SIETE AÑOS Y MEDIO ANTES

—Quiere enviarme a Kharbranth —dijo Kal, encaramado en su roca—. Para que aprenda a ser cirujano.

—¿Cómo? ¿De verdad? —preguntó Laral, mientras caminaba por el borde de la roca justo delante de él. Tenía vetas doradas en su pelo por lo demás negro. Lo llevaba largo, y flotaba tras ella al viento mientras hacía equilibrios, las manos en los costados.

El pelo era llamativo. Pero, naturalmente, sus ojos lo eran aún más. Brillantes, verde claro. Tan diferente de los negros y castaños de la gente del pueblo. Había algo realmente distinto en los ojos claros.

—Sí, de verdad —dijo Kal con un gruñido—. Lleva hablando de eso un par de años ya.

—¿Y no me lo dijiste?

Kal se encogió de hombros. Laral y él estaban en lo alto de un bajo promontorio de peñascos al este de Piedralar. Tien, su hermano menor, jugaba entre las piedras de abajo. A la derecha de Kal, un grupito de colinas bajas se extendía hasta el oeste. Estaban salpicadas de pólipos de lavis, y una plantación estaba siendo recolectada.

Se sintió extrañamente triste mientras contemplaba esas colinas, llenas de trabajadores. Los pólipos marrón oscuro crecían como melones llenos de grano. Después de ser puesto a secar, el grano alimentaría a toda la población y los ejércitos de su alto príncipe. Los fervorosos que pasaban por la ciudad se encargaban de explicar que la Llamada del granjero era noble, una de las más grandes después de la Llamada del soldado. El padre de Kal murmuraba entre dientes que veía más honor en alimentar al reino que en luchar y morir en guerras inútiles.

—¿Kal? —insistió Laral—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Lo siento. No estaba seguro de que mi padre hablara en serio o no. Así que no dije nada.

Eso era mentira. Sabía que su padre hablaba en serio. Kal simplemente no quería mencionar que iba marcharse para convertirse en cirujano, sobre todo a Laral.

Ella puso las manos en jarras.

—Creí que ibas a ser soldado.

Kal se encogió de hombros.

Ella puso los ojos en blanco, saltó del risco hasta una piedra junto a él.

—¿No quieres convertirte en un ojos claros? ¿Ganar una espada esquirlada?

—Padre dice que eso no sucede muy a menudo.

Ella se arrodilló ante él.

—Estoy segura de que podrías lograrlo.

Aquellos ojos, tan brillantes y llenos de vida, titilando en verde, el color de la vida misma.

Kal había descubierto que cada vez le gustaba más mirar a Laral. Sabía, lógicamente, lo que le estaba sucediendo. Su padre le había explicado el proceso de crecer con la precisión de un cirujano. Pero había tanto sentimiento implicado, emociones que las estériles descripciones de su padre no habían explicado. Algunas de esas emociones iban dirigidas a Laral y las otras chicas del pueblo. Otras emociones tenían que ver con la extraña capa de melancolía que lo sofocaba en ocasiones, cuando menos se lo esperaba.

—Yo… —dijo Kal.

—Mira —repuso Laral, levantándose de nuevo y subiéndose a su roca. Su bonito vestido amarillo se agitó con el viento. Un año más y empezaría a llevar guante en la mano izquierda, la marca de que había entrado en la adolescencia—. Ven, sube. Mira.

Kal se puso en pie y miró hacia el este. Allí, los matopomos crecían en densos bosquecillos alrededor de la base de los recios árboles markel.

—¿Qué ves? —preguntó Laral.

—Matopomos marrones. Probablemente estarán muertos.

—El Origen está ahí fuera —señaló ella—. Estas son las tierras de tormenta. Padre dice que estamos aquí para hacer de rompevientos para las tierras más tímidas al oeste. —Se volvió hacia él—. Tenemos una noble herencia, Kal, ojos oscuros y ojos claros por igual. Por eso los mejores guerreros han sido siempre de Alezkar. El alto príncipe Sadeas, el general Amaram…, el propio rey Gavilar.

—Supongo.

Ella suspiró exageradamente.

—Odio hablar contigo cuando estás así, ¿sabes?

—¿Así cómo?

—Como estás ahora. Ya sabes. Desanimado, suspirando.

—Tú eres la que acaba de suspirar.

—Sabes lo que quiero decir.

