«Diez órdenes. Nos amaron, una vez. ¿Por qué nos has olvidado, Todopoderoso? Esquirla de mi alma ¿dónde has ido?»

Recogido el segundo día de Kakash, año 1171, cinco segundos antes de la muerte. El sujeto era una mujer ojos claros en su tercera década.

OCHO MESES MÁS TARDE

El estómago de Kaladin gruñía cuando extendió la mano a través de los barrotes y aceptó el cuenco de bazofia. Introdujo el pequeño tazón entre los barrotes, lo olisqueó y luego hizo una mueca mientras la jaula empezaba a rodar de nuevo. El mejunje gris pastoso estaba hecho de grano guisado, y este en concreto estaba sazonado con trozos de la comida del día antes.

Por repugnante que fuera, era todo lo que podría conseguir. Empezó a comer, viendo pasar el paisaje, con las piernas asomando entre los barrotes. Los otros esclavos de su jaula agarraron sus cuencos con gesto protector, temerosos de que alguien pudiera robárselos. Uno de ellos trató de robarle la comida a Kaladin el primer día. Casi le rompió el brazo a aquel hombre. Ahora todo el mundo lo dejaba en paz.

Y eso le parecía bien.

Comió con los dedos, ignorando la suciedad. Había dejado de reparar en la suciedad hacía meses. Odiaba sentirse parte de la misma paranoia que mostraban los demás. ¿Cómo podía no hacerlo, después de ocho meses de palizas, privaciones y brutalidad?

Combatió la paranoia. No se volvería igual que ellos. Aunque hubiera renunciado a todo lo demás, aunque se lo hubieran arrebatado todo, aunque ya no tuviera ninguna esperanza de escapar. Esto lo conservaría. Era un esclavo, pero no tenía por que pensar como uno de ellos.

Terminó lentamente la bazofia. Cerca de él, uno de los otros esclavos empezó a toser débilmente. Había diez esclavos en el carromato, todos hombres sucios y de barbas desgreñadas. Era uno de los tres carromatos que avanzaban en caravana por las Montañas Irreclamadas.

El sol ardía rojizo en el horizonte, como la parte más caliente del fuego de un herrero. Iluminaba las nubes con un chorro de color, pintado descuidadamente sobre un lienzo. Cubiertas de altas y monótonas hierbas verdes, las montañas parecían interminables. En un montículo cercano, una pequeña figura revoloteaba entre las plantas, danzando como un insecto nervioso. La figura era amorfa, vagamente transparente. Los vientospren eran espíritus maliciosos que tenían la manía de quedarse donde no eran queridos. Kaladin había albergado la esperanza de que este se aburriera y se marchara, pero cuando intentó apartar su cuenco de madera, descubrió que se le había pegado a los dedos.

El vientospren se rio, pasó zumbando, poco más que un lazo de luz sin forma. Kaladin maldijo, sacudiendo el cuenco. Los vientospren a menudo gastaban ese tipo de bromas. Tiró del cuenco, y finalmente se soltó. Gruñendo, lo lanzó a uno de los otros esclavos. El hombre empezó a lamer rápidamente los restos de la porquería.

—Eh —susurró una voz.

Kaladin se volvió a mirar hacia un lado. Un esclavo de piel oscura y pelo enmarañado se arrastraba hacia él, con timidez, como temiendo que Kaladin se enfadara.

—No eres como los demás. —Los negros ojos del esclavo se dirigieron hacia la frente de Kaladin, que llevaba tres marcas. Las dos primeras componían un par de glifos que le habían dado hacía ocho meses, su último día en el ejército de Amaram. La tercera era más reciente, concedida por su amo más reciente. «Shash», decía el último glifo. Peligroso.

El esclavo tenía la mano oculta entre sus harapos. ¿Un cuchillo? No, eso era ridículo. Ninguno de estos esclavos podría haber ocultado un arma: las hojas ocultas que Kaladin llevaba en el cinturón eran lo máximo que podía uno lograr. Pero los viejos instintos no podían ser desterrados fácilmente, así que Kaladin vigiló esa mano.

—He oído hablar a los guardias —continuó diciendo el esclavo, acercándose un poco más. Tenía un tic que le hacía parpadear con frecuencia—. Dicen que has intentado escapar antes. Que has escapado, de hecho.

