Capítulo 3

A las puertas de Tashbaan

—Me llamo tarkina Aravis —dijo la muchacha de inmediato— y soy la única hija del tarkaan Kidrash, hijo del tarkaan Rishti, hijo del tarkaan Kidrash, hijo del Tisroc Ilsombreh, hijo del Tisroc Ardeeb que descendía por línea directa del dios Tash. Mi padre es el señor de la provincia de Calavar y tiene derecho a permanecer de pie y calzado ante el mismísimo Tisroc, que viva eternamente. Mi madre, que en la paz de los dioses se halle, murió, y mi padre tomó otra esposa. Uno de mis hermanos cayó en combate contra los rebeldes del lejano oeste y el otro es un niño. Ocurrió que la mujer de mi padre, mi madrastra, me odiaba, y el sol sería oscuro ante sus ojos mientras yo viviera en la casa de mi padre. Por ese motivo lo persuadió para que me prometiera en matrimonio al tarkaan Ahoshta. Resulta que este Ahoshta es de baja cuna, aunque estos últimos años ha obtenido el favor del Tisroc, que viva eternamente, mediante adulación y malos consejos, y ha sido nombrado tarkaan, señor de muchas ciudades, y también es probable que sea elegido gran visir cuando al actual gran visir muera. Además de todo eso tiene al menos sesenta años de edad, una joroba en la espalda y un rostro que recuerda al de un mono. Sin embargo, mi padre, debido a la riqueza y poder de este Ahoshta, y persuadido por su esposa, envió mensajeros para ofrecerme en matrimonio; la oferta fue aceptada favorablemente y Ahoshta envió recado de que se casaría conmigo este mismo año a mitad del verano.

»Cuando me comunicaron la noticia el sol se oscureció ante mis ojos y me acosté en el lecho y lloré durante todo un día. Pero al llegar el segundo día me levanté, me lavé la cara, hice que ensillaran mi yegua Hwin, tomé una daga afilada que mi hermano había llevado en las guerras occidentales y salí a cabalgar sola. Y cuando se perdió de vista la casa de mi padre y llegué a una zona despejada en cierto bosque en el que no vive nadie, desmonté de Hwin, mi yegua, y saqué la daga. A continuación abrí mis vestiduras por donde pensé que se hallaba el camino más rápido a mi corazón y oré a todos los dioses para que en cuanto estuviera muerta pudiera encontrarme con mi hermano. Después de eso cerré los ojos y apreté los dientes y me dispuse a hundir la daga en mi pecho. Sin embargo, antes de que lo hubiera hecho, esta yegua habló con la voz de una de las hijas de los hombres y dijo: “Oh, mi señora, no te destruyas, pues si vives aún te quedará la esperanza de tener buena suerte, mientras que todos los muertos están muertos por igual”.

—No lo dije ni la mitad de bien que eso —murmuró la yegua.

—Silencio, señora, silencio —instó Bree, que disfrutaba una barbaridad del relato—. Nos lo está contando en el solemne estilo de Calormen y ningún narrador de la corte de un Tisroc lo haría mejor. Por favor, sigue, tarkina.

—Cuando escuché la lengua de los hombres en boca de mi yegua —prosiguió Aravis—, me dije que el temor a la muerte había trastornado mi razón y me producía alucinaciones. Y me sentí terriblemente avergonzada ya que nadie de mi linaje debería temer a la muerte más de lo que teme a la picadura de un mosquito. Así pues, me dispuse una vez más a apuñalarme, pero Hwin se acercó a mí y colocó la cabeza entre mi persona y la daga y disertó acerca de las razones más excelentes y me regañó igual que una madre reprende a su hija. Por aquel entonces mi asombro era tal que me olvidé de que quería quitarme la vida y también de Ahoshta, y dije: «Yegua mía, ¿cómo has aprendido a hablar igual que una de las hijas de los hombres?». Y Hwin me contó lo que todos los aquí reunidos saben, que en Narnia hay animales que hablan y que a ella la robaron de allí cuando era una potranca. Me habló también de los bosques y ríos de Narnia y de los castillos y grandes navíos, hasta que dije: «En nombre de Tash y Azaroth y también de Zardeenah, Señora de la Noche, siento un gran deseo de hallarme en ese país de Narnia». «Mi señora —respondió la yegua—, si estuvieras en Narnia serías feliz, porque en ese país no se obliga a ninguna doncella a casarse en contra de su voluntad».