Laral bajó de la roca e hizo un mohín. Le pasaba a veces. Kal se quedó donde estaba, mirando al este. No estaba seguro de cómo se sentía. Su padre deseaba de todo corazón que fuera cirujano, pero él vacilaba. No era solo por las historias, la emoción y la maravilla que contenían. Sentía que siendo soldado podría cambiar las cosas. Cambiarlas de verdad. Una parte de él soñaba con ir a la guerra, proteger a Alezkar, combatir junto con heroicos ojos claros. Con hacer el bien en otro lugar que en un pueblo pequeño que jamás visitaba nadie importante.

Se sentó. A veces soñaba esas cosas. Otras, le resultaba difícil preocuparse por nada. Sus ominosos sentimientos eran como una anguila negra enroscada en su interior. Los matopomos de allí fuera sobrevivían a las tormentas creciendo juntos en la base de los poderosos árboles markel. Su corteza estaba recubierta de piedra, sus ramas eran gruesas como las piernas de un hombre. Pero ahora los matorrales estaban muertos. No habían sobrevivido. Agruparse no les había sido suficiente.

—¿Kaladin? —preguntó una voz tras él.

Se volvió y encontró a Tien, que tenía diez años, dos menos que él, aunque parecía mucho más joven. Aunque los otros niños lo llamaban renacuajo, Lirin decía que todavía no había alcanzado toda su altura. Pero bueno, con esas mejillas redondas y carnosas y aquella delgada constitución, Tien parecía tener la mitad de su edad.

—Kaladin —dijo, los ojos muy abiertos, las manos unidas—. ¿Qué estás mirando?

—La maleza muerta.

—Oh. Bueno, tienes que ver esto.

—¿Qué es?

Tien abrió las manos para revelar una piedra pequeña, marcada por una pequeña línea irregular en todos los lados. Kal la cogió, la examinó. No podía distinguir nada importante. De hecho, era aburrida.

—Es solo una piedra.

—No es solo una piedra —replicó Tien, sacando su cantimplora. Se humedeció el pulgar, y luego frotó el lado plano de la piedra. La humedad la oscureció, e hizo visible una pauta blanca—. ¿Ves? —preguntó, entregándosela.

Los estratos de la roca alternaban el blanco, el marrón y el negro. La pauta era notable. Naturalmente, seguía siendo solo una piedra. Pero por algún motivo, Kal sonrió.

—¡Qué bonita, Tien! —Se dispuso a devolvérsela.

Tien negó con la cabeza.

—La encontré para ti. Para que te sientas mejor.

—Yo…

Era una piedra estúpida. Sin embargo, inexplicablemente, Kal se sintió mejor.

—Gracias. Eh, ¿sabes una cosa? Apuesto a que habrá algún lurg oculto en esas rocas. ¿Quieres ver si podemos encontrar uno?

—¡Sí, sí, sí! —dijo Tien. Se echó a reír y empezó a bajar por las rocas. Kal se dispuso a seguirlo, pero se detuvo, recordando algo que había dicho su padre.

Se mojó las manos con agua de su propia cantimplora y la lanzó a los matopomos marrones. Donde alcanzaron las gotas, el matorral se volvió verde al instante, como si estuviera rociando con pintura. El matorral no estaba muerto: solo reseco, esperando a que llegaran las tormentas. Kal vio los parches de verde desvanecerse lentamente a medida que el agua era absorbida.

—¡Kaladin! —gritó Tien. A menudo empleaba el nombre completo de Kal, aunque este le había pedido que no lo hiciera—. ¿Es este?

Kaladin bajó entre los peñascos, tras guardarse en el bolsillo la piedra que le había dado su hermano. Al hacerlo, pasó ante Laral. Ella miraba hacia el oeste, hacia la mansión de su familia. Su padre era consistor de Piedralar. Kal volvió a mirarla. Su cabello era precioso, con los dos colores contrastados.

Ella se volvió hacia Kal y frunció el ceño.

—Vamos a cazar lurgs —explicó él, sonriendo y señalando a Tien—. Ven.

—De pronto estás alegre.

—No sé. Me siento mejor.

—Me pregunto cómo lo hace.

—¿Quién hace el qué?

—Tu hermano —dijo Laral, mirando a Tien—. Te cambia.

La cabeza de Tien asomó entre las piedras y el chico hizo gestos ansiosos, saltando arriba y abajo lleno de emoción.

—Es difícil estar triste cuando está cerca —dijo Kal—. Vamos. ¿Quieres ver al lurg o no?

—Supongo que sí —contestó Laral con un suspiro. Extendió una mano hacia él.

—¿Para qué es eso? —preguntó Kal, mirando la mano.

—Para que me ayudes a bajar.