Kaladin no respondió.

—Mira —dijo el esclavo, sacando la mano de detrás de sus harapos y revelando su cuenco de bazofia. Estaba medio lleno—. Llévame contigo la próxima vez —susurró—. Te daré esto. La mitad de mi comida a partir de ahora hasta que escapemos. Por favor —mientras hablaba, atrajo a unos pocos hambrespren. Parecían moscas marrones que revoloteaban alrededor de su cabeza, casi demasiado pequeños para que pudieran ser vistos.

Kaladin se volvió a contemplar las interminables colmas y las hierbas siempre en cambiante movimiento. Apoyó un brazo en los barrotes y descansó la cabeza contra él, las piernas todavía colgando por fuera.

—¿Bien? —preguntó el esclavo.

—Eres un idiota. Si me dieras la mitad de tu comida, estarías demasiado débil para huir, si yo fuera a hacerlo. Cosa que no haré. No funciona.

—Pero…

—Diez veces —susurró Kaladin—. Diez intentos de escapatoria en diez meses, huyendo de cinco amos distintos. ¿Y cuántas de ellas salieron bien?

—Bueno…, quiero decir…, todavía estás aquí…

Ocho meses. Ocho meses como esclavo, ocho meses de bazofia y palizas. Bien podría haber sido una eternidad. Apenas recordaba ya el ejército.

—No te puedes esconder si eres esclavo —dijo Kaladin—. No con esta marca en la frente. Sí, escapé unas cuantas veces. Pero siempre me encontraron. Y entonces tuve que regresar.

Antaño, lo llamaban afortunado. Benditormenta. Eran patrañas: en todo caso, Kaladin tenía mala suerte. Los soldados eran supersticiosos, y aunque inicialmente se había resistido a su manera de pensar, cada vez le fue resultando más difícil. Todas las personas a las que había intentado proteger acabaron muertas. Y ahora aquí estaba él, en una situación aún peor que cuando empezó. Era mejor no resistir. Esta era su suerte, y se resignaba a ella.

Había cierto poder, cierta libertad en eso. La libertad de no tener que preocuparse.

El esclavo acabó por comprender que Kaladin no iba a decir nada más, así que se retiró y se puso a comer su bazofia. Los carromatos continuaron rodando, los campos de verde extendiéndose en todas direcciones. La zona que los rodeaba, sin embargo, estaba pelada. Cuando se acercaban, la hierba se retiraba, cada tallo individual se replegaba en un agujero en la piedra. Después de que pasaran las carretas, la hierba volvía a asomar tímidamente y extendía sus hojas hacia el aire. Y así, los carromatos avanzaban por lo que parecía ser un camino de roca, despejado solo para ellos.

Avanzados en las Montañas Irreclamadas, las tormentas eran increíblemente poderosas. Las plantas habían aprendido a sobrevivir. Eso era lo que había que hacer, aprender a sobrevivir. Prepárate, capea la tormenta.

Kaladin captó el olor de otro cuerpo sucio y sudoroso y oyó el ruido de pasos arrastrándose. Miró receloso hacia un lado, esperando ver al mismo esclavo otra vez.

Pero este era un hombre distinto. Tenía una larga barba negra manchada de migas de comida y retorcida por la suciedad. Kaladin mantenía su barba más corta, pues permitía que los mercenarios de Tvlakv se la recortaran periódicamente. Como Kaladin, el esclavo vestía los restos de un saco marrón atado con un harapo y era un ojos oscuros, naturalmente, quizá tenía los ojos de un verde oscuro profundo, aunque con los ojos oscuros era difícil decir. Todos parecían marrones o negros a menos que los vieras a la luz adecuada.

El recién llegado se retiró, levantando las manos. Tenía un sarpullido en una de ellas, la piel levemente descolorida. Probablemente se había acercado porque había visto a Kaladin responderle al otro hombre. Los esclavos le habían tenido miedo desde el primer día, pero también sentían mucha curiosidad por él.

Kaladin suspiró y dio media vuelta. El esclavo se sentó, vacilante.

—¿Te importa si te pregunto cómo has acabado siendo esclavo, amigo? No puedo dejar de preguntármelo. Nos lo preguntamos todos.

