El príncipe Corin
—Mi querida hermana y gran señora —empezó el rey Edmund—, debes mostrar ahora toda tu valentía, pues te digo claramente que estamos en gran peligro.
—¿Cuál es, Edmund? —inquirió ella.
—Es éste: no creo que nos resulte fácil abandonar Tashbaan. Mientras el príncipe tenía esperanzas de que ibas a aceptarlo, hemos sido invitados de honor; pero, por la Melena del León, creo que en cuanto reciba tu categórica negativa no seremos tratados mejor que prisioneros.
Uno de los enanos emitió un apagado silbido.
—Ya se lo advertí a sus majestades, se lo advertí —dijo el cuervo Patas Amarillas—. Se entra fácilmente pero no se sale con la misma facilidad, ¡tal como dijo la langosta desde el interior del cesto!
—He estado con el príncipe esta mañana —prosiguió Edmund—. No está acostumbrado, y tanto peor para él, a que contraríen su voluntad, y se siente muy irritado por tus largas dilaciones y respuestas dubitativas. Esta mañana me ha insistido mucho en conocer tu decisión. Yo dejé la cuestión en el aire, con la intención al mismo tiempo de reducir sus esperanzas con algunas chanzas corrientes sobre los caprichos de las señoras, e insinué que era probable que su galanteo se viera rechazado. Se mostró muy enojado y peligroso. Hubo una especie de amenaza, aunque todavía velada bajo una muestra de cortesía, en cada una de sus palabras.
—Sí —corroboró Tumnus—, y cuando cené con el gran visir anoche, ocurrió lo mismo. Me preguntó qué me parecía Tashbaan, y yo, que no podía decirle que odiaba cada una de sus piedras y tampoco quería mentir, respondí que ahora, con la llegada de los días más calurosos del verano, mi corazón anhelaba los frescos bosques y las laderas cubiertas de rocío de Narnia. Me dedicó una sonrisa que no auguraba nada bueno y dijo: «No hay nada que te impida volver a danzar allí, pequeño cabritillo; siempre y cuando nos dejéis a cambio una novia para nuestro príncipe».
—¿Quieres decir que me convertiría en su esposa por la fuerza? —exclamó Susan.
—Eso es lo que temo, Susan —respondió Edmund—. Esposa, o esclava, que es peor.
—Pero ¿cómo puede hacerlo? ¿Cree el Tisroc que nuestro hermano, el Sumo Monarca, toleraría tal ultraje?
—Mi señor —dijo Peridan al rey—, no es posible que estén tan locos. ¿Creen acaso que no existen espadas y lanzas en Narnia?
—¡Ay! —dijo éste—. Lo que yo creo es que el Tisroc no siente demasiado temor de Narnia. Somos un país pequeño. Y países pequeños en las fronteras de un gran imperio siempre resultaron odiosos para los señores del gran imperio. Ansía suprimirlos, engullirlos. Cuando toleró que el príncipe fuera a Cair Paravel como tu pretendiente, hermana, puede que únicamente buscara un motivo para atacarnos. Lo más probable es que espere engullir de un bocado Narnia y Archenland a la vez.
—Que lo intente —declaró el segundo enano—. Para mar somos tan poderosos como él. Y para atacarnos por tierra tiene que cruzar el desierto.
—Cierto, amigo mío —repuso Edmund—. Pero ¿es el desierto una defensa segura? ¿Qué dice Patas Amarillas?
—Conozco bien el desierto —contestó el cuervo—, pues lo sobrevolé a lo largo y a lo ancho cuando era más joven…
Desde luego Shasta aguzó bien el oído para escuchar aquello.
—… Y una cosa es segura: si el Tisroc toma el camino del gran oasis no podrá conducir jamás un gran ejército hasta Archenland. Pues si bien podrían alcanzar el oasis al final de su primer día de marcha, los manantiales que hay allí son demasiado pequeños para la sed de todos esos soldados y sus animales. Pero existe otro camino. Shasta escuchó con más atención aún.
