Tienen la más terrible y aterradora de todas las Esquirlas. Reflexiona sobre eso un momento, viejo reptil, y dime si tu insistencia en la no intervención es firme. Porque te aseguro que Rayse no se inhibirá del mismo modo.
Dalinar parpadeó. El barracón atestado y tenuemente iluminado había desaparecido. En cambio, estaba de pie en medio de la oscuridad. El aire apestaba a grano seco, y cuando extendió la mano izquierda notó una pared de madera. Estaba en una especie de granero.
La fría noche era tranquila y nítida: no había ni rastro de ninguna tormenta. Se palpó al lado con cuidado. Su espada había desaparecido, igual que su uniforme. En cambio, llevaba una túnica sujeta por un cinturón y un par de sandalias. Era el tipo de ropa que había visto en las estatuas antiguas.
«Vientos de tormenta, ¿dónde me habéis enviado esta vez?»
Cada una de las visiones era diferente. Esta sería la duodécima que había visto.
«¿Solo doce?», pensó. Parecían muchas más, pero esto solo había empezado a sucederle hacía unos pocos meses.
Algo se movió en la oscuridad. Dalinar dio un respingo de sorpresa cuando algo vivo se apretujó contra él. Estuvo a punto de descargar un golpe, pero se detuvo al oír un gemido. Bajó con cuidado el brazo, palpando la espalda de la figura. Ligera y pequeña: una niña. Estaba temblando.
—Padre —su voz temblaba—. Padre, ¿qué está pasando?
Como de costumbre, lo veían como alguien de este tiempo y este lugar. La niña se abrazó a él, obviamente aterrorizada. Estaba demasiado oscuro para ver los miedospren que sospechaba ascendían a través del suelo.
Dalinar le puso una mano en la espalda.
—Silencio. Todo saldrá bien.
Parecía lo más adecuado que decir en aquel momento.
—Madre…
—Estará bien.
La niña se acurrucó contra él en la habitación oscura. Dalinar se quedó quieto. Algo iba mal. El edificio crujía con el viento. No estaba bien construido: la tabla bajo la mano de Dalinar estaba suelta, y tuvo la tentación de soltarla más para ver si podía asomarse. Pero la quietud, la niña aterrada… Había un olor extrañamente pútrido en el aire.
Algo arañó, muy suavemente, en la otra pared del granero. Como una uña que se arrastrara sobre la superficie de madera de una mesa.
La niña gimió, y el sonido cesó. Dalinar contuvo la respiración, el corazón latiéndole furiosamente. Por instinto, extendió la mano para invocar su hoja esquirlada, pero no sucedió nada. Nunca venía durante sus visiones.
La pared del fondo explotó hacia adentro.
Las astillas de madera volaron en la oscuridad mientras una forma enorme irrumpía. Iluminada solamente por el brillo de la luna y las estrellas, la negra criatura era más grande que un sabueso-hacha. Dalinar no pudo distinguir los detalles, pero parecía haber algo innatural en su forma.
La niña gritó, y Dalinar maldijo, agarrándola con un brazo y girando a un lado mientras la negra criatura saltaba hacia ellos. Casi alcanzó a la niña, pero Dalinar la apartó de su camino. Aterrorizada y sin aliento, su grito quedó interrumpido.
Dalinar se volvió y empujó a la niña tras él. Su costado chocó contra un puñado de sacos llenos de grano cuando empezó a apartarse. El granero estaba en silencio. La luz violeta de Sala brillaba en el cielo, fuera, pero la pequeña luna no era lo suficientemente brillante para iluminar el interior del granero, y la criatura se había agazapado en un hueco en sombras. Casi no podía verla.
Parecía parte de las sombras. Dalinar se tensó, los puños hacia delante. La criatura emitió un suave sonido sibilante, extraño y vagamente reminiscente al de un susurro rítmico.
«¿La respiración? —pensó Dalinar—. No. Nos está olfateando.»
La criatura saltó hacia delante. Dalinar alargó una mano hacia el costado y agarró uno de los sacos de grano y lo plantó delante. La bestia golpeó el saco, sus dientes se clavaron en él, y Dalinar tiró, rasgando la burda tela y provocando una fragante nube de polvo de lavis que flotó en el aire. Entonces se hizo a un lado y le dio una patada a la bestia con todas sus fuerzas.
Notó que era blanda bajo su pie, como si le hubiera dado una patada a un odre de agua. El golpe la derribó, y la criatura emitió un sonido sibilante. Dalinar lanzó la bolsa y su contenido restante hacia lo alto, llenando el aire de más lavis seco y polvo.
La bestia se incorporó y se dio la vuelta, la suave piel reflejando la luz de la luna. Parecía desorientada. Fuera lo que fuese, cazaba por el olor, y el polvo en el aire la confundía. Dalinar agarró a la niña y se la echó al hombro, y luego pasó corriendo ante la confusa bestia y atravesó el agujero en la pared rota.
