Bree se vuelve más sensato
Debemos regresar ahora junto a Aravis y los caballos. El ermitaño, mediante la contemplación de su estanque, pudo decirles que Shasta no había resultado muerto, ni siquiera gravemente herido, pues vio como se levantaba y el modo tan afectuoso en que lo saludaba el rey Lune. Pero puesto que únicamente podía ver, no oír, no sabía lo que decían y, una vez que finalizó la batalla y se iniciaron las conversaciones, ya no valía la pena seguir contemplando el estanque.
A la mañana siguiente, mientras el ermitaño se hallaba dentro de la casa, Aravis y los caballos discutieron qué debían hacer a continuación.
—Ya he tenido suficiente de esto —declaró Hwin—. El ermitaño ha sido muy bueno con nosotros y, desde luego, le estoy muy agradecida por todo. Sin embargo, estoy engordando igual que un poni doméstico, comiendo todo el día y sin hacer el menor ejercicio. Sigamos camino hasta Narnia.
—Hoy no, señora —dijo Bree—. Yo no apresuraría las cosas. Algún otro día, ¿no crees?
—Debemos ver a Shasta primero y despedirnos de él y… pedir disculpas —indicó Aravis.
—¡Exactamente! —asintió Bree con gran entusiasmo—. Justo lo que iba a decir.
—Desde luego —repuso Hwin—. Supongo que está en Anvard. Naturalmente pasaríamos a visitarlo y a decirle adiós. Pero eso nos viene de camino. Y ¿por qué no tendríamos que ponernos en marcha inmediatamente? Al fin y al cabo, ¡creía que era a Narnia adonde todos queríamos ir!
—Supongo que sí —dijo Aravis.
La muchacha empezaba a preguntarse qué haría exactamente cuando llegara allí, y se sentía un poco sola.
—Desde luego, desde luego —se apresuró a responder Bree—. Pero no hay necesidad de precipitar las cosas, si entendéis a qué me refiero.
—No, no entiendo a qué te refieres —indicó Hwin—. ¿Por qué no quieres ir?
—Hum, bru-ju —farfulló el caballo—. Bueno, no te das cuenta, señora mía…, es un acontecimiento importante…, eso de regresar a tu propio país…, de entrar en sociedad… en la mejor sociedad… Resulta esencial causar una buena impresión… y no es que tengamos muy buen aspecto… aún, ¿no es cierto?
Hwin prorrumpió en una carcajada equina.
—¡Lo dices por la cola, Bree! Ahora lo comprendo todo. ¡Quieres esperar hasta que te haya vuelto a crecer la cola! Pero si ni siquiera sabemos si en Narnia se llevan las colas largas. ¡Realmente, Bree, eres tan vanidoso como aquella tarkina de Tashbaan!
—¡Qué tonto eres, Bree! —dijo Aravis.
—Por la Melena del León, tarkina, no soy tonto —respondió él, indignado—. Siento el debido respeto por mí mismo y mis camaradas caballos, eso es todo.
—Bree —dijo Aravis, que no estaba demasiado interesada en el corte de su cola—, hace tiempo que deseo preguntarte algo. ¿Por qué siempre juras diciendo «Por el León» y «Por la Melena del León»? Creía que odiabas a los leones.
—Así es —respondió él—. Pero cuando hablo de «El León», desde luego me refiero a Aslan, el gran libertador de Narnia que acabó con la bruja y el invierno. Todos los narnianos juran por su nombre.
—Pero ¿es un león?
—No, no, claro que no —respondió Bree en tono más bien escandalizado.
—Todas las historias que se cuentan de él en Tashbaan dicen que lo es —replicó ella—. Y ¿si no es un león por qué lo llamáis «león»?
—Bueno, difícilmente podrías entender eso a tu edad —dijo Bree—. Y yo no era más que un potrillo cuando me marché de modo que tampoco lo entiendo del todo.