—Quien quiera encontrar ese camino —siguió el cuervo— debe partir desde las Tumbas de los Antiguos Reyes y cabalgar al noroeste de modo que el pico doble del monte Pire quede siempre ante él. Y de este modo, tras un día de marcha o poco más, llegara al inicio de un valle pedregoso, que es tan estrecho que un hombre podría hallarse a doscientos metros de él y no darse cuenta de que está allí. Y al contemplar este valle no verá ni hierba ni agua ni nada que sea bueno. Pero si cabalga por él llegará a un río y siguiendo su curso penetrará en Archenland.
—¿Y conocen los calormenos este camino en dirección oeste? —inquirió la reina.
—Amigos, amigos —intervino Edmund—, ¿de qué sirve toda esta conversación? No se trata de si vencería Narnia o Calormen en caso de que estallara la guerra entre ellos. Queremos saber cómo salvar el honor de la reina y nuestras propias vidas al salir de esta ciudad malvada. Pues aunque mi hermano, Peter, el Sumo Monarca, derrotara al Tisroc una docena de veces, mucho antes de ese día nos habrían cortado el cuello y la reina sería la esposa, o con más probabilidad, la esclava, de ese príncipe.
—Tenemos nuestras armas, majestad —dijo el primer enano—, y esta casa se puede defender bastante bien.
—En cuanto a eso —respondió el rey—, no pongo en duda que cada uno de nosotros vendería cara su vida en la puerta y que sólo llegarían a la reina pasando por encima de nuestros cadáveres. De todos modos, no seríamos más que ratas peleando en una trampa al fin y al cabo.
—Muy cierto —graznó el cuervo—. Todo esto de hacerse fuerte en una casa ha dado origen a relatos muy interesantes, pero nada se consiguió jamás con ello. Tras verse rechazado unas cuantas veces, el enemigo siempre prende fuego a la casa.
—Yo soy la causa de todo esto —dijo Susan, prorrumpiendo en lágrimas—. ¡Ojalá no hubiera abandonado jamás Cair Paravel! Nuestro último día feliz fue antes de que llegaran aquellos embajadores de Calormen. Los topos estaban plantando un huerto para nosotros… ay… ay. —Y enterró el rostro en las manos y empezó a sollozar.
—Valor, Susan, valor —repuso Edmund—. Recuerda… pero ¿qué es lo que le sucede, señor Tumnus?
Pues el fauno se sujetaba los dos cuernos con las manos como si intentara mantener la cabeza en su sitio mediante ellas y se retorcía de un lado a otro como si sintiera un gran dolor en su interior.
—No me habléis, no me habléis —respondió Tumnus—. Estoy pensando. Estoy pensando de tal modo que apenas puedo respirar. Esperad, esperad, esperad, por favor.
Se produjo un momento de perplejo silencio y a continuación el fauno alzó los ojos, aspiró un buen rato, se secó la frente y dijo:
—La única dificultad es cómo bajar hasta nuestro barco, con algunas provisiones además, sin que nos vean y nos detengan.
—Sí —replicó un enano con frialdad—; del mismo modo que la única dificultad del mendigo cuando quiere cabalgar es que no tiene caballo.
—Aguardad, aguardad —insistió el señor Tumnus, impaciente—. Todo lo que necesitamos es algún pretexto para bajar a nuestro barco hoy y transportar material a bordo.
—Sí —dijo el rey Edmund en todo dubitativo.
—Bien, pues —siguió el fauno—, ¿qué os parecería si sus majestades rogaran al príncipe que asistiera a un gran banquete que se celebraría en nuestro galeón, el Esplendor Diáfano, mañana por la noche? Y que el mensaje esté redactado con toda la gentileza de que sea capaz la reina sin comprometer su honor, para dar al príncipe una esperanza de que empieza a ceder.
—Ésta es una buena trama, mi señor —graznó el cuervo.
—Y luego —continuó Tumnus, muy exaltado—, todo el mundo esperará que nos pasemos el día bajando al barco, para hacer todos los preparativos para nuestros invitados. Y algunos de nosotros podemos ir a los bazares y gastar todo lo que tengamos en los puestos de los fruteros, los vendedores de dulces y los comerciantes de vinos, como haríamos si estuviéramos organizando realmente un banquete. Y podemos contratar ilusionistas, malabaristas, bailarinas y flautistas, para que estén todos a bordo mañana por la noche.
