Capítulo 2

Una aventura en el camino

Era casi mediodía del día siguiente cuando a Shasta lo despertó algo caliente y blando que se movía sobre su rostro. Abrió los ojos y se topó de bruces con el rostro alargado de un caballo; el hocico y los labios del animal casi lo tocaban. Recordó los emocionantes acontecimientos de la noche anterior y se sentó en el suelo; pero al hacerlo profirió un gemido.

—Uf, Bree —jadeó—, estoy dolorido. Me duele todo el cuerpo. Apenas puedo moverme.

—Buenos días, pequeño —dijo Bree—. Ya temía que pudieras sentirte un poco entumecido. No puede ser por las caídas. No caíste más de una docena de veces, y siempre sobre deliciosa, suave y mullida hierba en la que caer casi debió de ser un placer. Además, la única que podría haber sido molesta la paró aquel matorral de aulagas. No: es montar en sí lo que resulta más duro al principio.

—¿Qué tal algo de desayuno? Yo ya he tomado el mío.

—¡A quién le importa el desayuno! No estoy de humor para nada —respondió Shasta—. Te digo que no puedo moverme.

Pero el caballo fue dándole suaves golpecitos con el hocico y un casco hasta que se vio obligado a levantarse. Y entonces miró a su alrededor y vio donde estaban. A su espalda se extendía un bosquecillo; ante ellos el pastizal, salpicado de flores blancas, descendía hasta la cresta de un acantilado. A lo lejos, por debajo de ellos, de modo que el sonido del romper de las olas llegaba muy amortiguado, estaba el mar. Shasta no lo había contemplado jamás desde tal altura y tampoco había visto tal extensión de él, ni imaginado los muchos colores que tenía. A ambos lados, la costa se perdía en la lejanía, promontorio tras promontorio, y en algunos puntos se veía cómo la blanca espuma corría sobre las rocas pero sin hacer ningún ruido debido a la distancia a la que se hallaba. En lo alto volaban las gaviotas y el calor se estremecía a ras de suelo; era un día deslumbrante. Sin embargo, lo que el muchacho advirtió principalmente fue el aire. No se le ocurría qué faltaba, hasta que por fin se dio cuenta de que no olía a pescado. Pues desde luego, ni en la cabaña ni entre las redes había estado jamás lejos de aquel olor. Y aquel aire nuevo resultaba tan delicioso, y toda su antigua vida parecía tan lejana, que olvidó por un momento las magulladuras y los músculos doloridos y dijo:

—Oye, Bree, ¿qué decías sobre el desayuno?

—Ah, sí —respondió éste—. Creo que encontrarás algo en las alforjas. Están ahí, en aquel árbol, donde las colgaste anoche… o más bien a primera hora de esta mañana.

Investigaron las alforjas y los resultados fueron prometedores; una empanada de carne, sólo ligeramente rancia, un bloque de higos secos y otro de queso, un frasquito de vino y algo de dinero; unas cuarenta mediaslunas en total, lo que era más de lo que Shasta había visto jamás.

Mientras el muchacho se sentaba —dolorosa y cautelosamente— con la espalda recostada en un árbol y empezaba con la empanada, Bree tomó unos cuantos bocados más de hierba para hacerle compañía.

—¿No será «robar» utilizar el dinero? —preguntó Shasta.

—Vaya —dijo el caballo, alzando la cabeza con la boca llena de hierba—. No se me había ocurrido. Ni los caballos libres ni los caballos parlantes deben robar, desde luego. Pero no creo que esto sea hacerlo. Somos prisioneros y cautivos en territorio enemigo. Ese dinero es un botín, un botín de guerra. Además ¿cómo vamos a conseguir comida para ti sin él? Supongo que, como todos los humanos, no comes comida natural como hierba y avena.

—No.

—¿Las has probado alguna vez?

—Sí, una. No consigo tragar la hierba. Tú tampoco podrías si fueras yo.

—Vosotros los humanos sois unas criaturas raras —comentó Bree.

