Capítulo 7

Aravis en Tashbaan

Lo que realmente había sucedido era esto. Cuando Aravis vio cómo los narnianos se llevaban a Shasta y se encontró sola con dos caballos que —muy sensatamente— no decían ni una palabra, no perdió los nervios ni por un segundo. Agarró el cabestro de Bree y permaneció quieta, sujetando a los dos caballos; y a pesar de que su corazón martilleaba con fuerza, no dejó traslucir nada. En cuanto los nobles narnianos hubieron pasado intentó seguir adelante otra vez; pero antes de que pudiera dar un paso, otro pregonero —«Qué pesada es toda esta gente», pensó Aravis— dejó oír su voz: «¡Abrid paso, abrid paso, abrid paso! ¡Abrid paso a la tarkina Lasaraleen!», e inmediatamente, siguiendo al pregonero, aparecieron cuatro esclavos armados y luego cuatro porteadores que transportaban una litera llena de revoloteantes cortinas de seda y tintineantes campanillas de plata que perfumó toda la calle con fragancias y flores. Detrás de la litera iban esclavas vestidas con hermosas prendas, y luego unos cuantos caballerizos, mensajeros, pajes y gente por el estilo. Y entonces Aravis cometió su primera equivocación.

Conocía bastante bien a Lasaraleen —casi como si hubieran ido juntas a la escuela— ya que a menudo se habían alojado en las mismas casas y asistido a las mismas fiestas, y por ese motivo no pudo evitar alzar los ojos para ver qué aspecto tenía Lasaraleen ahora que estaba casada y era, además, una persona muy importante.

Resultó fatal. Los ojos de las dos muchachas se encontraron, e inmediatamente Lasaraleen se incorporó en la litera y profirió a voz en grito:

—¡Aravis! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? Tu padre…

No había un momento que perder. Sin la menor dilación, la muchacha soltó a los caballos, sujetó el borde de la litera, se izó junto a Lasaraleen y le murmuró furiosamente al oído:

—¡Cállate! ¿Me oyes? Cállate. Tienes que ocultarme. Di a tu gente…

—Pero, querida… —empezó la otra en el mismo elevado tono de voz, pues en realidad no le importaba en absoluto llamar la atención de la gente; de hecho más bien le gustaba.

—Haz lo que te digo o no te volveré a hablar —siseó Aravis—. Por favor, por favor, hazlo de prisa, Las. Es terriblemente importante. Di a tu gente que traiga a esos dos caballos. Echa todas las cortinas de la litera y marchemos a algún lugar donde no puedan encontrarme. Y hazlo rápido.

—De acuerdo, querida —respondió ella con su voz indolente—. ¡Oíd! Que dos de vosotros traigan los caballos de la tarkina —esto lo dijo dirigiéndose a los esclavos—. Y ahora a casa. Oye, cariño, ¿realmente crees que necesitamos tener las cortinas corridas en un día como éste? Quiero decir…

Pero Aravis ya había corrido las cortinas encerrando a Lasaraleen y a sí misma en una magnífica y perfumada, pero más bien mal ventilada, especie de tienda.

—No deben verme —explicó—. Mi padre no sabe que estoy aquí. ¡Estoy huyendo!

—Pero qué emocionante —exclamó la otra—. Me muero por enterarme de todo. Hermosa, estás sentada sobre mi vestido. ¿Te importa? Eso está mejor. Es nuevo. ¿Te gusta? Lo compré en…

—Las, por favor compórtate con seriedad —dijo Aravis—. ¿Dónde está mi padre?

—¿No lo sabías? —inquirió Lasaraleen—. Está aquí, desde luego. Llegó ayer a la ciudad y anda preguntando por ti en todas partes. ¡Y pensar que tú y yo estamos aquí juntas y él no sabe nada! Es lo más divertido que he oído jamás. —Y estalló en risitas ahogadas.

Siempre había sido una persona de risa fácil, como recordó entonces Aravis.

—Pues ¡a mí no me hace gracia! —replicó—. Es muy serio. ¿Dónde puedes esconderme?

