«Me habéis matado. ¡Hijos de puta, me habéis matado! ¡Mientras el sol sigue calentando, yo muero!»
Recogido el quinto día de la semana Chach del mes Betab del año 1171, diez segundos antes de la muerte. El sujeto era un soldado ojos oscuros de treinta y un años de edad. La muestra se considera cuestionable.
CINCO AÑOS MÁS TARDE
—Voy a morir ¿verdad? —preguntó Cenn.
El curtido veterano que Cenn tenía al lado se volvió a mirarlo de arriba abajo. Llevaba barba corta, y en los lados de la cara los pelos negros empezaban a ceder paso al color gris.
«Voy a morir. Voy a morir. Oh, Padre Tormenta. Voy a morir…», pensó Cenn, aferrado a su lanza, cuya asta estaba resbaladiza por el sudor.
—¿Qué edad tienes, hijo? —preguntó el veterano. Cenn no recordaba el nombre del hombre. Era difícil recordar nada mientras veía al otro ejército formar líneas al otro lado del rocoso campo de batalla. Aquel alineamiento parecía tan ordenado, tan limpio. Las lanzas cortas en las primeras filas, las lanzas largas y las jabalinas a continuación, los arqueros en los laterales. Los lanceros ojos oscuros iban equipados igual que Cenn: jubón de cuero y faldón hasta las rodillas con un sencillo bonete de acero y un peto a juego.
Muchos de los ojos claros tenían armaduras completas. Iban a caballo, y las guardias de honor se congregaban a su alrededor con corazas que brillaban en color burdeos y verde bosque. ¿Había entre ellos portadores de esquirlada? El brillante señor Amaram no era un portador de esquirlada. ¿Lo eran algunos de sus hombres? ¿Y si Cenn tenía que combatir a alguno? Los hombres corrientes no mataban a portadores. Había sucedido tan pocas veces que cada caso era ahora legendario.
«Está pasando de verdad», pensó con terror creciente. Esto no era una maniobra del campamento. No era un entrenamiento sobre el terreno, jugando con palos. Esto era real. Al aceptar el hecho, el corazón latiendo en su pecho como un animal asustado, las piernas temblorosas, Cenn advirtió de repente que era un cobarde. ¡No tendría que haber dejado los rebaños! Nunca tendría que…
—¿Hijo? —dijo el veterano, la voz firme—. ¿Qué edad tienes?
—Quince años, señor.
—¿Y cómo te llamas?
—Cenn, señor.
El gigantesco hombre barbudo asintió.
—Yo soy Dallet.
—Dallet —repitió Cenn, todavía mirando al otro ejército. ¡Había tantos! Miles—. Voy a morir ¿verdad?
—No —Dallet tenía voz grave, pero de algún modo eso era reconfortante—. Todo va a salir bien. Mantén la mente despejada. Quédate con el pelotón.
—¡Solo he recibido tres meses de instrucción! —A Cenn le parecía oír, como débiles tañidos, el sonido metálico de las armaduras y los escudos del enemigo—. ¡Apenas soy capaz de sujetar esta lanza! Padre Tormenta, estoy muerto. No puedo…
—Hijo —lo interrumpió Dallet con voz suave pero firme. Alzó una mano y la apoyó sobre el hombro del muchacho. El borde del gran escudo circular que llevaba a la espalda reflejaba la luz—. Todo va a salir bien.
—¿Cómo puedes saberlo? —las palabras de Cenn sonaron a súplica.
—Porque, muchacho, formas parte del pelotón de Kaladin Benditormenta.
Los otros soldados cercanos asintieron mostrando su acuerdo.
Tras ellos, formaban oleadas y más oleadas de soldados: miles de ellos. Cenn se encontraba al frente, con el pelotón de Kaladin, compuesto por unos treinta hombres más. ¿Por qué habían trasladado a Cenn a un nuevo pelotón en el último momento? Tenía que ver con la política del campamento.
