«Viejo amigo, espero que esta misiva te encuentre bien. Aunque, como ahora eres esencialmente inmortal, supongo que encontrarse bien por tu parte es cosa hecha.»

—Hoy es un día excelente para matar a un dios —anunció el rey Elhokar, cabalgando bajo el brillante cielo despejado—. ¿No diríais lo mismo?

—Indudablemente, majestad —la respuesta de Sadeas fue suave, rápida y con una sonrisa de complicidad—. Podríamos decir que los dioses, por norma, deberían temer a los nobles alezi. A la mayoría de nosotros, al menos.

Adolin sujetó las riendas con algo más de fuerza: cada vez que el alto príncipe Sadeas hablaba se tensaba.

—¿Tenemos que cabalgar en vanguardia? —susurró Renarin.

—Quiero escuchar —respondió Adolin en voz baja.

Su hermano y él cabalgaban cerca de la vanguardia de la columna, junto al rey y los altos príncipes. Tras ellos se extendía una gran procesión; mil soldados con el azul de Kholin, docenas de sirvientes, e incluso mujeres en palanquines para escribir relatos de la caza. Adolin los contempló mientras echaba mano a su cantimplora.

Llevaba puesto su armadura esquirlada, y por eso tenía que tener cuidado cuando la cogió, no fuera a aplastarla. Los músculos reaccionaban con velocidad, fuerza y destreza aumentadas cuando llevabas puesta la armadura, y hacía falta práctica para usarla correctamente. Adolin todavía se sorprendía de vez en cuando, aunque tenía este atuendo (heredado de la parte materna de la familia) desde que cumplió los dieciséis años, hacía ya siete.

Se volvió y tomó un largo trago de agua tibia. Sadeas cabalgaba a la izquierda del rey, y Dalinar, el padre de Adolin, era una sólida figura que lo hacía a la derecha. El último alto príncipe de la cacería era Vamah, que no era portador de esquirlada.

El rey estaba resplandeciente con su armadura esquirlada de color dorado; naturalmente, la armadura podía hacer que cualquiera pareciera regio. Incluso Sadeas parecía impresionante cuando llevaba su armadura roja, aunque su cara bulbosa y su tez sonrosada debilitaran el efecto. Sadeas y el rey hacían alarde de sus armaduras. Y…, bueno, tal vez Adolin también. Había pintado la suya de azul, con unos cuantos adornos en el yelmo y las hombreras para darle un aspecto de mayor peligro. ¿Cómo se podía no alardear cuando llevabas algo tan grandioso como una armadura esquirlada?

Adolin tomó otro sorbo y escuchó al rey hablar de su emoción por la caza. Solo un portador de esquirlada en la procesión (de hecho, solo un portador en los diez ejércitos) no usaba pintura ni adornos en su armadura. Dalinar Kholin. El padre de Adolin prefería dejar su armadura con su color natural gris pizarra.

Dalinar cabalgaba junto al rey, el rostro sombrío. Cabalgaba con el yelmo atado a su silla, revelando un rostro cuadrado rematado por unos cabellos negros y cortos que se habían vuelto blancos en las sienes. Pocas mujeres habían llamado jamás guapo a Dalinar Kholin: su nariz tenía la forma equivocada, sus rasgos eran duros en vez de delicados. Era el rostro de un guerrero.

Montaba un enorme caballo negro de Ryshadium, uno de los corceles más grandes que Adolin había visto en su vida. Y aunque el rey y Sadeas parecían regios con sus armaduras, de algún modo Dalinar conseguía parecer un soldado. Para él, la armadura no era un adorno. Era una herramienta. Nunca parecía sorprendido por la fuerza o la velocidad que la armadura le concedía. Era como si para él llevarla fuera su estado natural y los momentos en que no la tenía puesta fueran anormales. Tal vez ese era el motivo por el que se había ganado la reputación de ser uno de los mejores guerreros y generales que habían vivido jamás.

Adolin deseó de pronto, apasionadamente, que su padre hiciera un poco más hoy en día que vivir de su reputación.

«Está pensando en las visiones», pensó, observando la expresión distante y los ojos preocupados de su padre.

—Volvió a suceder anoche —le dijo en voz baja a Renarin—. Durante la alta tormenta.

—Lo sé —contestó Renarin, la voz medida, controlada. Siempre hacía una pausa antes de responder a una pregunta, como si probara las palabras en su mente. Algunas mujeres que Adolin conocía decían que la forma de ser de Renarin las hacía sentirse como si las estuviera diseccionando con su mente. Temblaban cuando hablaban de él, aunque Adolin nunca había encontrado incómodo a su hermano menor.

—¿Qué crees que significan? —preguntó Adolin, hablando en voz baja para que solo Renarin pudiera oírlo—. Los…, episodios de padre.

—No lo sé.

—Renarin, no podemos seguir ignorándolos. Los soldados hablan. ¡Los rumores se extienden por los diez ejércitos!

Dalinar Kholin se estaba volviendo loco. Cada vez que se producía una alta tormenta, caía al suelo y empezaba a temblar. Luego empezaba a farfullar. A menudo, se levantaba, los ojos azules desencajados y salvajes, y estremecía y agitaba. Adolin tenía que sujetarlo para que no se hiciera daño a sí mismo ni a los demás.

—Ve cosas —dijo Adolin—. O cree que las ve.

El abuelo de Adolin había sufrido delirios. Cuando envejeció, creyó que había vuelto a la guerra. ¿Era eso lo que le había ocurrido a Dalinar? ¿Estaba reviviendo batallas de juventud, los días en que había ganado su fama? ¿O era aquella terrible noche la que veía una y otra vez, la noche en que su hermano fue asesinado por el asesino de blanco? ¿Y por qué mencionaba tan a menudo a los Caballeros Radiantes después de sus episodios?

Todo aquello hacía que Adolin se sintiera enfermo. Dalinar era el Aguijón Negro, un genio en el campo de batalla, una leyenda viviente. Juntos, su hermano y él habían reunificado a los altos príncipes de Alezkar en guerra después de siglos de lucha. Había derrotado a incontables caballeros en duelo, había ganado docenas de batallas. Todo el reino se miraba en él. Y ahora esto.

¿Qué hacías, como hijo, cuando el hombre al que amabas (el hombre vivo más grande) empezaba a perder la cabeza?

Sadeas hablaba de una victoria reciente. Había ganado otra gema corazón hacía dos días, y parecía que el rey no se había enterado. Adolin se tensó al oírlo alardear.

