Shasta tropieza con los narnianos
Al principio Shasta no pudo ver otra cosa en el valle situado a sus pies que no fuera un mar de bruma con unas cuantas cúpulas y pináculos sobresaliendo de él; pero a medida que la luz aumentaba y la neblina se disipaba, empezó a distinguir más cosas. Un ancho río se dividía en dos corrientes y en la isla situada entre ambas se alzaba la ciudad de Tashbaan, una de las maravillas del mundo. Alrededor del borde mismo de la isla, de modo que el agua chapoteaba contra la piedra, discurrían elevadas murallas reforzadas por tantas torres que no tardó en renunciar a contarlas. Dentro de los muros la isla se alzaba en una colina y cada trozo de aquella colina, hasta llegar al palacio del Tisroc y al gran templo de Tash, estaba cubierto por completo de edificios; había terrazas sobre terrazas, calles sobre calles, caminos zigzagueantes o enormes tramos de escalera bordeados de naranjos y limoneros, jardines en azoteas, balcones, pronunciadas arcadas, columnatas, espiras, almenas, minaretes, pináculos. Y cuando por fin el sol se alzó del mar y la enorme cúpula plateada del templo reflejó su luz con un centelleo, se sintió casi deslumbrado.
—Sigue adelante, Shasta —no dejaba de decirle Bree.
Las riberas del río a ambos lados del valle eran una masa tal de jardines que al principio parecían un bosque, hasta que uno se acercaba más y contemplaba las blancas paredes de innumerables casas que asomaban por debajo de los árboles. No mucho después de eso, Shasta percibió un delicioso aroma a flores y frutas. Unos quince minutos más tarde se hallaban entre ellos, avanzando como podían por una carretera plana con muros blancos a ambos lados y árboles que se inclinaban por encima de ellos.
—Caramba —dijo Shasta para manifestar su admiración—, ¡este lugar es maravilloso!
—Tal vez —respondió Bree—, pero desearía que lo hubiéramos atravesado ya de un extremo a otro. ¡Narnia y el norte nos esperan!
En aquel momento un zumbido bajo empezó a sonar aumentando gradualmente de volumen hasta que todo el valle pareció balancearse con él. Era un sonido musical, pero tan potente y solemne que resultaba algo atemorizador.
—Son las trompetas que suenan para que se abran las puertas de la ciudad —explicó Bree—. Estaremos allí dentro de un minuto. Ahora, Aravis, por favor inclina un poco la espalda, pisa con más fuerza e intenta parecerte menos a una princesa. Intenta imaginar que te han dado patadas y bofetones y te han insultado toda la vida.
—Pues respecto a eso —replicó ella—, ¿qué tal si tú también inclinas la cabeza un poco más, arqueas el cuello un poco menos e intentas no parecerte tanto a un caballo de batalla?
—¡Chist! —advirtió Bree—. Ya hemos llegado.
Y así era. Habían llegado al borde del río y la carretera que se extendía ante ellos discurría por un puente de muchos arcos. El agua danzaba centelleante bajo los primeros rayos del sol; a lo lejos, a su derecha, más cerca de la desembocadura del río, distinguieron mástiles de embarcaciones. Había bastantes viajeros dispuestos a cruzar el puente antes que ellos; la mayoría eran campesinos que conducían asnos y mulas cargados de mercancías o que transportaban cestos sobre la cabeza. Los dos muchachos y los caballos se unieron a la multitud.
—¿Sucede algo? —susurró Shasta a Aravis, que mostraba una expresión curiosa.
—¡Claro, para ti todo esto está muy bien! —murmuró ella con cierta ferocidad—. ¿Qué te importa a ti Tashbaan? Pero yo tendría que estar viajando en una litera precedida por soldados y con esclavos cerrando la marcha, y tal vez dirigirme a un banquete en el palacio del Tisroc, que viva eternamente, en lugar de penetrar furtivamente de este modo. Para ti es diferente.
A Shasta todo aquello le pareció ridículo.
En el otro extremo del puente las murallas de la ciudad se elevaban muy altas, por encima de sus cabezas, y las puertas de latón se hallaban abiertas en la entrada, que en realidad era amplia aunque parecía estrecha debido a su altura. Media docena de soldados, apoyados en sus lanzas, estaban ubicados a ambos lados, y Aravis no pudo evitar decirse: «Todos se cuadrarían y me saludarían si supieran de quién soy hija». Por el contrario, sus compañeros sólo pensaban en cómo conseguirían pasar, y esperaban que los soldados no les hicieran preguntas. Por suerte no lo hicieron. No obstante, uno de ellos tomó una zanahoria del cesto de un campesino y la arrojó a Shasta con una áspera carcajada, diciendo:
—¡Eh, chico del caballo! Te ganarás una buena paliza si tu amo descubre que has usado su caballo de montar para transportar carga.
