Capítulo 11

El inoportuno compañero de viaje

Una vez atravesado el portal, Shasta encontró una ladera de hierba y un pequeño brezal que ascendía ante él en dirección a unos árboles. Ya no tenía nada en qué pensar y ningún plan que elaborar: sólo tenía que correr, y eso era más que suficiente. Le temblaban las extremidades, empezaba a sentir unas terribles punzadas en el costado, y el sudor que no dejaba de caerle en los ojos se los cegaba e irritaba. Además, avanzaba con paso vacilante, y en más de una ocasión estuvo a punto de torcerse un tobillo con una piedra suelta.

Los árboles eran más abundantes que antes y en los espacios más despejados había helechos. El sol se había ocultado sin que por ello se refrescara el ambiente y el día se había convertido en uno de esos grises y calurosos en los que parece haber el doble de moscas de lo habitual. Shasta tenía el rostro cubierto de ellas, pero ni siquiera intentaba apartarlas; estaba demasiado ocupado.

De improviso oyó el sonido de una trompeta; no el de una gran trompa vibrante como las de Tashbaan sino un son alegre, ¡Ti-ro-ri-ro! Y al cabo de un instante fue a salir a un amplio claro y se encontró con un montón de gente.

Al menos, a él le pareció un montón de gente. En realidad eran unas quince o veinte personas, caballeros todos con trajes de caza de color verde, acompañados de sus caballos; algunos iban montados y otros estaban de pie junto a las cabezas de sus monturas. En el centro alguien sostenía el estribo para que montara un hombre, que era el rey más jovial, gordo, mofletudo y de ojos centelleantes que nadie pueda imaginar.

En cuanto apareció Shasta, aquel rey se olvidó completamente de subirse al caballo. Extendió los brazos en dirección al niño, su rostro se iluminó, y gritó con una voz potente y grave que parecía surgir de lo más profundo de su pecho:

—¡Corin! ¡Hijo! ¡A pie y vestido con harapos! ¿Qué…?

—No —jadeó Shasta, sacudiendo la cabeza—. No soy el príncipe Corin. Sé… sé que soy como él… vi a su alteza en Tashbaan… envía sus saludos.

El monarca contemplaba fijamente al niño con una extraordinaria expresión en el rostro.

—¿Es usted el… el rey Lune? —inquirió Shasta con voz entrecortada, e inmediatamente, sin esperar respuesta—: Señor rey… huid… Anvard… cerrad las puertas… vienen enemigos… Rabadash y doscientos jinetes.

—¿Estás seguro de esto, chico? —preguntó uno de los otros gentileshombres.

—Con mis propios ojos —declaró Shasta—… los he visto. Hemos corrido por delante de ellos desde Tashbaan.

—¿A pie? —dijo el gentilhombre, arqueando ligeramente las cejas.

—A caballo… están con el ermitaño —respondió el muchacho.

—No lo interrogues más, Darrin —intervino el rey Lune—. Veo verdad en su rostro. Hay que salir a toda velocidad, caballeros. Traed un caballo, para el chico. ¿Sabes cabalgar de prisa, amigo?

Por toda respuesta Shasta puso el pie en el estribo del caballo que habían conducido hacia él y al cabo de un instante ya estaba sobre la silla. Lo había hecho un centenar de veces con Bree durante las últimas semanas, y su forma de montar era muy distinta entonces de lo que había sido aquella primera noche cuando Bree dijo que montaba sobre un caballo igual que si trepara por un almiar.

Se sintió complacido al escuchar que lord Darrin le decía al rey:

—El muchacho monta como un auténtico jinete, majestad. Estoy seguro de que tiene sangre noble.

—Su sangre sí, ésa es la cuestión —dijo el rey, y volvió a mirar fijamente a Shasta con aquella curiosa expresión, una expresión casi ávida, en sus serenos ojos grises.