—No existe ninguna dificultad al respecto, mi querida muchacha —repuso Lasaraleen—. Te llevaré a casa. Mi esposo está fuera y nadie te verá. ¡Uf! No me gusta nada llevar las cortinas corridas. Quiero ver gente. De nada sirve tener un vestido nuevo si una va a pasearse encerrada de este modo.

—Espero que nadie te haya oído cuando has gritado como lo has hecho —dijo Aravis.

—No, no, claro, querida —respondió su compañera distraídamente—. Pero ni siquiera me has dicho aún qué te parece mi vestido.

—Otra cosa —siguió Aravis—, debes decir a tu gente que trate a esos dos caballos con mucho respeto. Eso es parte del secreto. En realidad son caballos parlantes de Narnia.

—¡No me digas! —exclamó Lasaraleen—. ¡Qué emocionante! Por cierto, ¿has visto a la reina bárbara procedente de Narnia? Se encuentra en la ciudad en estos momentos. Dicen que el príncipe Rabadash está locamente enamorado de ella. Se han celebrado fiestas, cacerías y actividades maravillosas estos últimos quince días. A mí no me parece que ella sea tan bonita. Pero algunos de los hombres de Narnia son encantadores. Me llevaron a una fiesta en el río anteayer, y llevaba puesto mi…

—¿Cómo evitaremos que tu gente vaya diciendo que tienes un visitante, vestido como el hijo de un mendigo, en tu casa? Podría llegar fácilmente a oídos de mi padre.

—Vamos, no empieces a preocuparte por tonterías, sé buena chica —dijo Lasaraleen—. Te conseguiremos prendas adecuadas en un momento. ¡Y ya hemos llegado!

Los porteadores se habían detenido y la litera empezaba a descender al suelo. Una vez que se hubieron descorrido las cortinas, Aravis descubrió que se encontraba en un patio-jardín muy parecido a aquel al que habían llevado a Shasta pocos minutos antes en otra parte de la ciudad. Lasaraleen habría entrado inmediatamente en casa pero Aravis le recordó con un frenético susurro que recomendara a los esclavos que no hablaran a nadie de la extraña visitante de su señora.

—Lo siento, querida, se me había olvidado por completo —se disculpó su amiga—. Eh, todos vosotros, y también tú, portero: hoy no se permitirá salir a nadie de la casa; y todo aquel que encuentre hablando sobre esta joven dama será azotado hasta la muerte y luego quemado vivo y después de eso permanecerá a pan y agua durante seis semanas. He dicho.

Aunque Lasaraleen había mencionado que se moría de ganas de enterarse del relato de Aravis, no mostró ninguna señal de querer escucharlo de corazón. De hecho, era mucho mejor hablando que escuchando. Insistió en que su amiga tomara un largo y fastuoso baño —los baños de Calormen son famosos— y a continuación en vestirla con las ropas más elegantes antes de permitirle explicar nada. El alboroto que organizó para elegir los vestidos casi hizo enloquecer a Aravis. Recordó entonces que Lasaraleen había sido siempre así, interesada en los vestidos, las fiestas y los chismorreos, mientras que Aravis había sentido siempre más interés por los arcos, las flechas, los caballos, los perros y la natación. Es fácil adivinar que cada una consideraba tonta a la otra. No obstante, cuando por fin estuvieron las dos sentadas frente a una buena comida, compuesta principalmente por crema batida, gelatina y helado, en una hermosa habitación sostenida por columnas —que a Aravis le habría gustado más si el malcriado mono de su anfitriona no hubiera estado dando saltos por ella todo el rato—, Lasaraleen le preguntó finalmente por qué huía de casa.

—Pero, querida —dijo Lasaraleen, cuando Aravis finalizó su relato—, ¿por qué no te casas con el tarkaan Ahoshta? Todos están locos por él. Mi esposo dice que se está convirtiendo en uno de los hombres más importantes de Calormen. Acaban de nombrarlo gran visir ahora que el viejo Axartha ha muerto. ¿No lo sabías?

—No me importa. No soporto ni verlo —respondió ella.

—Pero, querida, ¡imagínatelo! Tres palacios, y uno de ellos es ese tan hermoso que hay junto al lago en Ilkeen. Muchos collares de perlas, según me han dicho. Baños de leche de burra. Y nos veríamos una barbaridad.

