia la idea de pagar y alimentar a hombres que no puedan trabajar. Le planteó el tema al alto príncipe Sadeas con la intención de dejarte a la intemperie.

Kaladin sintió un escalofrío. Quedarse a la intemperie significaba permanecer colgado durante una alta tormenta para que lo juzgara el Padre Tormenta. Era esencialmente una sentencia de muerte.

—¿Y?

—El brillante señor Sadeas se negó a permitírselo.

«¿Qué?» ¿Había juzgado mal a Sadeas? Pero no. Esto era parte de la actuación.

—El brillante señor Sadeas le dijo a Lamaril que te dejara quedarte con los soldados —dijo Gaz sombríamente—, pero que les prohibiera tener comida o paga mientras no puedan trabajar. Dijo que eso demostraría por qué se ven obligados a dejar atrás a los hombres del puente.

—Ese cremlino —murmuró Kaladin.

Gaz palideció.

—Calla. ¡Estás hablando del alto príncipe en persona, muchacho!

Miró alrededor por si alguien lo había oído.

—Intenta dar un escarmiento con mis hombres. Quiere que los otros hombres de los puentes vean a los heridos sufrir y pasar hambre. Quiere que parezca que está haciendo un favor al dejar atrás a los heridos.

—Bueno, tal vez tenga razón.

—Es despiadado. Recupera a los soldados heridos, pero deja a los hombres de los puentes porque es más barato encontrar esclavos nuevos que cuidar a los heridos.

Gaz guardó silencio.

—Gracias por traerme la noticia.

—¿Noticia? —replicó Gaz—. Me enviaron a darte esta orden, alteza. No intentes conseguir comida extra para tus heridos: se te negará.

Con eso, se marchó, murmurando para sí.

Kaladin regresó al barracón. ¡Padre Tormenta! ¿Dónde iba a conseguir comida suficiente para alimentar a tres hombres? Podía dividir sus propias comidas entre ellos, pero aunque los hombres de los puentes eran alimentados, no se le daba comida en exceso. Incluso alimentar a uno de ellos sería difícil. Tratar de dividir las comidas entre cuatro dejaría a los heridos demasiado débiles para recuperarse y a Kaladin para cargar los puentes. ¡Y seguía necesitando antisépticos! Los putrispren y las enfermedades mataban a más hombres en la guerra que el enemigo.

—Gaz dice que hay que negar a nuestros heridos comida o paga hasta que estén bien —le comunicó al grupo de hombres congregados.

Algunos de ellos (Sigzil, Peet, Koolf) asintieron, como si esto fuera lo que esperaban.

—El alto príncipe Sadeas quiere dar un escarmiento con nosotros. Quiere demostrar que no merece la pena curar a los hombres de los puentes, y va a hacerlo dejando que Hobber, Leyten y Dabbid tengan muertes lentas y dolorosas. —Kaladin inspiró profundamente—. Quiero unir nuestros recursos para comprar medicinas y comida para los heridos. Podemos mantener a esos tres con vida si dividimos nuestras comidas entre ellos. Necesitaremos más o menos una docena de marcoclaros para comprar las medicinas y los suministros adecuados. ¿Quién tiene algo que pueda compartir?

Los hombres se le quedaron mirando, y entonces Moash se echó a reír. Los demás lo imitaron. Hicieron un gesto despectivo y se dieron media vuelta y se marcharon, dejando a Kaladin con la mano tendida.

—¡La próxima vez podríais ser vosotros! —exclamó—. ¿Qué haréis si sois los que necesitáis atención?

—Me moriré —dijo Moash, sin molestarse siquiera en mirar atrás—. En el campo de batalla, rápidamente, en vez de aquí a lo largo de una semana.

Kaladin bajó la mano. Suspiró, se dio la vuelta, y casi chocó con Roca. El alto y fornido comecuernos estaba allí de pie con los brazos cruzados, como una estatua de piel bronceada. Kaladin lo miró, esperanzado.

—No tengo ninguna esfera —dijo Roca con un gruñido—. Las he gastado ya.

Kaladin suspiró.

—No habría servido de nada de todas formas. Entre dos no podemos comprar medicinas. Solos, no.