—Laral, eres mejor escaladora que yo o que Tien. No necesitas ayuda.

—Se llama amabilidad, estúpido —dijo ella, ofreciendo la mano con más insistencia. Kal suspiró y la tomó, y ella saltó entonces sin apoyarse siquiera en ella ni necesitar su ayuda.

«Ella sí que ha estado actuando muy rara últimamente», pensó.

Los dos se reunieron con Tien, que saltaba en un hueco entre unos peñascos. El chico señaló ansioso. Un parche blanco y sedoso crecía en un hueco en la roca. Estaba hecho de diminutos hilos tejidos en una bola del tamaño del puño de un niño.

—Tengo razón ¿verdad? —preguntó Tien—. ¿Es este?

Kal alzó la cantimplora y roció de agua la piedra hasta mojar el parche blanco. Los hilos se disolvieron con la lluvia simulada, y la crisálida se derritió para revelar a una pequeña criatura de lustrosa piel verde y marrón. El lurg tenía seis patas que usaba para aferrarse a la piedra, y sus ojos estaban situados en el centro de su espalda. Saltó, buscando insectos. Tien se echó a reír, viéndolo rebotar de roca en roca, pegándose a ellas. Dejó parches de mucosidad allá donde se posaba.

Kal se apoyó contra la piedra, mirando a su hermano, recordando los días, no tan lejanos, en que perseguir lurgs era mucho más emocionante.

—Bueno —dijo Laral, cruzándose de brazos—. ¿Qué vas a hacer si tu padre intenta enviarte a Kharbranth?

—No lo sé —respondió Kal—. Los cirujanos no aceptan a nadie antes de su decimosexto Llanto, así que tengo tiempo para pensar.

Los mejores cirujanos y curanderos se educaban en Kharbranth. Todo el mundo lo sabía. Se decía que la ciudad tenía más hospitales que tabernas.

—Parece que tu padre te está obligando a hacer lo que él quiere, no lo que quieres tú —dijo Laral.

—Es lo que le pasa a todo el mundo —respondió Kal, rascándose la cabeza—. A los demás chicos no les importa ser granjeros porque sus padres eran granjeros, y Ral se convirtió en el nuevo carpintero del pueblo. No le importó que fuera el oficio de su padre. ¿Por qué debería importarme a mí ser cirujano?

—Yo solo… —Laral parecía furiosa—. Kal, si vas a la guerra y consigues una espada esquirlada, entonces serías un ojos claros… Quiero decir… Oh, esto es inútil —se cruzó de brazos con más fuerza.

Kal se rascó la cabeza. Sí que estaba rara.

—No me importaría ir a la guerra, ganar honor y todo eso. Sobre todo, me gustaría viajar. Ver cómo son las otras tierras.

Había oído historias de animales exóticos, como enormes crustáceos o anguilas que cantaban. De Rail Ellorin, la ciudad de las sombras, o de Kurth, la ciudad de los relámpagos.

Había pasado mucho tiempo estudiando estos últimos años. La madre de Kal decía que debería permitírsele que tuviera una infancia, en vez de concentrarse tanto en su futuro. Lirin argumentaba que las pruebas para ser admitido por los cirujanos de Kharbranth eran muy rigurosas. Si Kal quería tener una oportunidad con ellos, tenía que empezar a aprender pronto.

Y sin embargo, convertirse en soldado… Los otros muchachos soñaban con enrolarse en el ejército, con luchar con el rey Gavilar. Se hablaba de ir a la guerra contra Jah Keved, de una vez por todas. ¿Cómo sería ver por fin a un héroe de las historias? ¿Luchar con el alto príncipe Sadeas, o Dalinar, el Aguijón Negro?

Al cabo de un rato, el lurg cayó en la cuenta de que lo habían engañado. Se posó en una roca y se dispuso a tejer de nuevo su crisálida. Kal cogió una piedra gastada del suelo y puso una mano en el hombro de Tien, impidiendo que el chico siguiera molestando al cansado anfibio. Kal avanzó y empujó al lurg con dos dedos, haciéndolo saltar de la roca y caer en la piedra. Se la entregó a Tien, que miró con los ojos muy abiertos cómo el lurg tejía la crisálida, escupiendo la seda húmeda y usando manos diminutas para darle forma. Esa crisálida sería impermeable por dentro, sellada con moco seco, pero por fuera el agua de la lluvia disolvería el saco.