Salió al exterior, iluminado por la luz violeta de la luna. Se encontraba en un pequeño lait, un amplio hueco en la piedra con drenaje lo bastante bueno para evitar inundaciones y un alto macizo de piedra para romper las altas tormentas. En este caso, la formación rocosa orientada al este tenía la forma de una ola enorme que procuraba refugio a una aldea.
Eso explicaba la fragilidad del granero. Las luces fluctuaban aquí y allá en el hueco, indicando un asentamiento de varias docenas de hogares. Se hallaba en el extrarradio. A su derecha había un pocilga, casas lejanas a la izquierda, y delante, contra la colina de roca, había una granja de tamaño mediano. La casita estaba construida con estilo arcaico, con ladrillos de crem por paredes.
Su decisión fue fácil. La criatura se había movido con rapidez, como un depredador. Dalinar no sería más rápido que ella, así que corrió hacia la granja. Detrás se oyó el sonido de la bestia atravesando el granero. Dalinar llegó a la casa, pero la puerta delantera estaba cerrada. Maldijo en voz alta y llamó con fuerza.
Las garras arañaban la piedra detrás mientras la bestia cargaba hacia ellos. Dalinar lanzó el hombro contra la puerta justo cuando esta se abría.
Cayó trastabillando y soltó a la niña mientras buscaba recuperar el equilibrio. Dentro había una mujer de mediana edad: la luz violeta reveló que tenía el pelo rizado y una expresión aterrorizada en los ojos. Cerró la puerta tras él y luego colocó una barra.
—Alabados sean los Heraldos —exclamó, recogiendo a la niña—. La encontraste, Heb. Bendito seas.
Dalinar se acercó a la ventana sin cristales y se asomó. El postigo parecía roto, haciendo imposible cerrarla del todo.
No pudo ver a la criatura. Miró por encima del hombro. El suelo del edificio era de simple piedra y solo había una planta. Una chimenea de ladrillo apagada en un rincón, con una burda marmita de hierro colgando. Todo parecía muy primitivo. ¿En qué año estaba?
«Es solo una visión —se dijo—. Un sueño despierto.»
¿Pero entonces por qué parecía tan real?
Miró de nuevo por la ventana. Fuera todo estaba en silencio. Una hilera doble de rocapullos crecía en el lado derecho del patio, probablemente curnips o algún otro tipo de vegetal. La luz de la luna se reflejaba en el suelo liso. ¿Dónde estaba la criatura? ¿Se había…?
Algo negro y de piel lustrosa saltó desde abajo y chocó contra la ventana. Rompió el marco y Dalinar maldijo, cayendo hacia atrás mientras la criatura aterrizaba encima de él. Algo afilado le lastimó la cara, abriéndole un tajo en la mejilla y manchándolo de sangre.
La niña volvió a chillar.
—¡Luz! —gritó Dalinar—. ¡Dadme luz!
Descargó un puñetazo a un lado de la blanda cabeza de la bestia, usando el otro brazo para rechazar una garra. La mejilla le ardía de dolor, y algo le arañó el costado, rasgando su túnica y cortando su piel.
Con un empujón, se la quitó de encima. La bestia chocó contra la pared, y él se puso en pie, jadeando. Mientras la criatura se erguía en la habitación oscura, Dalinar se volvió, los viejos instintos ocupando su sitio, el dolor evaporándose mientras la Emoción de la batalla se apoderaba de él. ¡Necesitaba un arma! Un banco o la pata de una mesa. La habitación era tan…
La luz fluctuó cuando la mujer descubrió una lámpara de barro. Era primitiva y usaba aceite, no luz tormentosa, pero fue más que suficiente para iluminar su rostro aterrorizado y a la niña aferrada a su túnica. La habitación tenía una mesa baja y un par de taburetes, pero los ojos de Dalinar se dirigieron a la pequeña chimenea.
Allí, brillando como una de las hojas de honor de las antiguas leyendas, había un sencillo atizador de hierro. Estaba apoyado contra la chimenea de piedra, la punta blanca de ceniza. Dalinar se abalanzó hacia delante, lo agarró con una mano, lo retorció para sentir su temple. Estaba entrenado en la pose de viento clásica, pero asumió mejor la pose de humo, ya que era mejor con un arma imperfecta. Un pie hacia delante, un pie detrás, la espada (o, en este caso, el atizador) extendida hacia delante con la punta hacia el corazón de su oponente.
Solo años de entrenamiento le permitieron mantener la pose mientras veía a qué se enfrentaba. La piel lisa y oscura como la medianoche de la criatura reflejaba la luz como un charco de alquitrán. No tenía ojos visibles y sus dientes negros como cuchillos asomaban en una cabeza situada sobre un cuello sinuoso y sin huesos. Las seis patas eran finas y se doblaban por los lados, como si fueran demasiado endebles para soportar el peso del cuerpo fluido y negro como la tinta.
«Esto no es una visión —pensó Dalinar—. Es una pesadilla.»
La criatura alzó la cabeza, chasqueando los dientes, y emitió un sonido sibilante. Saboreaba el aire.
