NUEVE AÑOS ANTES

Kal irrumpió en el quirófano, donde la puerta abierta dejó entrar la brillante y blanca luz del sol. A los diez años de edad, ya mostraba indicios de que sería alto y desgarbado. Siempre había preferido que lo llamaran Kal a su nombre completo, Kaladin. El diminutivo hacía que se relacionara mejor. Kaladin sonaba a nombre de ojos claros.

—Lo siento, padre —dijo.

Lirin, el padre de Kal, tensó con cuidado la correa en torno al brazo de la joven atada a la mesa de operaciones. Tenía los ojos cerrados ya: Kal se había perdido la administración de la droga.

—Discutiremos luego tu tardanza —dijo Lirin, asegurando la otra mano de la mujer—. Cierra la puerta.

Kal se estremeció y cerró la puerta. Las ventanas estaban oscuras, los postigos firmemente en su sitio, y por eso la única luz era la que procedía de la luz tormentosa que brillaba en un gran globo lleno de esferas. Cada una de esas esferas era un broam, en total una suma increíble en préstamo permanente del terrateniente de Piedralar. Las linternas fluctuaban, pero la luz tormentosa siempre era continua. El padre de Kal decía que eso podía salvar vidas.

Kal se acercó a la mesa, ansioso. La joven, Sani, tenía el pelo negro brillante, sin un solo mechón de marrón o rubio. Tenía quince años, y su mano libre estaba envuelta en un vendaje harapiento y ensangrentado. Kal hizo una mueca al ver el torpe vendaje: parecía como si hubieran arrancado la tela de la camisa de alguien y la hubieran atado a toda prisa.

Sani volvió la cabeza hacia un lado, y murmuró algo, drogada. Solo vestía una muda blanca de algodón, su mano segura expuesta. Los chicos mayores del pueblo alardeaban de las oportunidades que habían tenido (o que decían haber tenido) de ver a las chicas en ropa interior, pero Kal no comprendía por qué tanto alboroto. Sin embargo, le preocupaba Sani. Siempre se preocupaba cuando alguien estaba herido.

Por fortuna, la herida no parecía grave. Si hubiera amenazado su vida, el padre de Kal ya habría empezado a trabajar en ella, usando a su madre, Hesina, como ayudante.

Lirin se dirigió a un lado de la sala y recogió unos cuantos frasquitos de contenido claro. Era un hombre bajo, calvo a pesar de su relativa juventud. Llevaba puestas sus gafas, que consideraba el regalo más precioso que le habían hecho jamás. Rara vez se las quitaba excepto para operar, ya que eran demasiado valiosas para arriesgarse a romperlas. ¿Y si se arañaban o se caían? Piedralar era una población grande, pero su remoto emplazamiento al norte de Alethar haría difícil reemplazar las gafas.

La sala estaba limpia, los estantes y la mesa lavados cada mañana, todo en su sitio. Lirin decía que podía saberse mucho de un hombre por cómo mantenía su lugar de trabajo. ¿Estaba revuelto u ordenado? ¿Respetaba sus herramientas o las dejaba por cualquier parte? El único reloj fabrial de la ciudad estaba aquí, en la encimera. El pequeño aparato tenía un único dial en el centro y una brillante gema en el corazón: había que infundirlo para que diera la hora. A nadie más en la ciudad le preocupaban los minutos y las horas como a Lirin.

Kal acercó un taburete para ver mejor. Pronto no lo necesitaría: se hacía más alto día a día. Inspeccionó la mano de Sani. «Está bien —se dijo, como su padre le había instruido—: Un cirujano tiene que conservar la calma. La preocupación tan solo malgasta tiempo.»

Era difícil seguir ese consejo.

—Manos —dijo Lirin, sin dejar de recoger sus instrumentos. Kal suspiró, se bajó de un salto del taburete y corrió a la bacina de agua jabonosa y caliente que había junto a la puerta.

—¿Por qué importa? —quería estar trabajando, ayudar a Sani.

—La sabiduría de los Heraldos —dijo Lirin, ausente, repitiendo una lección que había dado muchas veces antes—. Los muertespren y los putrispren odian el agua. Los mantendrá alejados.

—Hammie dice que es una tontería —repuso Kal—. Dice que los muertespren son muy buenos matando gente, ¿así que por qué deben tenerle miedo a un poco de agua?

—Los Heraldos fueron sabios más allá de nuestra comprensión.

Kal hizo una mueca.

—Pero son demonios, padre. Se lo oí decir a ese fervoroso que vino a predicar la primavera pasada.

—Hablaba de los Radiantes —dijo Lirin bruscamente—. Vuelves a confundirlos.

Kal suspiró.

—Los Heraldos fueron enviados para enseñar a la humanidad —explicó Lirin—. Nos guiaron contra los Vaciadores después de que fuéramos expulsados del cielo. Los Radiantes eran la orden de caballeros que fundaron.

—Que eran demonios.

—Que nos traicionaron cuando los Heraldos se marcharon —Lirin alzó un dedo—. No eran demonios, solo eran hombres que tenían demasiado poder e insuficiente sentido común. Sea como fuere, siempre tienes que lavarte las manos. Puedes ver con tus propios ojos el efecto que tiene en los putrispren, aunque los muertespren no puedan verse.