A juzgar por el acento y el pelo oscuro, el hombre era alezi, como Kaladin. La mayoría de los esclavos lo eran. Kaladin no respondió a la pregunta.

—Yo robé un rebaño de chulls —dijo el hombre. Tenía una voz rasposa, como hojas de papel que rozaran entre sí—. Si me hubiera llevado un solo chull, tal vez me habrían dado unos azotes. Pero un rebaño entero… Diecisiete cabezas —se rio para sí, admirado de su propia audacia.

Al fondo de la carreta, alguien volvió a toser. Eran un grupo lamentable, incluso tratándose de esclavos. Débiles, enfermos, mal nutridos. Algunos, como Kaladin, eran fugitivos recalcitrantes, aunque Kaladin era el único que tenía la marca del «shash». Eran los más indignos de una casta indigna, comprados de saldo. Probablemente serían vendidos de nuevo en algún lugar remoto donde hiciera falta desesperadamente mano de obra. Había muchas ciudades pequeñas e independientes a lo largo de la costa de las Montañas Irreclamadas, lugares donde las reglas vorin sobre el empleo de esclavos eran solo un rumor lejano.

Seguir ese camino era peligroso. Nadie gobernaba estas tierras, y al atajar por terreno descubierto y apartarse de las rutas establecidas de comercio, Tvlakv podía encontrarse fácilmente con un puñado de mercenarios sin empleo. Hombres que no tenían honor y no temían matar a un amo de esclavos y a sus propiedades para robar unos cuantos chulls y unas cuantas carretas.

Hombres que no tenían honor. ¿Había hombres que lo tuvieran?

«No —pensó Kaladin—. El honor murió hace ocho meses.»

—¿Y bien? —preguntó el hombre de la barba hirsuta—. ¿Qué hiciste para acabar como esclavo?

Kaladin alzó de nuevo el brazo contra los barrotes.

—¿Cómo te capturaron a ti?

—Eso es lo raro —dijo el hombre. Kaladin no había respondido a su pregunta, pero él sí que había contestado. Eso parecía suficiente—. Fue una mujer, claro. Tendría que haber sabido que acabaría por venderme.

—No tendrías que haber robado chulls. Demasiado lentos. Los caballos habrían sido mejor.

El hombre se rio.

—¿Caballos? ¿Qué crees que soy, un loco? Si me hubieran pillado robando caballos, me habrían ahorcado. Los chulls al menos solo me ganaron una marca de esclavo.

Kaladin miró hacia un lado. La marca de la frente del hombre era más antigua que la suya, la piel alrededor de la cicatriz blanqueada. ¿Qué ponía en aquel glifo?

Sas morom —dijo Kaladin. Era el nombre del distrito donde el hombre había sido marcado originalmente.

El hombre alzó la cabeza, sorprendido.

—¡Eh! ¿Conoces los glifos? —Varios de los esclavos cercanos se agitaron al advertir esta rareza—. Tu historia debe de ser aún mejor de lo que creía, amigo.

Kaladin contempló la hierba que se agitaba con la suave brisa. Cada vez que el viento arreciaba, los tallos de hierba más sensibles se encogían en sus madrigueras, dejando el paisaje a parches, como la piel de un caballo enfermo. Aquel vientospren seguía allí, moviéndose entre la hierba. ¿Cuánto tiempo llevaba siguiéndolo? Al menos un par de meses ya. Eso era muy extraño. Tal vez no se trataba del mismo. Resultaba imposible distinguirlos.

—¿Bien? —instó el hombre—. ¿Por qué estás aquí?

—Hay muchas razones por las que estoy aquí —replicó Kaladin—. Fracasos. Delitos. Traiciones. Probablemente por lo mismo que la mayoría de nosotros.

A su alrededor, varios de los hombres gruñeron, mostrando su asentimiento; uno de aquellos gruñidos degeneró en una tos lastimosa. «Tos chirriante —pensó una parte de la mente de Kaladin—, acompañada de exceso de flema y murmullos febriles de noche. Parece el final.»

—Bueno —dijo el hombre charlatán—, quizá debería hacer una pregunta distinta. Sé más concreto, es lo que decía siempre mi madre. Di lo que pretendes y pide lo que quieres. ¿Cuál es la historia que te hizo conseguir esa marca que llevas?