»Después de haber conversado durante un largo rato la esperanza regresó a mí y me alegré de no haberme suicidado. Además, Hwin y yo acordamos que nos escabulliríamos juntas y lo planeamos de este modo. Regresamos a la casa de mi padre y me vestí con mis ropas más alegres, canté y dancé ante mi padre, y fingí sentirme encantada con el matrimonio que había preparado para mí. También le dije: “Padre mío y deleite de mis ojos, concédeme licencia y permiso para ir sola con una de mis doncellas durante tres días al bosque para realizar sacrificios secretos a Zardeenah, Señora de la Noche y de las Doncellas, como señala la costumbre para las muchachas que deben despedirse del servicio a Zardeenah y prepararse para el matrimonio”. Y él respondió: “Hija mía y deleite de mis ojos, que así sea”.

»Pero en cuanto abandoné la presencia de mi padre fui a ver al más anciano de sus esclavos, su secretario, que me había hecho saltar sobre sus rodillas cuando era un bebé y me amaba más que al aire y la luz. Y le hice jurar que guardaría el secreto y le rogué que escribiera cierta carta para mí. Lloró y me imploró que cambiara mi propósito pero al final dijo: “Escucho y obedezco”, e hizo lo que yo deseaba. Sellé la carta y la oculté en mi pecho.

—Pero ¿qué decía esa carta? —inquirió Shasta.

—Silencio, jovencito —dijo Bree—. Estás estropeando la historia. Ya nos hablará sobre la carta cuando llegue el momento oportuno. Sigue, tarkina.

—Luego llamé a la doncella que debía acompañarme a los bosques a realizar los ritos de Zardeenah y le dije que me despertara muy temprano por la mañana. Y me puse a bromear con ella y le ofrecí vino; pero yo había mezclado tales cosas en su copa que sabía que dormiría una noche y un día. En cuanto los habitantes de la casa de mi padre se hubieron retirado a dormir me levanté y me puse una armadura de mi hermano que siempre guardaba en mis aposentos en su recuerdo. Coloqué en mi cinturón todo el dinero que tenía, junto con algunas joyas escogidas, hice acopio también de comida, ensillé la yegua con mis propias manos y marché aprovechando el segundo turno de vigilancia de la noche. Entonces, tomé rumbo pero no hacia los bosques, donde mi padre supondría que iría, sino al norte y al este, en dirección a Tashbaan.

»Sabía que durante los tres primeros días mi padre no me buscaría, engañado por lo que yo le había dicho. Al cuarto día llegamos a la ciudad de Azim Balda. Ahora bien, Azim Balda está situada en el punto de encuentro de muchas carreteras y desde allí los correos del Tisroc, que viva eternamente, cabalgan en veloces corceles hacia todos los puntos del imperio y es uno de los derechos y privilegios de los tarkaanes más importantes enviar mensajes a través de ellos. Por lo tanto fui a ver al jefe de los mensajeros en la Casa de los Correos Imperiales de Azim Balda y le dije: “Oh, expedidor de mensajes, aquí tienes una carta de mi tío el tarkaan Ahoshta para el tarkaan Kidrash, señor de Calavar. Toma estas cinco mediaslunas y haz que le sea enviada”. Y el jefe de los mensajeros respondió: “Escucho y obedezco”.