Para entonces todo el grupo se movía ya a un enérgico medio galope. Shasta montaba de un modo magnífico pero estaba desconcertado con las riendas, pues jamás las había tocado cuando montaba a Bree y no sabía qué hacer con ellas. No obstante, observó con atención por el rabillo del ojo para ver qué hacían los otros —igual que hacemos algunos en las bodas cuando no estamos muy seguros de qué cuchillo o tenedor debemos usar— e intentó colocar los dedos correctamente. De todos modos no se atrevió a intentar conducir realmente al animal; confiaba en que siguiera al resto. El caballo era, desde luego, una bestia corriente, no un caballo parlante; pero tenía suficiente inteligencia como para darse cuenta de que el niño desconocido que llevaba sobre el lomo no tenía látigo ni espuelas y no era realmente dueño de la situación. Así fue como Shasta no tardó en encontrarse a la cola de la comitiva.

Pero aun así, iba bastante de prisa. Ya no había moscas y el aire que azotaba su rostro resultaba delicioso. Además, había recuperado el aliento, y su misión había tenido éxito. Por vez primera desde la llegada a Tashbaan, ¡y qué lejano parecía aquello!, empezaba a disfrutar.

Alzó la vista para comprobar si las cimas de las montañas se habían acercado más, pero, con gran desilusión por su parte, no pudo verlas: únicamente un vaga masa gris que descendía hacia ellos. Nunca antes había estado en terreno montañoso y se sorprendió.

—Es una nube —dijo para sí—, una nube que baja. Ya veo. Aquí arriba en las colinas uno está realmente en el cielo. Veré cómo es el interior de una nube. ¡Qué divertido! Me lo he preguntado muy a menudo.

A lo lejos, a su izquierda y un poco por detrás de él, el sol estaba a punto de ponerse.

En aquellos momentos se encontraban ya en una especie de accidentada calzada y avanzaban a buen paso. No obstante, el caballo de Shasta seguía siendo el último del grupo, y en una o dos ocasiones cuando el camino doblaba un recodo —el bosque se extendía ahora ininterrumpidamente a ambos lados de él— el niño perdió de vista a los demás durante un segundo o dos.

Entonces se sumergieron en la niebla, o más bien la niebla los atrapó. El mundo se tornó gris. Shasta no había caído en la cuenta de lo frío y húmedo que sería el interior de una nube; ni tampoco de lo oscuro que estaría. El gris se transformó en negro con alarmante velocidad.

Alguien en la cabeza de la columna hacía sonar la trompeta de vez en cuando, y en cada ocasión el sonido llegaba un poco más lejano. Ya no veía a ninguno de los otros, pero claro está, podría hacerlo en cuanto doblara el siguiente recodo. Sin embargo, cuando lo doblo siguió sin verlos. En realidad no pudo ver nada en absoluto. Ahora su caballo iba al paso.

—Sigue adelante, caballo, sigue adelante —instó Shasta.

Entonces oyó de nuevo la trompeta, muy débilmente. Bree siempre le había dicho que debía mantener los talones vueltos hacia fuera, y Shasta se había formado la idea de que algo muy terrible sucedería si hundía los talones en los costados de un caballo. Aquélla parecía una buena ocasión para probarlo.

—Mira, caballo —dijo—, si no te das prisa, ¿sabes lo que haré? Te clavaré los talones. Hablo en serio.

El animal, no obstante, no hizo el menor caso de su amenaza, de modo que Shasta se instaló firmemente en la silla, se sujetó con fuerza con las rodillas, apretó los dientes, y golpeó los costados del caballo con los talones con toda la fuerza de la que fue capaz.

El único resultado fue que el caballo inició una especie de fingido trote durante cinco o seis pasos y luego volvió a ir al paso. Y en aquellos momentos ya estaba muy oscuro y los otros parecían haber desistido de hacer sonar la trompeta. El único sonido era un continuo goteo procedente de las ramas de los árboles.

—Bueno, supongo que incluso al paso llegaremos a alguna parte en algún momento —dijo Shasta para sí—. Sólo espero no tropezarme con Rabadash y su gente.

