34

El hombre grillo llegó al armario. La luz de su quinqué estaba tan cerca que podría quemarme con la llama. Bajé la cabeza para hacerme invisible, convencido de que él distinguiría mis piernas entre la ropa colgada. Dejé de respirar. Podía oír mi propia piel encogiéndose. Mi corazón sonaba atronador en aquel espacio tan reducido. Deseé poder silenciarlo.

Varias perchas se deslizaron a lo largo de la barra del armario sobre mi cabeza. El hombre grillo se abría camino, apartando obstáculos con sus patas.

Papá habló en la habitación, al otro lado de las puertas.

—¿Qué hace ese libro ahí?

—¿Qué libro? —preguntó mamá.

—Éste.

El corazón se me paró. Había dedicado varios segundos a decidir si dejar la luz encendida o apagada pero había olvidado algo mucho más importante. El libro. El maravilloso mago de Oz. Lo había dejado en el quicio de la puerta en mi huida hacia el armario. Abracé el tarro de las luciérnagas.

Una blusa me cubrió la cara.

A escasos centímetros de mí palpitaba el cuerpo del hombre grillo, podía sentir su calor. Percibí su pulso en la leve vibración del campo de luz que su quinqué proyectaba. Me mordí los labios. Un gota mojó mi calzoncillo. Apreté las piernas para detener lo que estaba a punto de ocurrir.

—¿Tú abriste la puerta? —preguntó papá en la habitación—. Cuando hemos vuelto de la cocina. ¿La has abierto tú?

—Estaba abierta, tú la has abierto. Yo ni siquiera…

Mamá no terminó la frase.

Tan sólo hipó un gemido asustado.

Algo impactó contra la puerta del armario.

Después cayó al suelo.

Papá habría lanzado el libro.

Logré permanecer inmóvil ante el golpe inesperado gracias a que tenía el cuerpo entumecido por el miedo, pero la humedad en mi calzoncillo siguió avanzando hacia los laterales. El hombre grillo reaccionó al sobresalto con una sacudida. Su movimiento provocó que varias prendas bailaran a lo largo de la barra. Las sombras que su luz proyectaba en el interior del armario se estiraron, se encogieron, se volvieron a estirar.

El impacto del libro marcó el inicio de un escándalo mayor.

El suelo tembló en la habitación bajo los acelerados pasos de papá. Gritó algo que no entendí. La puerta de la habitación se abrió.

Se dirigía a mi cuarto. Donde descubriría que yo no estaba en la cama.

Las perchas sobre mi cabeza dejaron de moverse cuando el hombre grillo se recuperó del susto.

Inmóvil, me imaginé a mí mismo obligándole a abrir la puerta del armario.

Vamos, vamos, vamos.

Necesitaba que saliera. Que despejara el camino para poder correr por el túnel y salir al exterior antes de que papá regresara de mi cuarto, enterado ya del plan de huida.

Vamos, vamos, vamos.

Entonces abrió el armario. Entró en la habitación de mis padres.

—Está pasando algo —le dijo mamá.

Y aunque ella siguió hablando, no entendí más. Porque el sonido de mi propia respiración me envolvió por completo cuando dejé escapar el aire que había estado conteniendo. La exhalación sirvió para despertar mis músculos atenazados.

Una fuerza oculta estalló en mis pies. Me impulsó a correr en la dirección por la que había venido el hombre grillo, la ropa golpeándome en la cara.

Me dirigí hacia la oscuridad en contra de cualquier instinto.

Primero mis pies descalzos descubrieron una textura novedosa. Después, una sensación desconocida me cubrió por completo, acarició mis tobillos, se enredó entre mis piernas, me golpeó en el pecho y se coló por mis axilas. Era aire húmedo. Como el que a veces me acariciaba la cara cuando me asomaba a la ventana al final del pasillo, pero que ahora recorría todo mi cuerpo. El jadeo que acompañaba mi carrera ensordeció los sonidos que llegaban desde la habitación.