Cuando Shasta hubo finalizado su desayuno —que fue de lejos el mejor que había comido—, Bree indicó:

—Creo que me daré un buen revolcón antes de que vuelvas a colocarme esa silla. —Y procedió a hacerlo—. Fantástico. Realmente fantástico —declaró, frotándose la espalda contra la hierba mientras agitaba las cuatro patas en el aire—. Tú también deberías darte uno, Shasta —resopló—. Resulta de lo más placentero.

—¡Qué gracioso resultas tumbado sobre el lomo! —exclamó Shasta, echándose a reír.

—No estoy de acuerdo —declaró Bree.

Pero a continuación rodó sin más sobre un costado, alzó la cabeza y miró con fijeza al muchacho, resoplando ligeramente.

—¿Esto te parece gracioso? —inquirió con voz ansiosa.

—Sí, sí me parece —respondió Shasta—, pero ¿qué importa eso?

—¿Acaso crees que es algo que los caballos parlantes no hacen nunca?… ¿Un truco bobo y torpe que he aprendido de los caballos mudos? Resultaría espantoso descubrir, cuando regrese a Narnia, que he adquirido una gran cantidad de costumbres vulgares y malas. ¿Qué crees tú, Shasta? Dilo con toda franqueza. No intentes evitar herir mis sentimientos. ¿Crees que los auténticos caballos libres, los que hablan, se revuelcan?

—¿Cómo podría saberlo? De todos modos, yo en tu lugar no me preocuparía por eso. Primero hemos de llegar allí. ¿Conoces el camino?

—Sé llegar hasta Tashbaan. Después está el desierto. Ya nos las arreglaremos allí, no temas. Porque entonces tendremos las montañas septentrionales a la vista. ¡Piénsalo! ¡Narnia y el norte nos esperan! Nada nos detendrá, aunque me alegraré cuando hayamos dejado atrás Tashbaan. Tú y yo estamos más seguros lejos de las ciudades.

—¿No podemos esquivarla?

—No sin recorrer un buen trecho tierra adentro, y eso nos conduciría a campos de cultivo y carreteras principales; y no sabría por dónde ir. No, lo que haremos será ir siguiendo tranquilamente la línea de la costa. Aquí arriba, en los valles, sólo encontraremos ovejas, conejos, gaviotas y unos pocos pastores. Y a propósito, ¿qué tal si nos ponemos en marcha?

A Shasta le dolían horrores las piernas mientras ensillaba a Bree y montaba, pero el caballo se mostró amable con él y avanzó a un paso tranquilo toda la tarde. Cuando llegó el atardecer descendieron siguiendo escarpados senderos hasta el interior de un valle y encontraron un pueblo. Antes de llegar a él Shasta desmontó y entró a pie para comprar una hogaza de pan, algunas cebollas y rábanos. El caballo dio un rodeo por los campos de cultivo bajo el crepúsculo y se reunió con Shasta en el otro extremo. Aquello se convirtió en su plan de acción habitual cada dos noches.

Fueron días magníficos para Shasta, y cada uno era mejor que el anterior, a medida que sus músculos se endurecían y se caía con menor frecuencia; de todos modos, incluso al final de su adiestramiento Bree siguió diciendo que montaba igual que un saco de harina.

—Incluso aunque fuera seguro, jovencito, me avergonzaría que me vieran contigo en el camino principal.

A pesar de sus rudas palabras, Bree era un maestro paciente. Nadie puede enseñar a montar tan bien como un caballo, y Shasta aprendió a trotar, a ir a medio galope, a saltar y a mantenerse en la silla incluso cuando Bree frenaba en seco o giraba inesperadamente a la izquierda o la derecha; lo que, como le indicó el caballo, era algo que uno podía tener que hacer en cualquier momento en una batalla. Y entonces, claro, Shasta quiso saber cosas sobre las batallas y las guerras en las que Bree había llevado sobre su lomo al tarkaan. El corcel le habló de marchas forzadas y ríos veloces que había tenido que vadear, de cargas y feroces combates entre caballerías en los que los caballos de guerra peleaban igual que los hombres, pues eran todos fieros sementales, adiestrados para morder y cocear, y alzarse en el momento adecuado de modo que el peso del caballo así como el del jinete cayeran sobre la cimera del enemigo en el momento de asestar un golpe con la espada o el hacha de guerra. Sin embargo, el caballo no deseaba hablar sobre las batallas tan a menudo como quería Shasta.