—Te daré algo de comida —gruñó Roca. Kaladin lo miró sorprendido.

—Pero solo para el hombre de la herida en la pierna —dijo Roca, todavía cruzado de brazos.

—¿Hobber?

—Como se llame. Parece que podrá mejorar. El otro morirá. Es seguro. Y no me compadezco del hombre que está ahí sentado, sin hacer nada. Pero para el otro puedes coger mi comida. Un poco.

Kaladin sonrió, extendió una mano y agarró el brazo del hombretón.

—Gracias.

Roca se encogió de hombros.

—Ocupaste mi puesto. Sin eso, estaría muerto.

Kaladin sonrió ante esa lógica.

—Yo no estoy muerto, Roca. Estarías bien.

Roca negó con la cabeza.

—Estaría muerto. Hay algo raro en ti. Todos los hombres pueden verlo, aunque no quieran hablar de ello. Miré al puente dónde estabas. Las flechas golpeaban a tu alrededor: junto a tu cabeza, junto a tus manos. Pero no te alcanzaron.

—Suerte.

—Eso no existe. —Roca miró el hombro de Kaladin—. Además, hay una mafah 'liki que te sigue siempre.

El gran comecuernos inclinó reverente la cabeza ante Syl, y luego un extraño movimiento con la mano, tocándose los hombros y acto seguido la frente.

Kaladin se sobresaltó.

—¿Puedes verla?

Miró a Syl. Como vientospren, podía aparecerse a los que quería…, y eso generalmente se refería solo a Kaladin.

Syl parecía sorprendida. No, no se había aparecido a Roca específicamente.

—Soy alaii’iku —dijo Roca, encogiéndose de hombros.

—Que significa…

Roca hizo una mueca.

—Llaneros tarados. ¿Es que no sabéis nada de nada? De todas formas, tú eres un hombre especial. El Puente Cuatro perdió ayer ocho cargadores, contando los tres heridos.

—Lo sé —dijo Kaladin—. Rompí mi primera promesa. Dije que no iba a perder a ninguno.

Roca bufó.

—Somos hombres de los puentes. Morimos. Así funcionan las cosas. ¡Lo mismo puedes prometer que las lunas se alcancen unas a otras! —El hombretón señaló uno de los otros barracones—. De los puentes que intervinieron, la mayoría perdió muchos hombres. Cayeron cinco puentes. Perdieron más de veinte hombres cada uno y necesitaron soldados para traer los puentes de vuelta. El Puente Dos perdió once hombres, y ni siquiera fueron el blanco de las flechas.

Se volvió hacia Kaladin.

—El Puente Cuatro perdió ocho. Ocho hombres, durante una de las peores cargas de la temporada. Y quizá salves a dos de ellos. El Puente Cuatro perdió menos hombres que ningún otro puente que intentaran abatir los parshendi. El Puente Cuatro nunca pierde menos hombres que los demás. Todo el mundo lo sabe.

—Suerte…

Roca lo señaló con un dedo, interrumpiéndolo.

—Llanero tarado.

Era solo suerte. Pero bueno, Kaladin lo aceptaría como la pequeña bendición que era. No tenía sentido discutir cuando alguien había decidido por fin empezar a escucharlo.

Pero un hombre no era suficiente. Aunque Roca y él se alimentaran a base de media ración, uno de los hombres enfermos moriría de hambre. Necesitaba esferas. Las necesitaba desesperadamente. Pero era un esclavo: para él era ilegal ganar dinero de cualquier manera. Si tan solo tuviera algo que pudiera vender. Pero no poseía nada. No…

Se le ocurrió una idea.

—Vamos —dijo, echando a andar. Roca lo siguió, curioso. Kaladin buscó por el aserradero hasta que encontró a Gaz hablando con un jefe de puente delante del barracón del Puente Tres. Como iba convirtiéndose en costumbre, Gaz palideció cuando vio acercarse a Kaladin, e hizo amago de escabullirse.

—¡Gaz, espera! —dijo Kaladin, alzando una mano—. Tengo una oferta para ti.