Aquello asustó terriblemente a Shasta, ya que demostraba sin lugar a dudas que quien entendiera de caballos jamás tomaría a Bree por otra cosa que un caballo de batalla.
—¡Son órdenes de mi señor, para que te enteres! —respondió Shasta.
Pero habría sido mejor si se hubiera mordido la lengua, pues el soldado le dio un bofetón que casi lo derribó al suelo y le dijo:
—Toma, pequeña inmundicia, eso te enseñara cómo hablar a los hombres libres.
De todos modos consiguieron escabullirse dentro de la ciudad sin que los detuvieran, y Shasta sólo lloró un poquito, ya que estaba acostumbrado a los golpes.
Una vez atravesadas las puertas, Tashbaan no les pareció en un principio tan espléndida como de lejos. La primera calle era estrecha y apenas había ventanas en las paredes que se alzaban a cada lado, y además estaba mucho más atestada de gente de lo que el muchacho había esperado: llena en parte de campesinos que habían entrado con ellos y que se dirigían al mercado, pero también ocupada por aguadores, vendedores de dulces, mozos, soldados, mendigos, niños harapientos, gallinas, perros vagabundos y esclavos descalzos. Lo que más se notaba al llegar a la ciudad eran los olores, que provenían de gente desaseada, perros mugrientos, perfumes, ajos, cebollas y montones de basura que se apilaban por todas partes.
Shasta fingía ser quien guiaba pero en realidad era Bree quien conocía el camino y lo guiaba a él mediante leves golpecitos con el hocico. No tardaron en girar a la izquierda y en iniciar la ascensión por una empinada colina. Era un lugar mucho más fresco y agradable, pues la calle estaba bordeada de árboles y sólo había casas en el lado derecho; por el otro se podían contemplar los tejados de las casas de la ciudad baja y también ver un trecho río arriba. A continuación doblaron una curva cerrada a la derecha y siguieron su ascensión. Avanzaban en zigzag en dirección al centro de Tashbaan. En seguida llegaron a las calles más elegantes. Grandes estatuas de los dioses y héroes de Calormen —que son en su mayoría más impresionantes que agradables a la vista— se alzaban sobre relucientes pedestales. Palmeras y soportales sostenidos por columnas proyectaban sombras sobre las ardientes aceras y, a través de las entradas en forma de arco de más de un palacio, Shasta vislumbró ramas verdes, fuentes frescas y céspedes muy bien cuidados. «Seguro que se está muy bien allí dentro», se dijo.
En cada recodo, Shasta esperaba que consiguieran salir de entre la multitud, pero nunca sucedía. Aquello hacía su avance muy lento, y cada dos por tres se veían obligados a detenerse completamente. Esto acostumbraba a suceder porque una voz potente gritaba: «Abrid paso, abrid paso, abrid paso al tarkaan» o «abrid paso a la tarkina» o «al decimoquinto visir» o «al embajador», y la multitud se veía obligada a aplastarse contra las paredes; y por encima de sus cabezas Shasta conseguía ver en ocasiones al gran señor o la gran dama causantes de todo aquel alboroto, repantigados en una litera que cuatro o incluso seis esclavos gigantescos transportaban sobre los desnudos hombros. Pues en Tashbaan existe únicamente una norma de tráfico, que es que las personas menos importantes deben dejar paso a todo aquel que sea más importante que ellas; a menos que uno desee recibir la marca de un latigazo o un golpe del mango de una lanza.
Fue en una calle espléndida, muy cerca de la parte superior de la ciudad —el palacio del Tisroc era lo único que se alzaba por encima de ella—, donde tuvo lugar la más desastrosa de aquellas paradas.
—¡Abrid paso! ¡Abrid paso! ¡Abrid paso! —gritó la voz—. ¡Abrid paso al rey blanco bárbaro, el invitado del Tisroc, que viva eternamente! Abrid paso a los señores narnianos.
Shasta intentó apartarse y hacer que Bree retrocediera; pero ningún caballo, ni siquiera un caballo parlante de Narnia, retrocede con facilidad. Y una mujer con un cesto de esquinas muy afiladas en sus manos, situada justo detrás del muchacho, le clavó con fuerza el cesto contra los hombros, y dijo:
—¡Eh! ¿A quién estás empujando?