—Deberíamos irnos atrás —dijo Renarin.

—Tenemos suficiente rango para estar aquí —repuso Adolin.

—No me gusta cómo te pones cuando estás cerca de Sadeas.

«Tenemos que vigilar a ese hombre, Renarin —pensó Adolin—. Sabe que padre está debilitándose. Intentará golpear.» No obstante, Adolin se obligó a sonreír. Trataba de parecer relajado y confiado delante de Renarin. Normalmente, eso no era difícil. Pasaría felizmente toda su vida librando duelos, retozando y cortejando a la chica bonita de turno. Últimamente, sin embargo, la vida no parecía dispuesta a dejarlo disfrutar de sus placeres sencillos.

—… modelo de valor, Sadeas —estaba diciendo el rey—. Has hecho muy bien al capturar las gemas corazón. Te felicito.

—Gracias, majestad. Aunque la competición se vuelve aburrida, ya que alguna gente no parece interesada en participar. Supongo que incluso las mejores armas acaban por estancarse.

Dalinar, que en otro momento tal vez habría respondido a la velada acusación, no dijo nada. Adolin apretó los dientes. Era vergonzoso que Sadeas le lanzara indirectas a su padre en su situación actual. Tal vez Adolin debería retar a aquel bastardo pomposo. No se libran duelos con los altos príncipes: era algo que no se hacía a menos que estuvieras dispuesto a causar un gran escándalo. Pero tal vez él lo estaba. Tal vez…

—Adolin… —advirtió Renarin.

Adolin miró hacia el lado. Extendió la mano, como para invocar su espada. En cambio, sujetó las riendas con la mano. «La tormenta te maldiga —pensó—. Deja en paz a mi padre.»

—¿Por qué no hablamos de la cacería? —dijo Renarin. Como de costumbre, el más joven de los Kholin cabalgaba con la espalda recta y la postura perfecta, los ojos ocultos tras sus gafas, un modelo de decoro y solemnidad—. ¿No estás emocionado?

—Bah —respondió Adolin—. Las cacerías nunca me han parecido tan interesantes como dice todo el mundo. No me importa lo grande que sean las bestias. Al final, es solo una carnicería.

Pero los duelos, esos sí que eran emocionantes. La sensación de la hoja esquirlada en tu mano, de enfrentarse a alguien habilidoso, dotado y cuidadoso. Hombre contra hombre, fuerza contra fuerza, mente contra mente. Cazar a una bestia estúpida no podía compararse con eso.

—Tal vez deberías haber invitado a Janala —dijo Renarin.

—No habría venido. No después…, bueno, ya sabes. Rilla se mostró muy expresiva ayer. Fue mejor marcharse.

—Tendrías que haberla tratado mejor —dijo Renarin, como desaprobando su conducta.

Adolin murmuró una evasiva. No era culpa suya que sus relaciones se consumieran tan rápidamente. Bueno, técnicamente, esta vez sí era culpa suya. Pero no era corriente. Esto era solo una rareza.

El rey empezó a quejarse por algo. Renarin y Adolin se habían quedado atrás, y Adolin no podía oír lo que decía.

—Acerquémonos —dijo, espoleando a su caballo.

Renarin puso los ojos en blanco, pero lo siguió.

«Únelos.»

La palabra zumbó en la mente de Dalinar. No podría librarse de ella. Lo consumía mientras montaba a Galante por una rocosa meseta de las Llanuras Quebradas.

—¿No tendríamos que haber llegado ya? —preguntó el rey.

—Todavía estamos a dos o tres mesetas del sitio de caza, majestad —dijo Dalinar, distraído—. Será otra hora, tal vez, observando los protocolos adecuados. Si tuviéramos un punto de observación, quizá podríamos ver el pabellón de…

—¿Un punto de observación? ¿No valdría esa formación rocosa de ahí delante?

—Supongo —dijo Dalinar, inspeccionando la roca, parecida a una torre—. Podríamos enviar exploradores a comprobarlo.

—¿Exploradores? Bah. Necesito una carrera, tío. Te apuesto cinco broams completos a que puedo ganarte hasta la cima.

Y con esas palabras, el rey echó a galopar con un tronar de cascos, dejando atrás a un asombrado grupo de ojos claros, ayudantes, y guardias.

—¡Tormentas! —maldijo Dalinar, espoleando a su caballo—. ¡Adolin, tienes el mando! Asegura la siguiente meseta, por si acaso.

Su hijo, que venía detrás, asintió bruscamente. Dalinar galopó tras el rey, una figura de armadura dorada y larga capa azul. Los cascos de los caballos resonaron contra la piedra, las formaciones rocosas quedaron atrás. Por delante, la empinada aguja de roca se alzaba en la meseta. Esas formaciones eran comunes aquí en las Llanuras Quebradas.

«Maldito muchacho.» Dalinar seguía considerando a Elhokar un muchacho, aunque el rey tenía veintisiete años. Pero a veces actuaba como un chiquillo. ¿Por qué no podía advertirlo de antemano antes de lanzarse a una de estas acciones?

Con todo, mientras cabalgaba, Dalinar admitió para sí que le sentaba bien cabalgar libremente, el yelmo quitado, el rostro al viento. Su pulso se aceleró cuando se sumergió en la carrera, y perdonó su impetuoso principio. Por el momento, Dalinar se permitió olvidar sus preocupaciones y las palabras que resonaban en su cabeza.

¿El rey quería una carrera? Bien, Dalinar le daría una carrera.

Lo adelantó. El corcel de Elhokar era de buena raza, pero nunca podría igualar a Galante, que era un ryshadio puro, dos manos más alto y mucho más fuerte que un caballo corriente. Los animales escogían a sus jinetes, y solo una docena de hombres en todos los campamentos de guerra eran tan afortunados. Dalinar era uno, Adolin otro.

En cuestión de segundos, Dalinar llegó a la base de la formación. Saltó de la silla mientras Galante seguía en movimiento. Cayó con fuerza, pero la armadura esquirlada absorbió el impacto, aplastando la piedra bajo sus botas de metal mientras se detenía. Los hombres que no habían usado jamás la armadura (sobre todo aquellos que estaban acostumbrados a su primo inferior, la simple cota o el peto) nunca podrían comprender. La esquirlada no era solo una armadura. Era mucho más.