Kal sonrió, luego alzó la cantimplora y bebió. Era agua fresca y limpia de la que habían eliminado ya el crem. El crem (el sucio material marrón que caía con el agua de lluvia) podía enfermar a los hombres. Eso lo sabía todo el mundo, no solo los cirujanos. Siempre había que dejar reposar el agua durante un día, y luego retirar el agua fresca de la parte de arriba y usar el crem para la alfarería.

El lurg terminó su crisálida. Tien inmediatamente echó mano a la cantimplora.

Kal la sostuvo en alto.

—Estará cansado, Tien. Ya no dará más saltos.

—Oh.

Kal bajó la cantimplora y le dio una palmada a su hermano en el hombro.

—Lo puse en esa piedra para que pudieras llevártelo. Lo podrás sacar más tarde —sonrió—. O puedes dejarlo caer en el agua del baño de padre a través de la ventana.

Tien apartó cuidadosamente la piedra y luego se encaramó a los peñascos. Aquí la falda de la colina había resultado muy degradada por una alta tormenta meses atrás. Estaba aplastada, como si hubiera sido golpeada por el puño de una criatura enorme. La gente decía que podría haber sido una casa destruida. Quemaron oraciones de agradecimiento al Todopoderoso mientras susurraban al mismo tiempo sobre cosas peligrosas que se movían en la oscuridad durante la tormenta. ¿Estaban los Vaciadores detrás de la destrucción, o habían sido las sombras de los Radiantes Perdidos?

Laral se encaminaba de nuevo hacia la mansión. Se alisó nerviosa el vestido: últimamente se preocupaba mucho más que antes por no ensuciarse la ropa.

—¿Sigues pensando en la guerra? —preguntó Kal.

—Hmm… Sí.

—Tiene sentido —dijo él. Un ejército había venido a reclutar hacía tan solo unas semanas y había escogido a unos cuantos de los chicos mayores, aunque solo después de que el consistor Wistiow diera permiso—. ¿Qué crees que rompió aquí las rocas, durante la alta tormenta?

—No sabría decir.

Kal miró hacia el este. ¿Qué enviaba las tormentas? Su padre decía que ningún barco había navegado jamás hacia el Origen de las Tormentas y había regresado. Pocos barcos dejaban siquiera la costa. Quedar atrapado en alta mar durante una tormenta significaba la muerte, o eso decían las historias.

Dio otro sorbo de su cantimplora, le puso el tapón, guardando el resto por si Tien encontraba otro lurg. Los hombres trabajaban en los campos lejanos, vistiendo monos, camisetas marrones y botas recias. Era temporada de gusanos. Un solo gusano podía arruinar todos los granos de un pólipo. Incubaba dentro, devorando lentamente a medida que el grano crecía. Cuando por fin abrías el pólipo en invierno, lo único que encontrabas era una gruesa babosa del tamaño de las manos de dos hombres. Y por eso buscaban en primavera, repasando cada pólipo. Donde encontraban un nido, metían un palo recubierto de azúcar al que el gusano se adhería. Lo sacabas y aplastabas al bicho con el talón, y luego cubrías el agujero con crem.

Se tardaban semanas en cubrir adecuadamente un campo, y los granjeros solían repasar sus colinas tres o cuatro veces, fertilizando al mismo tiempo. Kal había escuchado describir el proceso más de un centenar de veces. No se vivía en una población como Piedralar sin escuchar a los hombres despotricar sobre los gusanos.

Extrañamente, advirtió a un grupo de chicos mayores congregados al pie de una de las colinas. Los reconoció a todos, claro. Jost y Jest, hermanos. Mord, Tift, Naget, Khav, y algunos más. Todos tenían recios nombres de ojos oscuros alezi. No como el nombre de Kaladin. Era diferente.

—¿Por qué no están buscando gusanos? —preguntó.

—No lo sé —respondió Laral, dirigiendo su atención a los muchachos. Tenía una extraña expresión en la mirada—. Vamos a ver.

Echó a andar colina abajo antes de que Kal pudiera poner ninguna pega.

Se rascó la cabeza y miró a Tien.

—Vamos a esa colina.

Una cabeza juvenil asomó tras un peñasco. Tien asintió con fuerza, y luego continuó su búsqueda. Kal se bajó del peñasco y caminó por la pendiente detrás de Laral. Ella llegó junto a los muchachos, y ellos la miraron con expresiones incómodas. Nunca había pasado mucho tiempo con ellos, no como hacía con Kal y Tien. Sus padres eran buenos amigos, a pesar de que uno era ojos claros y otro ojos oscuros.