Kal volvió a suspirar, pero hizo lo que le decían. Lirin se acercó de nuevo a la mesa, con una bandeja llena de cuchillas y frasquitos de cristal. Su conducta era extraña; aunque se aseguraba de que su hijo no confundiera a los Heraldos con los Radiantes Perdidos, Kal había oído decir a su padre que creía que los Vaciadores no eran reales. Ridículo. ¿A quién más podía echársele la culpa cuando las cosas se perdían de noche, o cuando una cosecha se infectaba con gusanos cavadores?

En el pueblo pensaban que Lirin pasaba demasiado tiempo con libros y gente enferma, y eso hacía que fuera un tipo extraño. Se sentían incómodos con él, y con Kal por asociación. Kal apenas empezaba a darse cuenta del dolor que podía causar el ser diferente.

Lavadas las manos, se sentó de nuevo en el taburete. Empezó a sentirse nervioso otra vez, esperando que nada saliera mal. Su padre usó un espejo para ajustar las luces de las esferas sobre la mano de Sani. Con cuidado, cortó la venda improvisada con una cuchilla de cirujano. La herida no amenazaba la vida de la chica, pero la mano estaba muy afectada. Cuando su padre empezó a entrenar a Kal dos años antes, cosas como esta lo hacían sentirse mareado. Ahora ya estaba acostumbrado a la carne desgarrada.

Eso era bueno. Kal imaginaba que le resultaría útil cuando fuera a la guerra algún día, a luchar por su alto príncipe y los ojos claros.

Sani tenía tres dedos rotos y la piel de la mano arañada, y levantada la herida manchada de palos y tierra. El dedo tercero era el peor, quebrado y retorcido, con astillas de hueso asomando a través de la piel. Kal lo palpó, sintiendo los huesos fracturados, la negrura de la piel. Limpió con cuidado la sangre seca y la tierra con un paño húmedo, retirando las piedrecillas y los palos mientras su padre cortaba hilo para coser.

—Tendrá que perder el tercer dedo, ¿verdad? —dijo Kal, atando un vendaje a la base del dedo para impedir que sangrara.

Su padre asintió, con un atisbo de sonrisa en el rostro. Esperaba que Kal se diera cuenta de eso. Lirin decía a menudo que un cirujano sabio debe saber qué quitar y qué salvar. Si ese dedo hubiera sido tratado adecuadamente al principio…, pero no, no se podía recuperar. Volver a coserlo significaría dejarlo para que se infectara.

Su padre se encargó de la amputación. Tenía unas manos cuidadosas, precisas. La formación de cirujano duraba diez años, y aún faltaba algún tiempo para que Lirin dejara a Kal empuñar la cuchilla. Mientras tanto, Kal limpiaba la sangre, le entregaba las cuchillas a su padre, y sujetaba el tendón para impedir que se moviera mientras su padre serraba. Repararon la mano hasta donde pudieron, trabajando con deliberada velocidad.

El padre de Kal terminó la sutura final, obviamente satisfecho por haber podido salvar cuatro dedos. No lo verían así los padres de Sani. Se sentirían decepcionados porque su hermosa hija tendría ahora una mano desfigurada. Casi siempre sucedía así: terror ante la herida inicial, luego furia por la incapacidad de Lirin para hacer milagros. Lirin decía que era porque la gente del pueblo se había acostumbrado a tener un cirujano. Para ellos, la cura se había convertido en la normalidad, en vez de en un privilegio.

Pero los padres de Sani eran buena gente. Harían una pequeña donación, y la familia de Kal (sus padres, él y su hermano menor, Tien) podrían continuar comiendo. Era extraño que sobrevivieran gracias a las desgracias de otros. Tal vez era parte de lo que hacía que la gente de la ciudad los mirara con mala cara.

Lirin terminó usando una pequeña vara calentada para cauterizar los lugares donde consideraba que los puntos de sutura no serían suficientes. Finalmente, extendió un fuerte aceite de listre sobre la mano para impedir que se infectara: el aceite espantaba a los putrispren aún mejor que el jabón y el agua. Kal colocó vendas nuevas, cuidando de no molestar las tablillas.

Lirin tiró el dedo, y Kal empezó a relajarse. Sani se pondría bien.

—Todavía tienes que trabajar esos nervios, hijo —dijo Lirin en voz baja, lavándose la sangre de las manos.

Kal agachó la cabeza.

—Es bueno preocuparse —dijo Lirin—. Pero la preocupación, como todo lo demás, puede ser un problema si interfiere con tu habilidad para operar.

«¿Preocuparse demasiado puede ser un problema? —pensó Kal—. ¿Y qué hay de sentirse tan desprendido que nunca cobras por tu trabajo?» No se atrevió a decirlo en voz alta.

Limpiar la habitación era lo siguiente. A Kal le parecía que se pasaba media vida limpiando, pero Lirin no lo dejaría marchar hasta que no hubiera terminado. Al menos abrió los postigos y dejó que entrara la luz. Sani continuaba dormida: la hierba de invierno la mantendría todavía inconsciente durante unas horas.