Corrió hacia el pie de la formación rocosa mientras Elhokar galopaba detrás, Dalinar saltó, las piernas ayudadas por la armadura lo impulsaron unos dos metros y agarró un asidero en la piedra. Con un tirón, se aupó, usando la fuerza de muchos hombres que le concedía la armadura. La Emoción de la competición empezó a alzarse en su interior. No era tan aguda como la Emoción de la batalla, pero sí un sustituto digno.

La roca crujió bajo él. Elhokar había empezado a escalar también. Dalinar no miró hacia abajo. Mantuvo los ojos fijos en la pequeña plataforma natural que había en lo alto de la formación de doce metros. Se agarró con los dedos recubiertos de acero, buscando un asidero tras otro. Los guanteletes cubrían sus manos, pero la antigua armadura de algún modo transfería la sensación a sus dedos. Era como si llevara puestos unos finos guantes de cuero.

Un sonido de roce llegó desde la derecha, acompañado de una voz que maldecía entre dientes. Elhokar había tomado un camino distinto, esperando adelantarlo, pero había encontrado una sección sin asideros arriba. Su avance quedaba frenado.

La armadura dorada del rey chispeó mientras miraba a Dalinar. Elhokar apretó los dientes y miró hacia arriba, y entonces se lanzó con un poderoso salto hacia un saliente.

«Muchacho alocado», pensó Dalinar, viendo cómo el rey parecía colgar en el aire durante un momento antes de agarrarse a la roca saliente. Entonces el rey se aupó y continuó escalando.

Dalinar se movió furiosamente, la piedra rechinando bajo sus dedos de metal, las lascas cayendo libres. El viento agitaba su capa. Se esforzó, insistió, y consiguió adelantar al rey. La cima estaba a pocos metros de distancia. La Emoción le cantaba. Buscaba el objetivo, decidido a ganar. No podía perder. Tenía que…

«Únelos.»

Vaciló, sin saber por qué, y dejó que su sobrino lo adelantara.

Elhokar se aupó a la formación rocosa, y soltó una carcajada triunfal. Se volvió hacia Dalinar y extendió una mano.

—¡Por los vientos de las tormentas, tío, sí que has hecho una buena carrera! Al final, creí que ibas a ganarme.

El triunfo y la alegría en el rostro de Elhokar provocaron una sonrisa en Dalinar. El joven necesitaba victorias. Incluso las pequeñas le harían bien. Los glorispren, como diminutos globos de luz dorada transparente, empezaron a cobrar existencia a su alrededor, atraídos por su sensación de éxito. Bendiciéndose a sí mismo por haber vacilado, Dalinar aceptó la mano del rey, dejando que Elhokar lo ayudara a subir. Apenas había suficiente espacio en lo alto de la torre natural para ambos.

Tras inspirar profundamente, Dalinar le dio una fuerte palmada en la espalda. El metal resonó contra el metal.

—Ha sido una buena competición, majestad. Y lo has hecho muy bien.

El rey sonrió. Su armadura dorada brillaba al sol de mediodía. Tenía la visera alzada, revelando sus ojos amarillo claro, su fuerte nariz y un rostro lampiño que era casi demasiado guapo, con sus labios carnosos, la ancha frente y la barbilla firme. Gavilar había tenido también aquel aspecto antes de sufrir la rotura de la nariz y aquella terrible cicatriz en la barbilla.

Bajo ellos, la Guardia de Cobalto y algunos de los ayudantes de Elhokar se acercaban a caballo, incluido Sadeas. Su armadura brillaba en rojo, aunque no era un portador de esquirlada completo: solo tenía la armadura, no la espada.

Dalinar alzó la mirada. Desde esta altura, podía contemplar una gran porción de las Llanuras Quebradas y experimentó un extraño momento de familiaridad. Sentía como si hubiera estado antes en este punto de observación, contemplando un paisaje roto.

El momento pasó en un latido.

—Allí —dijo Elhokar, señalando con una mano recubierta por el guantelete dorado—. Puedo ver nuestro destino.

Dalinar se cubrió los ojos y detectó un gran pabellón de lona a tres mesetas de distancia donde ondeaba la bandera del rey. Anchos puentes permanentes conducían hasta aquel lugar; estaban relativamente cerca del lado alezi de las Llanuras Quebradas, en mesetas que el propio Dalinar mantenía. Un abismoide que vivía aquí era su presa, la riqueza de su corazón su privilegio.

—Tenías razón una vez más, tío —dijo Elhokar.

—Intento que eso sea una costumbre.

—Supongo que no puedo echarte la culpa por eso. Aunque pueda derrotarte en una carrera de vez en cuando.

Dalinar sonrió.

—Me siento joven de nuevo, persiguiendo a tu padre por algún ridículo desafío.

Los labios de Elhokar se tensaron en una fina línea, y los glorispren se desvanecieron. Mencionar a Gavilar lo llenaba de amargura: sentía que los demás lo comparaban desfavorablemente con el antiguo rey. Por desgracia, no se equivocaba.

Dalinar continuó rápidamente.

—Debemos haber parecido los diez locos, corriendo de esa forma. Deseo que me des más tiempo para preparar tu guardia de honor. Esto es una zona de guerra.

—Bah. Te preocupas demasiado, tío. Desde hace años los parshendi no han atacado desde tan cerca nuestro lado de las Llanuras.

—Bueno, parecías preocupado por tu seguridad hace dos noches.

Elhokar suspiró con fuerza.

—¿Cuántas veces debo explicártelo, tío? Puedo enfrentarme a soldados enemigos espada en mano. Es de lo que pueden enviar cuando no miramos, cuando todo está oscuro y silencioso, de lo que deberías intentar protegerme.

Dalinar no respondió. El nerviosismo, incluso la paranoia de Elhokar en lo referido a un posible asesinato era fuerte. ¿Pero quién podía reprochárselo, considerando lo que le había sucedido a su padre?

«Lo siento, hermano», pensó, como hacía cada vez que pensaba en la noche en que murió Gavilar. Solo, sin su hermano para protegerlo.

—He examinado ese asunto del que me hablaste —dijo Dalinar, espantando los malos recuerdos.

—¿Sí? ¿Y qué has descubierto?

—Me temo que no mucho. No había rastros de intrusos en tu balcón, y ninguno de los criados informó de que hubiera ningún extraño en la zona.

—Había alguien observándome en la oscuridad de la noche.

—Si es así, no han regresado, majestad. Y no dejaron huellas.