Laral se encaramó a una roca cercana, esperó y no dijo nada. Kal se acercó. ¿Por qué había querido ella venir aquí, si no iba a hablar con los otros chicos?

—Hola, Jost —dijo Kal. El mayor entre los chicos de catorce años, Jost era casi un hombre…, y lo parecía. Su pecho era ancho más allá de sus años, sus piernas gruesas y fornidas, como las de su padre. Tenía en las manos una rama que había recortado hasta darle la forma general de un palo de lucha—. ¿Por qué no estáis buscando gusanos?

Fue un error preguntar aquello, y Kal lo supo de inmediato. Las expresiones de varios de los chicos se ensombrecieron. Les molestaba que Kal no tuviera que trabajar nunca en las colinas. Sus protestas porque tenía que pasarse horas y horas memorizando músculos, huesos y curas caían siempre en saco roto. Todo lo que ellos veían era a un chico que se pasaba los días a la sombra mientras ellos trabajaban bajo el sol ardiente.

—El viejo Tarn encontró un puñado de pólipos que no crecen bien —dijo Jost por fin, dirigiendo una mirada a Laral—. Nos dejó ir por hoy mientras decidían si plantar otros o dejarlos crecer a ver qué sale.

Kal asintió, cohibido ante los nueve chicos. Estaban sudorosos, las rodillas de sus pantalones manchadas de crem y gastadas por frotar la piedra. Pero Kal estaba limpio, y llevaba un par de bonitos pantalones que su madre le había comprado unas semanas antes. Su padre les había dado permiso a Tien y a él para salir de casa mientras atendía unos asuntos en la mansión del consistor. Kal pagaría el permiso estudiando de noche a la luz tormentosa, pero no tenía sentido explicárselo a los otros chicos.

—Bueno, esto… ¿De qué estabais hablando? —preguntó. En vez de contestar, Naget dijo:

—Kal, tú sabes cosas —de pelo claro y larguirucho, Naget era el más alto del grupo—. ¿No? ¿Del mundo y demás?

—Sí —dijo Kal, rascándose la cabeza—. A veces.

—¿Has oído hablar alguna vez de que un ojos oscuros se convierta en ojos claros?

—Claro. Puede suceder, dice mi padre. Los ricos mercaderes ojos oscuros se casan con ojos claros de baja cuna y se unen a su familia. Entonces tal vez tengan hijos ojos claros. Ese tipo de cosas.

—No, no se refiere a eso —dijo Khav. Tenía cejas bajas y siempre parecía tener el ceño fruncido—. Ya sabes. Ojos oscuros de verdad. Como nosotros.

«No como tú», parecía implicar su tono. La familia de Kal era la única del segundo nahn en el pueblo. Todos los demás eran del cuarto o el quinto, y el rango de Kal los hacía sentirse incómodos. La extraña profesión de su padre tampoco ayudaba.

Todo aquello dejaba a Kal extrañamente fuera de lugar.

—Sabéis cómo puede suceder —dijo—. Preguntadle a Laral. Estaba hablando de eso. Si un hombre gana una espada esquirlada en el campo de batalla, sus ojos se vuelven claros.

—Así es —intervino Laral—. Lo sabe todo el mundo. Incluso un esclavo podría convertirse en ojos claros si ganara una espada esquirlada.

Los chicos asintieron: todos tenían ojos marrones, negros o de otros colores oscuros. Ganar una hoja esquirlada era una de las principales razones por las que los plebeyos iban a la guerra. En los reinos vorin, todo el mundo tenía una oportunidad para ascender. Era, como decía el padre de Kal, un valor fundamental de su sociedad.

—Sí —dijo Naget, impaciente—. ¿Pero sabes si ha sucedido alguna vez? No en las historias, quiero decir. ¿Sucede en la realidad?

—Claro —dijo Kal—. Tiene que suceder. Si no ¿por qué irían tantos hombres a la guerra?

—Porque tenemos que preparar a los hombres para combatir en los Salones Tranquilos —dijo Jest—. Tenemos que enviar soldados a los Heraldos. Los fervorosos siempre hablan de eso.

—Con el mismo tono con que nos dicen que también está muy bien ser granjero —dijo Khav—. Como si ser granjero fuera un segundo puesto o algo así.

—Eh —dijo Tift—. Mi padre es granjero, y muy bueno. ¡Es una Llamada noble! Todos vuestros padres son granjeros.