—Entiendo, entiendo —repuso el rey Edmund, frotándose las manos.
—Y entonces —prosiguió Tumnus— estaremos todos a bordo esta noche. Y en cuanto oscurezca…
—¡Arriba las velas y fuera los remos…! —dijo el monarca.
—Y nos haremos a la mar —exclamó Tumnus, dando un salto e iniciando un baile.
—Y con la proa hacia el norte —añadió el primer enano.
—¡Corriendo hacia casa! ¡Narnia y el norte nos esperan! —respondió el otro.
—¡Y el príncipe despertará a la mañana siguiente y descubrirá que los pájaros han volado! —dijo Peridan, aplaudiendo.
—¡Oh, maese Tumnus, querido maese Tumnus! —exclamó la reina, tomándolo de las manos y dando vueltas con él mientras el fauno bailaba—. Nos has salvado a todos.
—El príncipe nos perseguirá —indicó otro noble, cuyo nombre no había oído Shasta.
—Ése es el menor de mis temores —repuso Edmund—. He visto todas las naves del río y allí no hay ningún gran barco de guerra ni galeras veloces. ¡Ojalá nos persiga! Porque el Esplendor Diáfano puede hundir cualquier nave…, en el caso de que nos diera alcance.
—Mi señor —dijo el cuervo—, no escucharíais mejor estratagema que la del fauno aunque permaneciéramos en consejo durante siete días. Y ahora, tal como decimos nosotras las aves, los nidos antes que los huevos, que viene a decir, comamos primero y luego pongámonos manos a la obra de inmediato.
Todos se levantaron al escuchar aquello y se abrieron las puertas y los nobles y las criaturas se colocaron a un lado para permitir que el rey y la reina salieran primero. Shasta se preguntó qué debía hacer, pero el señor Tumnus le dijo:
—Quedaos ahí acostado, alteza, y os traeré un buen almuerzo dentro de unos momentos. No es necesario que os mováis hasta que estemos listos para embarcar.
Así pues, Shasta apoyó la cabeza de nuevo en los almohadones y no tardó en quedarse solo en la habitación.
«Es terrible», pensó, y ni por un momento se le pasó por la cabeza contar a aquellos narnianos toda la verdad y solicitar su ayuda. Habiendo sido criado por un hombre duro y avaro como Arsheesh, tenía por costumbre no contar nada a los adultos si podía evitarlo: pensaba que siempre lo estropearían todo o impedirían cualquier cosa que uno intentara hacer. Se dijo que incluso aunque el rey de Narnia pudiera mostrarse amistoso con los dos caballos porque eran bestias parlantes de su país, odiaría a Aravis por ser una calormena, y o bien la vendería como esclava o la enviaría de regreso con su padre. En cuanto a él mismo, «Sencillamente no me atrevo a decirles que no soy el príncipe Corin —pensó—. He oído todos sus planes. Si supieran que no soy uno de ellos, jamás me dejarían salir con vida de esta casa. Temerían que los delatara al Tisroc. Me matarían. ¡Y si aparece el auténtico Corin, todo se sabrá! ¡Me van a matar!». No tenía, como puedes ver, ni idea del modo en que actúa la gente noble y que ha nacido libre.
«¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? —no dejaba de repetirse—. Vaya… ahí vuelve esa criatura que parece una cabra».
El fauno trotó al interior, medio bailando, con una bandeja en las manos que era casi tan grande como él. La depositó sobre una mesa con adornos de marquetería situada junto al sofá de Shasta, y se sentó sobre el suelo alfombrado con las patas de cabra cruzadas.
—Ahora, principito —dijo—. Comed bien. Será vuestra última comida en Tashbaan.
Fue una comida magnífica al estilo de Calormen. No sé si a ti te habría gustado o no, pero a Shasta le gustó. Había langostas, ensalada, agachadiza rellena de almendras y trufas, un complejo plato realizado con hígados de pollo, arroz, pasas y nueces, y había melones fríos y dulces de grosellas y también de moras, y toda clase de cosas agradables que puedan hacerse con helado. También había una pequeña jarra de vino del que llaman «blanco», aunque en realidad sea amarillo.