¿Por qué estaba este pelotón en el mismo frente, donde las bajas tendrían que ser mayores? Pequeños miedospren, como manchas de baba púrpura, empezaron a surgir del suelo y a congregarse alrededor de sus pies. En un momento de puro pánico, casi estuvo a punto de dejar caer la lanza y echar a correr. La mano de Dallet se tensó sobre su hombro. Al mirar los confiados ojos negros del veterano, Cenn vaciló.
—¿Measte antes de que formáramos filas? —preguntó Dallet.
—No tuve tiempo de…
—Hazlo ahora.
—¿Aquí?
—Si no lo haces, acabarás meándote pierna abajo en la batalla, lo que te distraerá y tal vez acabe por matarte. Hazlo.
Avergonzado, Cenn le tendió a Dallet su lanza y orinó sobre las piedras. Cuando terminó, miró a los que lo rodeaban. Ninguno de los soldados de Kaladin sonrió con burla. Permanecían preparados, las lanzas a los costados, los escudos en las espaldas.
El ejército enemigo casi había terminado su maniobra. El campo entre las dos fuerzas era despejado, de piedra negra, notablemente regular y liso, roto solo por algún macizo rocoso ocasional. Habría sido un buen pasto. El cálido viento sopló en la cara de Cenn, cargado con los olores acuáticos de la alta tormenta de la noche pasada.
—¡Dallet! —dijo una voz.
Un hombre se acercó entre las filas, llevando una lanza corta que tenía dos fundas de cuero para cuchillos atadas al asta. El recién llegado era un hombre joven, quizás unos cuatro años mayor que Cenn, pero era más alto incluso que Dallet. Llevaba el uniforme de cuero corriente en los lanceros pero debajo usaba un par de pantalones oscuros. Esto se suponía que no estaba permitido.
Su negro cabello alezi le llegaba hasta los hombros, y sus ojos eran marrón oscuro. Tenía también nudos de cordón blanco en los hombros de su pelliza, lo que lo convertía en líder de escuadrón.
Los treinta hombres que acompañaban a Cenn se pusieron firmes, alzando sus lanzas en gesto de saludo. «¿Este es Kaladin Benditormenta?, ¿este joven?», se preguntó Cenn, incrédulo.
—Dallet, pronto tendremos un recluta nuevo —dijo Kaladin. Tenía una voz fuerte—. Necesito que… —guardó silencio cuando advirtió a Cenn.
—Llegó hace unos minutos, señor —dijo Dallet con una sonrisa—. Lo estaba preparando.
—Bien hecho —replicó Kaladin—. Pagué buen dinero por apartar a ese muchacho de Gare. Ese hombre es tan incompetente que bien podría estar luchando en el otro bando.
«¿Qué? —pensó Cenn—. ¿Por qué pagaría nadie por mí?»
—¿Qué te parece el terreno? —preguntó Kaladin. Varios de los lanceros alzaron sus manos para protegerse del sol y escrutar las rocas.
—¿Ese hueco junto a los dos macizos rocosos a la derecha del todo? —preguntó Dallet.
Kaladin negó con la cabeza.
—Demasiado áspero.
—Sí. Tal vez. ¿Y la colina baja de allí? Lo bastante lejos para evitar la primera caída, lo bastante cerca para no adelantarse demasiado. Kaladin asintió, aunque Cenn no podía ver lo que estaban mirando.
—Parece bien.
—¿Lo oís, panda de patanes? —gritó Dallet.
Los hombres alzaron sus lanzas.
—Échale un ojo al chico nuevo, Dallet —dijo Kaladin—. No conocerá las señales.
—Naturalmente —dijo Dallet, sonriendo. ¡Sonriendo! ¿Cómo podía sonreír? El ejército enemigo hacía sonar sus cuernos. ¿Significaba eso que estaban preparados? Aunque acababa de aliviarse, Cenn sintió un hilillo de orina correrle por la pierna.
—Mantente firme —dijo Kaladin, y luego echó a correr por la línea para hablar con el siguiente jefe de pelotón. Tras Cenn y los demás, las docenas de filas seguían creciendo. Los arqueros de los laterales se prepararon para disparar.