—Muy bien, vale —replicó Jost—. Pero no estamos hablando de eso. Estamos hablando de los portadores de esquirlada. Vas a la guerra, puedes ganar una espada esquirlada y te conviertes en un ojos claros. A mi padre, ¿sabéis?, tendrían que haberle dado aquella espada. Pero el hombre que estaba con él la cogió mientras estaba inconsciente. Le dijo al oficial que fue él quien mató al portador de esquirlada, así que se quedó con la hoja, y mi padre…

Lo interrumpió la risa tintineante de Laral. Kal frunció el ceño. Era un tipo de risa distinta de la que oía normalmente en ella, mucho más tenue y algo molesta.

—Jost, ¿estás diciendo que tu padre ganó una espada esquirlada?

—No. Se la quitaron —respondió el muchacho.

—¿No luchó tu padre en las escaramuzas de las tierras asoladas del norte? —dijo Laral—. Díselo, Kaladin.

—Tiene razón, Jost. No había ningún portador de esquirlada allí: solo incursores reshi que pensaban que podrían vencer al nuevo rey. No tenían hojas esquirladas. Si tu padre vio una, debe recordarlo mal.

—¿Recordarlo mal? —dijo Jost.

—Er… claro —dijo Kal rápidamente—. No digo que esté mintiendo, Jost. Solo que pudo tener alguna alucinación inducida por el trauma, o algo así.

Los chicos guardaron silencio y miraron a Kal. Uno se rascó la cabeza.

Jost escupió a un lado. Parecía estar mirando a Laral con el rabillo del ojo. Ella miró a Kal y le sonrió.

—Siempre haces que la gente se sienta idiota, ¿no, Kal? —dijo Jost.

—¿Qué? No, yo…

—Quieres que mi padre parezca tonto —dijo Jost, la cara roja—. Y quieres que yo quede como un estúpido. Bueno, algunos de nosotros no tenemos tanta suerte como para pasarnos los días tumbados y comiendo fruta. Tenemos que trabajar.

—Yo no…

Jost le lanzó el palo a Kal, quien lo cogió con torpeza. Entonces Jost recogió otro palo de manos de su hermano.

—Si insultas a mi padre, tendrás que pelear. Eso es honor. ¿Tienes honor, alteza?

—No soy ninguna alteza —escupió Kal—. Por el Padre Tormenta, Jost, soy solo unos pocos nahn más alto que tú.

Los ojos de Jost delataron su ira cuando mencionó el nahn. Alzó el bastón.

—¿Vas a luchar conmigo o no?

Los furiaspren empezaron a aparecer en pequeños charcos a sus pies, rojo brillante.

Kal sabía lo que estaba haciendo Jost. No era extraño que los chicos buscaran modos de parecer mejores que él. El padre de Kal decía que tenía que ver con la inseguridad. Le habría dicho a Kal que tirara el palo y se marchara.

Pero Laral estaba allí sentada, sonriéndole. Y los hombres no se convertían en héroes marchándose.

—Muy bien. Claro.

Kal alzó su palo.

Jost atacó inmediatamente, más rápido de lo que Kal esperaba. Los otros chicos miraron con una mezcla de alegría, sorpresa y diversión. Kal apenas consiguió alzar su bastón. Los palos de madera entrechocaron, enviando una descarga por los brazos de Kal.

Perdió el equilibrio. Jost se movió rápidamente, haciéndose a un lado y descargando un golpe hacia abajo que alcanzó a Kal en el pie. Kal soltó un grito cuando un destello de agonía le corrió por la pierna, y soltó el bastón con una mano.

Jost hizo girar su bastón y lo golpeó en el costado. Kal boqueó, dejando que el bastón castañeteara sobre las piedras, y se llevó la mano al costado mientras caía de rodillas. Respiró jadeante, esforzándose contra el dolor. Pequeños y volátiles dolospren (brillantes formas de mano de color naranja claro, como músculos o tendones estirados) brotaron de la piedra a su alrededor.

Kal apoyó una mano en el suelo, inclinándose hacia delante mientras se sujetaba el costado. «Será mejor que no me hayas roto ninguna costilla, cremlino», pensó.

A un lado, Laral frunció los labios. Kal sintió de pronto un súbito arrebato de vergüenza.

Jost bajó el bastón, satisfecho.

—Bien —dijo—. Puedes ver que mi padre me ha entrenado bien. Tal vez eso te enseñará. Las cosas que dicen son verdad, y…

Kal gruñó de ira y dolor, recogió el bastón del suelo y saltó hacia Jost. El chico mayor maldijo, retrocediendo mientras alzaba su palo. Kal gritó, golpeando.

Algo cambió en ese momento, Kal sintió una energía mientras blandía el arma, una emoción que borró su dolor. Se abalanzó, golpeando con el palo una de las manos de Jost.