Kaladin se sentó, sintiendo el carromato sacudirse y rodar bajo él.

—Maté a un ojos claros.

Su desconocido compañero silbó de nuevo, esta vez con más admiración que antes.

—Me sorprende que te dejaran vivir.

—Matar al ojos claros no es lo que me convirtió en esclavo —dijo Kaladin—. El problema es al que no maté.

—¿Cómo es eso?

Kaladin negó con la cabeza, luego dejó de responder a las preguntas del charlatán. El hombre acabó por dirigirse a la parte delantera de la carreta, se sentó y se puso a mirarse los pies descalzos.

Horas más tarde, Kaladin seguía sentado en el mismo sitio, acariciando absorto los glifos de su frente. Esta era su vida, un día tras otro, viajar en estas malditas carretas.

Sus primeras marcas habían sanado hacía mucho tiempo, pero la piel alrededor de la marca del shash estaba roja, irritada, y cubierta de postillas. Latía, casi como un segundo corazón. Dolía aun más que la quemadura que sufrió cuando agarró el asa caliente de una olla cuando era niño.

Las lecciones que su padre le había enseñado susurraron en el fondo de su cerebro, recordando la manera adecuada de tratar una quemadura. Aplicar un ungüento para impedir la infección, lavarla a diario. Esos recuerdos no suponían ningún consuelo, sino una molestia. No tenía hojas de trébol ni aceite de lister: ni siquiera tenía agua para lavar la herida.

Las partes que habían desarrollado la postilla le tiraban de la piel, haciendo que sintiera la frente tensa. Apenas podía pasar unos pocos minutos sin arrugar el ceño e irritar la herida. Se había acostumbrado a tocarse y secar la sangre que manaba de las grietas: tenía manchada toda la parte derecha de la frente. Si hubiera tenido un espejo, probablemente habría localizado los diminutos putrispren rojos reunidos alrededor de la herida.

El sol se puso por el oeste, pero los carromatos siguieron rodando. Salas Violeta asomó al horizonte por oriente, vacilante al principio, como para asegurarse de que se había puesto el sol. Era una noche despejada, y las estrellas titilaban en lo alto. La Cicatriz de Taln (un puñado de estrellas rojo oscuro que destacaban vibrantes entre el parpadeo de las blancas) estaba alta en el cielo esta estación.

El esclavo que tosía antes volvía a hacerlo. Una tos bronca, húmeda. En otro tiempo, Kaladin habría corrido a ayudar, pero algo en su interior había cambiado. Había intentado ayudar a tanta gente que ahora estaba muerta… Le parecía, irracionalmente, que ese hombre estaría mejor sin su interferencia. Después de fallarle a Tien, y luego a Dallet y su equipo, y luego a diez sucesivos grupos de esclavos, era difícil encontrar la fuerza de voluntad para volver a hacerlo.

Dos horas después de la Primera Luna Tvlakv finalmente ordenó parar. Sus dos brutales mercenarios bajaron de lo alto de los carromatos, y luego se dispusieron a encender una pequeña hoguera. El larguirucho Taran, el chico que les servía de criado, atendió a los chulls. Los grandes crustáceos eran casi tan grandes como las carretas. Se posaron, replegándose en sus caparazones para pasar la noche con unos puñados de grano. Finalmente, Tvlakv empezó a comprobar uno por uno a los esclavos, dando a cada uno un tazón de agua, asegurándose de que su inversión gozaba de buena salud. O, al menos, tan buena como podía esperarse de este pobre grupo.

Tvlakv empezó con el primer carromato, y Kaladin, todavía sentado, metió los dedos en su cinturón improvisado, comprobando las hojas que había escondido allí. Crujieron satisfactoriamente, y notó la aspereza de las hojas secas y tiesas contra su piel. Todavía no estaba seguro de lo que iba a hacer con ellas. Las había cogido en un impulso durante uno de los momentos en los que le habían permitido salir del carromato para estirar las piernas. Dudaba que nadie más en la caravana supiera reconocer el acónito negro con sus hojas estrechas de punta en forma de tenedor, así que no había sido un riesgo demasiado grande.