—No te preocupes, hijo —tranquilizó Dallet—. Nos irá bien. El jefe Kaladin tiene suerte.
El soldado al otro lado de Cenn asintió. Era un veden larguirucho y pelirrojo, con una piel bronceada más oscura que los alezi. ¿Por qué combatía en el ejército alezi?
—Así es. Kaladin está bendecido por la tormenta, vaya que sí. Solo perdimos… ¿cuánto…, un hombre en la última batalla?
—Pero alguien sí que murió —dijo Cenn.
Dallet se encogió de hombros.
—Siempre muere gente. Nuestro pelotón pierde menos que nadie. Ya lo verás.
Kaladin terminó de consultar con el otro jefe de pelotón, y luego volvió corriendo con su equipo. Aunque llevaba una lanza corta, de las que se usan con una mano mientras la otra sujeta el escudo, la suya era un palmo más larga que las que utilizaban sus hombres.
—¡Preparados! —exclamó Dallet. Al contrario que los otros jefes de pelotón. Kaladin no se unió a las filas, sino que se plantó delante de su pelotón.
Los hombres alrededor de Cenn arrastraron los pies, excitados. Los sonidos se repitieron por todo el enorme ejército, la quietud dio paso a la ansiedad. Cientos de pies arrastrándose, los escudos chasqueando, los correajes resonando. Kaladin permaneció inmóvil, contemplando al otro ejército.
—Preparados —dijo, sin volverse.
Detrás, un oficial ojos claros pasó a caballo.
—¡Preparaos para combatir! Quiero su sangre, hombres. ¡Luchad y matad!
—Preparados —repitió Kaladin, después de que el hombre pasara.
—Prepárate para echar a correr —le dijo Dallet a Cenn.
—¿Correr? ¡Pero nos han entrenado para marchar en formación! ¡A permanecer en nuestra línea!
—Claro —dijo Dallet—. Pero la mayoría de los hombres no tienen mucha más instrucción que tú. Los que saben luchar bien acaban siendo enviados a las Llanuras Quebradas para combatir a los parshendi. Kaladin está intentando ponernos en forma para llegar hasta allí y luchar por el rey —Dallet señaló con la cabeza la línea—. La mayoría de los que están aquí romperá filas y atacará. Los ojos claros no son lo bastante buenos como comandantes para mantenerlos en formación. Así que quédate con nosotros y corre.
—¿Debería sacar mi escudo?
Alrededor del equipo de Kaladin, las otras filas aprestaban sus escudos. Pero el pelotón de Kaladin los dejó en sus espaldas.
Antes de que Dallet pudiera responder, sonó un cuerno desde atrás.
—¡Vamos! —dijo Dallet.
Cenn no tuvo mucha opción. El ejército entero empezó a moverse con un clamor de botas al paso. Como había predicho Dallet, la marcha firme no duró mucho. Algunos hombres empezaron a chillar, y el rugido fue imitado por otros. Los ojos claros les ordenaron que avanzaran, corrieran, lucharan. La línea se desintegró.
En cuanto eso sucedió, el pelotón de Kaladin echó a correr a toda velocidad hacia delante. Cenn se esforzó por mantener el ritmo, se dejó llevar por el pánico y se aterrorizó. El terreno no era tan liso como había parecido, y casi resbaló con un rocapullo oculto, las enredaderas encogidas en su cascarón.
Se irguió y continuó, sujetando la lanza con una mano, el escudo chocando contra su espalda. El lejano ejército estaba también en movimiento, los soldados cargaban. No había ninguna semejanza con una formación de batalla ni de línea cuidadosa. Esto no se parecía a nada de lo que habían enseñado en la instrucción.
Cenn ni siquiera sabía quién era el enemigo. Un terrateniente pretendía apoderarse del territorio del brillante señor Amaram, cuya tierra, en última instancia, pertenecía al alto príncipe Sadeas. Era una escaramuza fronteriza, y Cenn pensaba que era con otro principado alezi. ¿Por qué combatían unos contra otros? Tal vez el rey podría ponerle fin, pero estaba en las Llanuras Quebradas, buscando venganza por el asesinato del rey Gavilar cinco años antes.