—Por lo que a mí respecta, puede quedarse con sus perlas y palacios —declaró ella.

—Siempre fuiste una chica rara, Aravis —dijo Lasaraleen—. ¿Qué más quieres?

Al final, no obstante, Aravis consiguió hacer que su amiga comprendiera que estaba resuelta, e incluso discutió sus planes con ella. Decidieron que no resultaría ningún problema conseguir que los dos caballos salieran por la puerta norte y luego fueran a las Tumbas. Nadie detendría ni haría preguntas a un caballerizo bien vestido que condujera un caballo de batalla y un caballo de silla de señora al río, y Lasaraleen tenía gran cantidad de caballerizos que enviar. No resultó tan fácil, sin embargo, decidir qué hacer respecto a Aravis. Ésta sugirió que la transportaran al exterior en una litera con las cortinas corridas, pero su amiga le dijo que las literas se usaban únicamente en la ciudad y que ver una saliendo por las puertas sin duda daría origen a preguntas.

Después de que hubieran hablado durante un buen rato —y fue tan larga la conversación porque a Aravis le costó mucho conseguir que su amiga se ciñera al tema— finalmente Lasaraleen dio una palmada y exclamó:

—¡Tengo una idea! Existe un modo de salir de la ciudad sin utilizar las puertas. El jardín del Tisroc, que viva eternamente, desciende directamente hasta el agua y hay una pequeña puertecita que da a la corriente. Sólo para los habitantes de palacio, claro… pero ya sabes, querida —aquí rió disimuladamente—, nosotros somos casi gente de palacio. Oye, ha sido una suerte que vinieras a mí. El querido Tisroc, que viva eternamente, es amabilísimo. Nos pide que vayamos a palacio casi cada día y es como un segundo hogar. Quiero a todos los príncipes y princesas y «adoro» con todas la letras al príncipe Rabadash. Puedo entrar allí cuando quiera y visitar a las damas de palacio a cualquier hora del día o de la noche. ¿Por qué no deslizarme en el interior contigo, después de oscurecer, y dejarte salir por la puerta del río? Siempre hay unas cuantas barquichuelas y otras embarcaciones atadas en el exterior. E incluso aunque nos alcanzaran…

—Todo se echaría a perder —zanjó Aravis.

—Querida, no te alteres tanto —protestó Lasaraleen—. Iba a decir que incluso si nos atraparan todos dirían simplemente que se trataba de una de mis alocadas bromas. Empiezan a conocerme bastante bien. El otro día, por ejemplo… escucha, querida, es divertidísimo…

—Quería decir que todo se echaría a perder para «mí» —indicó Aravis con cierta aspereza.

—Oh… ah… sí… realmente comprendo a lo que te refieres, querida. Bueno, ¿se te ocurre un plan mejor?

A Aravis no se le ocurría, y respondió:

—No; tendremos que arriesgarnos con éste. ¿Cuándo podemos ponerlo en práctica?

—Bueno, esta noche no —respondió su amiga—. Hay una gran fiesta, para la que por cierto tengo que empezar a peinarme dentro de unos minutos, y todo el lugar estará lleno de luces. ¡Y habrá también muchísima gente! Tendrá que ser mañana por la noche.

Aquello era una mala noticia para la muchacha, pero tuvo que conformarse. La tarde transcurrió muy despacio y fue un alivio cuando Lasaraleen se marchó al banquete, pues Aravis estaba ya muy cansada de sus risitas y su charla sobre vestidos y fiestas, bodas, noviazgos y escándalos. Se acostó temprano y aquella parte del día sí la disfrutó: resultaba muy agradable tener almohadas y sábanas de nuevo.

Sin embargo el día siguiente transcurrió muy despacio. Lasaraleen quería volverse atrás con respecto al acuerdo y no dejaba de decirle a Aravis que Narnia era un país de nieves y hielo eternos habitado por demonios y hechiceros, y que estaba loca por pensar en ir allí.

—¡Y con un muchacho campesino, además! —exclamó—. Querida, piénsalo detenidamente. No está bien.