El sargento se detuvo. Junto a él, el jefe del Puente Tres miró a Kaladin con mala cara. La manera en que los otros hombres de los puentes lo habían estado tratando últimamente tuvo de pronto sentido. Les preocupaba ver que el Puente Cuatro salía en tan buena forma de una batalla. Se suponía que el Puente Cuatro tenía mala suerte. Todo el mundo necesitaba a alguien inferior en quien mirarse…, y las otras cuadrillas podían consolarse con el pequeño favor de no pertenecer al Puente Cuatro. Kaladin había trastornado esa idea.

El barbudo jefe de puente se retiró, dejando a Kaladin y a Roca a solas con Gaz.

—¿Qué me vas a ofrecer esta vez? —dijo Gaz—. ¿Más esferas opacas?

—No —contestó Kaladin, pensando rápidamente. Tendría que manejar esto con mucho cuidado—. Me he quedado sin esferas. Pero no podemos continuar así, tú evitándome y las otras cuadrillas odiándome.

—No veo qué podemos hacer al respecto.

—Voy a decirte una cosa —replicó Kaladin, como si de pronto se le hubiera ocurrido una idea—. ¿Hay alguien destacado para recoger piedras hoy?

—Sí —dijo Gaz, señalando por encima del hombro—. El Puente Tres. Ahora mismo Bussik estaba intentando convencerme de que su cuadrilla está demasiado débil para ir. Que las tormentas me lleven, pero lo creo. Perdió dos tercios de sus hombres ayer, y será a mí a quien llamen la atención cuando no reúnan piedras suficientes para cumplir la cuota.

Kaladin asintió, comprensivo. Recoger piedras era uno de los trabajos menos deseables: implicaba salir del campamento y llenar carretas de rocas grandes. Las animistas alimentaban al ejército convirtiendo las rocas en grano, y les resultaba más fácil (por motivos que solo ellos conocían) si tenían piedras distintas y separadas. Así que los hombres recogían piedras. Era un trabajo sudoroso, agotador, embrutecedor. Perfecto para los hombres de los puentes.

—¿Por qué no envías a una cuadrilla diferente? —preguntó Kaladin.

—Bah —dijo Gaz—. Ya sabes los problemas que eso causa. Si me acusan de favoritismo, será el cuento de nunca acabar.

—Nadie se quejará si ordenas hacerlo al Puente Cuatro.

Gaz lo miró, entornando su ojo único.

—Creía que no te gustaba que te trataran de modo distinto.

—Yo me encargo —dijo Kaladin, sonriendo—. Solo por esta vez. Mira, Gaz, no quiero pasarme el resto de la vida peleando contigo.

Gaz vaciló.

—Tus hombres se enfadarán. No dejaré que piensen que ha sido cosa mía.

—Yo les diré que fue idea mía.

—Muy bien, pues. A la tercera campanada, en el punto de control oeste. El Puente Tres puede limpiar las ollas.

Se marchó rápidamente, como para huir antes de que Kaladin cambiara de opinión.

Roca se acercó a Kaladin mientras miraba a Gaz.

—El hombrecito tiene razón, ¿sabes? Los hombres te odiarán por esto. Esperaban un día tranquilo.

—Lo superarán.

—¿Pero por qué cambiar a un trabajo más duro? Es cierto: estás loco, ¿verdad?

—Tal vez. Pero esa locura nos hará salir del campamento.

—¿De qué sirve eso?

—Lo significa todo —dijo Kaladin, mirando hacia el barracón—. La vida y la muerte. Pero vamos a necesitar más ayuda.

—¿Otra cuadrilla?

—No, quiero decir que nosotros, tú y yo, necesitaremos ayuda. Un hombre más, como mínimo.

Escrutó el patio y reparó en alguien sentado a la sombra del barracón del Puente Cuatro. Teft. El maduro hombre del puente no estaba en el grupo de los que se habían reído de Kaladin antes, pero ayer lo había ayudado con rapidez al ir con Roca a traer a Leyten.

Kaladin tomó aire y cruzó el terreno, seguido por Roca. Syl dejó su hombro y revoloteó en el aire, danzando con una vaharada de viento. Teft alzó la cabeza cuando los vio acercarse. Había cogido el desayuno y estaba comiendo solo, un trozo de pan ácimo asomaba debajo de su cuenco.