El enemigo tenía un montón de arqueros. El pánico de Cenn aumentó cuando la primera oleada de flechas saltó al aire. Tropezó de nuevo, ansiando coger su escudo. Pero Dallet lo agarró por el brazo y tiró de él.
Cientos de saetas hendieron el aire, oscureciendo el sol. Trazaron un arco y cayeron, como anguilas del cielo sobre su presa. Los soldados de Amaram alzaron sus escudos. Pero no el pelotón de Kaladin. No había escudos para ellos.
Cenn gritó.
Y las flechas cayeron en las filas centrales del ejército de Amaram, tras él. Cenn miró por encima del hombro, sin dejar de correr. Las flechas caían detrás de él. Los soldados gritaban, las flechas se rompían contra los escudos. Solo unas pocas flechas dispersas aterrizaban cerca de las primeras filas.
—¿Por qué? —le preguntó a gritos a Dallet—. ¿Cómo lo sabías?
—Quieren que las flechas alcancen donde hay más gente congregada —replicó el hombretón—. Donde tendrán más posibilidades de encontrar un cuerpo.
Varios otros grupos en vanguardia dejaron sus escudos bajados, pero la mayoría corría torpemente con los escudos vueltos hacia el cielo, concentrados para que las flechas no los alcanzaran. Eso los retrasó, y se arriesgaron a ser atrapados por los hombres de detrás que sí estaban siendo alcanzados. Cenn ansiaba levantar su escudo de todas formas: le parecía un error correr sin él.
La segunda andanada los alcanzó, y los hombres gritaron de dolor. El pelotón de Kaladin cargó hacia los soldados enemigos, algunos de los cuales morían por las flechas de los arqueros de Amaram. Cenn pudo oír a los soldados enemigos aullando sus gritos de guerra, y pudo distinguir sus rostros individuales. De repente, el pelotón de Kaladin se detuvo, formando un tenso grupo. Habían llegado a la pequeña inclinación que Kaladin y Dallet habían escogido antes.
Dallet agarró a Cenn y lo empujó hasta el centro mismo de la formación. Los hombres de Kaladin bajaron sus lanzas y sacaron sus escudos mientras el enemigo se volvía hacia ellos. No atacaron en formación, no mantuvieron las filas de lanzas largas detrás y lanzas cortas delante. Tan solo corrieron hacia delante, chillando de puro frenesí.
Cenn se debatió para soltar el escudo de su espalda. El estrépito de las lanzas resonó en el aire cuando los pelotones se enzarzaron en lucha. Un grupo de lanceros enemigos corrió hacia el pelotón de Kaladin, acaso buscando la superioridad del terreno. Las tres docenas de atacantes tenían cierta cohesión, aunque su formación no era tan tensa como el pelotón de Kaladin.
El enemigo parecía decidido a compensarlo con pasión: gritaban y chillaban de furia, corriendo hacia la línea de Kaladin, que mantuvo la fila, defendiendo a Cenn como si fuera un ojos claros y ellos su guardia de honor. Las dos fuerzas se encontraron con un estruendo de metal sobre madera, los escudos entrechocaron unos con otros. Cenn se estremeció.
Todo acabó en un par de parpadeos. El pelotón enemigo se retiró, dejando dos muertos. El grupo de Kaladin no había perdido a nadie. Mantenía una pujante formación en V, aunque un hombre se quedó atrás y sacó una venda para protegerse un muslo herido. El resto de los hombres cerraron el hueco. El herido era fornido y de brazos gruesos; maldijo, pero la herida no parecía grave. Se puso en pie en un instante, pero no regresó al lugar donde estaba antes. En cambio, se dirigió a un extremo de la formación en V, un lugar más protegido.
El campo de batalla era un caos. Los dos ejércitos se entremezclaban de forma indiferenciada. Sonido de golpes metálicos, crujidos y gritos flotaban en el aire. Muchos de los pelotones se separaron, y sus miembros corrieron de un encuentro a otro. Se movían como cazadores, grupos de tres o cuatro buscando individuos solos para cebarse luego brutalmente sobre ellos.