Ausente, sacó las hojas y las frotó entre el índice y la palma de su mano. Tenía que secarlas antes de que alcanzaran su potencia. ¿Por qué las llevaba? ¿Pretendía dárselas a Tvlakv y vengarse? ¿O era una contingencia, algo que conservar por si las cosas salían demasiado mal y se volvían demasiado insoportables?

«No habré caído tan bajo», pensó. Lo más probable era que se tratara de su instinto por apoderarse de un arma cuando veía una, no importaba lo poco corriente que fuera. El paisaje era oscuro. Salas era la más pequeña y la más tenue de las lunas, y aunque su color violeta había inspirado a incontables bardos, no hacía mucho para ayudarte a ver tu propia mano delante de tu cara.

—¡Oh! —dijo una suave voz femenina—. ¿Qué es eso?

Una figura transparente, de apenas un palmo de altura, asomó en el borde del suelo, cerca de Kaladin. Se subió a la carreta, como si escalara una alta meseta. El vientospren había tomado la forma de una mujer joven (los spren más grandes podían cambiar de forma y tamaño), de rostro anguloso y largo cabello ondulante que se convertía en bruma tras su cabeza. La mujer (Kaladin no podía dejar de pensar que el vientospren era una mujer) estaba formada de celestes y blancos y llevaba un sencillo vestido blanco de corte infantil que le llegaba hasta la mitad del muslo. Como el cabello, se convertía en bruma en la parte inferior. Sus pies, manos y rostro eran claramente definidos, y tenía las caderas y el busto de una mujer esbelta.

Kaladin la miró con el ceño fruncido. Los spren estaban por todas partes: se les ignoraba la mayor parte de las veces. Pero este era una rareza. El vientospren siguió avanzando, como si subiera por una escalera invisible. Llegó a una altura en la que pudo mirar a la mano de Kaladin, de modo que él cerró los dedos en torno a las hojas negras. La criatura rodeó su puño. Aunque brillaba como una imagen retinal tras contemplar el sol, su forma no proporcionaba ninguna iluminación real.

Se agachó, mirándole la mano desde diferentes ángulos, como una niña que esperara encontrar un caramelo oculto.

—¿Qué es? —su voz era como un susurro—. Puedes enseñármelo. No se lo diré a nadie. ¿Es un tesoro? ¿Has cortado un pedazo de la capa de la noche y lo has guardado? ¿Es el corazón de un escarabajo, diminuto pero poderoso?

Él no dijo nada, lo que provocó un puchero en la spren. La criatura flotó hacia arriba, gravitando aunque no tenía alas, y lo miró a los ojos.

—Kaladin, ¿por qué me ignoras?

Kaladin se sobresaltó.

—¿Qué has dicho?

Ella sonrió con picardía, y entonces dio un brinco y su figura se difuminó en un largo lazo blanco de luz blanquiazul. Salió disparada entre los barrotes, retorciendo y agitando el aire, como una tira de tela capturada por el viento, y se introdujo bajo la carreta.

—¡La tormenta te caiga encima! —dijo Kaladin, poniéndose en pie de un salto—. ¡Espíritu! ¿Qué has dicho? ¡Repite eso!

Los spren no usaban los nombres de la gente. No eran inteligentes. Los más grandes (como los vientospren o los ríospren) podían imitar voces y expresiones, pero no pensaban de verdad. No…

—¿Ha oído alguno de vosotros eso? —preguntó Kaladin, volviéndose hacia los otros ocupantes de la jaula. El techo apenas le permitía ponerse en pie. Los demás estaban tendidos, esperando recibir su ración de agua. No obtuvo ninguna respuesta más allá de unos cuantos murmullos para que se callara y unas toses por parte del hombre enfermo del rincón. Incluso el «amigo» de antes le ignoró. El hombre se había sumido en el estupor, mirándose los pies, y agitando de vez en cuando los dedos.

Tal vez no habían visto a la spren. Muchos de los más grandes eran invisibles, excepto para la persona a la que atormentaban. Kaladin se sentó en el suelo del carromato y asomó las piernas. La vientospren había dicho su nombre, pero sin duda solo repetía lo que había oído antes. Pero… Ninguno de los hombres del carromato sabía su nombre.

