Capítulo 9

A través del desierto

—¡Qué horror! ¡Qué espanto! —gimoteó Lasaraleen—. ¡Querida, estoy asustadísima! Tiemblo de pies a cabeza. Tócame.

—Vamos —dijo Aravis, que también temblaba—. Han regresado al Palacio Nuevo. En cuanto hayamos salido de esta habitación puede decirse que estaremos a salvo. Pero se ha perdido una barbaridad de tiempo. Llévame hasta la puerta del río tan rápido como puedas.

—Querida, ¿cómo puedes? —chilló Lasaraleen con voz aguda—. No puedo hacer nada…, ahora no. ¡Mis pobres nervios! No: debemos quedarnos acostadas muy quietas un rato y luego regresar.

—¿Por qué regresar?

—¿Es que no lo entiendes? Eres tan poco compasiva… —replicó Lasaraleen, empezando a llorar.

Aravis decidió que no era un buen momento para sentir compasión.

—¡Oye! —dijo, sujetando a su amiga y zarandeándola con energía—. Si dices otra palabra sobre regresar, y si no te pones en camino para llevarme a la puerta del río inmediatamente… ¿sabes lo qué haré? Saldré corriendo al pasillo y gritaré. Entonces nos atraparán a las dos.

—Pero ¡nos ma… matarán a las dos! —exclamó Lasaraleen—. ¿No has oído lo que ha dicho el Tisroc, que viva eternamente?

—Sí, y antes prefiero estar muerta que casada con Ahoshta. Así que, vamos.

—Eres cruel —dijo Lasaraleen—. ¡Y yo me siento tan mal!

Finalmente, sin embargo, se vio obligada a ceder ante Aravis. Encabezó la marcha descendiendo por los mismos peldaños de antes y luego siguió por otro pasillo hasta que por fin salieron. Se encontraron entonces en el jardín del palacio que bajaba en forma de terrazas hasta la muralla de la ciudad. La luna brillaba con fuerza. Uno de los inconvenientes de las aventuras es que, al llegar a los lugares más hermosos, a menudo uno se siente muy inquieto y tiene demasiada prisa para apreciarlos; de modo que Aravis, aunque los recordó años después, sólo logró evocar una vaga impresión de céspedes grises, fuentes que borboteaban plácidamente y largas sombras negras de cipreses.

Cuando llegaron a la parte baja y el muro se alzó amenazador ante ellas, Lasaraleen temblaba tanto que no conseguía descorrer el cerrojo de la puerta. Tuvo que hacerlo Aravis. Allí, por fin, estaba el río, poblado de los reflejos de la luz de la luna, y un pequeño desembarcadero con unas cuantas embarcaciones de paseo.

—Adiós —dijo Aravis—, y gracias. Siento haber sido tan desagradable. Pero ¡recuerda de qué estoy huyendo!

—Aravis, querida —repuso Lasaraleen—. ¿No piensas cambiar de idea? ¡Ahora que has visto qué gran hombre es Ahoshta!

—¡Gran hombre! Es un repugnante esclavo servil que lisonjea cuando le dan patadas pero lo atesora todo y espera desquitarse incitando a ese horrible Tisroc a maquinar la muerte de su hijo. ¡Fu! Antes me casaría con el empleado de cocina de mi padre que con una criatura como ésa.

—¡Oh, Aravis! ¿Cómo puedes decir cosas tan horribles? ¡Y también sobre el Tisroc, que viva eternamente! ¡Tiene que estar bien si él va a hacerlo!

—Adiós —repitió Aravis—, y tus vestidos me parecieron encantadores. Y encuentro que tu casa también es encantadora. Estoy segura de que tendrás una vida encantadora; aunque a mí no me gustaría. Cierra la puerta a mi espalda sin hacer ruido.

Se arrancó de los afectuosos abrazos de su amiga, subió a una embarcación, soltó amarras, y al cabo de un momento se hallaba en mitad de la corriente con una enorme luna auténtica en el cielo y otra enorme luna reflejada en las profundidades del río. El aire era fresco y vivificante y al acercarse a la orilla opuesta escuchó el ulular de un búho. «¡Ah! ¡Eso está mejor!», pensó. Siempre había vivido en el campo y aborrecía cada minuto pasado en Tashbaan.