Siguió adelante durante lo que pareció mucho tiempo, siempre al paso. Empezaba a odiar a aquel caballo, y también estaba empezando a sentirse muy hambriento.

Al cabo llegó a un lugar en el que la calzada se dividía en dos. Se estaba preguntando cuál conduciría a Anvard cuando lo sobresaltó un ruido a su espalda. Era el sonido de caballos trotando. «¡Rabadash!», pensó, y no tenía modo de adivinar qué camino tomaría el príncipe.

—Pero si yo tomo uno —dijo para sí—, tal vez él tome el otro: y si me quedó en el cruce «es seguro» que me atraparán.

Desmontó y condujo a su montura tan de prisa como pudo por la senda que partía hacia la derecha.

El sonido de la caballería se acercó rápidamente y al cabo de un minuto o dos Shasta se dio cuenta de que habían llegado al cruce. Contuvo la respiración, aguardando para ver qué camino tomarían.

—¡Alto! —se oyó ordenar en voz baja.

Hubo un instante de sonidos equinos; resoplar de ollares, patear de cascos, mordisqueo de bocados, palmear de cuellos. Luego una voz dijo:

—Prestad atención, todos vosotros. Nos encontramos a un estadio del castillo. Recordad vuestras órdenes. Una vez que estemos en Narnia, lugar al que deberíamos llegar al amanecer, mataréis tan poco como os sea posible. En esta empresa deberéis considerar cada gota de sangre narniana más valiosa que un litro de la vuestra. En «esta» empresa, digo. Los dioses nos enviarán un tiempo más feliz y entonces no deberéis dejar nada con vida entre Cair Paravel y el desierto occidental. Pero aún no estamos en Narnia. Aquí en Archenland es otra cosa. En el asalto al castillo del rey Lune, nada importa excepto la velocidad. Mostrad vuestra valía. Debe ser mío en una hora. Y si lo es, os lo entregaré todo a vosotros. No me reservo ningún botín para mí. Matad a todo varón bárbaro que encontréis entre sus paredes, incluida cualquier criatura nacida ayer, y todo lo demás es vuestro para que os lo repartáis como deseéis: las mujeres, el oro, las joyas, las armas y el vino. El hombre que vea quedarse atrás cuando lleguemos a las puertas será quemado vivo. ¡En nombre de Tash el irresistible, el inexorable… adelante!

Con gran golpeteo de cascos la columna empezó a moverse, y Shasta volvió a respirar. Habían tomado el otro camino.

Le pareció que tardaban una eternidad en pasar, pues aunque había estado hablando y pensando en «doscientos jinetes» durante todo el día, en ningún momento había sido consciente de cuántos eran en realidad. Pero por fin el sonido se apagó y de nuevo se quedó solo en medio del gotear de los árboles.

Ahora sabía en qué dirección se encontraba Anvard, pero no podía ir allí: eso sólo significaría ir a parar a los brazos de los soldados de Rabadash. «¿Qué diablos voy a hacer?», pensó. De todos modos, volvió a montar en su caballo y prosiguió por la calzada que había elegido con la débil esperanza de encontrar alguna casa donde pudiera pedir albergue y comida. Había pensado, desde luego, en regresar a la ermita junto a Aravis, Bree y Hwin, pero no podía hacerlo porque en aquellos momentos no tenía la menor idea de dónde estaba.

—Al fin y al cabo —dijo—, esta calzada sin duda me llevará a alguna parte.

Pero eso depende siempre de lo que quiera decir uno con «alguna parte». El camino siguió dirigiéndose hacia algún sitio, en el sentido de que lo llevó a través de más y más árboles, todos ellos oscuros y chorreando humedad, y hacia una atmósfera cada vez más fría. Extraños vientos helados pasaban por su lado arrastrando la niebla con ellos, aunque sin disolverla jamás. De haber estado acostumbrado a territorios montañosos habría comprendido que aquello significaba que se encontraba a gran altura, tal vez justo en la cumbre del puerto de montaña; pero Shasta no sabía nada sobre montañas.