—Dulce sabiduría de Battar —jadeó la mujer, abrazando a la niña. Sus manos temblaban mientras alzaba la lámpara, como para usarla como arma.
Un sonido de roce llegó desde fuera, y fue seguido por otro grupo de patas que asomaban por encima del alféizar de la ventana rota. Esta nueva bestia entró en la habitación, uniéndose a su compañera, que se agazapaba ansiosa, olisqueando a Dalinar. Parecía temerosa, como si pudiera sentir que se enfrentaba a un oponente armado…, o al menos decidido.
Dalinar se maldijo a sí mismo por idiota, mientras se llevaba una mano al costado para contener la sangre. Sabía, lógicamente, que estaba en el barracón con Renarin. Todo esto sucedía en su mente: no había ninguna necesidad de luchar.
Pero todos los instintos, todos los fragmentos de honor que tenía, lo impulsaron a interponerse entre la mujer y las bestias. Visión, memoria o delirio, no podía permanecer al margen.
—Heb —dijo la mujer con voz nerviosa. ¿Como quién lo veía? ¿Como su marido? ¿Un jornalero?—. ¡No seas loco! No sabes cómo…
Las bestias atacaron. Dalinar saltó hacia delante (permanecer en movimiento era la esencia de la pose de humo) y se desplazó entre las criaturas, golpeando a un lado con el atizador. Alcanzó a la de la izquierda, abriéndole un tajo en su piel demasiado lisa. La herida sangró humo.
Moviéndose tras las criaturas, Dalinar volvió a golpear, dirigiéndose hacia las patas de la bestia ilesa y haciendo que perdiera el equilibrio. En el contragolpe, golpeó con el lado del atizador la cara de la bestia herida cuando esta se volvía y lo atacaba.
La vieja Emoción, la sensación de la batalla, lo consumía. No lo enfurecía, como hacía con algunos hombres, sino que todo se volvía más claro, más nítido. Sus músculos se movían con facilidad, respiraba más profundamente. Cobraba vida.
Saltó hacia atrás mientras las criaturas avanzaban. Con una patada, derribó la mesa, lanzándola a una de las bestias. Lanzó el atizador contra las fauces abiertas de la otra. Como esperaba, el interior de la boca era sensible. La criatura dejó escapar un siseo dolorido y retrocedió.
Dalinar se dirigió a la mesa volcada y le arrancó una de las patas. La recogió, asumiendo la pose de humo de la espada y el puñal. Usó la pata de madera para mantener a la criatura a raya mientras golpeaba tres veces la cara de la otra, abriendo un surco en su mejilla del cual sangró un humo que brotó como un siseo.
Hubo gritos lejanos fuera. «Sangre de mis padres —pensó—. No son las dos únicas.» Tenía que terminar, y rápido. Si la lucha se alargaba, las bestias lo agotarían más rápido de lo que las agotaría él. ¿Quién sabía siquiera si estas bestias se cansaban?
Con un grito, saltó hacia delante. El sudor corría por su frente, y la habitación pareció hacerse ahora levemente más oscura. O, no, más enfocada. Solo él y las bestias. El único viento era el de sus armas, el único sonido el de sus pies golpeando el suelo, la única vibración la de su corazón latiendo.
Su súbito remolino de golpes aturdió a las criaturas. Golpeó a una con la pata de la mesa, obligándola a retroceder, y luego se abalanzó contra la otra, ganándose un arañazo en el brazo cuando clavó el atizador en el pecho de la bestia. La piel resistió al principio, pero luego se rompió, y después de eso el atizador la atravesó fácilmente.
Un poderoso chorro de humo brotó en torno a la mano de Dalinar. Liberó el brazo, y la criatura se desplomó, las patas cada vez más finas, el cuerpo deshinchándose como si fuera un odre agujereado.
Sabía que se había expuesto al atacar. No pudo hacer otra cosa sino alzar los brazos cuando la otra bestia saltó hacia él, arañándole la frente y el brazo y mordiéndole el hombro. Dalinar gritó y golpeó una y otra vez la cabeza de la bestia con la pata de la mesa. Trató de empujar hacia atrás a la criatura, pero era terriblemente fuerte.
Así que Dalinar se dejó caer al suelo y lanzó una patada hacia arriba que volteó a la bestia por encima de su cabeza. Los colmillos se soltaron del hombro de Dalinar con un borbotón de sangre. La bestia golpeó el suelo en un revuelo de patas negras.
Aturdido, Dalinar se puso en pie y adoptó su pose. «Mantén siempre la pose.» La criatura se incorporó casi al mismo tiempo, y Dalinar ignoró el dolor, ignoró la sangre, dejando que la Emoción lo concentrara. Extendió el atizador. La pata de la mesa se le había caído de los dedos cubiertos de sangre.