»Fingí que Ahoshta había escrito la carta, y esto era lo que decía: “Del tarkaan Ahoshta al tarkaan Kidrash, saludos y paz. En el nombre de Tash el irresistible, el inexorable. Debes saber que mientras realizaba mi viaje hacia tu casa para celebrar el contrato de matrimonio entre mi persona y tu hija la tarkina Aravis, quisieron la fortuna y los dioses que me encontrara con ella en el bosque cuando había finalizado los ritos y sacrificios de Zardeenah según la costumbre de las doncellas. Y cuando averigüé quién era, sintiéndome encantado con su belleza y discreción, me sentí inflamado por el amor y me pareció que el sol dejaría de brillar sobre mi persona si no me casaba con ella al momento. Así pues preparé los sacrificios necesarios y desposé a tu hija en la misma hora en que la conocí y he regresado con ella a mi propia casa. Y ambos te rogamos y solicitamos que vengas aquí con la mayor celeridad posible para que tengamos la oportunidad de deleitarnos con tu rostro y tus palabras; te suplicamos que asimismo traigas contigo la dote de mi esposa, que, por motivo de mis grandes cargas y gastos, necesito sin demora. Y puesto que tú y yo somos hermanos, estoy seguro de que no estarás enojado por lo apresurado de mi matrimonio, que fue totalmente motivado por el gran amor que siento por tu hija. Te confío al cuidado de todos los dioses”.

»En cuanto hube hecho esto, cabalgué a toda velocidad lejos de Azim Balda, sin temer que me persiguieran y con la esperanza de que mi padre, al recibir aquella carta, enviaría mensajes a Ahoshta o iría en persona, y que antes de que todo quedara al descubierto yo habría dejado atrás Tashbaan. Y ésa es la esencia de mi historia hasta esta misma noche cuando fui perseguida por leones y os encontré mientras nadaba en las aguas saladas.

—¿Y qué le sucedió a la muchacha a la que drogaste? —preguntó Shasta.

—Sin duda fue azotada por quedarse dormida —respondió Aravis con frialdad—; pero era un instrumento y espía de mi madrastra. Me alegro mucho de que le pegaran.

—En mi opinión, eso no fue muy justo —dijo el muchacho.

—No hice ninguna de estas cosas para complacerte a ti —respondió Aravis.

—Y hay otra cosa que no comprendo sobre esa historia —siguió Shasta—. No eres adulta, no creo que seas mucho mayor que yo. Ni siquiera creo que tengas mi edad. ¿Cómo podrías casarte?

Aravis no respondió, pero Bree se apresuró a decir:

—Shasta, no exhibas tu ignorancia. Siempre se casan a esa edad en las grandes familias tarkaanas.

Shasta enrojeció profundamente, aunque apenas había luz suficiente para que los otros pudieran darse cuenta, y se sintió humillado. Aravis preguntó a Bree sobre su historia. Éste se la contó, y Shasta se dijo que el caballo añadía mucho más de lo que era necesario sobre las caídas y su mal estilo para montar. Evidentemente Bree lo consideraba muy divertido, pero Aravis no se rió. Una vez que Bree finalizó su relato todos se fueron a dormir.

Al día siguiente los cuatro, los dos caballos y los dos humanos, prosiguieron su viaje juntos. Shasta se dijo que le gustaba mucho más cuando él y Bree estaban solos, pues ahora eran Bree y Aravis quienes hablaban casi todo el tiempo. El caballo había vivido mucho tiempo en Calormen y había estado siempre rodeado de tarkaanes y caballos de tarkaanes, y por lo tanto conocía a gran parte de las personas y lugares que Aravis conocía. Ésta no hacía más que decir cosas como: «Pero, si estuviste en la batalla de Zulindreh, sin duda viste a mi primo Alimash», a lo que Bree contestaba: «Oh, sí, Alimash, sólo era capitán de los carros, ya sabes. No me gustan demasiado las cuadrigas ni la clase de caballos que tiran de carros. No es auténtica caballería. Pero él es un noble muy respetable. Llenó mi morral de azúcar después de la toma de Teebeth». O en otras ocasiones era Bree quien mencionaba: «Estuve en el lago de Mezreel ese verano», y Aravis respondía: «¡Oh, Mezreel! Tenía una amiga allí, la tarkina Lasaraleen. Es un lugar delicioso. ¡Con esos jardines, y el Valle de los Mil Perfumes!». Bree no intentaba en absoluto dejar a Shasta fuera de la conversación, aunque el muchacho lo creía así en ocasiones. La gente que comparte intereses comunes no puede evitar hablar sobre ellos, y si uno está presente no puede evitar pensar que lo están excluyendo.

Hwin, la yegua, se mostraba un tanto tímida ante un gran caballo de combate como Bree y apenas hablaba; y Aravis no se dirigía jamás a Shasta si podía evitarlo.