—Creo —dijo— que debo de ser el chico más desgraciado del mundo. A todo el mundo le van bien las cosas excepto a mí. Aquellos nobles y damas narnianos consiguieron abandonar sin problemas Tashbaan; yo me quedé atrás. Aravis, Bree y Hwin se encuentran muy cómodos con aquel anciano ermitaño; pero, claro está, es a mí a quien envían a dar el aviso. Seguro que el rey Lune y su gente han llegado sanos y salvos al castillo y han cerrado las puertas mucho antes de que Rabadash apareciera, pero yo me he quedado fuera.

Y puesto que estaba muy cansado y con el estómago vacío, sintió tanta pena de sí mismo que las lágrimas corrieron por sus mejillas.

Lo que puso fin a todo aquello fue un repentino sobresalto. Shasta descubrió que alguien o algo andaba junto a él. Estaba negro como boca de lobo y no veía nada, y la cosa (¿o era una persona?) avanzaba tan silenciosamente que apenas lograba oír sus pisadas. Lo que sí oía era su respiración. Su invisible compañero parecía respirar a gran escala, y el muchacho tuvo la impresión de que era una criatura de gran tamaño. Además, había advertido aquella respiración de un modo tan gradual que en realidad no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí. Fue un susto terrible.

De improviso le vino a la mente que, mucho tiempo atrás, había oído decir que existían gigantes en aquellos países del norte, y se mordió el labio aterrorizado. Sin embargo, ahora que tenía algo por lo que llorar, dejó de hacerlo.

La cosa (o persona) siguió a su lado tan silenciosamente que Shasta empezó a tener la esperanza de que sólo se tratara de imaginaciones suyas. Pero justo cuando empezaba a convencerse, surgió de improviso un profundo y sonoro suspiro de la oscuridad, a su lado. ¡Aquello no podían ser imaginaciones! Había sentido el aliento cálido del suspiro sobre su mano helada.

Si el caballo hubiera servido de algo —o de haber sabido él cómo conseguir sacar algo del animal—, lo habría arriesgado todo en una huida y un galope desenfrenado; pero sabía que no podría hacer galopar a aquel animal. Así pues, siguió al paso y su invisible compañero anduvo y respiró a su lado. Finalmente ya no pudo soportarlo más.

—¿Quién eres? —dijo con una voz que apenas se oyó más que un susurro.

—Alguien que ha esperado mucho rato a que hablaras —respondió la cosa; su voz no era fuerte, pero sí sonora y profunda.

—¿Eres… eres un gigante? —inquirió Shasta.

—Podríamos decir que soy un gigante —respondió la Gran Voz—. Pero no me parezco a las criaturas a las que llamas gigantes.

—No te veo —declaró él, tras mirar con suma fijeza, y a continuación, pues una idea aún más terrible acababa de pasar por su cabeza, dijo, casi gritando—: No estarás… no estarás «muerto», ¿verdad? Por favor, por favor, márchate. ¿Qué daño te he hecho yo? ¡Vaya, soy la persona con menos suerte de todo el mundo!

De nuevo sintió el cálido aliento del misterioso acompañante en las manos y en el rostro.

—Ya te habrás dado cuenta de que éste no es el aliento de un fantasma —dijo—. Cuéntame tus penas.

Shasta se sintió un poco tranquilizado por el aliento, de modo que le contó que no había conocido a sus padres y que el pescador lo había criado de un modo muy severo. Y luego le contó la historia de su huida y el modo en que los persiguieron los leones y se vieron obligados a nadar para salvar la vida; y todos los peligros corridos en Tashbaan y la noche que había pasado entre las Tumbas y cómo las bestias le aullaban desde el desierto. Le habló también del calor y la sed padecidos durante el viaje por el desierto y que casi habían alcanzado su objetivo cuando otro león los persiguió e hirió a Aravis. También mencionó lo mucho que hacía que no probaba bocado.