El grupo de Kaladin mantuvo el terreno, enfrentándose solo a los pelotones enemigos que se acercaban demasiado. ¿Eran así realmente las batallas? Cenn había sido entrenado para largas filas de soldados, hombro con hombro. No esta frenética mezcla, este caos brutal. ¿Por qué no mantenían la formación?
«Los soldados de verdad no están aquí —pensó Cenn—. Luchan en una batalla auténtica en las Llanuras Quebradas. No me extraña que Kaladin quiera llevar allí su pelotón.»
Las lanzas destellaban por todas partes; era difícil distinguir amigo de enemigo a pesar de los emblemas en las corazas y los colores en los escudos. El campo de batalla se disolvió en cientos de pequeños grupos, como si un millar de guerras diferentes tuvieran lugar al mismo tiempo.
Después de los primeros encontronazos, Dallet cogió a Cenn por el hombro y lo colocó en la fila en el mismo fondo de la formación en V. Cenn, sin embargo, carecía de ningún valor. Cuando el grupo de Kaladin se enzarzó con los pelotones enemigos, toda su instrucción desapareció. Hizo acopio de todas sus fuerzas para quedarse allí, empuñando la lanza y tratando de parecer amenazador.
Durante casi una hora, el pelotón de Kaladin defendió su pequeña loma, luchando en equipo, hombro con hombro. Kaladin a menudo dejó su posición en el frente, corriendo aquí y allá, golpeando su escudo con su lanza en un extraño ritmo.
«Son señales», comprendió Cenn, mientras el pelotón de Kaladin adoptaba una formación en anillo. Con los gritos de los moribundos y los miles de hombres que se gritaban unos a otros, era casi imposible oír una sola voz. Pero el brusco tañido de la lanza contra el metal del escudo de Kaladin sonaba con claridad. Cada vez que cambiaban de formación, Dallet agarraba a Cenn por el hombro y lo guiaba.
El grupo de Kaladin no persiguió a los enemigos rezagados. Permanecieron a la defensiva. Y, aunque varios hombres del pelotón sufrieron heridas, ninguno cayó. Su pelotón era demasiado intimidatorio para los grupos más pequeños, y las unidades enemigas más grandes se retiraban después de unos cuantos intercambios, buscando enemigos más fáciles.
Al cabo de un rato cambió algo. Kaladin dio media vuelta y observó la marea de la batalla con sus penetrantes ojos marrones. Alzó la lanza y golpeó su escudo con un rápido ritmo que no había utilizado antes. Dallet agarró a Cenn por el brazo y lo apartó de la pequeña loma. ¿Por qué abandonar ahora?
Justo entonces, el cuerpo del ejército de Amaram se dispersó, y los hombres se separaron. Cenn no había advertido lo mal que había ido la batalla en esta zona para su bando. Mientras el equipo de Kaladin se retiraba, pasaron ante muchos muertos y heridos, y Cenn sintió náuseas. Había soldados abatidos, las entrañas al descubierto.
No tenía tiempo para el horror: la retirada se convirtió rápidamente en una derrota. Dallet maldijo, y Kaladin volvió a golpear su escudo. El pelotón cambió de dirección, encaminándose hacia el este. Allí, Cenn vio que un grupo grande de soldados de Amaram resistía.
Pero los enemigos habían visto las filas disgregarse, y eso los envalentonó. Corrieron en grupos, como sabuesos salvajes que cazaran cerdos perdidos. Antes de que el grupo de Kaladin cubriera la mitad del campo regado de muertos y moribundos, un gran contingente de soldados enemigos los interceptó. Kaladin golpeó reacio su escudo, y el pelotón redujo la marcha.
Cenn sintió que su corazón empezaba a latir más y más rápido. Cerca, un pelotón de soldados de Amaram se vino abajo: los hombres tropezaban y caían, gritando, intentando escapar. Los enemigos usaban sus lanzas como trinchetes, ensartando a los hombres en el suelo como si fueran presas de caza.