Aravis había pensado mucho en ello, pero estaba tan cansada de las tonterías de Lasaraleen en aquellos momentos que, por vez primera, empezó a pensar que viajar con Shasta era realmente bastante más divertido que la elegante vida en Tashbaan. Así pues, se limitó a responder:

—Olvidas que no seré nadie, igual que él, cuando lleguemos a Narnia. Y de todos modos, lo prometí.

—Y pensar —siguió Lasaraleen, casi llorando— que si tuvieras algo de sentido común podrías ser la esposa de un gran visir…

Aravis se marchó y fue a hablar en privado con los caballos.

—Debéis ir con un caballerizo un poco antes de la puesta del sol hasta las Tumbas —explicó—. Ya no llevaréis esos fardos. Volveréis a llevar sillas y bridas; pero tendrá que haber comida en las alforjas de Hwin y un odre lleno agua en las tuyas, Bree. El hombre tiene órdenes de dejaros a los dos tomar un buen trago en el extremo opuesto del puente.

—Y luego, ¡Narnia y el norte nos esperan! —musitó Bree—. Pero ¿y si Shasta no está en las Tumbas?

—Lo esperaremos, desde luego —respondió ella—. ¿Os habéis sentido cómodos durante vuestra estancia?

—Jamás he estado en una cuadra mejor en toda mi vida —dijo Bree—. Pero si el esposo de esa tonta tarkina amiga tuya le paga a su caballerizo mayor para que consiga la mejor avena, creo que el caballerizo mayor lo está estafando.

Aravis y Lasaraleen cenaron en la habitación de las columnas.

Unas dos horas más tarde ya estaban listas para ponerse en marcha. Aravis iba vestida para parecer una esclava de rango superior de una gran casa y llevaba un velo sobre el rostro. Habían acordado que si les hacían preguntas, Lasaraleen fingiría que Aravis era una esclava que conducía como regalo a una de las princesas.

Las dos muchachas marcharon a pie, y al cabo de unos pocos minutos llegaron a las puertas del palacio. Desde luego, allí había soldados de guardia pero el oficial conocía bastante bien a Lasaraleen e hizo que sus hombres se cuadraran y saludaran. Pasaron inmediatamente a la Sala de Mármol Negro. Un buen número de cortesanos, esclavos y otras personas se movían aún por la zona, pero eso sólo sirvió para que las dos muchachas llamaran menos la atención. Pasaron a la Sala de las Columnas, luego a la Sala de las Estatuas y siguieron por la columnata, pasando junto a las enormes puertas de cobre batido del Salón del Trono. Todo era magnífico más allá de toda descripción; al menos, lo poco que podían ver bajo la tenue luz de las lámparas.

Al poco tiempo salieron al patio ajardinado que descendía por la colina en varias terrazas. Cruzando al otro extremo de éste llegaron al Palacio Viejo. Había oscurecido casi por completo y se encontraron entonces en un laberinto de pasillos iluminados por una que otra antorcha sujeta a la pared mediante unas abrazaderas. Lasaraleen se detuvo en un punto en el que había que torcer a la izquierda o a la derecha.

—Sigue, por favor, sigue —musitó Aravis, a quien el corazón le latía como un caballo desbocado y que todavía tenía la impresión de que su padre podía tropezarse con ellas en cualquier esquina.

—Sólo me preguntaba… —empezó Lasaraleen—. No estoy totalmente segura de qué camino seguir desde aquí. Creo que es a la izquierda. Sí, estoy casi segura de que es a la izquierda. ¡Qué divertido es esto!

Tomaron el camino que torcía a la izquierda y se encontraron en un corredor que apenas estaba iluminado y que no tardó en descender en forma de peldaños.

—Todo va bien —declaró Lasaraleen—. Estoy segura de que vamos en la dirección correcta ahora. Recuerdo estos peldaños.