—No hables de ellas, jovencito —acostumbraba a decir—. Son sólo las guerras del Tisroc y luché en ellas como una bestia esclava y bobalicona. ¡Dame las guerras narnianas en las que pelearé como caballo libre entre mi propia gente! Ésas serán guerras dignas de mención. ¡Narnia y el norte! ¡Bra-ja-ja! ¡Bro-jójo!

Shasta no tardó en aprender que, cuando Bree hablaba de aquel modo, debía prepararse para un galope.

Después de haber viajado durante semanas y más semanas, dejando atrás más bahías, cabos, ríos y pueblos de los que Shasta era capaz de recordar, llegó una noche iluminada por la luz de la luna en la que iniciaron el viaje tras ponerse el sol, y haber dormido durante el día. Habían dejado atrás las lomas y atravesaban una extensa llanura con un bosque a una distancia de un kilómetro a su izquierda. El mar, oculto por bajas dunas de arena, se hallaba aproximadamente a la misma distancia a su derecha. Llevaban más o menos una hora de paso tranquilo, trotando en ocasiones y otras al paso, cuando Bree se detuvo de repente.

—¿Qué sucede? —preguntó Shasta.

—¡Chist! —ordenó el caballo, estirando el cuello para mirar hacia atrás al tiempo que agitaba las orejas—. ¿Has oído algo? Escucha.

—Parece otro caballo; entre nosotros y el bosque —indicó Shasta después de haber aguzado el oído durante un minuto.

—Sí que es otro caballo —corroboró Bree—. Y eso es lo que no me gusta.

—¿No será un granjero que regresa tarde a casa? —sugirió el muchacho con un bostezo.

—Pero ¿qué dices? —exclamó Bree—. No puede ser un granjero a caballo. Tampoco se trata del caballo de un granjero. ¿No lo distingues por el sonido? Ese caballo tiene categoría. Y lo monta un auténtico jinete. Te diré lo que es, Shasta. Hay un tarkaan en el linde de ese bosque. Y no va montado en un caballo de guerra; suena demasiado ligero para serlo. Va en una yegua purasangre, diría yo.

—Bueno, pues sea lo que sea acaba de detenerse.

—Tienes razón —concedió el corcel—. Y ¿por qué tendría que detenerse justo cuando nosotros lo hacemos? Shasta, amigo mío, creo que nos sigue alguien.

—¿Qué haremos? —inquirió el muchacho en un susurro más tenue que antes—. ¿Crees que puede vernos además de oírnos?

—No con esta luz, siempre y cuando nos mantengamos quietos —respondió Bree—. Pero ¡mira! Se está acercando una nube. Aguardaré hasta que cubra la luna, y entonces marcharemos hacia la derecha tan silenciosamente como podamos, para descender hasta la playa. En el peor de los casos podemos ocultarnos entre las dunas.

Aguardaron hasta que la nube tapó la luna y entonces, primero al paso y luego a un suave trote, se encaminaron hacia la orilla.

La nube era mayor y más espesa de lo que parecía al principio y la noche no tardó en tornarse terriblemente oscura. Justo cuando Shasta se decía para sí: «Ya debemos de estar cerca de aquellas dunas», el corazón le dio un vuelco debido a que un sonido horroroso se había alzado de la oscuridad ante ellos; un largo rugido, melancólico y totalmente salvaje. Bree se desvió a un lado sin pensarlo dos veces y empezó a galopar tierra adentro otra vez con todas sus fuerzas.

—¿Qué es? —jadeó Shasta.