Y entonces alguien más le dio un empujón en el costado y en la confusión del momento soltó a Bree. A continuación todo el gentío situado a su espalda se tornó tan compacto y apelotonado que le resultó imposible moverse. Fue así como se encontró de repente, sin proponérselo, en primera fila y pudo disfrutar de una buena visión de la comitiva que avanzaba por la calle.
No se parecía en nada a ningún otro grupo que hubieran visto aquel día. El pregonero que avanzaba ante ellos gritando, «¡Abrid paso, abrid paso!», era el único calormeno de todos ellos, y no había litera; todo el mundo iba a pie. Eran una media docena de hombres y Shasta no había visto jamás a nadie como ellos. En primer lugar, todos tenían la piel clara como él, y la mayoría eran rubios. Además no se vestían como las gentes de Calormen. La mayoría llevaba las pantorrillas al descubierto. Sus túnicas eran de hermosos colores brillantes y atrevidos: un verde bosque, un amarillo vistoso o un azul vivo. En lugar de turbantes se cubrían con cascos de acero o plata, algunos de ellos adornados con joyas, y uno con unas diminutas alas a los costados. Unos pocos llevaban la cabeza descubierta. Las espadas que pendían de los lados eran largas y rectas, no curvas como las cimitarras de Calormen. Y en lugar de mostrar una expresión seria y misteriosa como la mayoría de calormenos, andaban con un balanceo y dejaban que brazos y hombros se movieran libremente, también charlaban y reían. Uno silbaba. Era evidente que deseaban ser amigos de todos aquellos que se mostraran simpáticos, y que les importaba un comino cualquiera que no lo fuera. Shasta se dijo que no había visto nada tan magnífico en toda su vida.
Pero no hubo tiempo para disfrutar del espectáculo pues inmediatamente sucedió algo espantoso. El jefe de los hombres rubios señaló de repente a Shasta, gritó: «¡Ahí está! ¡Ahí está nuestro fugitivo!», y agarró al muchacho del hombro. Casi de inmediato asestó a Shasta un bofetón; no uno cruel para arrancar las lágrimas sino uno seco para dar a entender que uno ha caído en desgracia y añadió, tembloroso:
—¡Qué vergüenza, mi señor! ¡Qué vergüenza! La reina Susan tiene los ojos enrojecidos de tanto llorar por tu culpa. ¡Vaya! ¡Desaparecido durante toda una noche! ¿Dónde has estado?
Shasta se habría precipitado bajo el cuerpo de Bree y habría intentado desaparecer entre la muchedumbre de haber tenido la menor posibilidad de hacerlo; pero los hombres rubios lo rodeaban ya por completo y estaba bien sujeto.
Desde luego su primer impulso fue decir que no era más que el hijo del pobre pescador Arsheesh y que el señor extranjero sin duda lo había confundido con otra persona; pero, por otra parte, lo último que deseaba hacer en aquel lugar atestado de gente era empezar a explicar quién era y qué hacía. Si empezaba con aquello, no tardarían en preguntarle dónde había conseguido su caballo, y quién era Aravis; y entonces, adiós a toda posibilidad de conseguir salir de Tashbaan. Su siguiente impulso fue mirar a Bree en busca de ayuda, pero éste no tenía la menor intención de dejar que toda aquella gente supiera que podía hablar, y permaneció allí inmóvil con el mismo aspecto atontado que cualquier caballo corriente. En cuanto a Aravis, Shasta ni se atrevió a mirarla por no atraer la atención hacia ella. Tampoco tuvo mucho tiempo para pensar, pues el jefe de los narnianos dijo al instante:
—Toma una de las manos de su señoría, Peridan, si tienes la bondad, y yo tomaré la otra. Y ahora, sigamos. Nuestra real hermana se sentirá sumamente aliviada cuando vea a nuestro joven bribón a salvo en nuestro alojamiento.
Y de ese modo, antes incluso de que hubieran conseguido atravesar la mitad de Tashbaan, todos sus planes se vinieron abajo, y sin tener siquiera la posibilidad de despedirse de los otros Shasta se encontró marchando entre desconocidos y sin poder imaginar qué sucedería a continuación. El rey narniano —pues el muchacho empezó a comprender por el modo en que el resto se dirigía a él que debía de ser un rey— no dejaba de hacerle preguntas: dónde había estado, cómo había conseguido escapar, qué había hecho con sus ropas, y si no sabía acaso que había sido muy travieso. Sólo que el rey dijo «traveso» en lugar de «travieso».