Cuando desembarcó se encontró rodeada de oscuridad, pues la elevación del terreno y los árboles tapaban la luz de la luna. Consiguió, no obstante, encontrar la misma carretera que Shasta y llegó tal como había hecho él al final de la vegetación y el inicio de la arena, y miró —igual que el muchacho— a su izquierda y vio las enormes y negras Tumbas. Y entonces finalmente, a pesar de lo valiente que era, su corazón se acobardó. «¡Supongamos que los otros no están ahí! ¡Supongamos que lo que hay son espectros!», se dijo. Sin embargo, alzó la barbilla, sacando también un poco la lengua, y marchó en dirección a las construcciones.

Antes de alcanzarlas ya vio a Bree y a Hwin y al caballerizo.

—Ya puedes regresar con tu señora —dijo Aravis, olvidando que el hombre no podía hacerlo hasta que abrieran las puertas de la ciudad a la mañana siguiente—. Aquí tienes dinero por las molestias.

—Escucho y obedezco —respondió el mozo, y marchó al instante a una velocidad sorprendente en dirección a la ciudad.

No hubo necesidad de decirle que se apresurara: también él había estado pensado en los espectros.

Durante los siguientes segundos Aravis estuvo ocupada besando los hocicos y palmeando los cuellos de Hwin y Bree igual que si fueran caballos corrientes.

—¡Y aquí viene Shasta! ¡Gracias sean dadas al León! —exclamó Bree.

Aravis volvió la cabeza, y allí, efectivamente, estaba Shasta, que había abandonado su escondite en cuanto vio que el caballerizo marchaba.

—Y ahora —dijo Aravis—, no hay un momento que perder.

Y les contó apresuradamente lo que había oído sobre la expedición de Rabadash.

—¡Canallas traicioneros! —exclamó Bree, sacudiendo la melena a la vez que golpeaba el suelo con un casco—. ¡Un ataque en tiempo de paz, sin haber enviado un desafío! Pero ya le ajustaremos cuentas. Estaremos allí antes de que llegue él.

—¿Podemos hacerlo? —inquirió Aravis, montando en la silla de Hwin de un salto.

Shasta deseó poder montar de aquel modo.

—¡Bru-ju! —resopló Bree—. Sube, Shasta. ¡Claro que podemos! ¡Y con una buena delantera!

—Dijo que iba a ponerse en marcha de inmediato —indicó Aravis.

—Así es como hablan los humanos —repuso Bree—; pero no se consigue una compañía de doscientos caballos y jinetes con bebidas y provisiones, armados, ensillados y listos para partir en un minuto. Veamos: ¿cuál es nuestra dirección? ¿Directo al norte?

—No —intervino Shasta—, eso lo sé yo. He dibujado una línea. Os lo explicaré más tarde. Vosotros dos, caballos, torced un poco a nuestra izquierda. ¡Ah… aquí está!

—Ahora bien —dijo Bree—, todo eso sobre galopar durante un día y una noche, como en las historias, en realidad no puede hacerse. Tiene que ser andar y trotar: pero con trotes enérgicos y trechos cortos al paso. Y cada vez que nosotros vayamos al paso, vosotros dos, humanos, podéis saltar al suelo y andar también. Bueno. ¿Estás lista, Hwin? En marcha. ¡Narnia y el norte nos esperan!

Al principio fue muy agradable. Hacía ya tantas horas que había anochecido que la arena casi había dejado de devolver todo el calor que había recibido durante el día, y la atmósfera era fresca, vivificante y despejada. Bajo la luz de la luna el desierto, en todas direcciones y hasta donde alcanzaba su vista, brillaba como si fuera una lisa superficie de agua o una bandeja de plata. Excepto por el ruido de los cascos de Bree y Hwin no se oía ni un sonido. Shasta casi se habría dormido si no hubiera tenido que desmontar y andar de vez en cuando.

Aquello pareció durar horas. Luego llegó un momento en que ya no hubo luna, y les pareció que cabalgaban en una profunda oscuridad durante horas y horas. Y después de eso llegó el instante en que Shasta advirtió que veía el cuello y la cabeza de Bree frente a él con un poco más de claridad que antes; y poco a poco, empezó a reparar en la enorme llanura gris que se extendía a ambos lados. Parecía totalmente muerta, como si estuvieran en un mundo sin vida; y Shasta se sintió terriblemente cansado y se dio cuenta de que empezaba a sentir frío y tenía los labios resecos. Y en todo momento los acompañaba el crujido del cuero, el tintineo de los bocados y el sonido de los cascos, no catacloc-catacloc como sonarían sobre una carretera dura, sino flob-flob-flob sobre la arena seca.

