Mamá y papá tardaron en regresar a la habitación. Se habían llevado a mi hermana envuelta en una sábana. Mi hermano, que aún aporreaba la puerta cuando salieron, aprovechó el momento para colarse en el cuarto. El abuelo trajo también al bebé. Mientras yo trataba inútilmente de recomponer el tarro, esperamos a que mis padres regresaran.
—¿Está bien? —les preguntó el abuelo en cuanto entraron.
Mamá negó con la cabeza. Al verme arrodillado junto a los cristales, se agachó a mi lado.
—Ten cuidado —dijo.
Agitó su mano entre las mías para detener mi labor.
—¿Qué son todas estas cosas? —preguntó. Tocó el suelo con la punta de los dedos—. ¿Por qué guardabas guisantes? —Siguió tanteando el suelo—. ¿Y este diente? ¿Lo sacaste de mi caja de costura?
Entre los cristales, encontró uno de los lápices del interior del tarro. Me lo entregó.
—Esto sí es tuyo —dijo. Siguió rebuscando en el suelo—. Pero este tornillo es de la caja de herramientas de papá. ¿Qué guardabas ahí dentro?
—Ya lo sabes —susurré a mamá.
—No, no lo sé —dijo—. Pensé que guardabas lápices pero, ¿un tornillo?
Señalé con la cabeza a papá para que entendiera por qué no podía hablar claro.
—Hijo, tu padre no es el de los últimos meses —explicó—. Tu padre de verdad es el que te subía a caballo en el salón. El que te bajó tu libro de insectos. ¿Crees que le preocupa este tarro lleno de cosas?
Recordé que él mismo lo había apartado de mis piernas hacía un rato, cuando me senté sobre la cama al regresar del túnel.
—Mis luciérnagas —dije entonces—. Son mis luciérnagas.
Las veía volar por toda la habitación, aunque permanecían apagadas porque la luz del cuarto estaba encendida. Se posaban en las paredes y sobre la cama. Revoloteaban alrededor de la abuela.
—¿Qué luciérnagas?
—Las que tenía en el tarro —dije.
—¿Este tarro?
Mamá me mostró la tapa.
Asentí.
—Mira —señalé una que volaba por encima de nuestras cabezas—, están por todas partes.
Seguí con la mirada el vuelo del insecto. Mamá me imitó.
—¿La ves? —pregunté.
—No veo nada.
—¡Ahí hay otra! —dije.
—¿De qué habla? —preguntó ella a mi padre.
Papá se colocó junto a nosotros, apartando algunos cristales antes de apoyar la rodilla en el suelo. Posó una mano sobre mi hombro.
—Hijo, aquí no hay nada.
—Están ahí. Son un montón —insistí—. Empezaron a venir hace muchos días. Me traen luz desde fuera.
Papá recogió cosas del suelo y después me mostró la palma de su mano. Había varios pedazos de la grava que se acumulaba en el espacio entre la ventana y la segunda pared.
—Esas luciérnagas de las que hablas… —comenzó papá. Agitó el contenido de su mano—. ¿Estás seguro de que están aquí de verdad? Siempre te ha gustado mucho esa foto de tu libro.
Papá cogió una de las piedrecitas con dos dedos. La movió en el aire describiendo una trayectoria irregular, imitando el vuelo caprichoso de un insecto.
—Es sólo un guijarro —dijo.
Lo dejó caer.
Rodó por el suelo.
Observé el pedazo de gravilla. Recordé cómo la primera luciérnaga había caminado sobre algunos guijarros idénticos al entrar al sótano por la ventana del pasillo. Examiné los otros restos del frasco destrozado. Vi el tornillo de papá, el mismo que había pisado en el pasillo la noche que el bebé tardó tanto en dejar de llorar. La noche en que apareció la segunda luciérnaga. Después reparé en los dos guisantes. Los que se me cayeron del plato mientras cenaba, justo antes de descubrir dos nuevas luciérnagas cerca del tarro. Uno de ellos había aparecido aplastado en mi mano una mañana. Los ojos se me llenaron de lágrimas cuando vi dos de los dientes que desparramé por el suelo al sacarlos una tarde de la caja de costura de mamá. Porque también ese día había aparecido un nuevo par de luciérnagas.
Examiné el suelo, deteniéndome en cada uno de los pequeños elementos contenidos en el tarro. No quise contarlos porque no quería comprobar que coincidían con el número exacto de luciérnagas que creía tener en la lámpara.
—Pero no llores… —dijo mi madre.
Alcé la mirada al techo. Seguí con los ojos el vuelo de una de las luciérnagas hasta que se desvaneció en el aire, desapareciendo delante de mis ojos. Como desapareció de mis manos aquella noche el pollito que nunca existió.