—¡Leones! —respondió el caballo, sin aminorar el paso ni volver la cabeza.

Después de aquello ya no hubo más que un frenético galope durante algún tiempo. Finalmente chapotearon a través de un ancho arroyo poco profundo y Bree fue a detenerse en el otro lado. Shasta se dio cuenta de que temblaba y sudaba de pies a cabeza.

—Esa agua tal vez le haya hecho perder nuestro rastro a las bestias —jadeó Bree cuando consiguió recuperar parcialmente el aliento—. Ahora podemos aflojar un poco el ritmo.

Mientras andaban el caballo siguió diciendo:

—Shasta, estoy avergonzado. Tengo tanto miedo como cualquier tonto caballo corriente de Calormen. Me siento como uno de ellos, no como un caballo parlante. No temo a espadas, lanzas y flechas, pero no puedo soportar a esas criaturas. Me parece que trotaré un poco.

Al cabo de un minuto, no obstante, volvió a iniciar un galope, y no era de extrañar, pues el rugido volvió a dejarse oír, en esa ocasión a su izquierda desde el lugar donde estaba el bosque.

—Son dos —gimió Bree.

Después de galopar varios minutos sin oír más a los leones, Shasta dijo:

—¡Oye! Aquel otro caballo galopa ahora junto a nosotros. Está sólo a dos pasos.

—Mucho me… mejor —jadeó Bree—. Lo monta un tarkaan… tendrá una espada… nos protegerá a todos.

—Pero ¡Bree! —protestó el muchacho—. Casi prefiero que nos maten los leones a que nos atrapen, sobre todo a mí. Me colgarán por robar un caballo.

Tenía menos miedo de los leones que Bree porque jamás se había tropezado con uno; Bree sí lo había hecho.

El caballo se limitó a resoplar como respuesta pero se desvió a su derecha. Curiosamente, el otro caballo también pareció desviarse, pero a la izquierda, de modo que en unos pocos segundos el espacio entre ambos aumentó considerablemente. No obstante, en cuando eso sucedió se oyeron otros dos rugidos de leones, que sonaron inmediatamente uno tras otro, uno a la derecha y el otro a la izquierda, y los caballos empezaron a acercarse de nuevo. Al parecer, eso mismo hicieron los leones. Los rugidos de las bestias situadas a cada lado sonaban cada vez más cercanos y éstas parecían capaces de mantenerse a la altura de los galopantes caballos sin problemas. Entonces la nube se alejó, y la luz de la luna, asombrosamente luminosa, lo alumbró todo como si fuera pleno día. Los dos caballos y los dos jinetes galopaban casi cabeza con cabeza y codo con codo igual que si participaran en una carrera. Como dijo Bree después, lo cierto era que no se había visto nunca una carrera mejor en Calormen.

Shasta se dio entonces por perdido y empezó a preguntarse si los leones lo mataban a uno de prisa o jugaban con su víctima como un gato juega con un ratón, y si le dolería mucho. Al mismo tiempo, y se acostumbra a hacer estas cosas en los momentos más espantosos, se fijó en todo. Vio que el otro jinete era una persona menuda y delgada, cubierta con una cota de malla, visible porque la luz de la luna se reflejaba sobre ella, y que montaba espléndidamente. Además no tenía barba.

Algo plano y reluciente se extendía ante ellos, y antes de que Shasta tuviera tiempo siquiera de adivinar de qué se trataba, se produjo un gran chapoteo y descubrió que tenía la boca medio llena de agua salada. La superficie brillante era un amplio brazo de mar. Los dos caballos nadaban y el agua le llegaba al muchacho hasta las rodillas. A sus espaldas se oyó un enfurecido rugido y, al mirar atrás, Shasta vio una enorme y peluda figura agazapada al borde del agua; pero sólo una. «Sin duda nos hemos deshecho del otro león», pensó.