Es importante que mencione que Bree estaba de espaldas a la pared verde mientras hablaba, y los otros dos estaban frente a él. El caballo se expresaba en un cierto tono de superioridad, con los ojos entrecerrados, y por ese motivo no vio el cambio en las expresiones de Hwin y Aravis. Ellos tenían un buen motivo para haberse quedado boquiabiertos y sin pestañear, porque mientras Bree hablaba vieron a un león enorme que saltaba desde el exterior y se colocaba en equilibrio en lo alto del verde muro; sólo que éste tenía un color amarillo más radiante y era más grande, hermoso e inquietante que cualquier otro león que hubieran visto nunca. Y el animal saltó inmediatamente al interior del recinto y empezó a aproximarse a Bree por detrás. No hacía el menor ruido, y tampoco Hwin ni Aravis podían emitir el menor sonido, pues estaban paralizadas.
—No dudo —prosiguió Bree— que cuando hablan de él como un león, sólo se refieren a que es fuerte como un león o, en lo que respecta a nuestros enemigos, claro está, tan fiero como un león. O algo parecido. Incluso una niña como tú, Aravis, tiene que comprender que resultaría absurdo suponer que es un león «auténtico». A decir verdad, resultaría irreverente. Si fuera un león tendría que ser una bestia igual que el resto de nosotros. ¡Vaya! —y en este punto Bree empezó a reír—. Si fuera un león tendría cuatro garras, y una cola, y ¡bigotes!… ¡Hiii, ooh, jo-jo! ¡Socorro!
Pues justo cuando dijo la palabra «bigotes» uno de los de Aslan le hizo cosquillas en la oreja. Bree salió disparado como una flecha al otro extremo del recinto y allí se dio la vuelta; la pared era demasiado alta para que pudiera saltarla y no podía seguir huyendo. Aravis y Hwin dieron un salto atrás. Hubo un segundo de intenso silencio.
Entonces Hwin, aunque temblaba de pies a cabeza, lanzó un curioso relincho ahogado, y trotó hasta el león.
—¡Qué hermoso eres! Puedes comerme si quieres. Prefiero que me devores tú a servir de alimento a cualquier otro.
—Queridísima hija —respondió Aslan, depositando un beso de león en el estremecido hocico aterciopelado de Hwin—. Ya sabía que no tardarías en venir a mí. Bienaventurada seas.
A continuación alzó la cabeza y dijo con voz sonora:
—Ahora, Bree, pobre caballo orgulloso y asustado, acércate. Más cerca, hijo mío. No tengas miedo de atreverte. Tócame. Olfatéame. Aquí están mis zarpas, aquí tienes mi cola, éstos son mis bigotes. Soy una auténtica bestia.
—Aslan —repuso Bree con voz estremecida—, perdona, soy estúpido.
—Afortunado el caballo que se da cuenta de eso mientras aún es joven. Y también el humano. Acércate, Aravis, hija mía. ¡Ves! Mis zarpas están almohadilladas. No recibirás arañazos en esta ocasión.
—¿En esta ocasión, señor?
—Fui yo quien te hirió —declaró Aslan—. Soy el único león con el que os habéis tropezado durante todos vuestros viajes. ¿Sabes por qué te herí?
—No, señor.
—Los arañazos de tu espalda, desgarrón a desgarrón, punzada a punzada, gota de sangre a gota de sangre, eran idénticos a los azotes dados en la espalda de la esclava de tu madrastra por culpa del sueño drogado que le provocaste. Era necesario que supieras qué se sentía al recibirlos.
—Sí, señor. Por favor…
—Pregunta, querida.
—¿Le sucederá algo más por culpa de lo que hice?
—Niña —dijo él—, te estoy contando tu historia, no la de ella. A cada uno le cuento su propia historia, y ninguna otra.
Sacudió entonces la melena y habló en tono más ligero:
—Alegraos, pequeños. Volveremos a encontrarnos pronto. Pero antes de eso tendréis otro visitante.