Justo entonces apareció una luz en movimiento al frente, y al cabo de un segundo, doblando una lejana esquina, vieron las oscuras formas de dos hombres que andaban de espaldas y sostenían largas velas. Y desde luego únicamente ante la realeza camina la gente hacia atrás. Aravis notó como Lasaraleen la sujetaba con fuerza del brazo, con aquella clase de repentino apretón que es casi un pellizco y que significa que la persona que te sujeta está realmente muy asustada. Aravis consideró curioso que Lasaraleen tuviera tanto miedo al Tisroc si éste era en realidad tan amigo suyo, pero no había tiempo para pensar, pues su amiga la conducía ya apresuradamente de vuelta hasta lo alto de la escalera, mientras tanteaba con desesperación la pared.

—Aquí hay una puerta —susurró—. Rápido. Entraron, cerraron la puerta con sumo cuidado a su espalda, y se encontraron sumidas en una oscuridad total. Aravis se dio cuenta por la forma de respirar de Lasaraleen que ésta se sentía aterrorizada.

—¡Que Tash nos proteja! —musitó Lasaraleen—. ¿Qué haremos si entra aquí? ¿Podemos escondernos?

Había una alfombra mullida bajo sus pies, así que avanzaron a tientas hacia el interior de la habitación y tropezaron con un sofá.

—Ocultémonos detrás de él —lloriqueó Lasaraleen—. ¡Ojalá no hubiéramos venido!

Existía un pequeño espacio entre el sofá y la pared cubierta por una cortina, y las dos jovencitas se acurrucaron allí. Lasaraleen se las arregló para colocarse en la mejor posición y quedaba totalmente oculta, mientras que la parte superior del rostro de Aravis sobresalía por detrás del mueble, de modo que si alguien entraba en aquella habitación con una luz y daba la casualidad de que mirara justo al lugar adecuado, no podría evitar verla. Aunque desde luego, debido a que llevaba velo, lo que se vería no parecería de inmediato una frente y un par de ojos. Aravis empujó con desesperación para intentar que su amiga le hiciera un poco de sitio, pero Lasaraleen, totalmente egoísta debido al pánico, se debatió y le pellizcó los pies. Ambas se dieron por vencidas y se quedaron muy quietas, algo jadeantes. Su respiración parecía sumamente ruidosa, pero no se oía ningún otro ruido.

—¿Estamos a salvo? —inquirió Aravis por fin en un susurro apenas audible.

—E… eso creo —empezó Lasaraleen—. Pero mis pobres nervios…

En ese momento se oyó el más terrible de los sonidos que podían haber oído en aquel momento: el ruido de la puerta al abrirse. A continuación apareció una luz, y puesto que Aravis no podía esconder la cabeza ni un centímetro más detrás del sofá, lo vio todo.

Primero entraron los dos esclavos —sordomudos, como Aravis ya había supuesto, y por lo tanto acostumbrados a los consejos más secretos— andando de espaldas y sosteniendo las velas, y fueron a colocarse uno a cada extremo del sofá. Aquello fue bueno, pues desde luego era mucho más difícil que alguien viera a Aravis una vez que tenía a un esclavo delante y ella miraba por entre sus talones. A continuación apareció un hombre anciano, muy gordo, que llevaba una curiosa gorra puntiaguda por la que ella lo reconoció de inmediato como el Tisroc. La más insignificante de las joyas que lo cubrían valía más que todas las ropas y armas juntas de los nobles narnianos: pero estaba tan gordo y era una masa tal de volantes, pliegues, encajes, botones, borlas y talismanes que Aravis no pudo evitar pensar que el estilo narniano —al menos para los hombres— resultaba mucho más bonito. Tras él entró un joven alto con un turbante adornado con plumas y joyas en la cabeza y una cimitarra en una funda de marfil al costado. Parecía muy agitado y sus ojos y dientes centelleaban con ferocidad a la luz de las velas. En último lugar apareció un anciano arrugado y un poco jorobado en quien reconoció con un escalofrío al nuevo gran visir y su propio prometido, el tarkaan Ahoshta en persona.

En cuanto los tres hubieron entrado en la habitación y la puerta se cerró, el Tisroc se sentó en el diván con un suspiro de satisfacción, el joven fue a colocarse de pie a su lado, y el gran visir se arrodilló, apoyó los codos en el suelo y aplastó el rostro contra la alfombra.