Mientras Shasta comía, el buen fauno, que pensaba que el muchacho estaba todavía aturdido por una insolación, no dejó de hablarle sobre lo bien que iría todo cuando hubieran regresado a casa; sobre su anciano padre el rey Lune de Archenland y el castillo donde vivía, en las laderas meridionales del desfiladero.
—Y no olvidéis —le dijo el señor Tumnus—, que se os ha prometido vuestra primera armadura y vuestro primer caballo de batalla para el próximo cumpleaños. Y entonces su alteza empezará a aprender a participar en justas y torneos. Y dentro de unos cuantos años, si todo va bien, el rey Peter ha prometido a vuestro real padre que él mismo os nombrará caballero en Cair Paravel. Y mientras tanto tendrán lugar muchas idas y venidas entre Narnia y Archenland a través del paso de las montañas. Y desde luego, recordaréis que habéis prometido venir a quedaros conmigo toda una semana durante el festival de verano, y a lo largo de toda la noche habrá hogueras y bailes de faunos y dríades en el corazón del bosque y, ¿quién sabe?… ¡a lo mejor veremos al mismo Aslan!
Terminada la comida el fauno indicó a Shasta que permaneciera tranquilamente donde estaba.
—Y no os haría ningún daño dormir un poco —añadió—. Os despertaré con tiempo más que suficiente para subir a bordo. Y luego, a casa. ¡Narnia y el norte nos esperan!
Shasta había disfrutado tanto con la comida y con todas las cosas que Tumnus le había contado que cuando se quedó solo sus pensamientos tomaron un giro distinto. Sólo deseaba que el auténtico príncipe Corin no regresara hasta que fuera demasiado tarde y que a él se lo llevaran a Narnia en el barco. Me temo que no se le ocurrió pensar en absoluto sobre lo que le podría suceder al auténtico Corin cuando se encontrara abandonado en Tashbaan. Le preocupaba un poco pensar que Aravis y Bree lo estarían esperando en las Tumbas; pero entonces se dijo: «Bueno, ¿y qué puedo hacer?» y «De todos modos, esa Aravis cree que es demasiado buena para andar por ahí conmigo, de modo que por mí puede ir sola», y al mismo tiempo no podía evitar pensar que resultaría mucho más agradable ir a Narnia por mar que avanzando penosamente por el desierto.
Una vez que hubo pensado en todo aquello, hizo lo que supongo que cualquiera habría hecho si se hubiera levantado muy temprano, efectuado una larga caminata, disfrutado de muchas emociones, devorado una comida deliciosa y luego se hallara acostado en un sofá en una habitación fresca y silenciosa salvo por el zumbido de alguna abeja que hubiera entrado por una de las ventanas abiertas: se durmió.
Lo despertó un fuerte estrépito y saltó del sofá con los ojos muy abiertos. Comprendió al instante, por el simple aspecto de la habitación —las luces y sombras tenían todas un aspecto distinto— que debía de haber dormido durante varias horas. También vio la causa del estrépito: un valioso jarrón de porcelana que había estado colocado sobre el alféizar de la ventana estaba en el suelo roto en treinta pedazos. Sin embargo apenas prestó atención a aquellas cosas; en lo que sí se fijó fue en dos manos que se sujetaban al alféizar desde el exterior. Se aferraron cada vez con más fuerza, hasta que los nudillos se tornaron blancos, y a continuación apareció una cabeza y un par de hombros. Al cabo de un instante, un muchacho de la misma edad que Shasta estaba sentado a horcajadas en la ventana, con una pierna colgando en el interior de la habitación.
Shasta no se había visto nunca el rostro en un espejo, y aunque lo hubiera hecho, podría no haberse dado cuenta de que, en condiciones normales, el otro muchacho debía de ser casi idéntico a él. En aquel momento, no obstante, el recién llegado no se parecía especialmente a nadie ya que tenía el ojo morado más espectacular que uno hubiera visto jamás; le faltaba un diente, y las ropas, que sin duda eran magníficas cuando se las puso, estaban desgarradas y sucias, y además tenía el rostro manchado de sangre y barro.