Los hombres de Kaladin recibieron al enemigo en una amalgama de lanzas y escudos. Los cuerpos empujaron por todas partes, y Cenn tropezó. En la mezcolanza de amigo y enemigo, morir y matar, Cenn se vio superado. ¡Tantos hombres corriendo en tantas direcciones!
Sintió pánico y corrió hacia lugar seguro. Un grupo de hombres cercanos llevaba uniformes alezi. El pelotón de Kaladin. Cenn corrió hacia ellos, pero cuando algunos se volvieron hacia él, se aterrorizó al advertir que no los reconocía. Este no era el pelotón de Kaladin, sino un grupito de soldados desconocidos que trataba de mantener una línea irregular y rota. Heridos y aterrorizados, se dispersaron en cuanto un pelotón enemigo se acercó.
Cenn se quedó inmóvil, sujetando la lanza con mano sudorosa. Los soldados enemigos cargaron hacia él. Sus instintos lo instaron a huir, pero había visto a demasiados hombres caer uno a uno. ¡Tenía que resistir! ¡Tenía que enfrentarse a ellos! No podía huir, no podía…
Gritó, y atacó con la lanza al soldado que venía en cabeza. El hombre apartó sin problemas el arma con su escudo, y luego clavó su lanza corta en el muslo de Cenn. El dolor fue caliente, tan ardiente que la sangre que borboteó en su pierna izquierda pareció fría en comparación. Cenn jadeó.
El soldado liberó su arma. Cenn retrocedió tambaleándose, dejó caer su lanza y su escudo. Cayó al suelo rocoso, chapoteando en sangre ajena. Su enemigo alzó la lanza, una silueta acechante contra el cielo azul, dispuesto a clavársela a Cenn en el corazón.
Y entonces apareció él.
El líder del pelotón. Benditormenta. La lanza de Kaladin salió de ninguna parte, desviando el golpe que habría matado a Cenn. Kaladin se plantó delante del muchacho, solo, enfrentándose a seis lanceros. No vaciló. Atacó.
Sucedió con mucha rapidez. Kaladin derribó con una zancadilla al hombre que había lanceado a Cenn. Mientras ese hombre caía, Kaladin desenvainó un cuchillo de una de las fundas atadas alrededor de su lanza. Su mano chasqueó, el cuchillo destelló y alcanzó el muslo de un segundo enemigo. Ese hombre cayó sobre una rodilla, gritando.
Un tercer hombre se detuvo, mirando a sus aliados caídos. Kaladin se abrió paso frente a un enemigo herido y clavó su lanza en la barriga del tercer hombre. Un cuarto soldado cayó con un cuchillo en el ojo. ¿Cuándo había sacado Kaladin ese cuchillo? Giró entre los dos últimos, la lanza un borrón, empuñándola como si fuera un bastón. Durante un instante, Cenn pudo ver algo que rodeaba al líder del pelotón. Una contorsión del aire, como el viento mismo hecho visible.
«He perdido un montón de sangre. Brota tan rápidamente…»
Kaladin giró, enfrentándose a los que lo atacaban por el flanco, y los dos últimos lanceros cayeron con borboteos que Cenn interpretó como de sorpresa. Eliminados todos los soldados enemigos, Kaladin dio media vuelta y se arrodilló junto a Cenn. El jefe del pelotón soltó su lanza y sacó de su bolsillo una blanca tira de tela que envolvió con eficacia en torno a la pierna del muchacho. Kaladin trabajaba con la habilidad de quien ha vendado heridas docenas de veces antes.
—¡Kaladin, señor! —dijo Cenn, señalando a uno de los soldados que Kaladin había herido. El enemigo se sujetaba la pierna mientras se ponía en pie. Sin embargo, un segundo más tarde, el alto Dallet apareció allí, para empujar al enemigo con su escudo. Dallet no mató al hombre herido, sino que lo dejó marcharse a trompicones, desarmado.
El resto del pelotón llegó y formó un anillo en torno a Kaladin, Dallet y Cenn. Kaladin se levantó y se cargó la lanza al hombro. Dallet le devolvió sus cuchillos, recuperados de los enemigos caídos.