Elhokar parecía insatisfecho, y el silencio entre ellos aumentó. Abajo, Adolin se reunió con los exploradores y preparó el cruce de las tropas. Elhokar había protestado por cuántos hombres había traído Dalinar. La mayoría no serían necesarios en la cacería: los portadores de esquirlada, no los soldados, matarían a la bestia. Pero Dalinar se encargaría de que su sobrino estuviera protegido. Las incursiones parshendi se habían vuelto menos atrevidas durante los años de lucha (las escribas alezi calculaban que su número era una cuarta parte de su fuerza anterior, aunque era difícil juzgarlo), pero la presencia del rey podría ser suficiente para lanzarlos a un ataque intrépido.

Los vientos asaltaron a Dalinar, trayendo consigo aquella leve familiaridad que había experimentado unos minutos antes. Allí de pie en lo alto del pico, contemplando la desolación. Una sensación de horrible y sorprendente perspectiva.

«Eso es, pensó. Estuve en lo alto de una formación como esta. Sucedió durante…»

Durante una de sus visiones. La primera.

«Debes unirlos —le habían dicho las extrañas y resonantes palabras—. Tienes que prepararte. Hacer de tu pueblo una fortaleza de fuerza y paz, una muralla para resistir los vientos. Dejad de pelear y uníos. Se avecina la Tormenta Eterna.»

—Majestad —se encontró diciendo—. Yo…

Se interrumpió nada más empezar. ¿Qué podía decir? ¿Que había estado teniendo visiones? ¿Que, desafiando toda doctrina y todo sentido común, creía que esas visiones podían proceder del Todopoderoso? ¿Que pensaba que deberían retirarse del campo de batalla y regresar a Alezkar?

Pura locura.

—¿Tío? —preguntó el rey—. ¿Qué quieres?

—Nada. Vamos, regresemos con los demás.

Adolin enroscó en su dedo una de las riendas de piel de cerdo mientras montaba su caballo, esperando al siguiente grupo de exploradores y sus informes. Había conseguido apartar su mente de su padre y Sadeas, y reflexionaba cómo iba a explicar su ruptura con Rilla de un modo que le hiciera ganar alguna compasión por parte de Janala.

A Janala le encantaban los antiguos poemas épicos. ¿Podría formular la ruptura en términos dramáticos? Sonrió, pensando en sus exuberantes cabellos negros y su picara sonrisa. Ella había sido atrevida al abordarlo, aunque se sabía que estaba cortejando a otra. Podría utilizar eso también. Tal vez Renarin tenía razón, quizá debería de haberla invitado a la cacería. La perspectiva de luchar contra un conchagrande le habría parecido mucho más interesante si alguien hermoso y de largos cabellos lo estaba mirando…

—Los nuevos informes de los exploradores han llegado, brillante señor Adolin —dijo Tardar, tras acercarse corriendo.

Adolin volvió al presente. Había tomado posiciones con algunos miembros de la Guardia de Cobalto junto a la base de la alta formación rocosa donde su padre y el rey seguían todavía conversando. Tardar, señor de los exploradores, era un hombre de rostro demacrado y pecho y brazos gruesos. Desde algunos ángulos, su cabeza parecía tan relativamente pequeña para su cuerpo que daba la impresión de que la habían aplastado.

—Adelante —dijo Adolin.

—La avanzadilla se ha reunido con el maestro de caza y han regresado. No hay rastro de parshendi en ninguna de las mesetas cercanas. Las compañías Dieciocho y Veintiuno están en posición, aunque todavía faltan ocho compañías por llegar.

Adolin asintió.

—Que la compañía Veintiuno envíe a algunos jinetes a vigilar desde las mesetas catorce y dieciséis. Y dos cada uno en las mesetas seis y ocho.

—¿Seis y ocho? ¿Detrás de nosotros?

—Si yo fuera a emboscar a la partida, la rodearía y cortaría la posibilidad de huida —contestó Adolin—. Hazlo.

Tardar saludó.

—Sí, brillante señor.

Se marchó corriendo a transmitir las órdenes.

—¿Crees de verdad que todo eso es necesario? —preguntó Renarin, que cabalgaba tras Adolin.

—No. Pero padre querrá que se haga de todas formas. Lo sabes.

Hubo movimiento arriba. Adolin alzó la mirada a tiempo como para ver al rey saltar de la formación rocosa, la capa ondeando tras él mientras caía unos doce metros hasta el suelo de roca. Su padre se encontraba en el saliente, y Adolin pudo imaginarlo maldiciendo para sus adentros ante lo que consideraba un gesto estúpido. La armadura esquirlada podía soportar una caída así, pero era lo bastante alto para resultar peligroso.

Elhokar aterrizó con un fuerte crujido, levantando lascas de piedra y una gran vaharada de luz tormentosa. Consiguió permanecer erguido. El padre de Adolin siguió un camino de bajada más seguro, y descendió hasta un saliente más bajo antes de dar el salto.

«Últimamente parece tomar el camino más seguro con más frecuencia —pensó Adolin—. Y a menudo parece encontrar motivos para darme también el mando.» Pensativo, Adolin trotó hasta la sombra de la formación rocosa. Necesitaba un informe de la retaguardia: su padre querría oírlo.

Su camino lo llevó a pasar ante un grupo de ojos claros de la partida de Sadeas. El rey, Sadeas y Vamah tenían cada uno una colección de asistentes, ayudantes y sicofantes que los acompañaban. Mirarlos cabalgar con sus cómodas sedas, sus guerreras abiertas y sus palanquines cubiertos hacía que Adolin fuera consciente de su sudorosa y gruesa armadura. La armadura esquirlada era maravillosa y te daba poder, pero bajo un sol caluroso podía hacer que un hombre deseara algo menos restringido.

Pero, naturalmente, no habría llevado ropa informal como los demás. Adolin tenía que ir de uniforme, incluso en una cacería. Los Códigos de Guerra alezi lo ordenaban. No importaba que nadie los hubiera seguido desde hacía siglos. O al menos nadie más que Dalinar Kholin y, por extensión, sus hijos.

Adolin pasó ante un par de ojos claros que descansaban, Vartian y Lomard, dos de los recientes seguidores de Sadeas. Hablaban tan fuerte que Adolin pudo oírlos. Probablemente lo hacían a propósito.

—Correr de nuevo detrás del rey —decía Vartian, sacudiendo la cabeza—. Como un cachorro de sabueso-hacha mordisqueando los talones de su amo.

—Vergonzoso —dijo Lomard—. ¿Cuánto tiempo hace que Dalinar ganó una gema corazón? La única vez que puede conseguir una es cuando el rey le permite cazarla sin competencia.