Dicho aquello se subió a lo alto de la pared de un salto y desapareció de su vista.
Curiosamente, ninguno de los tres se sintió inclinado a hablar con los otros después de que partiera. Todos marcharon con paso lento a distintos lugares del tranquilo césped y allí deambularon de un lado a otro, cada uno a solas, pensando.
Una media hora más tarde, los dos caballos fueron llamados a la parte posterior de la casa para comer algo delicioso que el ermitaño les había preparado, y Aravis, que seguía paseando mientras pensaba, se vio sobresaltada por el discordante sonido de una trompeta al otro lado de la puerta.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—Su alteza real el príncipe Cor de Archenland —respondió una voz desde el exterior.
Aravis corrió el pestillo y abrió la puerta, retrocediendo un poco para dejar pasar a los desconocidos.
Dos soldados con alabardas entraron primero y fueron a apostarse uno a cada lado de la entrada. A continuación les siguió un heraldo y un trompetero.
—Su alteza real el príncipe Cor de Archenland desea una audiencia con lady Aravis —dijo el heraldo.
Acto seguido él y el trompetero se apartaron e hicieron una reverencia, los soldados saludaron y el príncipe en persona entró. Todos los miembros de su séquito se retiraron y cerraron la puerta tras ellos.
El príncipe se inclinó, y lo cierto es que fue un saludo un tanto desmañado para ser un príncipe. Aravis hizo a su vez una reverencia según el estilo calormeno —que no se parece en absoluto al nuestro— y lo hizo a la perfección porque, desde luego, le habían enseñado a hacerla. Luego la niña alzó los ojos y vio qué clase de persona era aquel príncipe.
Vio un simple muchacho, con la cabeza descubierta y los cabellos rubios rodeados por un aro muy fino de oro, apenas más grueso que un alambre. La túnica superior era de batista blanca, tan fina como un pañuelo, de modo que se transparentaba la túnica de intenso color rojo que llevaba debajo. La mano izquierda, que descansaba sobre la empuñadura esmaltada de su espada, estaba vendada.
Aravis lo miró dos veces al rostro antes de lanzar una exclamación de asombro y decir:
—¡Vaya! ¡Es Shasta!
Shasta enrojeció al instante y empezó a hablar muy de prisa.
—Oye, Aravis —dijo—, realmente espero que no creas que voy disfrazado así y con trompetero y todo eso, para intentar impresionarte o pretender que soy diferente o cualquier tontería de ésas. Porque habría preferido venir con mis viejas ropas, pero las han quemado, y mi padre dijo…
—¿Tu padre? —preguntó ella.
—Al parecer el rey Lune es mi padre —explicó Shasta—. Realmente debería haberlo adivinado, al ser Corin tan parecido a mí. Somos gemelos, sabes. Ah, y mi nombre no es Shasta, es Cor.
—Cor es un nombre más bonito que Shasta —observó Aravis.
—Los nombres de los hermanos van así en Archenland —dijo Shasta, o el príncipe Cor, como debemos llamarlo ahora—. Igual que Dar y Darrin, Cole y Colin y otros.
—Shasta… quiero decir, Cor —repuso Aravis—. No, no hables. Hay algo que tengo que decir inmediatamente. Siento haberme portado tan mal contigo. Pero cambié antes de saber que eras un príncipe, de verdad que lo hice: cuando diste la vuelta, y te enfrentaste al león.
—En realidad aquel león no iba a matarte —comentó Cor.
—Lo sé —dijo ella, asintiendo.
Ambos permanecieron muy quietos y solemnes por un momento mientras comprendían que el otro también conocía la existencia de Aslan.
De repente Aravis prestó atención a la mano vendada de Cor.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Lo olvidaba! Has estado en una batalla. ¿Te han herido?