Sin embargo, no tardaron en tener cosas más importantes en las que pensar. Se acercaban a Tashbaan y encontraban muchos más pueblos, y más grandes, y también más gente en los caminos. Por ese motivo viajaban casi siempre de noche y se ocultaban lo mejor que podían durante el día. Y en cada parada discutían y discutían sobre lo que debían hacer cuando llegaran a Tashbaan. Todos habían estado aplazando aquella espinosa cuestión, pero ya no podía posponerse más. Durante aquellas discusiones Aravis se mostró un poco, sólo un poquitín, menos hostil con Shasta; por lo general uno acostumbra a llevarse mejor con la gente cuando se hacen planes que cuando se habla de cosas sin importancia.

Bree dijo que lo primero que había que hacer era fijar un lugar en el que todos prometieran reunirse en el otro extremo de Tashbaan si, por mala suerte, se veían obligados a separarse al pasar por la ciudad. Declaró que el mejor lugar serían las Tumbas de los Antiguos Reyes situadas en el borde mismo del desierto.

—Unas cosas que parecen enormes colmenas de piedra —explicó—. Es imposible no verlas. Y lo mejor de todo es que ningún calormeno se acerca a ellas porque creen que el lugar está frecuentado por espíritus y lo temen.

Aravis preguntó si realmente habitaban espíritus allí, pero Bree respondió que él era un caballo libre de Narnia y no creía en aquellos cuentos calormenos. Y a continuación Shasta declaró que él tampoco era un calormeno, así que le importaban un comino aquellas viejas historias de espectros. No era verdad, en realidad, pero impresionó bastante a Aravis, si bien de momento también le molestó un poco, y desde luego ésta se apresuró a afirmar que a ella tampoco le preocupaban los espectros. Así pues, quedó decidido que las Tumbas serían su punto de encuentro al otro lado de Tashbaan, y todos sintieron que se las arreglaban muy bien hasta que Hwin indicó humildemente que el auténtico problema no era adónde debían ir una vez hubieran atravesado Tashbaan sino cómo iban a atravesarla.

—Eso lo resolveremos mañana, señora —respondió Bree—. Es hora de dormir un poco.

Sin embargo, no fue algo fácil de resolver. La primera sugerencia de Aravis fue que cruzaran a nado y de noche el río que discurría a los pies de la ciudad y no entraran para nada en Tashbaan. No obstante, Bree tenía dos motivos para oponerse. Uno era que el cauce del río era muy ancho y sería un trayecto a nado demasiado largo para Hwin, en especial con un jinete sobre el lomo. El caballo también pensaba que sería un trayecto demasiado largo para él, pero no lo mencionó. El otro era que estaría lleno de barcos y que, desde luego, cualquier persona situada en la cubierta de una nave que viera pasar a dos caballos nadando se sentiría embargada por la curiosidad.

A Shasta se le ocurrió que debían ir río arriba hasta situarse por encima de la ciudad y cruzarlo allí donde resultara más estrecho. Pero Bree explicó que había jardines y casas de recreo en ambas orillas del río durante kilómetros y habría tarkaanos y tarkinas viviendo en ellas, cabalgando por los caminos y celebrando fiestas dentro del agua. En realidad sería el lugar donde tendrían más probabilidades de tropezarse con alguien que pudiera reconocer a Aravis o a él mismo.

—Tendremos que llevar un disfraz —indicó Shasta.

Hwin dijo que a ella le parecía que lo más seguro era atravesar la ciudad de una puerta a la otra porque era menos probable que alguien se fijase en ellos en medio de la multitud. De todos modos aprobó también la idea de llevar un disfraz.

—Los dos humanos tendrán que vestirse con harapos y parecer campesinos o esclavos. Y habrá que hacer fardos con toda la armadura de Aravis y nuestras sillas y cosas, y colocarlos sobre nuestros lomos, y los chicos deberán fingir que nos conducen y la gente creerá que sólo somos caballos de carga.

—¡Mi querida Hwin! —exclamó Aravis con cierto desdén—. ¡Cómo si alguien pudiera confundir a Bree con cualquier otra cosa que no fuera un caballo de batalla por muy disfrazado que vaya!