Jost soltó esa mano, gritando. Kal hizo girar su arma y golpeó al chico en el costado. Kal nunca había empuñado un arma antes, nunca había tenido una pelea más peligrosa que una riña con Tien. Pero el trozo de madera en las manos lo agrandaba. Le sorprendió lo maravilloso que parecía ese momento.

Jost gruñó, retrocediendo de nuevo, y Kal blandió el palo, disponiéndose a aplastarle la cara. Alzó el bastón, pero entonces se detuvo. La mano de Jost sangraba donde la había golpeado. Solo un poco, pero era sangre.

Le había hecho daño a una persona.

Jost gruñó y se irguió. Antes de que Kal pudiera protestar, el muchacho le puso una zancadilla y lo derribó al suelo, dejándolo sin aliento. Eso inflamó la herida de su costado, y los dolospren corretearon por el suelo y se le pegaron al costado como si fueran una cicatriz naranja que se alimentara de su agonía.

Jost dio un paso atrás. Kal quedó tendido de espaldas. No sabía qué pensar. Blandir el bastón en aquel momento le había parecido maravilloso. Increíble. Al mismo tiempo, podía ver a Laral a un lado. Ella se levantó y, en vez de arrodillarse para ayudarlo, dio media vuelta y se marchó, camino de la mansión de su padre.

Las lágrimas inundaron los ojos de Kal. Sin un grito, rodó y agarró de nuevo el bastón. ¡No se rendiría!

—Se acabó —dijo Jost desde atrás. Kal sintió algo duro en su espalda, una bota que lo empujaba contra la piedra. Jost le arrebató el bastón.

«He fallado. He…, perdido.» Odiaba la sensación, la odiaba mucho más que el dolor.

—Lo has hecho bien —dijo Jost a regañadientes—. Pero déjalo. No quiero hacerte daño de verdad.

Kal agachó la cabeza, dejando que su frente descansara en la cálida roca iluminada por el sol. Jost retiró el pie, y los muchachos se marcharon, charlando, rozando el suelo con sus botas. Kal se obligó a ponerse a cuatro patas, y luego se puso en pie.

Jost se volvió, cauto, blandiendo su bastón en una mano.

—Enséñame —dijo Kal.

Jost parpadeó sorprendido. Miró a su hermano.

—Enséñame —suplicó Kal, avanzando un paso—. Yo buscaré gusanos por ti, Jost. Mi padre me da dos horas libres cada tarde. Haré tu trabajo si me enseñas, por las noches, lo que tu padre te ha enseñado con ese bastón.

Tenía que aprender. Tenía que sentir de nuevo aquel arma en sus manos. Tenía que ver si ese momento que había experimentado era falso o no. Jost se lo pensó, y finalmente negó con la cabeza.

—No puedo. Tu padre me mataría. ¿Imaginas esas manos tuyas de cirujano cubiertas de callos? No estaría bien —se dio la vuelta—. Tienes que ser lo que eres, Kal. Yo seré lo que soy.

Kal se quedó allí largo rato, viéndolos marchar. Se sentó en la roca. La figura de Laral se alejaba. Algunos criados bajaban por la colina para recogerla. ¿Debería seguirla? Todavía le dolía el costado, y se sentía molesto por ella por haberlo llevado con los demás chicos en primer lugar. Y, por encima de todo, estaba avergonzado.

Se tumbó, las emociones acumulándose en su interior. Tenía problemas para comprenderlas.

—¿Kaladin?

Se volvió, avergonzado por encontrar lágrimas en sus ojos, y vio a Tien sentado en el suelo a su lado.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —exclamó Kal.

Tien sonrió, y luego puso una piedra en el suelo. Se puso en pie y se marchó, sin detenerse cuando Kal lo llamó. Gruñendo, Kal se obligó a ponerse en pie y se acercó para recoger la piedra.

Era otra piedra normal y corriente. Tien tenía la costumbre de encontrarlas y creer que eran increíblemente preciosas. En casa tenía una colección entera. Sabía dónde había encontrado cada una, y podía decirte qué tenía de especial.

Con un suspiro, Kal empezó a regresar al pueblo.

«Tienes que ser lo que eres. Yo seré lo que soy.»

Le dolía el costado. ¿Por qué no había golpeado a Jost cuando tuvo la oportunidad? ¿Podría entrenarse para destacar en la batalla? Podía aprender a causar daño. ¿No?

¿Quería?

«Tienes que ser lo que eres.»