«Tal vez me estoy volviendo loco —pensó Kaladin—. Veo cosas que no existen. Oigo voces.»

Inspiró profundamente, y luego abrió la mano. La presión había quebrado y roto las hojas. Tendría que guardarlas para impedir nuevos…

—Esas hojas parecen interesantes —dijo la misma voz femenina—. Te gustan mucho, ¿no?

Kaladin dio un respingo y se torció hacia un lado. La vientospren flotaba en el aire junto a su cabeza, el vestido blanco ondulando con un viento que Kaladin no podía sentir.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó.

La vientospren no respondió. Caminó en el aire hacia los barrotes, asomó la cabeza, y vio a Tvlakv, el tratante de esclavos, administrar bebidas a los últimos esclavos del primer carromato. Miró de nuevo a Kaladin.

—¿Por qué no luchas? Lo hacías antes. Ahora lo has dejado.

—¿Y a ti qué te importa, espíritu?

Ella ladeó la cabeza.

—No lo sé —dijo, como sorprendida—. Pero me importa. ¿No es extraño?

Era más que extraño. ¿Qué podía interpretar de una spren que no solo usaba su nombre, sino que parecía recordar cosas que él había hecho hacía semanas?

—La gente no come hojas, Kaladin, ¿sabes? —dijo ella, cruzando sus brazos transparentes. Entonces ladeó la cabeza—. ¿O sí? No me acuerdo. Sois tan extraños, metiéndoos algunas cosas en la boca, y vertiendo otras cuando creéis que no hay nadie mirando.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—¿Cómo lo sabes tú?

—Lo sé porque…, porque es mío. Mis padres me lo dijeron. No lo sé.

—Bueno, pues yo tampoco —respondió ella, como si acabara de ganar una discusión importante.

—Bien. ¿Pero por qué usas mi nombre?

—Porque es educado. Y tú eres maleducado.

—¡Los spren no saben lo que eso significa!

Kaladin parpadeó. Bueno, estaba muy lejos del lugar donde había crecido, recorriendo piedras extranjeras y comiendo comida extranjera. Tal vez los spren que vivían aquí eran diferentes a los de casa.

—¿Por qué no luchas? —preguntó ella, posándose en sus piernas y mirándolo a la cara. No tenía ningún peso que Kaladin pudiera sentir.

—No puedo luchar —respondió él en voz baja.

—Lo hiciste antes.

Kaladin cerró los ojos y apoyó la cabeza contra los barrotes.

—Estoy cansado.

No se refería a la fatiga física, aunque ocho meses de comer sobras habían sustraído gran parte de la fuerza que había cultivado durante la guerra. Se sentía cansado. Incluso aunque durmiera lo suficiente. Incluso en aquellos raros días en que no tenía hambre, ni frío, ni se sentía dolorido tras una paliza. Tan cansado…

—Has estado cansado antes.

—He fracasado, espíritu —replicó él, cerrando con fuerza los ojos—. ¿Debes torturarme así?

Todos estaban muertos. Cenn y Dallet, y antes de eso Tukk y los Tomadores. Antes que eso, Tien. Antes de eso, sangre en sus manos y el cadáver de una joven de piel pálida.

Alguno de los esclavos cercanos murmuró, pensando probablemente que estaba loco. Cualquiera podía acabar atrayendo a un spren, pero aprendías pronto que hablar con uno de ellos carecía de sentido. ¿Estaba loco? Tal vez debería desear eso: la locura era una huida al dolor. En cambio, lo aterrorizaba.

Abrió los ojos. Tvlakv finalmente se acercaba al carromato de Kaladin con su cubo de agua. El hombre, grueso y de ojos marrones, caminaba con una leve cojera; resultado de una pierna rota, tal vez. Era thayleño, y todos los thayleños tenían las mismas barbas y cejas blancas, no importaba su edad ni el color del pelo de sus cabezas. Aquellas cejas crecían muy largas, y los thayleños las llevaban recogidas tras las orejas. Eso hacía que pareciera que tenía dos vetas blancas en su cabello, por lo demás negro.