La bestia se agazapó y luego cargó. Dalinar dejó que la naturaleza fluida de la pose de humo lo dirigiera, se hizo a un lado y golpeó con el atizador las patas de la criatura. La bestia tropezó mientras Dalinar se daba la vuelta, empuñando el atizador con ambas manos y clavándola directamente en su lomo.
El poderoso golpe rompió la piel, atravesó el cuerpo de la criatura, y el atizador chocó contra el suelo de piedra. La criatura se estremeció, las patas se agitaron descontroladas, mientras de los agujeros de su espalda y su vientre empezaba a salir humo. Dalinar se apartó, se limpió la sangre de la frente y soltó el arma, que todavía empalaba a la bestia, y resonó en el suelo.
—Por los Tres Dioses, Heb —susurró la mujer.
Él se volvió y la vio completamente anonadada mientras contemplaba los cadáveres de las bestias desinflándose.
—Tendría que haber ayudado —murmuró—, tendría que haber cogido algo para golpearlas. Pero fuiste tan rápido… Fueron…, fueron solo unos segundos ¿Dónde…? ¿Cómo…? —lo miró—. Nunca he visto nada igual, Heb. Luchaste como… como uno de los mismísimos Radiantes. ¿Dónde aprendiste eso?
Dalinar no respondió. Se quitó la camisa, haciendo una mueca al notar que el dolor de sus heridas regresaba. Solo la mordedura del hombro era peligrosa: el brazo izquierdo empezaba a entumecerse. Rasgó la camisa por la mitad, ató una parte en el arañazo de su frente y luego apretó el resto contra el hombro. Se acercó y extrajo el atizador del cuerpo desinflado, que ahora parecía un saco de tinta negra. Se dirigió luego a la ventana. Las otras casas mostraban signos de estar siendo atacadas: había fuego y gritos lejanos sonando en el viento.
—Tenemos que llegar a un sitio seguro —dijo—. ¿Hay alguna bodega cerca?
—¿Qué?
—Una cueva en la roca, natural o hecha por el hombre.
—No hay cuevas —dijo la mujer, reuniéndose con él en la ventana—. ¿Cómo podrían los hombres hacer un agujero en la roca?
Con una espada esquirlada o una animista. O incluso con minería básica, aunque eso podría ser difícil, ya que el crem sellaría las cavernas y las lluvias de las altas tormentas suponían un potente riesgo de inundaciones. Dalinar se asomó de nuevo a la ventana. Sombras oscuras se movían a la luz de la luna: algunas venían en su dirección.
Se tambaleó, mareado. La pérdida de sangre. Apretando los dientes, se apoyó en el marco de la ventana. ¿Cuánto tiempo iba a durar esta visión?
—Necesitamos un río. Algo que borre la pista de nuestro olor. ¿Hay uno cerca?
La mujer asintió, la cara pálida cuando advirtió las formas oscuras en la noche.
—Coge a la niña, mujer.
—«¿La niña?» Es Seeli, nuestra hija. ¿Y desde cuándo me llamas mujer? ¿Tan difícil es decir Taffa? Por los vientos de la tormenta, Heb, ¿qué te ha pasado?
Él sacudió la cabeza, se dirigió a la puerta y la abrió, todavía con el atizador en la mano.
—Trae la lámpara. La luz no nos traicionará: no creo que puedan ver.
La mujer obedeció, corrió a recoger a Seeli, que parecía tener seis o siete años, y luego siguió a Dalinar al exterior, la frágil llama de la lámpara de barro temblando en la noche. Parecía una zapatilla.
—¿El río? —preguntó Dalinar.
—Sabes dónde…
—Me golpeé la cabeza, Taffa. Estoy mareado. Me cuesta pensar.
La mujer pareció preocuparse por eso, pero aceptó su respuesta. Señaló.
—Vamos —dijo él, internándose en la oscuridad—. ¿Son comunes los ataques de estas bestias?
—¡Durante la Desolación, tal vez, pero no ahora! Vientos de tormenta, Heb. Tenemos que llevarte a…
—No —dijo él—. Continuamos en marcha.
Siguieron por un camino que conducía a la parte trasera de la formación en forma de ola. Dalinar miraba de vez en cuando hacia la aldea. ¿Cuánta gente estaba muriendo allá abajo, asesinada por aquellas bestias de Condenación? ¿Dónde estaban los soldados del señor de las tierras?
Tal vez esta aldea era demasiado remota, demasiado alejada de la protección directa de un consistor. O quizá las cosas no funcionaban así en esta era, en este lugar. «Llevaré a la mujer y a la niña al río, y luego regresaré para organizar una resistencia. Si queda alguien.»
La idea parecía risible. Tenía que usar el atizador para apoyarse al andar. ¿Cómo iba a organizar una resistencia?
Resbaló en una parte empinada del sendero, y Taffa soltó la lámpara y lo agarró por el brazo, preocupada. El terreno era áspero, con peñascos y rocapullos que extendían sus hojas y enredaderas a la noche fría y húmeda. Se agitaban al viento. Dalinar se irguió, luego le asintió a la mujer, indicándole que continuara.