Porque las luciérnagas tampoco habían existido nunca.
Respiré hondo para llenar de aire el vacío que sentía en el pecho.
Entonces habló la abuela.
—Creo que ya sé lo que pasa —dijo. Una sonrisa apareció en su rostro—. Ven aquí.
Extendió los brazos invitándome a que me acercara. Me acarició la cara cuando supo que me encontraba frente a ella.
—Esas luciérnagas que dices ver son como el pollito que nació entre nuestras manos —explicó.
—¿Cómo?
—Te concedí un poder muy especial la noche que me trajiste el huevo. Te enseñé a ver las cosas como tengo que verlas yo —dijo. Colocó uno de sus dedos arrugados en mi frente—: Imaginándolas. Y veo que has sabido hacer un buen uso de ese poder.
Dejé escapar un suspiro de asombro.
—No existe criatura más fascinante que aquella que es capaz de crear luz por sí misma —continuó la abuela—. Y me parece a mí que tú eres una de ellas. Tú has creado tu propia luz. La luz que necesitabas en esta oscuridad.
Abracé a la abuela.
—Esas luciérnagas existen si tú quieres que existan —susurró en mi oído.
Corrí al interruptor junto a la puerta de la habitación.
Lo apagué.
Todas las luciérnagas se iluminaron para celebrar la caída de la oscuridad. Los puntos de luz dibujaron al vuelo estelas de mágica luz verde. Giré sobre mí mismo con los brazos abiertos, a lo largo de la habitación, navegando entre los destellos intermitentes que me acompañaron durante mis últimos días en el sótano.
—¿Cómo es su luz? —preguntó la abuela—. Descríbemela.
—Verde —contesté.
—Y seguro que tan brillante como los deseos de libertad de un niño —añadió.
Cogí al bebé entre los brazos del abuelo.
—Son las luciérnagas —susurré en su carita—. Mira cómo brillan. Durmieron contigo una noche.
Mi sobrino levantó los brazos. Abrió y cerró los puños en el aire. Como si quisiera capturar las luces que flotaban sobre él.
La abuela se levantó.
Salió de la habitación.
Regresó tras unos segundos.
—Toma —dijo—. Recupéralas.
Me dio un nuevo tarro de cristal mientras ella se quedaba con el bebé.
Salté a la cama con el tarro abierto.
Lo elevé.
—Volved —dije.
Las luciérnagas se arremolinaron en una nube de luz, una galaxia de destellos, antes de regresar al frasco por sí mismas.
—¿Las tienes todas? —preguntó la abuela.
Confirmé cerrando la tapa.
Se produjo un silencio.
—Entonces… —murmuró papá—. ¿Puedo encender? ¿O tenéis que hacer más magia de la vuestra con cosas invisibles?
La abuela rió.
—Puedes encender —dijo.
Tardé unos segundos en poder abrir los ojos sin que me doliera. Cuando bajé de la cama, mi familia se situó frente a mí. La abuela agarró a mi padre de la mano. El abuelo la abrazó a ella. Mamá se colocó a su lado, sujetando a mi hermano.
—Entonces ¿quieres salir? —preguntó papá.
Miré al armario. Recordé el trazo de luz morada que había visto en lo alto del túnel que llevaba al exterior.
—Quiero saber cómo es lo de fuera —respondí.
Mi madre bajó la cabeza. Mi hermano le acarició la cara sin ningún cuidado. Besó su mejilla llenándola de baba.
Dejé el tarro sobre la cama.
Abracé a mamá.
—¿Podré volver? —pregunté con la boca pegada a su tripa.
—Tendrás que hacerlo —contestó el abuelo—. A no ser que tu familia deje de necesitar comida.
Mamá me revolvió el pelo con una mano. La acaricié deteniéndome en el pliegue rugoso entre dos de los nudillos. El círculo de piel quemada al inicio del pulgar. La cicatriz ancha y lisa cerca de la muñeca.
Después me situé frente a papá.
Él me tendió una mano como hacían los vaqueros en las películas.
Cuando se la estreché, su cicatriz de pelo se curvó.
Me acerqué a la abuela, que sostenía al bebé en brazos. Disfruté del olor de sus polvos de talco.
—¿Y si me quiero quedar contigo? —pregunté.
Ella sonrió pero negó con la cabeza al mismo tiempo.
—El mundo te está esperando —dijo—. Haces falta allí arriba.
Miré a la cara del bebé, que emitía su característico arrullo de placer. Como un ronroneo. Sus fosas nasales se abrían y cerraban, seguro que reconociendo el olor de la abuela. Lo agarré de los costados.