Adolin apretó los dientes y continuó su camino. La interpretación de los Códigos que hacía su padre no permitía que Adolin desafiara a un hombre a duelo mientras estaba de servicio o al mando. Le molestaban aquellas restricciones innecesarias, pero Dalinar había hablado como oficial al mando de Adolin. Eso significaba que no había posibilidad de discusión. Tendría que encontrar un modo de batirse en duelo con los dos aduladores idiotas en otro momento, para ponerlos en su sitio. Por desgracia, no podía retar a todos los que hablaban mal de su padre.

El mayor problema era que las cosas que decían contenían parte de verdad. Los principados alezi eran como reinos en sí mismos, todavía mayormente anónimos a pesar de haber aceptado a Gavilar como rey. Elhokar había heredado el trono, y Dalinar, por derecho, había tomado como propio el principado Kholin.

Sin embargo, la mayoría de los altos príncipes solo aceptaban de boquilla el dominio supremo del rey. Eso dejaba a Elhokar sin tierra que fuera específicamente suya. Tendía a actuar como un alto príncipe del principado Kholin, mostrando gran interés en su administración día a día. Así, aunque Dalinar tendría que haber sido gobernante por sí mismo, se inclinaba ante los caprichos de Elhokar y dedicaba sus recursos a proteger a su vecino. Eso lo debilitaba a los ojos de los demás: no era más que un guardaespaldas glorificado.

Antaño, cuando Dalinar era temido, los hombres no se habían atrevido a susurrar estas cosas. ¿Pero ahora? Dalinar asistía cada vez a menos ataques en las mesetas, y sus fuerzas se quedaban atrás en la captura de preciosas gemas corazón. Mientras los otros luchaban y ganaban, Dalinar y sus hijos se pasaban el tiempo dedicados a la burocracia administrativa.

Adolin quería estar ahí fuera luchando, matando parshendi. ¿De qué servía seguir los Códigos de la Guerra cuando rara vez podía ir a la guerra? «Es culpa de esos delirios.» Dalinar no era débil, y desde luego no era un cobarde, no importaba lo que dijera la gente. Solo estaba preocupado.

Los capitanes de retaguardia no habían formado todavía, así que en cambio Adolin decidió entregarle un informe al rey. Trotó hacia él…, uniéndose a Sadeas, que hacía lo mismo. De forma no del todo inesperada, Sadeas lo miró con mala cara. El alto príncipe odiaba que Adolin tuviera una espada esquirlada mientras que él no tenía: llevaba años anhelando tener una.

Adolin miró al alto príncipe a los ojos, sonriendo. «Cuando quieras batirte conmigo por mi hoja, Sadeas, adelante, inténtalo.» Qué no daría Adolin por tener a aquella anguila en el coso de duelos.

Cuando Dalinar y el rey se acercaron cabalgando, Adolin habló rápidamente, antes de que pudiera hacerlo Sadeas.

—Majestad, tengo el informe de los exploradores.

El rey suspiró.

—Más de nada, supongo. Sinceramente, tío, ¿debemos recibir un informe de cada pequeño detalle del ejército?

—Estamos en guerra, majestad —dijo Dalinar.

Elhokar suspiró, agobiado.

«Eres un hombre extraño, primo», pensó Adolin. Elhokar veía asesinos en cada sombra, y sin embargo a menudo despreciaba la amenaza parshendi. Se perdía cabalgando como había hecho hoy, sin guardia de honor, y saltaba de una formación rocosa de doce metros de altura. Sin embargo, no dormía por las noches, petrificado de horror.

—Di tu informe, hijo —ordenó Dalinar.

Adolin vaciló, sintiéndose ahora como un idiota por la falta de sustancia de lo que tenía que decir.

—Los exploradores no han visto ningún indicio de los parshendi. Se han reunido con el maestro de caza. Dos compañías han asegurado la siguiente meseta, y las otras ocho tardarán algún tiempo en cruzarla. Pero estamos cerca.

—Sí, lo vimos desde arriba —dijo Elhokar—. Tal vez unos cuantos podríamos adelantarnos…

—Majestad —interrumpió Dalinar—. Sería un poco absurdo traer mis tropas para dejarlas atrás.

Elhokar puso los ojos en blanco. Dalinar no cedió, su expresión tan inmóvil como las rocas que los rodeaba. Verlo así, firme, inflexible ante un desafío, hizo que Adolin sonriera lleno de orgullo. ¿Por qué no podía ser así todo el tiempo? ¿Por qué se echaba atrás tan a menudo ante los insultos o los retos?

—Muy bien —dijo el rey—. Haremos una pausa y esperaremos a que el ejército cruce.

Los ayudantes del rey respondieron inmediatamente, los hombres desmontaron, las mujeres hicieron que los portadores de sus palanquines las depositaran en el suelo. Adolin se marchó para recibir aquel informe de retaguardia. Cuando regresó, Elhokar prácticamente celebraba cortes. Sus sirvientes habían emplazado un pequeño pabellón para darle sombra, y otros servían vino helado, usando uno de los nuevos fabriales que podían enfriar las cosas.

Adolin se quitó el yelmo y se secó la frente con su pañuelo, deseando una vez más poder unirse a los demás y disfrutar de un poco de vino. En cambio, se bajó del caballo y fue a buscar a su padre. Dalinar estaba de pie ante el pabellón, las manos enguantadas a la espalda, mirando hacia el este, hacia el Origen, el distante lugar que no podía verse, donde empezaban las altas tormentas. Renarin estaba a su lado, mirando también, como intentando ver qué le parecía tan interesante a su padre.

Adolin apoyó una mano en el hombro de su hermano, y Renarin le sonrió. Adolin sabía que su hermano, que tenía ya diecinueve años, se sentía fuera de lugar. Aunque llevaba espada al cinto, apenas sabía usarla. Su enfermedad de la sangre le dificultaba pasar cualquier cantidad razonable de tiempo practicando.

—Padre, tal vez el rey tenga razón —dijo Adolin—. Tal vez deberíamos haber avanzado rápidamente. Preferiría acabar de una vez esta cacería.

Dalinar lo miró.

—Cuando tenía tu edad, me entusiasmaban estas cacerías. Abatir un conchagrande era el momento culminante del año para los jóvenes.

«Otra vez no», pensó Adolin. ¿Por qué le ofendía tanto a todo el mundo que la caza no le pareciera excitante?

—Es solo un chull grande, padre.