Un leve roce sonó en la noche. Dalinar se volvió, tenso.
—¿Heb? —preguntó la mujer, asustada.
—Alza la luz.
Ella levantó la lámpara, iluminando la colina de un amarillo fluctuante. Una docena de manchas de medianoche, de pieles demasiado lisas, se arrastraban sobre peñascos y rocapullos. Incluso sus dientes y garras eran negros.
Seeli gimió, acercándose a su madre.
—Corred —dijo Dalinar en voz baja, alzando su atizador.
—Heb, están…
—¡Corred!
—¡Están también delante de nosotros!
Dalinar se volvió y vio los oscuros parches delante. Maldijo y miró alrededor.
—Allí —dijo, señalando una formación rocosa cercana. Era alta y plana. Empujó a Taffa hacia delante, y ella tiró de Seeli, sus vestidos azules de una sola pieza agitándose al viento.
Ellas corrieron con más rapidez de lo que él podía en su estado, y Taffa llegó primero a la pared de roca. Alzó la cabeza, como dispuesta a escalar hasta la cima. Estaba demasiado empinado para eso. Dalinar solo quería algo sólido que tener a la espalda. Se plantó en una sección plana y descubierta ante la formación rocosa y alzó su arma. Las negras bestias se arrastraban cuidadosamente sobre las piedras. ¿Podría distraerlas de algún modo y dejar que las dos huyeran? Se sentía mareado.
«Qué no daría por mi armadura esquirlada…»
Seeli gimió. Su madre trató de consolarla, pero la voz de la mujer no transmitía confianza. Lo sabía. Sabía que aquellos bultos de oscuridad, como noche viviente, las harían pedazos. ¿Qué palabra había empleado? Desolación. El libro hablaba de ellas. Las Desolaciones habían sucedido durante los casi míticos días de sombras, antes de que empezara la verdadera historia. Antes de que la humanidad derrotara a los Vaciadores y llevara la guerra al cielo.
Los Vaciadores. ¿Era eso lo que eran estos seres? Mitos. Mitos que cobraban vida para matarlo.
Algunas de las criaturas se abalanzaron, y él sintió la Emoción brotar de nuevo en su interior, dándole fuerzas mientras se revolvía. Las bestias retrocedieron, cautelosas, buscando puntos débiles. Otras olisquearon el aire, caminando de un lado a otro. Querían alcanzar a la mujer y la niña.
Dalinar saltó hacia ellas, obligándolas a retroceder, sin saber muy bien de dónde sacaba fuerzas. Una se acercó y él la golpeó, adoptando la pose del viento, la más familiar. Los golpes certeros, la gracia.
Golpeó a la bestia, alcanzándola en el flanco, pero otras dos saltaron hacia él desde los costados. Las garras le arañaron la espalda, y el peso lo lanzó contra las piedras. Maldijo, golpeó a una criatura y la empujó hacia atrás. Otra le mordió la muñeca, haciendo que soltara el atizador con un destello de dolor. Gritó y descargó un puñetazo contra las fauces de la criatura, que se abrieron por reflejo, liberándole la mano.
Los monstruos avanzaron. De algún modo, Dalinar se puso en pie y se apoyó contra la pared de roca. La mujer le lanzó la lámpara a una criatura que se acercaba demasiado, extendiendo aceite por las piedras, que salieron ardiendo. El fuego no pareció molestar a las criaturas.
El movimiento dejó al descubierto a Seeli, ya que Taffa perdió el equilibrio al lanzar la lámpara. Un monstruo la derribó, y otros saltaron hacia la niña…, pero Dalinar saltó hacia ella, la rodeó con sus brazos, se agachó para cubrirla y le dio la espalda a las bestias. Una saltó sobre su espalda. Las garras le arañaron la piel.
Seeli gimió aterrorizada. Taffa gritó cuando los monstruos la asaltaron.
—¿Por qué me mostráis esto? —le gritó Dalinar a la noche—. ¿Por qué he de vivir esta visión? ¡Malditos seáis!
Las garras se hundieron en su espalda. Agarró a Seeli, arqueándose de dolor. Volvió la mirada arriba, hacia el cielo.
Y allí vio una brillante luz azul cayendo por el aire.
Era como una roca de estrella, cayendo a velocidad increíble. Dalinar gritó cuando la luz golpeó el suelo a poca distancia, quebrando la piedra, lanzando esquirlas por los aires. El suelo se estremeció. Las bestias se detuvieron.
Dalinar se volvió aturdido hacia un lado, y luego vio con sorpresa que la luz se levantaba y desplegaba sus miembros. No era una estrella. Era un hombre, un hombre con una brillante armadura esquirlada azul, con una hoja esquirlada, y fragmentos de luz tormentosa brotando de su cuerpo.
Las criaturas sisearon furiosamente y se abalanzaron de pronto hacia la figura, ignorando a Dalinar y a la madre y la niña. El portador de la esquirlada alzó la hoja y golpeó con pericia, deteniendo los ataques.