Tras horas de cabalgar, a lo lejos, a su derecha, apareció un largo haz de un gris más claro, muy abajo, sobre la línea del horizonte. Luego surgió un haz rojo. Por fin amanecía, pero sin una sola ave que lo anunciara con sus trinos. Se alegró entonces de los períodos en que le tocaba andar, pues sentía más frío que nunca.

Luego repentinamente el sol se alzó y todo cambió en un momento. La arena gris se tornó amarilla y centelleó como si estuviera cubierta de diamantes. A su izquierda, las sombras de Shasta, Hwin, Bree y Aravis, enormemente alargadas, corrían a su lado. El pico doble del monte Pire, a lo lejos frente a ellos, resplandeció bajo la luz del sol y Shasta se dio cuenta de que estaban algo desviados de la ruta.

—Un poco a la izquierda, un poco a la izquierda —gritó.

Lo mejor de todo, cuando se miraba atrás, era que Tashbaan resultaba ya pequeña y lejana; las Tumbas, invisibles, engullidas en el solitario montículo de laderas irregulares que era la ciudad del Tisroc. Todos se sintieron mejor.

Aunque no por mucho tiempo. Si bien Tashbaan parecía muy lejana la primera vez que la miraron, la ciudad se negaba a parecer mucho más lejana a medida que avanzaban, y Shasta acabó por dejar de volver la mirada hacia ella, ya que sólo le producía la sensación de que no se movían en absoluto. A continuación la luz se convirtió en una molestia. El resplandor de la arena le producía dolor en los ojos: pero sabía que no debía cerrarlos. Tenía que mantenerlos abiertos y no perder de vista el monte Pire mientras seguía gritando instrucciones. Luego llegó el calor. Lo notó por vez primera cuando tuvo que desmontar y andar: al saltar sobre la arena el calor que surgía de ella le azotó el rostro como si hubieran abierto la puerta de un horno. La siguiente vez fue peor; pero la tercera, cuando sus pies descalzos tocaron el suelo aulló de dolor y volvió a colocar un pie en el estribo y el otro medio encima del lomo de Bree en un santiamén.

—Lo siento, Bree —jadeó—. No puedo andar. Me quema los pies.

—¡Desde luego! —respondió éste con voz entrecortada—. ¡Cómo no lo he pensado! Sigue montado. No se puede hacer otra cosa.

—Para ti no hay problema —dijo Shasta a Aravis, que andaba junto a Hwin—. Tú llevas zapatos.

Aravis no dijo nada y adoptó una expresión remilgada. Esperemos que no lo hiciera adrede, pero lo cierto es que ésa fue su expresión.

Siguieron adelante, trotando, andando y volviendo a trotar, entre tintineos, crujidos, olor a caballo, olor a sudor, un resplandor cegador y dolor de cabeza. Y sin que cambiara nada un kilómetro tras otro. No había forma de que Tashbaan resultara más lejano, ni de que las montañas parecieran más cercanas. A uno le daba la impresión de que aquello había sido así desde siempre; tintineos, crujidos, olor a caballo, olor a sudor humano.

Desde luego se podían probar toda clase de juegos con uno mismo para intentar hacer pasar el tiempo: y desde luego no servían de nada. Y se intentaba con todas las fuerzas no pensar en bebidas —sorbete helado en un palacio en Tashbaan; transparente agua de manantial que tintinea con un oscuro sonido terroso; fría leche justo con la crema suficiente para no ser excesiva— y cuanto más se intentaba, más se pensaba en ello.

Por fin apareció algo diferente; una masa de roca que sobresalía de la arena de unos cincuenta metros de longitud y unos nueve metros de altura. No proyectaba demasiada sombra, pues el sol estaba entonces muy alto, pero sí un poco. Se apelotonaron bajo aquella sombra, y allí comieron un poco y bebieron algo de agua. No resulta fácil dar de beber a un caballo de un odre, pero Bree y Hwin se mostraron muy hábiles con los labios. Nadie tuvo suficiente ni mucho menos. Nadie habló. Los caballos estaban salpicados de espumarajos y respiraban ruidosamente. Los niños tenían el rostro pálido.

