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Me gusta salir del faro cuando el sol desaparece pero aún no es de noche. Es el único momento del día en que el mundo carece de sombras. Mi hijo camina agarrado a mi pierna. Sé que un día su pequeña mano se soltará de mi pantalón porque querrá saber qué hay más allá de la vida que le enseña su padre, así que intento memorizar cada uno de estos momentos en que sus dedos aprietan la tela como si temiera salirse de mi órbita. Mi esposa se ha quedado en la cocina, cortaba aún las zanahorias sobre la tabla cuando delante de nuestros ojos se desvaneció la última mancha de sol, la que muere en lo alto de la nevera al final de cada día, cerca del imán con forma de Actias luna que compramos en nuestro viaje a América.

Me agacho cuando el niño señala lo que debe de parecerle una burbuja de algodón suspendida en el aire. Ya he aprendido que un dedo estirado hacia cualquier cosa, sumado a dos tirones a la tela del pantalón, equivale a la formulación de una pregunta. Arranco el diente de león de su tallo, con cuidado de no sacudir la cabeza fantasma que dejó la flor. Tras un ligero soplido, la burbuja de algodón se deshace ante él, decenas de semillas flotando en el aire a su alrededor. No existe sonido más alegre en este mundo que el que mi hijo sabe hacer con su garganta. Persigo con la mirada dos de esas semillas, dos paracaídas diminutos perfectamente recortados contra el fondo oscuro del cielo. Vuelan con sus filamentos entrelazados. En algún momento, las semillas dejan de ser visibles en la creciente oscuridad. Aunque no puedo verlas, sé que están ahí, como ocurre con los abuelos desde hace algunos años. El abuelo aguantó mucho más de lo que vaticinaron los médicos cuando le dieron el gran susto. Aún estuvo conmigo el tiempo suficiente para enseñarme a desenvolverme aquí fuera, en este otro mundo al que no termino de acostumbrarme. Todavía algunas noches bajo a dormir al sótano. Con papá y mamá. Mi hermano aún marcha de vez en cuando por campos de maíz imaginarios. A mi hermana la ahogó un cóagulo de sangre provocado por las heridas que los cristales del tarro abrieron en su rostro y en su cuello. Murió en mi cama la misma noche que salí de allí. Sé que papá no se acercó a ella, que vio cómo ocurría desde la puerta, pero la abuela no le soltó la mano hasta el final. Mi hermana dirigió su última mirada a mi madre, que pidió perdón mientras el brillo de la vida en los ojos de su hija se apagaba frente a ella.

El dedo señala ahora el frasco vacío que he dejado en el suelo al agacharme.

—Falta poco —digo.

En ese momento, se ilumina el extremo más alto de la nueva torre. Es la luz de una simple bombilla, no la gran lente que dio trabajo al abuelo. Veo asomarse a mi sobrino allá arriba. Hasta hace unos años no le dejaba subir esas escaleras. Saludo con la mano para que me localice y su figura se desvanece en un instante. A él le gusta pensar que vive en un faro, que aún existen barcos que necesitan de su luz para guiarse. Heredamos la propiedad familiar en calidad de parientes lejanos del abuelo, aquellos que vinieron a visitarle un día y ya nunca se fueron. Por precaución digo siempre que tengo dos años más de los que tengo en realidad. Para que nadie ate cabos. Aún hay gente en la isla que desvía la mirada al encontrarse conmigo en las calles del pueblo. Otros no entienden que pueda vivir en la misma casa donde ocurrieron cosas tan terribles. Algunos me preguntan si conozco la verdadera historia de lo que pasó entonces. De lo que hizo aquella gente. Siempre contesto que he oído algo, pero que no se puede vivir en el pasado. En realidad conozco la historia a la perfección. Me costó mucho perdonar a mi familia cuando supe lo que hicieron con aquella niña. Pero cuando miro a mi propio hijo, caminando con sus piernas arqueadas como las de un vaquero, riendo mientras descubre el mundo y los dientes de león, me pregunto si yo no habría hecho lo mismo. Si no haría todo lo que estuviera en mi mano por protegerlo. Todo lo bueno. Y todo lo malo.