Dalinar no daba crédito a sus ojos. No se parecía a ningún portador de esquirlada que hubiera visto. La armadura brillaba con una luz azul regular, y en el metal había grabados glifos, algunos familiares, otros no. Desprendían vapor azul.
Moviéndose con fluidez, con la armadura tintineando, el hombre golpeó a las bestias. Partió sin esfuerzo a un monstruo en dos, lanzando a la noche pedazos que escupían humo negro.
Dalinar se acercó a Taffa. Estaba viva, aunque tenía el costado lastimado y en carne viva. Seeli tiraba de ella, llorando. «Tengo que…, hacer algo…», pensó Dalinar, aturdido.
—Quedad en paz —dijo una voz.
Dalinar dio un respingo y se volvió para ver a una mujer con una delicada armadura esquirlada arrodillarse junto a él. Llevaba algo brillante. Era un topacio entrelazado con berilo, ambos dentro de un bello marco de metal, cada piedra tan grande como la mano de un hombre. La mujer tenía ojos pardos claros que casi parecían brillar en la noche, y no llevaba ningún yelmo. Tenía el pelo recogido en un moño. Alzó una mano y le tocó la frente.
El hielo se extendió por todo su cuerpo. De pronto, el dolor desapareció.
La mujer tocó también a Taffa. La carne de su brazo volvió a crecer en un abrir y cerrar de ojos, el músculo rasgado se quedó como estaba, pero otra carne creció donde habían arrancado los trozos. La piel lo cubrió todo por igual, y la portadora de esquirlada limpió la sangre y la carne lacerada con un paño blanco. Taffa alzó la mirada, asombrada.
—Vinisteis —susurró—. Bendito sea el Todopoderoso.
La portadora se levantó; su armadura brillaba con luz ámbar. Sonrió y se volvió hacia el lado. Una espada esquirlada se formó de la bruma en su mano mientras corría a ayudar a su compañero.
«Una mujer portadora», pensó Dalinar. Nunca había visto algo igual.
Se levantó, vacilante. Se sentía fuerte y sano, como si acabara de despertar tras una buena noche de sueño. Se miró el brazo y retiró el vendaje improvisado. Tuvo que secar la sangre y algo de piel rasgada, pero debajo la piel había sanado por completo. Inspiró profundamente unas cuantas veces. Entonces se encogió de hombros, recogió su atizador y se unió a la pelea.
—¿Heb? —llamó Taffa desde atrás—. ¿Te has vuelto loco?
No respondió. No podía quedarse cruzado de brazos mientras dos desconocidos luchaban para protegerlo. Había docenas de criaturas negras. Una de ellas lanzó una garra contra el portador de azul, y la garra marcó la armadura, hundiéndola y arañándola. El peligro que corrían estos portadores era real.
La portadora se volvió hacia Dalinar. Ahora llevaba el yelmo. ¿Dónde se lo había puesto? Pareció sorprendida al ver que Dalinar se abalanzaba contra una de las bestias negras y la golpeaba con su atizador. Luego, Dalinar asumió su pose de humo y se protegió del contraataque. La portadora se volvió hacia su compañero, y luego los dos asumieron sus poses formando un triángulo con Dalinar.
Con los dos portadores a su lado, la lucha fue notablemente mejor que en la casa. Solo consiguió eliminar a una bestia, pues eran rápidas y fuertes, y él luchaba a la defensiva, tratando de distraer y evitar la presión sobre los portadores. Las criaturas no se retiraron. Continuaron su ataque hasta que la portadora cortó en dos a la última.
Dalinar se detuvo, jadeando, y bajó el atizador. Otras luces habían caído, y seguían cayendo del cielo en dirección a la aldea. Presumiblemente, algunos de estos extraños portadores habían aterrizado allí también.
—Bien —dijo una fuerte voz—. He de decir que nunca antes había tenido el placer de combatir junto a un camarada con medios tan… poco convencionales.
Dalinar dio media vuelta y vio al portador mirándolo. ¿Dónde había ido a parar el yelmo del hombre? El portador estaba de pie, con la hoja descansando en su hombro acorazado, e inspeccionaba a Dalinar con ojos de un azul tan brillante que eran casi blancos. ¿Brillaban aquellos ojos filtrando luz tormentosa? Su piel era marrón oscura, como la de un makabaki, y tenía el pelo negro, rizado y corto. Su armadura ya no brillaba, aunque un gran símbolo, estampado en su peto, todavía desprendía una leve luz azul.
Dalinar reconoció el símbolo, la pauta particular del estilizado ojo doble, ocho esferas conectadas con dos en el centro. Era el símbolo de los Radiantes Perdidos, cuando todavía se llamaban los Caballeros Radiantes.
La portadora contemplaba la aldea.
—¿Quién te entrenó con la espada? —le preguntó el caballero a Dalinar, quien lo miró a los ojos y no supo cómo responder.
—Este es mi marido, Heb, buen caballero —dijo Taffa, avanzando con su hija de la mano—. Nunca ha visto una espada, por lo que yo sé.