Sus ropajes (pantalones de rayas rojas y negras con una camisola azul oscura a juego con el color de su gorra de lana) habían sido buenos en algún momento, pero ahora estaban hechos harapos. ¿Había sido alguna vez otra cosa que no fuera un tratante de esclavos? Esta vida (la indiferente compra y venta de carne humana) parecía tener un efecto en los hombres. Agotaba el alma, aunque llenara la faltriquera.

Tvlakv se mantuvo a distancia de Kaladin, y alzó su lámpara de aceite para inspeccionar al esclavo que tosía. Llamó a sus mercenarios. Bluth (Kaladin no sabía por qué se molestaba en aprender sus nombres) se acercó. Tvlakv habló en voz baja, y señaló al esclavo. Bluth asintió, el rostro pétreo recortado a la luz de la lámpara, y liberó el garrote de su cinto.

La vientospren tomó la forma de un lazo blanco, y luego voló hacia el hombre enfermo. Giró y se retorció unas cuantas veces antes de posarse en el suelo y convertirse de nuevo en una muchacha. Se inclinó para inspeccionar al hombre. Como una niña curiosa.

Kaladin dio media vuelta y cerró los ojos, pero todavía podía oír la tos. En el interior de su mente, la voz de su padre respondió con tono cuidadoso y preciso: «Para curar la tos chirriante, administra dos puñados de hiedra de sangre, en polvo, cada día. Si no la tienes, asegúrate de dar líquido en abundancia al paciente, preferiblemente con azúcar diluido. Mientras el paciente esté hidratado, lo más probable es que sobreviva. La enfermedad parece mucho peor de lo que es.»

«Lo más probable es que sobreviva…»

Las toses continuaron. Alguien abrió la puerta de la jaula. ¿Sabrían ayudar al hombre? La solución era tan sencilla. Dadle agua, y viviría.

No importaba. Era mejor no implicarse.

Hombres muriendo en el campo de batalla. Un rostro juvenil, tan familiar y querido, mirando a Kaladin en busca de salvación. Una espada abriendo un cuello. Un portador de esquirlada cargando a través de las filas de Amaram.

Sangre. Muerte. Fracaso. Dolor.

Y la voz de su padre. «¿De verdad puedes dejarlo, hijo? ¿Dejarlo morir cuando podrías haber ayudado?»

«¡Adelante!»

—¡Alto! —gritó Kaladin, poniéndose en pie.

Los otros esclavos retrocedieron. Bluth dio un respingo, cerró la puerta de la jaula y empuñó su garrote. Tvlakv se ocultó tras el mercenario, usándolo como escudo.

Kaladin inspiró profundamente, cerró una mano en torno a las hojas y luego se llevó la otra a la cabeza, para limpiar una mancha de sangre. Cruzó la pequeña jaula, los pies descalzos resonando sobre la madera. Bluth se quedó mirando mientras Kaladin se arrodillaba junto al hombre enfermo. La luz fluctuante iluminó un rostro alargado y demacrado y unos labios casi exangües. El hombre había tosido flema: era verdosa y densa. Kaladin palpó el cuello del hombre en busca de hinchazón, luego comprobó sus ojos marrón oscuro.

—Se llama tos chirriante —dijo Kaladin—. Vivirá si le dais un tazón extra de agua cada dos horas durante cinco días. Tendréis que obligarlo a tragarla. Mezcladla con azúcar, si tenéis.

Bluth se rascó su amplia barbilla, y luego miró al tratante de esclavos.

—Sácalo —dijo Tvlakv.

El esclavo herido despertó cuando Bluth descorrió el cerrojo de la jaula. El mercenario hizo un gesto a Kaladin con su garrote para que retrocediera, y Kaladin se retiró, reacio.

Tras guardar el garrote, Bluth agarró al esclavo por debajo de los brazos y lo sacó a rastras, mientras intentaba no apartar la mirada de Kaladin, cuyo último intento de huida había implicado a veinte esclavos armados. Su amo debería haberlo ejecutado por ello, pero dijo que Kaladin era «intrigante» y lo marcó con el shash, antes de venderlo por una miseria.

Siempre parecía haber un motivo para que Kaladin sobreviviera cuando aquellos a los que intentaba ayudar morían. Algunos hombres podrían haberlo considerado una bendición, pero él lo veía como una irónica especie de tormento. Cuando pertenecía a su anterior amo, había pasado algún tiempo hablando con un esclavo del oeste, un hombre de Selay que le había hablado de la Antigua Magia de sus leyendas y su capacidad para curar a la gente. ¿Podría ser eso lo que le estaba sucediendo a Kaladin?