—¿Quién eres? —preguntó el muchacho en un susurro.
—¿Eres el príncipe Corin? —inquirió Shasta.
—Sí, claro. Pero ¿quién eres tú?
—No soy nadie, nadie en particular, quiero decir —repuso Shasta—. El rey Edmund me atrapó en la calle y me confundió contigo. Supongo que debemos de parecernos. ¿Puedo salir del mismo modo que entraste tú?
—Sí, si sabes trepar —dijo Corin—. Pero ¿por qué tienes tanta prisa? Caramba, sería divertido aprovechar eso de que nos confundan al uno con el otro.
—No, no —protestó Shasta—. Debemos intercambiar nuestros puestos inmediatamente. Resultaría espantoso si el señor Tumnus regresara y nos encontrara a los dos aquí. He tenido que fingir ser tú. Y te vas esta noche, en secreto. Por cierto, ¿dónde has estado todo este tiempo?
—Un muchacho de la calle contó un chiste repugnante sobre la reina Susan —explicó el príncipe Corin—, de modo que lo derribé de un puñetazo. Se marchó chillando a una casa y salió su hermano mayor, así que lo derribé a él también. Entonces todos salieron en mi persecución hasta que tropezamos con tres hombres mayores con lanzas a los que llaman la Ronda. Entonces peleé con la Ronda y ellos me derribaron. Empezaba a oscurecer para entonces, y la Ronda me llevó para encerrarme en alguna parte. Yo les pregunté si les gustaría una jarra de vino y dijeron que no les importaría tomarla, así que los conduje a una vinatería y les pedí un poco de vino y ellos se sentaron y bebieron hasta quedarse dormidos. Pensé que ya era hora de que me marchara; me fui en silencio y entonces encontré al primer muchacho, el que había empezado todo el embrollo, que todavía andaba por allí. De modo que le volví a pegar. Después de eso trepé por una tubería hasta el tejado de una casa y me quedé allí muy quieto hasta que empezó a amanecer. Desde entonces he estado intentando encontrar el camino de regreso. Oye, ¿hay algo de beber?
—No, me lo he bebido yo —respondió Shasta—. Y ahora, muéstrame cómo entraste. No hay tiempo que perder. Será mejor que te acuestes en el sofá y finjas…, pero me olvidaba. No servirá de nada con todos esos golpes y el ojo morado. Tendrás que decirles la verdad, una vez que yo me haya ido.
—¿Qué otra cosa pensabas que les diría? —inquirió el príncipe con una expresión más bien enojada—. ¿Y quién eres tú?
—No hay tiempo —respondió Shasta con un susurro histérico—. Soy un narniano, creo; de alguna parte del norte, seguro. Pero he pasado toda la vida en Calormen. Y voy a escapar: cruzando el desierto; con un caballo parlante llamado Bree. Y ahora, ¡rápido! ¿Cómo salgo?
—Mira —respondió Corin—, déjate caer desde esta ventana sobre el techo de la terraza. Pero debes hacerlo sin hacer ruido, disimuladamente, o te oirán. Luego, si sigues hacia la izquierda podrás subir a lo alto de aquella pared si es que sabes trepar. A continuación sigue la pared hasta la esquina. Salta sobre el montón de basura que encontrarás en el exterior, y estarás fuera.
—Gracias —dijo Shasta, que estaba sentado ya en el alféizar.
Los dos muchachos se miraron mutuamente al rostro y de improviso descubrieron que eran amigos.
—Adiós —respondió Corin—. Y buena suerte. Espero que consigas escapar sin problemas.
—Adiós —repuso Shasta—. ¡Yo diría que has corrido una buena aventura!
—Nada comparada con la tuya —contestó el príncipe—. Ahora déjate caer; con cuidado… Oye —añadió mientras el otro saltaba—, espero que nos encontremos en Archenland. Ve a ver a mi padre, el rey Lune, y dile que eres un amigo mío. ¡Cuidado! Oigo acercarse a alguien.