—Tus poses me son desconocidas —dijo el caballero—. Pero eran expertas y precisas. El nivel de habilidad solo lo dan los años de entrenamiento. Rara vez he visto a un hombre, caballero o soldado, luchar tan bien como tú lo has hecho.
Dalinar permaneció en silencio.
—Ya veo que no hay palabras para mí —dijo el caballero—. Muy bien. Pero si deseas dar uso a ese misterioso entrenamiento tuyo, ven a Uriziru.
—¿Uriziru? —preguntó Dalinar. Había oído ese nombre en alguna parte.
—Sí. No puedo prometerte un puesto en alguna de las órdenes (esa decisión no es mía), pero si tu habilidad con la espada es similar a tu habilidad con los instrumentos para cuidar las chimeneas, entonces confío en que encuentres tu sitio con nosotros. —Se volvió hacia el este, hacia la aldea—. Extiende la noticia. Signos como este no carecen de importancia. Se avecina una Desolación. —Se volvió hacia su acompañante—. Iré yo. Protege a estos tres y llévalos a la aldea. No podemos dejarlos solos con los peligros de esta noche.
Su acompañante asintió. La armadura del caballero azul empezó a brillar levemente y entonces él se lanzó al aire, como si cayera hacia arriba. Dalinar retrocedió, asombrado, y vio la figura azul brillante elevarse y luego trazar un arco para bajar hacia la aldea.
—Venid —dijo la mujer, alzando la voz por dentro del yelmo. Empezó a bajar por la pendiente.
—Espera —dijo Dalinar, corriendo tras ella. Taffa recogió a su hija y los siguió. Tras ellos, el aceite se consumía.
La mujer caballero detuvo el paso para permitir que Dalinar y Taffa la alcanzaran.
—Tengo que saberlo —dijo Dalinar, sintiéndose como un idiota—. ¿Qué año es este?
La mujer caballero se volvió hacia él. Su yelmo había desaparecido. Dalinar parpadeó; ¿cuándo había sucedido eso? Al contrario que su compañero, ella tenía la piel clara, no pálida como los habitantes de Shinovar, sino de un bronceado claro, como los alezi.
—Es la Octava Época, tres treinta y siete.
«¿Octava Época? —pensó Dalinar—. ¿Qué significa eso?» Esta visión había sido diferente de las otras. Para empezar, las anteriores fueron más breves. Y la voz que le hablaba. ¿Dónde estaba?
—¿Dónde estoy? —le preguntó a la mujer caballero—. ¿En qué reino?
La caballero frunció el ceño.
—¿No estás curado?
—Estoy bien. Es que…, es que necesito saberlo. ¿En qué reino estoy?
—Esto es Natanatan.
Dalinar resopló. Natanatan. Las Llanuras Quebradas se encontraban en la tierra que fue en tiempos Natanatan. El reino había caído hacía siglos.
—¿Y lucháis por el rey de Natanatan? —preguntó.
Ella se echó a reír.
—Los Caballeros Radiantes luchan por ningún rey y por todos ellos.
—¿Entonces dónde vivís?
—Uriziru es donde se centran nuestras órdenes, pero vivimos en ciudades de toda Alezela.
Dalinar se detuvo sobre sus pasos. Alezela. Era el nombre histórico del lugar que se había convertido en Alezkar.
—¿Cruzáis las fronteras entre los reinos para luchar?
—Heb —dijo Taffa. Parecía muy preocupada—. Fuiste tú quien me prometió que los Radiantes vendrían a protegernos, justo antes de ir a buscar a Seeli. ¿Está tu mente confusa todavía? Dama caballero, ¿puedes curarlo de nuevo?
—Debería conservar el Recrecimiento para los otros que pueda haber heridos —respondió la mujer, mirando hacia la aldea. La lucha parecía remitir.
—Estoy bien —dijo Dalinar—. Alezk…, Alezela. ¿Vivís allí?
—Es nuestro deber y nuestro privilegio estar vigilantes ante la Desolación —respondió la mujer—. Un reino estudia las artes de la guerra para que los otros puedan tener paz. Morimos para que podáis vivir. Siempre ha sido nuestro sitio.
Dalinar se quedó quieto, reflexionando sobre esas palabras.
—Todos los que puedan luchar son necesarios —dijo la mujer—. Y todos los que tienen el deseo de luchar deberían venir a Alezela. Combatir, incluso este combate contra las Diez Muertes, cambia a las personas. Podemos enseñarte para que no te destruya. Ven con nosotros.
Dalinar asintió sin darse cuenta.
—Todo pasto necesita tres cosas —dijo la mujer, y su voz cambió, como si estuviera citando de memoria—. Rebaños que crezcan, pastores que atiendan y vigilantes en el perímetro. Los de Alezela somos esos vigilantes, los guerreros que protegen y luchan. Mantenemos las terribles artes de la lucha, y luego las transmitimos a otros cuando llega la Desolación.