Y Shasta no respondió, porque no se le ocurrió nada que decir que no pudiera resultar peligroso.
—¡Vaya! ¿Guardas silencio? —inquirió el rey—. Me veo obligado a decirte claramente, príncipe, que este silencio avergonzado es aún menos propio de una persona de tu linaje que tu huida. Escaparse puede ser considerado la travesura de un jovencito de cierto carácter. Pero el hijo del rey de Archenland debe reconocer sus acciones; no inclinar la cabeza como un esclavo calormeno.
Todo aquello le resultaba muy desagradable, pues Shasta sentía en todo momento que aquel joven rey era un adulto de los más amables y le habría gustado causarle una buena impresión.
Los forasteros lo condujeron —bien sujeto por ambas manos— por una calle estrecha y luego le hicieron bajar por un tramo de escalones bajos para a continuación subir otro hasta una amplia entrada, situada en una pared blanca, flanqueada por dos altos y oscuros cipreses. Tras cruzar el umbral, Shasta se encontró en un patio que era a la vez un jardín. En el centro había una pila de mármol llena de agua transparente que el agua de una fuente mantenía en constante movimiento. Unos naranjos crecían a su alrededor, plantados sobre una mullida hierba, y los cuatro muros blancos que rodeaban el césped estaban cubiertos de rosales trepadores. El ruido, el polvo y el gentío de las calles parecía de repente muy lejano. Le hicieron cruzar el patio a toda prisa y luego atravesar un oscuro portal. El pregonero se quedó en el exterior. Después de eso, lo condujeron por un pasillo, cuyo suelo de piedra resultaba deliciosamente frío a sus ardientes pies, y lo hicieron subir por una escalera. Al cabo de un instante se encontró parpadeando bajo la luz de una habitación enorme y bien ventilada, con las ventanas abiertas de par en par, todas mirando al norte, de modo que los rayos del sol no penetraban en ella. El suelo estaba cubierto por una alfombra teñida con los colores más hermosos que había visto nunca y sus pies se hundieron en ella como si pisaran una espesa capa de musgo. Alrededor de las paredes había sofás bajos cubiertos de suntuosos cojines, y la sala parecía llena de gente; «gente muy curiosa, en algunos casos», se dijo Shasta. Sin embargo no tuvo tiempo para recrearse pues la dama más hermosa que había visto se alzó de su asiento y lo rodeó con sus brazos al tiempo que lo besaba y decía:
—Oh Corin, Corin, ¿cómo has podido hacerlo? Tan buenos amigos como somos tú y yo desde que murió tu madre. ¿Y qué le habría dicho a tu real padre si hubiera regresado a casa sin ti? Habría sido motivo casi suficiente para una guerra entre Archenland y Narnia, que mantienen una amistad que se remonta a tiempo inmemorial. Has sido «traveso», compañero de juegos; es muy «traveso» por tu parte hacernos eso.
«Al parecer —pensó Shasta—, me confunden con un príncipe de Archenland, dondequiera que eso esté. Y ellos sin duda son narnianos. Me pregunto dónde está el auténtico Corin».
Tales pensamientos, sin embargo, no lo ayudaron a decir nada en voz alta.
—¿Dónde has estado, Corin? —inquirió la hermosa dama, con las manos posadas aún sobre los hombros del muchacho.
—No… no lo sé —tartamudeó él.
—¡Ahí está, Susan! —dijo el rey—. No conseguí sacarle nada, ni verdadero ni falso.
—¡Majestades! ¡Reina Susan! ¡Rey Edmund! —llamó una voz.
Y cuando Shasta se volvió para mirar al que había hablado, casi se muere del susto debido a la sorpresa, pues se trataba de una de aquellas personas raras cuya presencia había advertido por el rabillo del ojo al entrar en la habitación. Era aproximadamente de la misma altura que Shasta, pero, aunque desde la cintura hacia arriba era igual que un hombre, las piernas eran peludas como las de una cabra y su forma era igual que las de éstas, y tenía pezuñas y cola de cabra. La piel era rojiza, los cabellos rizados, y lucía una barba corta y puntiaguda, y dos pequeños cuernos. Se trataba de un fauno, una criatura que Shasta no había visto nunca en un dibujo y de la que tampoco había oído hablar. Y si has leído un libro llamado El león, la bruja y el armario tal vez te interese saber que se trataba del mismo fauno, de nombre Tumnus, que la hermana de la reina Susan, Lucy, había conocido aquel primer día en que descubrió el modo de entrar en Narnia. Era mucho más viejo ahora pues por aquella época Peter, Susan, Edmund y Lucy hacía ya varios años que eran reyes y reinas de Narnia.