—Un simple rasguño —respondió él, usando por vez primera un tono de voz ligeramente altivo; pero al cabo de un instante se echó a reír y prosiguió—: Si quieres saber la verdad, a esto no se le puede llamar herida. Sencillamente me despellejé los nudillos igual que le podría pasar a cualquier idiota torpe sin acercarse siquiera a una batalla.
—De todos modos estuviste en la batalla —dijo Aravis—. Debe de haber sido maravilloso.
—No se pareció en nada a lo que yo pensaba —replicó Cor.
—Pero Sha… Cor, quiero decir, no me has contado nada aún sobre cómo descubrió el rey Lune quién eras.
—Bien, sentémonos —indicó él—. Pues es una historia bastante larga. Y a propósito, mi padre es un tipo fantástico. Me habría alegrado igual, o casi, descubrir que era mi padre aunque no fuera rey. A pesar de que ahora tendré que enfrentarme a la educación y toda clase de cosas horribles. Pero, bueno, lo que tú quieres es oír el relato. Bien, Corin y yo somos gemelos. Y, al parecer, más o menos una semana después de nuestro nacimiento nos llevaron a un anciano centauro sabio de Narnia para que nos bendijera o algo así. Ahora bien, aquel centauro era un profeta, como lo son gran número de centauros. A lo mejor no has visto nunca un centauro… Había algunos en la batalla ayer. Son unos seres notables, pero no puedo decir que me sienta cómodo junto a ellos, al menos todavía. ¿Sabes, Aravis?, habrá una gran cantidad de cosas a las que tendremos que acostumbrarnos en estos países del norte.
—Sí, tienes razón —asintió ella—. Pero sigue con la historia.
—Bueno, en cuanto nos vio a Corin y a mí, parece que el centauro me miró y dijo: «Llegará un día en que este niño salvará Archenland del peor peligro que correrá jamás». De modo que, desde luego, mis padres se sintieron muy complacidos. Sin embargo, había alguien presente que no sintió lo mismo. Éste era un tipo llamado lord Bar, que antes había sido el lord canciller, y, al parecer, había hecho algo malo, esfalcar o una palabra parecida, no entendí muy bien esa parte, y mi padre había tenido que destituirlo. Pero no le hicieron nada más y se le permitió seguir viviendo en Archenland. De todos modos, debía de ser muy malvado, porque se descubrió más tarde que había estado al servicio del Tisroc y que había enviado gran cantidad de informaciones secretas a Tashbaan. Así pues en cuanto se enteró de que yo iba a salvar Archenland de un gran peligro decidió que era necesario hacerme desaparecer. Consiguió secuestrarme, no sé exactamente cómo, y cabalgó siguiendo el río Flecha Sinuosa hasta la costa. Lo tenía todo preparado y allí lo esperaba una nave tripulada por sus propios seguidores en la que zarpó conmigo a bordo. Mi padre se enteró, no obstante, aunque no a tiempo, y fue tras él tan rápido como pudo. Lord Bar estaba ya en alta mar cuando mi padre alcanzó la costa, pero el barco de lord Bar aún estaba a la vista; y mi padre se embarcó en uno de sus propios barcos de guerra en menos de veinte minutos.
»Sin duda fue una persecución magnífica. Siguieron el galeón de Bar durante seis días y se entabló combate al séptimo. Fue una gran batalla naval, según me explicaron detalladamente ayer por la tarde, que duró desde las diez de la mañana hasta la puesta del sol. Al final nuestra gente se apoderó del barco; pero yo no estaba allí. El mismo lord Bar había muerto en la batalla. Sin embargo, uno de sus hombres dijo que, a primeras horas de la mañana, tan pronto como comprendió que acabaría siendo alcanzado, Bar me había entregado a uno de sus caballeros y nos había hecho marchar a ambos en el bote de la nave. Y aquel bote jamás se encontró. Desde luego era el mismo bote que Aslan, que parece hallarse detrás de todos los relatos, empujó a tierra en el lugar oportuno para que Arsheesh me encontrara. Me gustaría saber el nombre de aquel caballero, ya que sin duda me mantuvo con vida y se dejó morir de hambre para conseguirlo.