Al parecer el león no consideraba que la presa mereciera un baño; en cualquier caso, no demostró la menor intención de meterse en el agua para ir tras ellos. Los dos caballos, uno al lado del otro, se encontraban ya casi en el centro de la ensenada y la orilla opuesta se distinguía con claridad. El tarkaan aún no había dicho ni una palabra. «Pero lo hará —pensó Shasta—. En cuanto estemos en tierra firme. ¿Qué le voy a decir? Tengo que empezar a inventar una historia».

Entonces, de repente, dos voces hablaron junto a él.

—¡Estoy tan cansada! —dijo una.

—Cállate, Hwin, y no seas tonta —dijo la otra.

«Estoy soñando —pensó Shasta—. Juraría que he oído hablar al otro caballo».

Muy pronto los caballos ya no nadaban sino que trotaban y en seguida, con un gran sonido de agua chorreando por sus costados y colas y con abundante crujir de guijarros bajo ocho cascos, salieron a la playa situada al otro lado del brazo de mar. El tarkaan, ante la sorpresa de Shasta, no mostraba deseos de hacer preguntas; ni siquiera miró al muchacho, sino que parecía ansioso por instar a su caballo al frente. Bree, no obstante, cortó inmediatamente el paso al otro animal.

—¡Bro-jo-ja! —resopló—. ¡Quieta ahí! Te he oído, ya lo creo. De nada sirve fingir, señora mía. Te he oído. Eres una yegua parlante, una yegua narniana como yo.

—¿Qué te importa a ti si lo es? —dijo el extraño jinete con ferocidad, posando una mano sobre la empuñadura de la espada; pero la voz que pronunció las palabras ya le había indicado algo a Shasta.

—¡Vaya, si no es más que una chica! —exclamó.

—¿Y qué te importa a ti si no soy más que una chica? —le espetó la desconocida—. Tú eres sólo un chico: un chico grosero y vulgar; un esclavo probablemente, que ha robado el caballo de su amo.

—¡Qué sabrás tú! —dijo Shasta.

—No es ningún ladrón, pequeña tarkina —intervino Bree—. A decir verdad, si se ha producido algún robo, podrías muy bien decir que fui yo quién lo robó a «él». Y en cuanto a que no es asunto mío, ¿no esperarías que pasara junto a una dama de mi propia raza en este país extranjero sin hablarle? Es lógico que lo haga.

—Yo también lo considero muy lógico —repuso la yegua.

—Ojalá te hubieras callado, Hwin —dijo la muchacha—. Mira en qué lío nos has metido.

—Yo no sé a qué líos te refieres —replicó Shasta—. Puedes marcharte cuando quieras. No vamos a retenerte.

—No, claro que no lo harás —repuso ella.

—Qué criaturas más pendencieras son estos humanos —dijo Bree a la yegua—. Son igual que las mulas. Intentemos hablar con un poco de sentido común. Me da la impresión, señora, de que tu historia es igual que la mía. ¿Capturada muy joven… años de esclavitud entre las gentes de Calormen?

—Muy cierto, señor —respondió la yegua con un melancólico relincho.

—Y ahora, quizá… ¿la huida?

—Dile que no se meta donde no lo llaman, Hwin —dijo la muchacha.

—No, no lo haré, Aravis —respondió la yegua, echando las orejas hacia atrás—. Ésta es mi huida tanto como la tuya. Y estoy segura de que un noble caballo de batalla como éste no va a traicionarnos. Intentamos escapar para ir a Narnia.

—¡Y eso mismo hacemos nosotros! ¡Vaya que sí! —repuso Bree—. Sin duda lo adivinaste en seguida. Un chiquillo andrajoso montando, o intentando montar, un caballo de batalla en plena noche no podía significar otra cosa que alguna clase de huida. Y, si se me permite decirlo, una tarkina de alta alcurnia montando sola de noche, vestida con la armadura de su hermano, y muy ansiosa porque todo el mundo se ocupe de sus propios asuntos y no le haga preguntas, bueno, ¡si eso no es sospechoso, puedes llamarme jaca!

—Muy bien, pues —dijo Aravis—. Lo habéis adivinado. Hwin y yo estamos huyendo. Intentamos llegar a Narnia. Y ahora, ¿qué tienes que decir?