—¿Dónde estabas, por cierto? —preguntó Lirin, los frascos de alcohol y aceite tintineando mientras los devolvía a su sitio.

—Con Jam.

—Jam es dos años mayor que tú. Dudo que le guste pasarse el tiempo con alguien que es mucho más joven que él.

—Su padre empezó a entrenarlo con la lanza —dijo Kal apresuradamente—. Tien y yo fuimos a ver qué ha aprendido.

Kal se preparó para recibir una reprimenda.

Su padre continuó limpiando cada una de las cuchillas de cirujano con alcohol, y luego con aceite, como dictaban las antiguas tradiciones. No se volvió hacia Kal.

—El padre de Jam era soldado en el ejército del brillante señor Amaram —dijo Kal, vacilante. ¡El brillante señor Amaram! El noble general ojos claros que custodiaba el norte de Alezkar. Kal deseaba con todas sus ganas ver un ojos claros de verdad, no al viejo Wistiow. Un soldado, según decía todo el mundo, como contaban las historias.

—Sé lo del padre de Jam —dijo Lirin—. He tenido que operar esa pierna coja suya tres veces ya. Un regalo de su gloriosa época de soldado.

—Necesitamos a los soldados, padre. ¿Prefieres que los thayleños violen nuestras fronteras?

—Thaylenah es un reino isla —dijo Lirin tranquilamente—. No comparten frontera con nosotros.

—¡Bueno, pero podrían atacarnos por mar!

—Solo son mercaderes y comerciantes en su mayor parte. Todos los que he conocido han tratado de engañarme, pero no es lo mismo que invadir.

A todos los niños les gustaba contar historias de lugares lejanos. Era difícil recordar que el padre de Kal (el único hombre de segundo nahn en la ciudad) había recorrido todo Kharbranth durante su juventud.

—Bueno, luchamos contra alguien —continuó Kal, disponiéndose a fregar el suelo.

—Sí —dijo su padre tras una pausa—. El rey Gavilar siempre nos encuentra gente para luchar. Eso sí es verdad.

—Entonces necesitamos soldados, como dije.

—Más necesitamos cirujanos —Lirin suspiró con fuerza, apartándose de su armario—. Hijo, casi lloras cada vez que nos traen a alguien; aprietas los dientes ansiosamente incluso durante las intervenciones más sencillas. ¿Qué te hace pensar que serías capaz de hacerle daño a alguien?

—Me haré más fuerte.

—Eso es una tontería. ¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza? ¿Por qué quieres aprender a lastimar a otros niños con un palo?

—Por honor, padre —dijo Kal—. ¿Quién cuenta historias de cirujanos, por el amor de los Heraldos?

—Los hijos de los hombres y mujeres cuyas vidas salvamos —dijo Lirin tranquilamente, mirando a Kal a los ojos—. Ellos cuentan historias de cirujanos.

Kal se ruborizó y se amilanó, hasta que volvió a fregar el suelo.

—Hay dos tipos de personas en el mundo, hijo —dijo su padre severamente—. Los que salvan vidas. Y los que las quitan.

—¿Y los que protegen y defienden? ¿Los que salvan vidas quitando vidas?

Su padre bufó.

—Eso es como intentar detener una tormenta soplando más fuerte. Ridículo. No se puede proteger matando.

Kal siguió frotando.

Finalmente, su padre suspiró, se acercó y se arrodilló junto a él, y lo ayudó a fregar.

—¿Cuáles son las propiedades de la hierba de invierno?

—Tiene un sabor amargo —dijo Kal inmediatamente—, lo que hace más seguro guardarla, ya que la gente no se la comerá por accidente. Aplástala hasta convertirla en polvo, mézclala con aceite, usa una cucharadita por cada diez pesos de la persona que vas a drogar. Produce un sueño profundo durante unas cinco horas.

—¿Y cómo puedes saber si alguien tiene la temblequera?

—Energía nerviosa —dijo Kal—, sed, problemas para dormir e hinchazón en los sobacos.

—Tienes buena cabeza, hijo —dijo Lirin en voz baja—. Yo tardé años en aprender lo que tú has aprendido en unos meses. He estado ahorrando. Me gustaría enviarte a Kharbranth cuando cumplas dieciséis años, para que te formes con cirujanos auténticos.

Kal sintió una punzada de emoción. ¿Kharbranth? ¡Eso era un reino distinto! Su padre había viajado por allí como correo, pero no se había formado como cirujano en aquel lugar. Lo había aprendido del viejo Vathe en Shorse, la población más cercana.

—Tienes un don concedido por los Heraldos mismos —dijo Lirin, apoyando una mano en su hombro—. Podrías ser diez veces el cirujano que yo soy. No sueñes los sueños pequeños de los demás hombres. Nuestros abuelos nos consiguieron el segundo nahn para que pudiéramos tener ciudadanía plena y el derecho a viajar. No desperdicies eso matando.

Kal vaciló, pero acabó por asentir.