Hace poco, al regresar del invernadero en el que trabajo controlando plagas de insectos, una señora mayor que paseaba al atardecer por el muelle donde atraqué la barca, me dijo que los dos lunares de mi cara le sonaban de algo. Entrecerró los párpados para rebobinar la cinta de su memoria, pero mi hijo hizo con la garganta ese sonido tan alegre que sólo él sabe hacer, ganándose toda su atención. Cuando la mujer mayor se agachó para pellizcar la mejilla del niño, la cinta se detuvo en algún otro recuerdo.

Cada paso que damos enmudece a los grillos más cercanos. El resto prosigue con su canto, quizá animando a la Luna a que aparezca. Las ventanas de las casas cercanas pintan al encenderse cuadrados amarillos en un mundo azul marino. Paseo los ojos por el terreno hasta que reconozco en el suelo el relieve que estoy buscando. Las hierbas crecen muy rápido alrededor de la trampilla. Las noches que tengo que abrirla, arranco sin querer plantas enteras, las raíces colgando del tallo como manojos de venas fuera de un cuerpo. Esta noche no me toca bajar, así que permito que el niño juegue entre las flores. Las de color azul se balancean con cada manotazo que les propina. Tomo asiento en la elevación del terreno que esconde la entrada, los pies colocados en el mismo punto en que pisé el exterior por primera vez. Cuando imaginé que el mundo era como siempre había soñado. Lleno de las luciérnagas, las mariposas verdes y el pollito que nunca existieron.

Cruzo las piernas mientras mi hijo se pelea con una amapola. Aún mantiene la mano agarrada a mi pantalón. Tiro de ella para conseguir que se siente entre mis piernas, su espalda contra mi vientre, mi barbilla sobre su cabeza. Su pelo huele incluso mejor que el campo que nos rodea. Cuando coloco el tarro de cristal sobre nuestro regazo, lo abraza como abraza al muñeco del gusano luminoso con el que duerme.

Un destello solitario se ilumina entonces en el aire.

El punto de luz brilla surcando la creciente oscuridad. Creo que mi hijo no lo ha visto, porque sus manos siguen investigando el contorno del tarro.

Un segundo destello vuela frente a nosotros.

Seguido de otros dos.

La alegría brota en la garganta de mi hijo.

—¿Las ves? —le pregunto.

Una nube de luciérnagas revolotea sobre las briznas de hierba que mece la brisa marina. Son luciérnagas reales, no como las del sótano. La Luna ha respondido a la llamada de los grillos y empieza a teñir de plata la superficie del mar. La guirnalda de verdes destellos acapara toda la atención del niño, absorto en la mágica luz intermitente que flota en la oscuridad que nos envuelve.

Entonces mi hijo se pone de pie.

Y su mano se suelta de mi pantalón.

Quizá ha llegado ese día en que el ansia por saber es más fuerte que el miedo a lo desconocido. Extiendo una mano sobre la superficie metálica de la trampilla al verme reflejado en la silueta de mi hijo. Imagino que la mano de mamá sale de debajo de la tierra. Que acaricio el pliegue rugoso entre dos de los nudillos. El círculo de piel quemada al inicio del pulgar. La cicatriz ancha y lisa cerca de la muñeca.

Oigo a mis espaldas unos pasos acelerados. Mi sobrino aparece junto a mí, jadeando por el esfuerzo de su carrera. Dejo que se siente a mi lado, sobre la entrada al sótano que él no recuerda. La mano imaginada de mi madre se convierte en la mano real de mi sobrino, que aprieta la mía con una sonrisa. Son los mismos dedos que agarraron la oscuridad que había más allá de los barrotes la noche en que imaginé que habíamos salido mirando nuestro reflejo en la ventana.

—Estamos fuera —le digo, repitiendo la frase que le dije entonces.

Hace un gesto burlón porque cree que he dicho una obviedad. Él en realidad no sabe lo que significaron esas palabras en otro momento de nuestras vidas. Lo atrapo del cuello con el brazo y beso su sien antes de devolver la atención a mi hijo.

La emoción empaña mi mirada al verlo avanzar con los brazos extendidos para tocar las luciérnagas, un milagro que acontece por primera vez frente a él. Aunque una lágrima resbala por un lado de mi nariz, sonrío cuando agita los brazos entre decenas de puntos de luz.

Porque sé que la luz pertenecerá siempre a los que son como él.

Y a la oscuridad quedarán relegados quienes no estén preparados para saber qué hay más allá de su pequeño mundo.