—Pues, en ese caso, ¿qué nos impide ir todos juntos? —respondió Bree—. ¿Confío, señora Hwin, en que aceptará la ayuda y protección que pueda ofrecerle en el viaje?

—¿Por qué insistes en hablar con mi caballo en lugar de hablar conmigo? —preguntó la muchacha.

—Perdona, tarkina —respondió el caballo, con apenas una ligera inclinación hacia atrás de las orejas—, pero has hablado como los seres de Calormen. Nosotros somos narnianos libres, Hwin y yo, y supongo que, si huyes a Narnia, es porque también deseas ser uno de ellos. En ese caso Hwin ya no es «tu» yegua. Se podría decir más bien que tú eres «su» humana.

La muchacha abrió la boca para hablar pero, al instante, se detuvo. Era evidente que nunca antes había considerado la cuestión desde aquel punto de vista.

—De todos modos —dijo ella tras una breve pausa—, no veo por qué tenemos que ir todos juntos. ¿No sería así más fácil que nos descubrieran?

—Menos —respondió Bree.

—Está bien, vamos con ellos —intervino la yegua—. Me sentiría mucho más cómoda. Ni siquiera sabemos con certeza el camino. Estoy segura de que un gran caballo de batalla como éste sabe muchas más cosas que nosotras.

—Oh, vamos, Bree —dijo Shasta—, deja que sigan su camino. ¿No te das cuenta de que no nos quieren?

—Sí que te queremos —afirmó Hwin.

—Mira —dijo la muchacha—, no me importa ir contigo, señor Caballo de Batalla, pero ¿qué hay de este chico? ¿Cómo sé que no es un espía?

—¿Por qué no dices directamente que crees que no estoy a tu altura? —la increpó Shasta.

—Tranquilo, Shasta —aconsejó Bree—. La pregunta de la tarkina es muy razonable. Yo respondo por el muchacho, tarkina. Me ha sido leal y también es un buen amigo. Y desde luego es oriundo de Narnia o de Archenland.

—Muy bien, pues. Vayamos juntos.

Sin embargo, no le dijo nada a Shasta y era evidente que se había referido a Bree, no a él.

—¡Espléndido! —exclamó el caballo—. Y ahora que tenemos el agua entre nosotros y esos horribles animales, ¿qué os parece a vosotros dos, humanos, si nos quitáis las sillas de montar y descansamos todos mientras nos contamos nuestras respectivas historias?

Los dos chichos desensillaron sus caballos y éstos comieron un poco de hierba mientras Aravis sacaba unas cosas muy apetitosas para comer de su alforja. Pero Shasta estaba enfurruñado y dijo «No, gracias», y que no tenía hambre. Intentó adoptar lo que creía eran modales distinguidos y envarados, pero puesto que la cabaña de un pescador no es por lo general un buen lugar para aprender modales distinguidos, el resultado fue desastroso. Y como en cierto modo advirtió que no había tenido éxito, se sintió más enfurruñado e incómodo que nunca. Entretanto, los dos caballos se entendían a las mil maravillas. Recordaban los mismos lugares de Narnia —«los pastos en la parte alta del Dique de los Castores»— y descubrieron que eran una especie de primos segundos. Aquello hizo que la situación resultara aún más molesta para los humanos hasta que por fin Bree dijo:

—Y ahora, tarkina, cuéntanos tu historia. Y no te apresures… me siento muy a gusto en estos momentos.

Aravis empezó inmediatamente, sentándose muy quieta a la vez que adoptaba un tono y estilo bastante distintos de los que había tenido hasta entonces. Pues en Calormen, el arte de la narración, tanto si los relatos son ciertos como si son inventados, es algo que a uno le enseñan, del mismo modo que a los chicos y chicas de nuestro mundo se les enseña a escribir redacciones. La diferencia es que a la gente le gusta escuchar los relatos, mientras que nunca he sabido de nadie que quisiera leer las redacciones.