«No seas necio», se dijo.

La puerta de la jaula se cerró de golpe. Las jaulas eran necesarias: Tvlakv tenía que proteger de las altas tormentas su frágil inversión. Las jaulas tenían costados de madera que podían ser levantados y cerrados durante las furiosas galernas.

Bluth arrastró al esclavo hasta la hoguera, junto al barril de agua sin abrir. Kaladin sintió que se relajaba. «Eso es —se dijo—. Tal vez puedas ayudar todavía. Tal vez haya un motivo para preocuparse.»

Kaladin abrió la mano y miró las hojas negras aplastadas que tenía en la palma. No las necesitaba. Dejarlas caer en la bebida de Tvlakv no habría sido difícil, pero sí inútil. ¿De verdad quería muerto al tratante de esclavos? ¿Qué conseguiría con eso?

Un grave chasquido sonó en el aire, seguido de un segundo, más sordo, como si alguien hubiera dejado caer una bolsa de grano. Kaladin alzó la cabeza y miró hacia el lugar donde Bluth había depositado al esclavo enfermo. El mercenario alzó su garrote una vez más, y entonces descargó un golpe que resonó al alcanzar el cráneo del esclavo.

El hombre no había murmurado un solo grito de dolor ni de protesta. Su cadáver se desplomó en la oscuridad. Bluth lo recogió con indiferencia y se lo cargó al hombro.

—¡No! —gritó Kaladin, saltando en la jaula y golpeando los barrotes con las manos.

Tvlakv se calentaba junto al fuego.

—¡La tormenta te lleve! —gritó Kaladin—. ¡Podría haber vivido, hijo de puta!

Tvlakv lo miró. Entonces, sin prisas, el tratante de esclavos se acercó, enderezando su gorra de lana azul oscuro.

—Os habría hecho enfermar a todos, ¿no lo ves? —su voz tenía un leve acento, y agrupaba las palabras sin darle énfasis a las sílabas adecuadas. Los thaylenses siempre parecía como si estuvieran murmurando—. No voy a perder un carromato entero por un hombre.

—¡Ha dejado ya la fase de contagio! —dijo Kaladin, golpeando de nuevo los barrotes con las manos—. Si alguno de nosotros fuera a pillar la tos, lo habría hecho ya.

—Espero que no lo hagáis. Creo que ya no puede salvarse.

—¡Te digo lo contrario!

—¿Y he de creerte, desertor? —dijo Tvlakv, divertido—. ¿Un hombre con ojos que arden y odian? Querrías matarme —se encogió de hombros—. No me importa. Mientras estés fuerte para cuando sea el momento de las ventas. Deberías bendecirme por salvarte de la enfermedad de ese hombre.

—Bendeciré tu túmulo cuando apile yo mismo las piedras —replicó Kaladin.

Tvlakv sonrió, y regresó junto al fuego.

—Conserva esa furia, desertor, y esa fuerza. Me pagarán bien cuando lleguemos.

«No si no llegas a vivir tanto», pensó Kaladin. Tvlakv siempre calentaba sobre el fuego los restos del agua del cubo que usaba para los esclavos. Se hacía un té con ella. Si Kaladin se asegurara de recibir el agua el último, y echaba las hojas en el…

Kaladin se detuvo, mirándose las manos. Con su frenesí, se había olvidado de que tenía en ellas el acónito negro. Había dejado caer los copos al golpear los barrotes. Solo unos pedacillos se le habían quedado pegados en las palmas, insuficientes para resultar potentes.

Dio media vuelta para mirar atrás: el suelo de la jaula estaba cubierto de mugre. Si los copos habían caído allí, era imposible recogerlos. El viento se levantó de pronto, expulsando polvo, migajas y tierra fuera del carromato, hacia la noche.

Incluso en esto Kaladin fracasaba.

Se derrumbó, de espaldas a los barrotes, e inclinó la cabeza. Derrotado. Aquella maldita vientospren siguió bailando a su alrededor, confusa.