—Me preocupaste un momento, señor —dijo Dallet—. Al echar a correr así.
—Sabía que me seguirías —respondió Kaladin—. Alza el estandarte rojo. Cyn, Korater, vais a volver con el muchacho. Dallet, quédate aquí. La línea de Amaram se desvía en esta dirección. Deberíamos estar a salvo pronto.
—¿Y tú, señor? —preguntó Dallet.
Kaladin contempló el campo de batalla. En las fuerzas enemigas se había abierto un hueco, y un hombre se acercaba montado en un caballo blanco, blandiendo una maza. Llevaba una armadura completa, pulida, de plata brillante.
—Un portador de esquirlada —dijo Cenn.
Dallet bufó.
—No, gracias al Padre Tormenta. Solo un oficial ojos claros. Los portadores son demasiado valiosos para malgastarlos en una disputa fronteriza menor.
Kaladin observó al ojos claros lleno de odio. Era el mismo odio con que el padre de Cenn hablaba de los ladrones de chulls, o el odio que la madre de Cenn mostraba cuando alguien mencionaba a Kusiri, que se había fugado con el hijo de un zapatero remendón.
—¿Señor? —preguntó Dallet, vacilante.
—Los subpelotones dos y tres, formación en pinza —dijo Kaladin, con voz agria—. Vamos a bajar de su trono a un brillante señor.
—¿Seguro que eso es aconsejable, señor? Tenemos heridos.
Kaladin se volvió hacia Dallet.
—Es uno de los oficiales de Hallaw. Podría ser él.
—Eso no lo sabes, señor.
—Da igual: es el jefe de un batallón. Si matamos a un oficial de tan alto rango, tendremos garantizado estar en el próximo grupo que envíen a las Llanuras Quebradas. Vamos a por él —su mirada se volvió distante—. Imagínate, Dallet. Soldados de verdad. Un campamento de guerra con disciplina y ojos claros con integridad. Un lugar donde nuestra lucha significará algo.
Dallet suspiró, pero asintió. Kaladin señaló a un grupo de soldados, luego cruzaron corriendo el campo. Un grupo más pequeño de soldados, incluyendo a Dallet, esperó atrás con los heridos. Uno de ellos, un hombre delgado con negro pelo alezi moteado con un puñado de pelos rubios, lo que indicaba cierta sangre extranjera, sacó un largo lazo rojo de su bolsillo y lo ató a su lanza. Alzó la lanza, dejando que el lazo ondeara al viento.
—Es una llamada para que los mensajeros retiren a los heridos del campo —le dijo Dallet a Cenn—. Pronto te sacaremos de aquí. Fuiste valiente, al enfrentarse a esos seis.
—Huir me pareció una estupidez —repuso Cenn, intentando distraer su mente de la herida de su pierna—. Con tantos heridos en el campo ¿cómo podemos pensar que van a venir a por nosotros?
—El jefe Kaladin los soborna —dijo Dallet—. Normalmente solo se llevan a los ojos claros, pero hay más mensajeros que ojos claros heridos. El jefe dedica la mayor parte de su paga a los sobornos.
—Este pelotón sí que es diferente —comentó Cenn, sintiéndose mareado.
—Ya te lo dije.
—No por la suerte. Por la instrucción.
—Eso es una parte. La otra parte es porque sabemos que si nos hieren Kaladin nos sacará del campo de batalla. —Hizo una pausa y miró por encima del hombro. Como Kaladin había predicho, la línea de Amaram regresaba, recuperándose.
El ojos claros a caballo de antes sacudía enérgicamente una maza. Un grupo de su guardia de honor se dirigió a un lado, enfrentándose con los pequeños pelotones de Kaladin. El ojos claros hizo volverse a su caballo. Llevaba un yelmo abierto por delante con los lados rectos y un gran penacho de plumas en lo alto. Cenn no podía distinguir el color de sus ojos, pero sabía que serían azules o verdes, tal vez amarillos o gris claro. Era un brillante señor, elegido al nacer por los Heraldos, marcado para gobernar.