—¿Qué haces? —preguntó mi madre.
Extendió su mano aferrándose al cuerpo del bebé. Cuando intenté tirar del niño, mamá lo empujó hacia la abuela, impidiendo que yo lo cogiera.
Los dedos de papá se cerraron en torno a su muñeca.
—Suéltalo.
—Todavía no —dijo ella—. Es mi nieto. Sólo hasta la próxima entrega. Unas semanas más.
—¿Unas semanas? —Papá me señaló con la barbilla—. ¿O diez años?
Mamá contuvo un sollozo. Sus dedos se separaron del bebé como las patas de una mariposa que alza el vuelo. Después abrazó a mi hermano.
—Tú siempre estarás conmigo —le susurró al oído.
Besó su sien varias veces seguidas.
—Adiós, Espantapájaros —susurré.
Él rió en un balbuceo gutural. Le remetí una de las perneras del pantalón de pijama dentro del calcetín.
La abuela me entregó al bebé.
Apoyé su cabeza cerca de mi codo, como mamá me había enseñado.
—Nos vamos a ver el sol —le dije.
El niño sonrió.
—¿Puedes llevar el tarro? —pregunté al abuelo—. Quiero salir con mis luciérnagas.
Él recogió el bote.
—Entonces sal con ellas —dijo—. Te lo cambio.
Me entregó el tarro mientras él se encargaba del bebé.
—¿Me gustará vivir allí fuera? —pregunté.
—Seguro que sí —respondió.
Al levantarse, reconocí en sus rodillas el chasquido de las del hombre grillo. Un escalofrío amenazó con recorrer mi espalda, pero murió en cuanto mi abuelo apoyó su mano en mi nuca.
—¿Podré volver a vivir aquí si no me gusta lo que veo?
La nariz de mamá silbó.
—Claro que sí —dijo.
—Pero no querrás —añadió papá—. Lo que hay fuera es demasiado bonito.
Inflé el pecho en una honda respiración.
Me giré en dirección al armario.
—¿Nos vamos?
Lo primero que toqué fue la hierba que crecía alrededor del hueco de la trampilla. La acaricié con la palma de la mano sintiendo el filo de cada brizna. Aún tenía la mayor parte del cuerpo bajo tierra, apoyado en uno de los escalones del túnel. Dejé la lámpara de las luciérnagas sobre aquella humedad.
Elevé la cara.
Una brisa me acarició desde la frente hasta los pies, rugiendo en mis oídos.
—Vamos —dijo el abuelo.
Apenas escuché su voz, absorto como estaba en el potente zumbido del aire. Me agarré a la hierba para impulsarme, pero mis pies no respondieron.
—Abre los ojos —dijo el abuelo.
Los había cerrado sin darme cuenta.
Tenía las manos heladas.
Las piernas me temblaban.
Aspiré un olor tan intenso que creí marearme.
—Ábrelos —insistió el abuelo—. Tienes que ver esto.
Cuando reuní el valor para abrirlos, tan sólo descubrí una inmensidad de color negro. Otro techo. Había salido a otro montón de paredes. A un sótano más grande.
—No hay nada —dije.
—¿Cómo que no hay nada? Mira al cielo.
Parpadeé con el rostro dirigido a la nada.
Comencé a distinguir puntos de luz. Destellos que brillaban de forma intermitente allá arriba.
—¿Son luciérnagas? —pregunté.
—Son estrellas —contestó el abuelo—. Y lo que oyes a lo lejos es el mar.
Acaricié el suelo con las manos.
Tocando el mar.
Volví a intentar salir.
Mis piernas no respondieron.
Entonces recordé el poder que me había concedido la abuela. Podía hacer que el mundo exterior fuera lo que siempre había soñado.
Deseé que mi pollito estuviera ahí para recibirme.
Enseguida lo oí piar.
Las ganas de volver a verlo fueron el impulso definitivo para salir. Una vez fuera, recogí el tarro de las luciérnagas que había dejado sobre la hierba.
—Brillad —les dije—. Estamos fuera.
La lámpara se encendió con mayor intensidad que nunca iluminando todo cuanto tenía alrededor.
Mostrándome por fin el mundo que había más allá del sótano.
Un mundo que era como siempre había imaginado.
El pollito, pequeño y amarillo, caminó entre mis pies, batiendo las alas y piando en señal de bienvenida. Un montón de mariposas verdes, con las alas inferiores en forma de cometa, volaron entre el abuelo, mi sobrino y yo.
Desenrosqué la tapa del tarro.
Lo elevé por encima de mi cabeza.
Las luciérnagas volaron en libertad en dirección al cielo.
Me quedé mirándolas hasta que no pude diferenciarlas de las estrellas.