Tras un corto descanso volvieron a ponerse en marcha. Los mismos sonidos, los mismos olores, el mismo resplandor, hasta que por fin sus sombras empezaron a proyectarse por el lado derecho, y luego se hicieron más y más largas hasta que parecieron estirarse hasta el extremo oriental del mundo. Muy despacio, el sol se fue acercando al horizonte occidental. Y entonces por fin el muchacho pudo poner los pies en el suelo y, gracias a Dios, el despiadado resplandor desapareció, aunque el calor que ascendía de la arena seguía siendo tan terrible como antes. Cuatro pares de ojos buscaban ansiosamente cualquier señal del valle del que había hablado el cuervo Patas Amarillas; pero, kilómetro tras kilómetro, no había otra cosa que arena lisa. Y para entonces, el día casi había tocado a su fin, y la mayoría de estrellas brillaban ya, y los caballos seguían cabalgando y los muchachos subiendo y bajando de sus sillas, muertos de sed y cansancio. Cuando por fin salió la luna, Shasta —con el extraño graznido de quien tiene la boca totalmente seca— gritó:

—¡Ahí está!

No había error posible. Al frente, y un poco a su derecha, había por fin una pendiente: una pendiente que descendía y montecillos de roca a ambos lados. Los caballos estaban demasiado cansados para hablar pero giraron en dirección a ella y en un minuto o dos entraban en el barranco. Al principio fue peor allí dentro de lo que había sido fuera, en desierto abierto, pues las rocosas paredes provocaban una sensación de sofoco y penetraba menos cantidad de luz de luna. La pendiente continuó su empinado descenso y las rocas situadas a los lados se alzaron hasta alcanzar la altura de las rocas más altas. Entonces empezaron a encontrar vegetación; plantas llenas de espinas parecidas a las de un cactus y hierba áspera de la que es capaz de provocar pinchazos en los dedos. Los cascos de los caballos no tardaron en empezar a golpear sobre guijarros y piedras en lugar de arena. Al doblar cada recodo del valle —y había gran cantidad de recodos— todos buscaban ansiosamente la presencia de agua. Los caballos casi habían llegado al final de sus fuerzas, y Hwin, tropezando y jadeando, se iba quedando atrás de Bree. Estaban casi desesperados cuando por fin llegaron a una pequeña zona embarrada y a un diminuto hilo de agua que discurría por entre una hierba más blanda y tierna; el hilo se transformó en un arroyo, el arroyo en una corriente de agua con matorrales a ambos lados, la corriente pasó a ser un río y luego, tras más contratiempos de los que me sería posible describir, llegó un momento en que Shasta, que había estado dando una especie de cabezadas, advirtió de improviso que Bree se había detenido, y se encontró saltando a tierra. Ante ellos una pequeña cascada vertía sus aguas en una amplia charca, en la que los dos caballos ya se habían metido y, con las cabezas gachas, bebían, bebían y bebían sin parar.

—¡Oooh! —exclamó Shasta y se zambulló (el agua le llegaba más o menos a las rodillas), para a continuación introducir la cabeza bajo la cascada; fue el momento más maravilloso de su vida.

Unos diez minutos después, los cuatro —los dos niños empapados de pies a cabeza— salieron y empezaron a observar los alrededores. La luna estaba ya lo bastante alta como para atisbar el interior del valle. Había pastos tiernos a ambos lados del río y, más allá de éstos, árboles y matorrales ascendían hasta los pies de los riscos. Sin duda había algunos arbustos de flores maravillosas ocultos en la maleza envuelta en sombras, ya que todo el claro estaba lleno de los aromas más frescos y deliciosos. Y de una de las zonas más recónditas del bosque surgió un sonido que Shasta no había oído nunca antes: el canto de un ruiseñor.

Todos estaban demasiado agotados para hablar o comer, y los caballos, sin aguardar a que los desensillaran, se acostaron de inmediato. Eso mismo hicieron Aravis y Shasta.