—Yo no diría que eres desafortunado —dijo la Gran Voz.

—¿No te parece mala suerte que me haya encontrado con tantos leones? —inquirió él.

—Sólo había un león —declaró la Voz.

—Pero ¡qué dices! ¿No has oído que había al menos dos la primera noche, y…?

—Sólo había uno: pero era muy veloz.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo era el león.

Y cuando Shasta se quedó boquiabierto e incapaz de decir nada, la Voz siguió:

—Yo era el león que te obligó a unirte a Aravis. Yo era el gato que te consoló entre las casas de los muertos. Yo era el león que alejó a los chacales de ti mientras dormías. Yo era el león que dio a los caballos las renovadas fuerzas del miedo durante los dos últimos kilómetros para que pudieras llegar ante el rey Lune a tiempo. Y yo fui el león que no recuerdas y que empujó el bote en el que yacías, una criatura al borde de la muerte, de modo que llegaras a la orilla donde estaba sentado un hombre, desvelado a medianoche, para recibirte.

—Entonces ¿fuiste tú quién hirió a Aravis?

—Fui yo.

—Pero ¿por qué?

—Niño —respondió la Voz—, te estoy contando tu historia, no la suya. A cada uno le cuento su propia historia, y ninguna otra.

—¿Quién eres?

—Yo mismo —contestó la Voz, en un tono tan profundo y grave que la tierra tembló. Y repitió en tono fuerte, claro y alegre—: Yo mismo. —Y luego una tercera vez—: Yo mismo. —Lo musitó tan quedo que apenas se oía y, sin embargo, el sonido pareció surgir de su alrededor, como si las hojas susurraran con él.

Shasta ya no temía que la Voz perteneciera a un ser que fuera a comérselo, ni que se tratara de la voz de un fantasma; pero una clase de temblor nuevo y distinto lo embargó. Aunque a la vez se sentía contento.

La neblina iba pasando de negro a gris y de gris a blanco, y aquello debía de haber empezado a suceder hacía algún tiempo, si bien mientras había estado hablando con la criatura no había prestado atención a nada más. Entonces, la blancura a su alrededor se convirtió en una blancura reluciente, y sus ojos empezaron a parpadear. De algún punto situado al frente le llegó el canto de los pájaros y supo que la noche había terminado por fin. Podía ver ya las crines y las orejas del caballo con cierta facilidad. Una luz dorada cayó sobre ellos desde la izquierda, e imaginó que era el sol.

Volvió la cabeza y vio, andando junto a él, más alto que el caballo, un león. El caballo no parecía tenerle miedo, o tal vez no podía verlo. Era del león de donde procedía la luz, y nadie vio jamás nada más terrible ni hermoso.

Por suerte Shasta había vivido toda su vida demasiado al sur de Calormen para haber oído las historias que se susurraban en Tashbaan sobre un espantoso demonio narniano que se presentaba bajo la forma de un león. Y desde luego, no conocía ninguna de las historias verídicas sobre Aslan, el gran león, el hijo del emperador de Allende los Mares, el monarca que gobernaba sobre todos los grandes reyes de Narnia. No obstante, tras echar una ojeada al rostro del león saltó de la silla y cayó a sus pies. No pudo decir nada, pero lo cierto era que tampoco deseaba decir nada, y supo que no necesitaba decir nada.

El gran rey inclinó la cabeza hacia él. Su melena, y un extraño y solemne perfume que flotaba alrededor de la melena, lo envolvió. El león le tocó la frente con la lengua. El niño alzó el rostro y sus ojos se encontraron. Entonces, al instante, el pálido resplandor de la neblina y el llameante brillo del león se juntaron en una arremolinada aureola, que se elevó por los aires y desapareció. Shasta estaba solo con el caballo sobre una ladera cubierta de hierba bajo un cielo azul. Y los pájaros cantaban.