Tenía la barba manchada de curry, y miró a Kaladin con ojos cautelosos antes de limpiarse la boca con la manga.

—Me gusta mi comida, hijo. Apenas me dan alimento para uno. Mucho menos para dos.

Kaladin se sentó en cuclillas ante él. Roca se apoyó en la pared y se cruzó de brazos a observar en silencio.

—Te necesito, Teft —dijo Kaladin.

—He dicho…

—No tu comida. A ti. Tu lealtad. Tu compromiso.

El hombre siguió comiendo. No tenía la marca de esclavo, como tampoco la tenía Roca. Kaladin no conocía sus historias. Lo único que sabía era que estos dos lo habían ayudado cuando los otros no lo habían hecho. No estaban completamente derrotados.

—Teft…

—He ofrecido mi lealtad antes —dijo el hombre—. Demasiadas veces. Siempre pasa lo mismo.

—¿Tu confianza es traicionada? —preguntó Kaladin en voz baja.

Teft bufó.

—Tormentas, no. Yo la traiciono. No puedes depender de mí, hijo. Mi sitio está aquí, en el puente.

—Dependí de ti ayer, y me impresionaste.

—Casualidad.

—Yo juzgaré eso. Teft, todos estamos acabados, de un modo u otro. De lo contrario, no seríamos hombres de los puentes. Yo he fracasado. Mi propio hermano murió por mi causa.

—¿Entonces por qué preocuparse?

—Es eso o rendirse y morir.

—¿Y si la muerte es mejor?

Todo se reducía a este problema. Por eso a los hombres de los puentes no les importaba ayudar a los heridos o no.

—La muerte no es mejor —dijo Kaladin, mirando a Teft a los ojos—. Oh, es fácil decir eso ahora. Pero cuando estás en el borde y miras ese oscuro pozo sin fondo, cambias de opinión. Tal como hizo Hobber. Tal como he hecho yo.

Vaciló al ver algo en los ojos del otro hombre.

—Creo que tú también lo has visto.

—Sí —dijo Teft en voz baja—. Sí, lo he visto.

—¿Entonces estás con nosotros en esto? —dijo Roca, agachándose.

«¿Nosotros?», pensó Kaladin, sonriendo levemente.

Teft los miró a los dos.

—¿Me quedaré con mi comida?

—Sí —dijo Kaladin.

Teft se encogió de hombros.

—Bueno, entonces supongo que de acuerdo. No puede ser peor que estar aquí sentado y reflexionar sobre la mortalidad.

Kaladin extendió una mano. Teft vaciló antes de aceptarla. Roca ofreció su mano.

—Roca.

Teft lo miró, y acabó de estrechar la mano de Kaladin y aceptó la de Roca.

—Yo soy Teft.

«Padre Tormenta —pensó Kaladin—. Me había olvidado de que la mayoría de ellos ni siquiera se molesta en aprender cómo se llaman los otros.»

—¿Qué clase de nombre es Roca? —preguntó Teft, retirando la mano.

—Un nombre estúpido —dijo Roca, sin inmutarse—. Pero al menos tiene significado. ¿El tuyo significa algo?

—Supongo que no —dijo Teft, frotándose la barba.

—Roca no es mi verdadero nombre —admitió el comecuernos—. Es el que pueden pronunciar los llaneros.

—¿Cuál es tu verdadero nombre, entonces? —preguntó Teft.

—No podrás decirlo.

Teft alzó una ceja.

—Numuhukumakiaki’aialunamor —dijo Roca.

Teft vaciló, pero luego sonrió.

—Bueno, supongo que en este caso Roca valdrá.

Roca se echó a reír y se sentó.

—Nuestro jefe de puente tiene un plan. Algo glorioso y arriesgado. Tiene algo que ver con pasar la tarde moviendo piedras bajo el calor.

Kaladin sonrió y se inclinó hacia delante.

—Necesitamos recoger cierto tipo de planta. Un junco que crece en pequeños grupos fuera del campamento…