—La Desolación —dijo él—. Eso significa los Vaciadores, ¿verdad? ¿Son lo que hemos combatido esta noche?
La mujer caballero hizo una mueca de desdén.
—¿Vaciadores? ¿Estos? No, esto era la Esencia de Medianoche, aunque quién la liberó sigue siendo un misterio —miró hacia un lado, la expresión distante—. Harkaylain dice que la Desolación está cerca, y no suele equivocarse. El…
Un súbito grito sonó en la noche. La mujer caballero soltó una imprecación y se volvió en aquella dirección.
—Esperad aquí. Llamad si regresa la Esencia. Lo escucharé.
Echó a correr en la oscuridad.
Dalinar alzó una mano, dividido entre seguirla y quedarse a cuidar a Taffa y su hija.
«¡Padre Tormenta!» —pensó, advirtiendo que se habían quedado solos en la oscuridad, ahora que la brillante armadura se había ido.
Se volvió hacia Taffa. Ella estaba en el camino junto a él, los ojos extrañamente distraídos.
—¿Taffa?
—Echo de menos estos tiempos —dijo Taffa.
Dalinar dio un respingo. Esa voz no era la suya. Era una voz de hombre, grave y potente. Era la voz que le hablaba durante todas las visiones.
—¿Quién eres? —preguntó Dalinar.
—Fueron uno, una vez —dijo Taffa, o lo que fuera—. Las órdenes. Hombres. No sin problemas o luchas, naturalmente. Pero concentrados.
Dalinar sintió un escalofrío. Algo en aquella voz siempre le había parecido levemente familiar. Incluso en la primera visión.
—Por favor. Tienes que decirme qué es esto, por qué me muestras estas cosas. ¿Quién eres? ¿Algún servidor del Todopoderoso?
—Ojalá pudiera ayudarte —dijo Taffa, mirándolo pero ignorando sus preguntas—. Tienes que unirlos.
—¡Eso ya lo has dicho antes! Pero necesito ayuda. Las cosas que dijo la mujer caballero sobre Alezkar. ¿Son verdad? ¿Podemos ser realmente así de nuevo?
—Hablar de lo que podría ser está prohibido —dijo la voz—. Hablar de lo que fue depende de la perspectiva. Pero intentaré ayudar.
—¡Entonces dame algo más que respuestas vagas!
Taffa lo miró, sombría. De algún modo, a la luz de las estrellas solamente, él podía distinguir sus ojos marrones. Había algo profundo, algo desalentador oculto tras ellos.
—Al menos dime una cosa —insistió Dalinar, buscando una pregunta concreta—. He confiado en el alto príncipe Sadeas, pero mi hijo, Adolin, piensa que soy un necio al hacerlo. ¿Debo continuar confiando en Sadeas?
—Sí —dijo el ser—. Eso es importante. No dejes que la disputa te consuma. Sé fuerte. Actúa con honor, y el honor te ayudará.
«Por fin algo concreto.»
Oyó voces. El oscuro paisaje a su alrededor se tornó vago.
—¡No! —Extendió la mano hacia la mujer—. No me envíes de vuelta todavía. ¿Qué debo hacer con Elhokar, y la guerra?
—Te daré lo que pueda —la voz se volvía confusa—. Lamento no poder darte más.
—¿Qué clase de respuesta es esa? —gritó Dalinar. Se estremeció, debatiéndose. Unas manos lo sujetaron. ¿De dónde habían salido? Maldijo, apartándolas, retorciéndose, tratando de liberarse.
Entonces se quedó quieto. Se encontraba en el barracón de las Llanuras Quebradas, la suave lluvia tamborileaba sobre el tejado. El grueso de la tormenta había pasado. Un grupo de soldados lo sujetaba mientras Renarin lo miraba con preocupación.
Dalinar permaneció inmóvil, la boca abierta. Había estado gritando. Los soldados parecían incómodos, se miraban unos a otros sin encontrar su mirada. Si había sido como antes, habría actuado en su papel de la visión, hablando en galimatías, agitándose.
—Mi mente está despejada ya —dijo Dalinar—. No pasa nada. Podéis soltarme.
Renarin asintió, y los soldados obedecieron, vacilantes. Renarin tartamudeó alguna excusa, diciéndoles que su padre estaba simplemente ansioso por entrar en combate. No parecía muy convincente.
Dalinar se retiró al fondo del barracón y se sentó en el suelo entre dos petates recogidos, mientras inspiraba y espiraba y pensaba. Confiaba en las visiones, aunque la vida en el campamento había sido últimamente lo bastante difícil sin que la gente lo tomara por loco.
«Actúa con honor, y el honor te ayudará.»
La visión le había dicho que confiara en Sadeas. Pero nunca podría explicarle eso a Adolin, quien no solo odiaba a Sadeas, sino que pensaba que las visiones eran delirios de la mente de Dalinar. Lo único que podía hacer era seguir como hasta ahora.
Y encontrar un modo de que los altos príncipes trabajaran juntos.