—Pero no debemos dormirnos —dijo la prudente Hwin unos diez minutos más tarde. Tenemos que ir por delante de ese Rabadash.

—No —repuso Bree muy despacio—, no debemos dormir. Descansemos sólo un poco.

Shasta supo, por un momento, que todos se dormirían si él no se ponía en pie y hacía algo al respecto, y sintió que debía hacerlo. De hecho, decidió que se levantaría y los persuadiría de seguir adelante. Pero más tarde; aún no: todavía no…

La luna no tardó en brillar, y el ruiseñor cantó por encima de las cabezas de dos caballos y dos muchachos, todos profundamente dormidos.

Fue Aravis quien despertó primero. El sol estaba ya alto en el cielo y las frescas horas de la mañana se habían disipado.

—Es culpa mía —se dijo furiosa mientras se incorporaba de un salto y empezaba a despertar a los otros—. No podía esperar que los caballos se mantuvieran despiertos después de un día de trabajo como el pasado, incluso aunque sepan hablar. Y desde luego el chico no lo iba a hacer; no ha recibido una educación decente. Pero «yo» debería haberlo hecho.

Sus compañeros se mostraron aturdidos y atontados debido a la pesadez de su sueño.

—¡Ay… bru… ju! —exclamó Bree—. He dormido con la silla de montar, ¿eh? Nunca lo volveré a hacer. Resulta de lo más incómodo.

—Vamos, vamos —instó Aravis—. Ha transcurrido ya la mitad de la mañana. No hay un momento que perder.

—Tenemos derecho a un bocado de hierba, ¿no? —protestó Bree.

—Me temo que no podemos esperar —replicó ella.

—¿A qué viene esa terrible prisa? —inquirió Bree—. Hemos cruzado el desierto, ¿no es así?

—Pero todavía no estamos en Archenland —le recordó Aravis—. Y hemos de llegar allí antes que Rabadash.

—Sin duda nos hallamos a kilómetros por delante de él —repuso Bree—. ¿No hemos estado yendo por un camino más corto? ¿No dijo ese cuervo amigo tuyo que esto era un atajo, Shasta?

—No dijo que fuera «más corto» —respondió él—. Se limitó a decir «mejor», porque llegas a un río por aquí. Si el oasis se encuentra al norte de Tashbaan, entonces me temo que este camino pueda ser más largo.

—Bueno, pues no puedo seguir sin tomar un bocado —dijo Bree—. Quítame la brida, Shasta.

—Po… por favor —indicó Hwin, muy tímidamente—, siento, igual que Bree, que no puedo seguir adelante. Pero cuando los caballos llevan humanos, con espuelas y todo eso, sobre sus lomos, ¿no se les obliga a menudo a seguir adelante cuando se sienten así? Y luego ellos descubren que sí que pueden seguir. Qui… quiero decir… ¿no deberíamos ser capaces de hacer aún más, ahora que somos libres? Es todo por Narnia.

—Creo, señora —respondió Bree en tono aplastante—, que yo sé un poco más que usted sobre campañas y marchas forzadas y lo que un caballo puede soportar.

Para aquello Hwin no tuvo respuesta, siendo, como la mayoría de yeguas de buena raza, una criatura muy tímida y afable a la que se podía hacer callar con suma facilidad. En realidad tenía razón, y si en aquel momento Bree hubiera llevado sobre el lomo a un tarkaan que lo hiciera seguir adelante, habría descubierto que aún era capaz de cabalgar durante varias horas más. Sin embargo, uno de los peores resultados de ser un esclavo y verse obligado a hacer cosas es que cuando ya no hay nadie que lo obligue, uno descubre que casi ha perdido la energía para obligarse a sí mismo.

Así pues, tuvieron que esperar mientras Bree tomaba un bocado y bebía, y, claro está, Hwin y los chicos también comieron y bebieron. Debían de ser ya casi las once de la mañana cuando por fin volvieron a ponerse en marcha. E incluso entonces el caballo se tomó las cosas con mucha más tranquilidad que el día anterior, y fue en realidad Hwin, aunque era la más débil y la que estaba más cansada de los dos, quien marcó el paso.

El valle mismo, con su río marrón y fresco, y la hierba, el musgo, las flores silvestres y los rododendros, resultaba un lugar tan agradable que invitaba a cabalgar despacio.