—Majestades —decía en aquellos momentos—, su alteza tiene una insolación. ¡Miradle! Está aturdido. No sabe dónde está.
En ese momento, claro está, todos dejaron de regañar a Shasta y de hacerle preguntas y todos se deshicieron en atenciones para con él e hicieron que se acostara en un sofá con almohadones bajo la cabeza, y también le dieron un helado en una copa dorada para que bebiera, y le dijeron que se estuviera muy quieto.
Nada parecido le había sucedido a Shasta en toda su vida. Jamás se había imaginado acostado en algo tan cómodo como aquel sofá o bebiendo nada tan delicioso como aquel helado. Se preguntaba aún qué habría sucedido con los otros y cómo conseguiría huir y reunirse con ellos en las Tumbas, y qué sucedería cuando el auténtico Corin apareciera de verdad; pero ninguna de aquellas preocupaciones parecían tan apremiantes ahora que se sentía tan cómodo. Además tal vez, más tarde, le dieran cosas deliciosas para comer…
Entretanto, las personas reunidas en aquella habitación fresca y bien ventilada resultaban muy interesantes. Además del fauno había dos enanos, que eran una clase de criatura que tampoco había visto jamás, y un cuervo muy grande. El resto eran todos humanos, adultos, pero jóvenes, y todos ellos, tanto hombres como mujeres, presentaban rostros y voces más agradables que la mayoría de los calormenos. Shasta no tardó en interesarse por la conversación que mantenían.
—Ahora, señora —decía el rey a la reina Susan, la dama que había besado a Shasta—, ¿qué piensas? Llevamos en esta ciudad tres semanas enteras. ¿Has decidido ya si te casarás con este enamorado tuyo de rostro oscuro, este príncipe Rabadash, o no?
—No, hermano —respondió la dama, sacudiendo la cabeza—, ni por todas las joyas de Tashbaan.
«¡Caramba! —pensó Shasta—. Aunque son rey y reina, son hermanos, no están casados entre sí».
—Para ser sincero, hermana —dijo el rey—, debo decir que te habría querido bastante menos si lo hubieras aceptado. Y te informo de que en la primera visita de los embajadores del Tisroc a Narnia para tratar de este matrimonio, y más tarde cuando el príncipe fue nuestro invitado en Cair Paravel, me maravillaba que fueras capaz de mostrarle tanto aprecio.
—Eso fue un desatino por mi parte, Edmund —respondió la reina Susan—, por el cual te suplico benevolencia. De todos modos cuando estuvo con nosotros en Narnia, lo cierto es que este príncipe se comportó de otro modo a como lo hace ahora en Tashbaan. Pues pongo a todos por testigo de las maravillosas proezas que realizó en aquel gran torneo y competición de lanzas que nuestro hermano, el Sumo Monarca organizó para él, y de la humildad y cortesía con la que se comportó con nosotros durante siete días. Pero aquí, en su propia ciudad, ha mostrado otro rostro.
—¡Ah! —graznó el cuervo—. Hay un viejo dicho: contempla al oso en su madriguera antes de juzgar cómo es.
—Eso es muy cierto, Patas Amarillas —dijo uno de los enanos—. Y otro dice: Vive conmigo y me conocerás.
—Sí —asintió el rey—; ahora lo hemos visto tal como es: es decir, un tirano lleno de orgullo, sanguinario, ostentoso, cruel y pagado de sí mismo.
—Entonces, en el nombre de Aslan —dijo Susan—, abandonemos Tashbaan hoy mismo.
—Ahí está la dificultad, hermana —indicó Edmund—. Pues ahora debo confiaros a todos lo que ha estado pasando por mi mente estos últimos dos días. Peridan, si eres tan amable, echa un vistazo a la puerta y asegúrate de que nadie nos espía. ¿Todo bien? Estupendo; pues ahora debemos actuar en secreto.
Todos habían empezado a adoptar expresiones muy serias. La reina Susan se puso en pie de un salto y corrió hasta su hermano.
—¡Edmund, dime! —exclamó—. ¿Qué ocurre? Veo algo terrible en tu rostro.