—Esos «chulls grandes» crecen hasta los cuatro metros y medio de altura y son capaces de aplastar incluso a un hombre con una armadura esquirlada.

—Sí —contestó Adolin—, y por eso tendremos que hacer de cebo durante horas mientras nos asamos al sol. Si decide aparecer, lo acribillaremos a flechazos, solo para acercarnos cuando esté tan débil que apenas pueda resistirse mientras lo matamos con las espadas esquirladas. Muy honorable.

—No es un duelo, sino una cacería. Una gran tradición.

Adolin lo miró alzando una ceja.

—Y, sí, puede ser tedioso —añadió Dalinar—. Pero el rey insistió.

—Todavía acusas tus problemas con Rilla, Adolin —dijo Renarin—. Estabas ansioso hace una semana. Tendrías que haber invitado a Janala.

—Janala odia la caza. Piensa que es una costumbre bárbara.

Dalinar frunció el ceño.

—¿Janala? ¿Quién es Janala?

—La hija del brillante señor Lustow —dijo Adolin.

—¿La estás cortejando?

—Todavía no, pero lo intento.

—¿Qué pasó con la otra chica? ¿La bajita a la que le gustaba ponerse lazos plateados en el pelo?

—¿Deeli? —dijo Adolin—. ¡Padre, dejé de cortejarla hace más de dos meses!

—¿Sí?

—Sí.

Dalinar se frotó la barbilla.

—Ha habido dos entre Janala y ella, padre —aclaró Adolin—. Tendrías que prestar más atención.

—El Todopoderoso ayude a cualquier hombre que intente llevar la cuenta de tus retorcidos cortejos, hijo.

—La más reciente fue Rilla —dijo Renarin.

Dalinar frunció el ceño.

—Y vosotros dos…

—Tuvimos algunos problemas ayer —dijo Adolin. Tosió, decidido a cambiar de tema—. Por cierto, ¿no te parece extraño que el rey insistiera en venir a cazar el abismoide en persona?

—No especialmente. No es corriente que uno de buen tamaño aparezca por aquí, y el rey rara vez participa en las cargas. Esto es para él una forma de luchar.

—¡Pero es tan paranoico! ¿Por qué quiere ir a cazar ahora, exponiéndose en las Llanuras?

Dalinar se volvió a mirar el toldo del rey.

—Sé que parece extraño, hijo. Pero el rey es un hombre más complejo de lo que muchos piensan. Le preocupa que sus súbditos lo consideren un cobarde por lo mucho que teme a los asesinos, y por eso busca formas de demostrar su valor. Formas alocadas, en ocasiones…, pero no es el primer hombre que he visto que se enfrenta a la batalla sin miedo, y sin embargo vive aterrorizado por los cuchillos en las sombras. La característica de la inseguridad es la bravata.

»El rey está aprendiendo a liderar. Necesita esta cacería. Necesita demostrarse a sí mismo, y a los demás, que es fuerte y digno para dirigir un reino en guerra. Por eso lo animé. Una cacería de éxito, en las circunstancias actuales, podría impulsar su reputación y su confianza.

Adolin cerró lentamente la boca, pues las palabras de su padre silenciaron sus quejas. Era curioso cómo las acciones del rey tenían sentido cuando se explicaban de esta forma. Adolin miró a su padre. «¿Cómo pueden decir los demás que es un cobarde? ¿No ven su sabiduría?»

—Sí —dijo Dalinar, la mirada distante—. Tu sobrino es mejor hombre de lo que muchos piensan, y un rey más fuerte. Al menos podría serlo. Yo solo tengo que averiguar cómo persuadirlo para que abandone las Llanuras Quebradas.

Adolin se sobresaltó.

—¿Qué?

—No lo entendí al principio —continuó Dalinar—. Únelos. Se supone que he de unirlos. ¿Pero no están unidos ya? Luchamos juntos aquí, en las Llanuras Quebradas. Tenemos un enemigo común en los parshendi. Empiezo a ver que solo estamos unidos de nombre. Los altos príncipes sirven de boquilla a Elhokar, pero esta guerra, este asedio, es para ellos un juego. Una competición de unos contra otros.

»No podemos unirlos aquí. Tenemos que regresar a Alezkar y estabilizar nuestra patria, aprender a trabajar juntos como una sola nación. Las Llanuras Quebradas nos dividen. Los demás se preocupan demasiado por obtener riquezas y privilegios.

—¡Las riquezas y los privilegios son la esencia de los alezi, padre! —dijo Adolin. ¿De verdad estaba oyendo esto?—. ¿Qué hay del Pacto de la Venganza? ¡Los altos príncipes juraron desquitarse de los parshendi!

—Y lo hemos hecho —Dalinar miró a Adolin—. Me doy cuenta de que parece terrible, hijo, pero algunas cosas son más importantes que la venganza. Yo amaba a Gavilar. Lo echo muchísimo de menos, y odio a los parshendi por lo que hicieron. Pero la obra de la vida de Gavilar era unir Alezkar, e iré a Condenación antes de dejar que eso se pierda.

—Padre —dijo Adolin, dolorido—, si algo va mal aquí, es porque no nos esforzamos lo suficiente. ¿Crees que los altos príncipes están jugando? ¡Bien, demuéstrales cómo hay que hacerlo! En vez de hablar de retirada, deberíamos estar hablando de avanzar, de golpear a los parshendi en vez de asediarlos.

—Tal vez.

—Sea como sea, no podemos hablar de retirada —dijo Adolin. Los hombres comentaban ya que Dalinar había perdido el valor. ¿Qué dirían si se enteraran de esto?—. No has hablado de esto con el rey ¿no?

—Todavía no. No he encontrado el modo adecuado.

—Por favor. No lo hables con él.

—Ya veremos.

Dalinar se volvió hacia las Llanuras Quebradas, la mirada distante de nuevo.

—Padre…

—Has expresado tu argumento, hijo, y yo lo he respondido. No insistas. ¿Tienes el informe de la retaguardia?

—Sí.

—¿Y el de la vanguardia?

—Acabo de comprobar con ellos y…

Se calló. Maldición. Había pasado tanto rato que probablemente ya era hora de que la partida del rey avanzara. Los últimos soldados no podían dejar esta meseta hasta que el rey estuviera a salvo al otro lado.

Adolin suspiró y se dirigió a recoger el informe. Poco después, todos habían cruzado el abismo y cabalgaban por la siguiente meseta. Renarin se le acercó y trató de entretenerlo conversando, pero Adolin solo respondió de mala gana.