—Supongo que Aslan diría que eso era parte de la historia de otra persona —dijo Aravis.
—Me olvidaba de eso —reconoció Cor.
—Y me pregunto cómo se desarrollará esa profecía —comentó Aravis—, y cuál será ese gran peligro del que tienes que salvar a Archenland.
—Bueno —respondió él con cierto embarazo—, al parecer, ellos creen que ya lo he hecho.
—¡Claro, por supuesto! —exclamó ella, dando una palmada—. ¡Qué tonta soy! ¡Es maravilloso! Archenland no estará jamás en un peligro mayor del que estaba cuando Rabadash cruzó el Flecha Sinuosa con sus doscientos jinetes y tú aún no habías podido entregar tu mensaje. ¿No te sientes orgulloso?
—Creo que me siento un poco asustado —respondió Cor.
—Y ahora vivirás en Anvard —dijo ella con cierta melancolía.
—¡Ah! Casi había olvidado el motivo por el que vine. Mi padre quiere que vengas a vivir con nosotros. Dice que no ha habido ninguna dama en la corte, lo llaman la corte, no sé por qué, desde que murió mi madre. Hazlo, Aravis. Te gustará mi padre… y Corin. No son como yo; a ellos los han educado como corresponde. No tienes que temer que…
—Bueno, cállate —interrumpió ella—, o nos pelearemos de verdad. Claro que iré.
—Ahora vayamos a ver a los caballos —indicó Cor.
Tuvo lugar un reencuentro muy emotivo entre Bree y Cor, y Bree, que se hallaba aún en un estado de ánimo más bien abatido, aceptó partir en dirección a Anvard al momento: él y Hwin cruzarían a Narnia al día siguiente. Los cuatro se despidieron cariñosamente del ermitaño y prometieron volver a visitarlo muy pronto. A media mañana ya estaban en camino. Los caballos esperaban que Aravis y Cor los montaran, pero Cor explicó que excepto en tiempos de guerra, cuando todos debían hacer lo que hacían mejor, nadie en Narnia ni en Archenland soñaría jamás con montar a un caballo parlante.
Aquello volvió a recordar al pobre Bree lo poco que sabía sobre las costumbres narnianas y los terribles errores que podría cometer; por ese motivo, mientras Hwin avanzaba tranquilamente sumida en una feliz ensoñación, Bree se sentía más nervioso y cohibido a cada paso que daba.
—Anímate, Bree —dijo Cor—. Resulta mucho peor para mí que para ti. A ti no te van a «instruir». Yo tendré que aprender a leer y a escribir, estudiaré heráldica, baile, historia y música mientras que tú te dedicarás a galopar y revolcarte por las colinas de Narnia hasta que te canses.
—Pero ésa es la cuestión —gimió Bree—. ¿Se revuelcan los caballos parlantes? ¿Y si no lo hacen? No soportaría tener que dejarlo. ¿Qué crees tú, Hwin?
—Yo pienso revolcarme de todos modos —respondió la yegua—. Supongo que a ninguno de ellos les importa ni dos terrones de azúcar si uno se revuelca o no.
—¿Estamos cerca del castillo? —preguntó Bree a Cor.
—Está justo detrás del siguiente recodo —respondió el príncipe.
—Bien, pues voy a darme un buen revolcón ahora: tal vez sea el último. Esperadme un minuto.
Transcurrieron cinco minutos antes de que volviera a incorporarse, resoplando con fuerza y cubierto de trozos de helecho.
—Ahora estoy listo —anunció con una voz profundamente entristecida—. Condúcenos, príncipe Cor. ¡Narnia y el norte nos esperan!
Pero tenía más aspecto de un caballo dirigiéndose a un funeral que de un animal que tras un largo cautiverio regresa al hogar y a la libertad.