¿Qué hacía un hombre si no sabía lo que era? ¿O incluso lo que quería ser?

Llegó a Piedralar. El centenar aproximado de edificios estaba dispuesto en filas, cada uno en forma de cuña con la parte inferior apuntando hacia la tormenta. Los tejados eran de gruesa madera, cubiertos de brea para impedir que se colara la lluvia. Los lados norte y sur de los edificios rara vez tenían ventanas, pero las partes delanteras (que daban al oeste, de donde no llegaban las tormentas) eran casi todo ventana. Como las plantas de las tierras de tormenta, las vidas de los hombres estaban dominadas aquí por las altas tormentas.

La casa de Kal estaba cerca del extrarradio. Era más grande que la mayoría, ancha para que cupiera una sala de cirugía, que tenía su propia entrada. La puerta estaba entornada, así que Kal se asomó. Esperaba ver a su madre limpiando, pero en cambio descubrió que su padre había regresado de la mansión del brillante señor Wistiow. Lirin estaba sentado en el filo de su mesa de operaciones, las manos en el regazo, la cabeza calva gacha. En la mano sostenía sus gafas, y parecía exhausto.

—¿Padre? ¿Por qué estás sentado en la oscuridad?

Lirin alzó la cabeza. Su rostro era sombrío, distante.

—¿Padre? —repitió Kal, cada vez más preocupado.

—El brillante señor Wistiow ha sido llevado por los vientos.

—¿Está muerto? —Kal se sorprendió tanto que se olvidó de su costado. Wistiow siempre había estado allí. No podía haber muerto. ¿Qué sería de Laral?—. ¡Estaba sano la semana pasada!

—Siempre ha sido frágil, Kal —dijo Lirin—. El Todopoderoso llama a todos los hombres al Reino Espiritual tarde o temprano.

—¿No hiciste nada? —estalló Kal. Lamentó las palabras de inmediato.

—Hice todo lo que pude —contestó su padre, poniéndose en pie—. Tal vez un hombre con más formación que yo… Bueno, no tiene sentido lamentarse.

Se dirigió a un lado de la habitación, quitó el negro cobertor a la lámpara en forma de copa llena de esferas de diamante. La habitación se iluminó al instante, ardiendo como un sol diminuto.

—Entonces no tenemos consistor —dijo Kal, llevándose una mano a la cabeza—. No tenía hijos varones…

—Los de Kholinar nos nombrarán un nuevo consistor. Que el Todopoderoso les dé sabiduría en la elección. —Miró la lámpara. Eran las esferas del consistor. Una pequeña fortuna.

El padre de Kal volvió a cubrir la copa, como si no acabara de destaparla. El movimiento volvió a sumir la habitación en la oscuridad, y Kal parpadeó mientras sus ojos se ajustaban a la nueva falta de luz.

—Nos las dejó a nosotros —dijo Lirin.

Kal se sobresaltó.

—¿Qué?

—Serás enviado a Kharbranth cuando cumplas dieciséis años. Estas esferas te pagarán el viaje…, el brillante señor Wistiow pidió que así fuera, como último acto de cuidado hacia su gente. Irás y te convertirás en un verdadero maestro cirujano, y luego regresarás a Piedralar.

En ese momento, Kal supo que su destino estaba sellado. Si el brillante señor Wistiow lo había exigido, iría a Kharbranth. Se dio la vuelta y salió de la sala de cirugía, saliendo a la luz sin decirle otra palabra a su padre.

Se sentó en los escalones. ¿Y él, qué quería? No lo sabía. Ese era el problema. Gloria, honor, las cosas que había dicho Laral…, nada de eso le importaba realmente. Pero había sentido algo cuando blandió el bastón. Y ahora, de repente, le habían quitado la posibilidad de decisión.

Todavía tenía en el bolsillo las piedras que le había dado Tien. Las sacó, y luego cogió su cantimplora y las roció con agua. La primera que le había dado mostró remolinos y estratos blancos. Parecía que la otra también tenía un dibujo oculto.

Parecía una cara hecha de trocitos blancos que le sonreía. Kal sonrió a su pesar, aunque rápidamente dejó de hacerlo. Una piedra no iba a resolver sus problemas.

Por desgracia, aunque permaneció sentado pensando largo rato, no parecía haber nada que resolviera sus problemas. No estaba seguro de querer ser cirujano, y se sintió súbitamente constreñido por lo que la vida le obligaba a ser.

Pero aquel momento en que blandió el bastón le cantaba. Un único momento de claridad en un mundo confuso.