Impasible, observaba a aquellos que combatían cerca. Entonces uno de los cuchillos de Kaladin lo alcanzó en el ojo derecho.
El brillante señor gritó, y cayó de la silla mientras Kaladin de algún modo se deslizaba entre las líneas y saltaba sobre él, la lanza en alto.
—Sí, es en parte por la instrucción —dijo Dallet, sacudiendo la cabeza—. Pero sobre todo por él. Lucha como una tormenta, y piensa el doble de rápido que los demás hombres. La manera en que se mueve a veces…
—Me vendó la pierna —dijo Cenn, advirtiendo que empezaba a decir tonterías debido a la pérdida de sangre. ¿Por qué recalcar lo de la pierna herida? Era algo sencillo.
Dallet tan solo asintió.
—Entiende mucho de heridas. Y sabe leer glifos también. Es un hombre extraño, nuestro jefe de pelotón, para ser un simple lancero ojos oscuros. —Se volvió hacia Cenn—. Pero deberías ahorrar fuerzas, hijo. Al jefe no le gustará que te perdamos, no después de lo que pagó por ti.
—¿Por qué? —preguntó Cenn. El campo de batalla se volvía más tranquilo, como si muchos de los hombres moribundos hubieran gritado ya hasta quedarse roncos. Casi todo el mundo alrededor era aliado, pero Dallet seguía vigilando para asegurarse de que ningún soldado enemigo trataba de atacar a los heridos de Kaladin.
—¿Por qué, Dallet? —repitió Cenn, con urgencia—. ¿Por qué traerme a este pelotón? ¿Por qué a mí?
Dallet sacudió la cabeza.
—Él es así. Odia la idea de que los chicos jóvenes como tú, apenas entrenados, vayan a la batalla. De vez en cuando, coge a uno y lo trae al pelotón. Más de media docena de nuestros hombres fueron una vez como tú —los ojos de Dallet adquirieron una expresión remota—. Creo que todos vosotros le recordáis a alguien.
Cenn se miró la pierna. Dolospren, como pequeñas manos anaranjadas con dedos extremadamente largos, reptaban a su alrededor, reaccionando a su agonía. Empezaron a volverse, perdiéndose en otras direcciones, buscando a otros heridos. El dolor de Cenn remitía, y sentía la pierna entumecida, al igual que el resto del cuerpo.
Se echó atrás y contempló el cielo. Pudo oír un trueno lejano. Qué extraño. No había nubes en el cielo.
Dallet maldijo.
Cenn dio media vuelta, tratando de sacudirse el estupor. Galopando directamente hacia ellos venía un enorme caballo negro con un jinete de brillante armadura que parecía irradiar luz. La armadura no tenía costuras: no había cota de malla debajo, solo placas más pequeñas, notablemente intrincadas. La figura llevaba un casco ornamentado, y la coraza era dorada. Llevaba una enorme espada en una mano, al menos de la altura de un hombre. No era una simple espada recta, sino curva, y el lado que no tenía filo era ondulado. Toda la hoja estaba grabada.
Era hermosa. Como una obra de arte. Cenn nunca había visto a un portador de esquirlada, pero supo inmediatamente que este hombre lo era. ¿Cómo podía haber confundido a un simple ojos claros acorazado con una de estas majestuosas criaturas?
¿No había dicho Dallet que no habría ningún portador en este campo de batalla? Dallet se puso en pie y llamó al pequeño pelotón para que formara. Cenn se quedó sentado donde estaba. No podría haberse levantado, no con la pierna herida.
Se sentía mareado. ¿Cuánta sangre había perdido? Apenas podía pensar.
Fuera como fuese, no podía luchar. No se lucha contra algo así. El sol brillaba contra aquella armadura. Y esa preciosa, intrincada, sinuosa espada. Era como…, como si el Todopoderoso hubiera tomado forma para caminar por el campo de batalla.
¿Y por qué querría nadie combatir contra el Todopoderoso?
Cenn cerró los ojos.