Estaba empezando a sentir una extraña ansiedad. La mayoría de los hombres veteranos del ejército, incluso aquellos que solo eran unos pocos años más viejos que él, habían luchado junto a su padre en los días gloriosos. Adolin sentía celos de todos aquellos hombres que habían conocido a su padre y lo habían visto luchar cuando no estaba tan constreñido por los Códigos.

Los cambios en Dalinar habían comenzado con la muerte de su hermano. Fue aquel día terrible cuando todo empezó a salir mal. La pérdida de Gavilar casi lo había destrozado, y Adolin nunca perdonaría a los parshendi por haber causado tanto dolor a su padre. Nunca. Los hombres luchaban en las Llanuras por muchos motivos, pero Adolin había venido por esto. Tal vez si derrotaran a los parshendi su padre volvería a ser el hombre que fue. Tal vez aquellos fantasmales delirios que lo acosaban desaparecerían.

Por delante, Dalinar hablaba con Sadeas. Ambos tenían el ceño fruncido. Apenas se toleraban el uno al otro, aunque una vez fueron amigos. Eso también había cambiado la noche del asesinato de Gavilar. ¿Qué había sucedido entre ellos?

El día continuó arrastrándose, y por fin llegaron al sitio de la caza: un par de mesetas, una donde atraerían a la criatura para que atacara, y otra a distancia segura para los que mirarían. Como la mayoría de las demás mesetas, estas tenían una superficie irregular habitada por plantas resistentes adaptadas a la exposición continua a las tormentas. Recodos rocosos, depresiones y suelo irregular hacían que luchar en ellas fuera peligroso.

Adolin se unió a su padre, que esperaba junto al último puente mientras el rey se dirigía a la meseta de observación seguido de una compañía de soldados. Los ayudantes serían los siguientes.

—Lo estás haciendo muy bien al mando, hijo —dijo Dalinar, asintiendo a un grupo de soldados que pasaban y saludaban.

—Son buenos hombres, padre. Apenas necesitan a nadie que les dé órdenes durante una marcha de meseta en meseta.

—Sí, pero necesitas experiencia de liderazgo, y ellos necesitan verte como comandante.

Renarin se acercó a caballo; probablemente era hora de cruzar a la meseta de observación. Dalinar le indicó a sus hijos que fueran primero.

Adolin se volvió para irse, pero titubeó cuando advirtió algo en la meseta tras ellos. Un jinete que se movía rápidamente para alcanzar a la partida de caza y venía de la dirección de los campamentos de guerra.

—Padre —señaló Adolin.

Dalinar se volvió inmediatamente, siguiendo el gesto. Sin embargo, Adolin reconoció pronto al recién llegado. No era un mensajero, como esperaba.

—¡Sagaz! —llamó, saludando.

El recién llegado se acercó al trote. Alto y delgado, el sagaz del rey cabalgaba con facilidad una jaca negra. Llevaba un chaleco negro y pantalones del mismo color, todo a juego con su cabello de ónice. Aunque tenía una larga y fina espada a la cintura, Adolin sabía que nunca la había desenvainado. Un arma de duelo y no una hoja militar, su cometido era principalmente simbólico.

Sagaz los saludó al acercarse, mostrando una de aquella sonrisas salaces suya. Tenía los ojos azules, pero en realidad no era un ojos claros. Tampoco era un ojos oscuros. Era…, bueno, era el sagaz del rey, una categoría propia.

—¡Ah, joven príncipe Adolin! —exclamó Sagaz—. ¿Has conseguido apartarte lo suficiente del campamento de las mujeres jóvenes para unirte a esta cacería? Estoy impresionado.

Adolin se rio incómodo.

—Bueno, eso ha sido tema de conversación últimamente…

Sagaz alzó una ceja.

Adolin suspiró. Sagaz acabaría por descubrirlo tarde o temprano: era imposible ocultarle nada.

—Me cité para almorzar con una mujer ayer, pero fui…, bueno, estaba cortejando a otra. Y es de las celosas. Ahora ninguna de las dos quiere hablar conmigo.

—Que te metas en semejantes líos es una fuente constante de diversión, Adolin. ¡Cada uno es más emocionante que el anterior!

—Bueno, sí. Emocionante. Así es exactamente como se siente uno.

Sagaz se echó a reír de nuevo, aunque mantuvo una sensación de dignidad en su postura. El sagaz del rey no era un tonto bufón de la corte como uno podía encontrarse en otros reinos. Era una espada, una herramienta mantenida por el rey. Insultar a los demás estaba por debajo de la dignidad del rey, así que igual que uno usa guantes cuando se ve obligado a manejar algo sucio, el rey tenía un sagaz para no tener que rebajarse al nivel de la grosería o la ofensa.

Este nuevo sagaz llevaba varios meses con él, y había algo…, diferente en él. Parecía conocer cosas que no debería conocer, cosas importantes. Cosas útiles.

Sagaz saludó a Dalinar.

—Alteza.

—Sagaz —respondió Dalinar, envarado.

—¡Y el joven príncipe Renarin!

Renarin bajó la mirada.

—¿No hay saludos para mí, Renarin? —dijo Sagaz, divertido.

Renarin no respondió.

—Cree que te burlarás de él si te habla, Sagaz —dijo Adolin—. Esta mañana me dijo que no está dispuesto a decir nada contigo cerca.

—¡Maravilloso! —exclamó Sagaz—. ¿Entonces puedo decir lo que desee y él no pondrá pegas?

Renarin dudó.

Sagaz se inclinó hacia Adolin.

—¿Te he contado la noche que pasamos el príncipe Renarin y yo hace dos días, caminando por las calles del campamento? Nos encontramos con esas dos hermanas, ya sabes, de ojos azules y…

—¡Eso es mentira! —dijo Renarin, ruborizándose.

—Muy bien —dijo Sagaz, sin inmutarse—. Confieso que en realidad eran tres hermanas, pero el príncipe Renarin terminó injustamente con dos de ellas, y mi reputación no menguó al…

—Sagaz —cortó con severidad Dalinar.

El hombre vestido de negro lo miró.

—Tal vez deberías restringir tus burlas para quienes las merecen.

—Brillante señor Dalinar. Creo que eso es lo que estaba haciendo.

Dalinar frunció aún más el ceño. Nunca le había gustado Sagaz, y meterse con Renarin era un modo seguro de despertar su ira. Adolin podía comprenderlo, pero Sagaz casi siempre era amable con Renarin.