—Yo diría que nadie, desde luego —repuso Bree, profiriendo un resoplido a la vez que dejaba que las orejas se inclinaran ligeramente hacia atrás.

—Ya sé que no es un plan muy bueno —replicó la yegua—; pero creo que es nuestra única posibilidad. Además, nadie nos ha cepillado desde hace una eternidad y no tenemos nuestro aspecto de siempre; al menos yo estoy segura de no tenerlo. Realmente creo que si nos cubrimos bien de barro y avanzamos con las cabezas gachas como si estuviéramos muy cansados y fuéramos unos perezosos… y apenas alzamos los cascos…, podría ser que nadie se fijara en nosotros. Y habría que recortar más las colas: no bien recortadas, ya me entiendes, sino de un modo desigual.

—Mi querida señora —dijo Bree—, ¿se ha imaginado usted lo desagradable que resultaría llegar a Narnia en ese estado?

—Bueno —respondió ella con humildad, pues era una yegua muy sensata—, lo principal es llegar.

Aunque a nadie le gustaba demasiado, fue el plan de Hwin el que adoptaron al final. Resultó bastante molesto e implicó un poco de lo que Shasta llamó robar, y Bree denominó «una incursión». Un granjero perdió unos cuantos sacos aquella tarde, y otro un rollo de cuerda la siguiente: pero adquirieron y pagaron honradamente en un pueblo algunas andrajosas prendas viejas para Aravis. Shasta regresó con ellas luciendo una expresión triunfal justo al caer la tarde. Los otros lo esperaban entre los árboles, al pie de una cadena de bajas colinas boscosas situadas justo en el camino que debían seguir. Todos estaban muy emocionados, ya que aquella era la última elevación; cuando alcanzaran la cima contemplarían Tashbaan extendiéndose a sus pies.

—Cómo desearía haberla dejado ya atrás —musitó Shasta a Hwin.

—Yo también, yo también —respondió la yegua con gran fervor.

Aquella noche dieron un gran rodeo a través del bosque para ascender a lo alto de la colina usando el sendero abierto por un leñador, y cuando salieron del bosque en la cima pudieron contemplar miles de luces en el valle situado abajo. Shasta no tenía ni idea de cómo podría ser una gran ciudad y aquello lo asustó. Cenaron y los dos jóvenes se acostaron a dormir. Los caballos los despertaron a primeras horas de la mañana.

Las estrellas brillaban todavía y la hierba estaba terriblemente fría y húmeda, pero empezaba ya a amanecer, en la lejanía, a su derecha al otro lado del mar. Aravis se internó un poco en el bosque y regresó con un aspecto muy raro, ataviada con sus nuevas ropas harapientas y llevando las auténticas arrolladas en un ovillo. Éstas, junto con la armadura, el escudo, la cimitarra, las dos sillas de montar y el resto de los accesorios de los caballos los guardaron en los sacos. Entretanto, Bree y Hwin se habían cubierto de barro y desarreglado cuanto pudieron y sólo faltaba acortar sus colas. Puesto que la única herramienta para hacerlo era la cimitarra de Aravis, fue necesario deshacer uno de los fardos para sacarla. Fue una tarea más bien larga y que resultó bastante dolorosa para los caballos.

—¡Válgame el cielo! —dijo Bree—. ¡Si no fuera un caballo parlante, vaya coz te daría en la cara! Creía que ibas a cortarla, no a arrancarla. Y eso es lo que parece.

No obstante, a pesar de la semioscuridad y los dedos helados, todo acabó por hacerse: los grandes fardos quedaron bien sujetos a los animales, los ronzales de cuerda —que llevaban en aquellos momentos en lugar de las bridas y las riendas— pasaron a las manos de los dos muchachos, y dio comienzo el viaje.

—Recordad —dijo Bree—: manteneos juntos si es posible. Si no, nos encontraremos en las Tumbas de los Antiguos Reyes, y los que lleguen allí primero deben esperar a los demás.

—Y recordad también —añadió Shasta—: Vosotros dos, caballos, no os despistéis y empecéis a hablar, suceda lo que suceda.