Sagaz se dispuso a marcharse, pasando ante Dalinar al hacerlo. Adolin apenas pudo oír lo que dijo cuando se inclinó para susurrar algo.

—Los que «merecen» mis burlas son aquellos que pueden beneficiarse de ellas, brillante señor Dalinar. El muchacho es menos frágil de lo que crees.

Hizo un guiño y luego volvió su caballo para cruzar el puente.

—Vientos de tormenta, me cae bien ese tipo —dijo Adolin—. ¡Es el mejor sagaz que hemos tenido en años!

—A mí me pone nervioso —dijo Renarin en voz baja.

—¡Ahí está la mitad de la gracia!

Dalinar no dijo nada. Los tres cruzaron el puente y adelantaron a Sagaz, que se había detenido para atormentar a un grupo de oficiales, ojos claros de rango tan bajo que tenían que servir en el ejército y ganarse un salario. Varios de ellos se rieron cuando Sagaz se burló de otro.

Los tres se reunieron con el rey, y de inmediato los abordó el jefe de la cacería. Bashin era un hombre bajo de panza notable: llevaba ropas ajadas con un chaquetón de cuero y sombrero de ala ancha. Era un ojos oscuros del primer nahn, el rango más alto y prestigioso que podía tener un ojos oscuros, digno incluso para casarse con una familia ojos claros.

Bashin le hizo una reverencia al rey.

—¡Majestad! ¡Magnífico momento! Ya hemos lanzado el cebo.

—Excelente —dijo Elhokar, desmontando. Adolin y Dalinar hicieron lo mismo, las armaduras tintineando suavemente. Dalinar desató su yelmo de la silla.

—¿Cuánto tardará?

—Dos o tres horas, probablemente —dijo Bashin, cogiendo las riendas del caballo del rey. Los mozos se encargaron de los dos ryshadios—. Lo hemos emplazado aquí.

Bashin señaló la meseta donde tendría lugar la caza, la más pequeña donde tendría lugar la lucha, lejos de los ayudantes y la masa de soldados. Un grupo de cazadores guiaba a un lento chull en torno a su perímetro, tirando de una cuerda que colgaba por el lado del acantilado. Esa cuerda arrastraría el cebo.

—Usamos carne de cerdo —explicó Bashin—. Y hemos rociado de sangre de cerdo los lados. El abismoide ha sido visto una docena de veces. Tiene su nido cerca, eso es seguro, no está aquí para desovar. Es demasiado grande para eso, y lleva demasiado tiempo en la zona. ¡Va a ser una buena caza! Cuando llegue, soltaremos un grupo de cerdos salvajes como distracción y podréis empezar a debilitarlo con flechas.

Habían traído arcos largos, grandes arcos de acero con gruesas cuerdas y un poder tan grande de tensión que solo un portador de esquirlada podía usarlos para disparar dardos gruesos como tres dedos. Su creación era reciente, trabajo de los ingenieros alezi a través del uso de la ciencia fabrial, y cada uno requería una gema infusa para mantener la fuerza de su tiro sin combar el metal. Navani, la tía de Adolin, viuda del rey Gavilar, madre de Elhokar y su hermana Jasnah, había dirigido la investigación que desarrolló los arcos.

«Habría sido agradable que no se hubiera marchado», pensó Adolin. Navani era una mujer interesante. Las cosas nunca eran aburridas a su alrededor.

Algunos habían empezado a llamar a los arcos «arcos esquirlados», pero a Adolin no le gustaba el término. Las hojas y las armaduras esquirladas eran algo especial. Reliquias de otra época, un tiempo en que los Radiantes recorrían Roshar. Ninguna ciencia fabrial había sido capaz de recrearlas.

Bashin condujo al rey y sus altos príncipes hacia un pabellón emplazado en el centro de la meseta de observación. Adolin se unió a su padre, con intención de darle un informe del cruce. Aproximadamente la mitad de los soldados estaban ya en su sitio, pero muchos de los ayudantes cruzaban todavía el gran puente permanente que daba a la meseta. El estandarte del rey ondeaba sobre el pabellón y habían levantado un pequeño puesto de descanso. Un soldado al fondo preparaba la panoplia donde había cuatro arcos grandes. Eran estilizados y de aspecto peligroso, con gruesas flechas negras con cuatro plumas en la cola.

—Creo que disfrutaréis de un buen día de caza —le dijo Bashin a Dalinar—. A juzgar por los informes, la bestia es grande. Más grande de las que has matado antes, brillante señor.

—Gavilar siempre quiso matar a una de esas —dijo Dalinar, tristemente—. Le encantaban las cacerías de conchasgrandes, aunque nunca abatió a un abismoide. Es extraño que yo haya matado a tantos.

El chull que tiraba del cebo bramó en la distancia.

—Habrá que apuntarle a las patas, brillantes señores —dijo Bashin. Los consejos previos a la caza eran una de las responsabilidades de Bashin, y se las tomaba muy en serio—. Los abismoides, bueno, estáis acostumbrado a atacarlos en sus crisálidas. No olvidéis lo terribles que son cuando no están incubando. Con uno tan grande como este, usad una distracción y atacad desde…

Se interrumpió, y luego maldijo en voz baja.

—Las tormentas se lleven a ese animal. El hombre que lo entrenó debe de haber sido diestro.

Contemplaba la siguiente meseta. Adolin siguió su mirada. El chull de aspecto de cangrejo que había estado tirando del cebo se alejaba del abismo con paso lento y decidido. Sus encargados gritaban y corrían tras él.

—Lo siento, brillante señor —dijo Bashin—. Lleva haciendo eso todo el día.

El chull baló con voz grave. Algo le pareció extraño a Adolin.

—Podemos traer a otro —dijo Elhokar—. No debería tardar mucho tiempo en…

—¿Bashin? —la voz de Dalinar sonó súbitamente alarmada—. ¿No debería haber un cebo al final de la cuerda de la bestia?

El jefe de la cacería se detuvo. La cuerda de la que tiraba el chull estaba deshilachada por el extremo.

Algo oscuro, algo aturdidor y enorme, surgió del abismo apoyado en unas patas gruesas y quitinosas. Subió a la meseta, no a la pequeña meseta donde se suponía que iba a tener lugar la caza, sino a la meseta de observación donde se encontraban Dalinar y Adolin. La meseta que estaba llena de ayudantes, invitados desarmados, escribas femeninas y soldados sin preparación.

—Oh, Condenación —dijo Bashin.