Al poco, me di de bruces contra una superficie blanda. Extraña para mí. Algo me arañó la cara antes de que la fuerza del impacto me impulsara hacia atrás. Caí al suelo, sentado. En esta ocasión fueron mis nalgas las que sintieron la textura novedosa de antes. Me levanté de golpe, asustado por la sensación.

Temí que la lámpara de las luciérnagas se hubiera roto con el choque. Palpé el contorno del tarro. Estaba intacto. Me sentí estúpido por no haberme acordado antes de ellas.

—Brillad —les dije—. Iluminad mi camino.

Repetí la orden con una serie de golpecitos en la tapa. Antes de que pudieran acatar mis instrucciones, su luz dejó de hacerme falta, porque la puerta del armario se abrió detrás de mí. El brillo del quinqué del hombre grillo iluminó lo suficiente para dejarme ver la pared oscura que se interponía en mi camino.

Lo oí respirar a mis espaldas.

Una corriente de aire que olía como el cubo de basura de la cocina me llegó por la derecha. Corrí en ese sentido. Vi a tiempo otra pared que apareció delante de mí, evitando el choque. Perseguí la corriente de aire, realicé un giro más. La luz del quinqué se agitaba, deformando el espacio, con cada paso que el hombre grillo daba acercándose a mí. Mi sombra proyectada sobre el suelo no se despegaba de mis pies, como si también ella quisiera huir del sótano. O como si fuera la sombra de mi reflejo en la ventana, aquella parte de mí mismo que a veces me miraba desde fuera, desde el otro lado del cristal. Jadeé. Algunas lágrimas salieron disparadas hacia atrás.

Un nuevo obstáculo resultó visible cuando ya no había tiempo de detener la marcha. Era un enorme saco de tela marrón. El saco del hombre grillo. Tropecé con él y salí disparado hacia delante. Una de las blandas paredes del pasadizo evitó mi caída. Permanecí en silencio esperando escuchar los lamentos de los niños atrapados en el saco.

Lo que oí fue un fuerte choque a mis espaldas. El tintineo de piezas metálicas. El crujido de un cristal al quebrarse. Y una honda queja del hombre grillo.

La luz que él portaba se apagó, dejándome en total oscuridad.

Inicié la secuencia de toques en código morse en la tapa del tarro. La interrumpí al caer en la cuenta de que el brillo de las luciérnagas delataría mi posición. Era mejor permanecer a oscuras. Extendí un brazo hacia delante, como hacía la abuela a veces para reconocer su entorno. Todas las superficies presentaban la misma textura húmeda. Toqueteé las paredes con una mano temblorosa. No encontraba lo que estaba buscando. Lo que mi hermana me había dicho que hallaría sin dificultad. Una tarde, en el baño, ella había sujetado la manguera de la ducha entre sus manos, dibujando con ella una curva que me obligó a tocar varias veces. Me explicó que, en la última pared del pasadizo, encontraría varios elementos metálicos con aquella forma. Clavados a la pared, uno encima de otro, de abajo arriba. Me desveló que eran escalones, y que tendría que subir por ellos como subía por la escalera de mi litera.

Tanteé la humedad de las paredes sin encontrar nada parecido a unos escalones. Entonces pensé que mi hermana me había engañado. Que era todo una trampa. Ella me quería lejos del sótano para tener al bebé a su entera disposición. Para envenenarlo sin que yo saliera de debajo de una cama para estropear sus planes.

Seguí tocando las paredes convencido del engaño.

Un engaño que se magnificó en mi cabeza. Imaginé que toda mi familia formaba parte del plan de mi hermana. Todos me habían querido llevar hasta ese pasillo extraño. A oscuras. Porque todos ellos querían librarse de mí. Deshacerse del niño que había importunado la convivencia con preguntas sobre la mancha de sol en el salón. El niño que escondía cosas en su cajón. Echarme del sótano por desconfiar tanto del hombre grillo, al que los demás no tenían ningún miedo. Me los imaginé en la habitación de mis padres celebrando lo bien que había funcionado el plan. Cerrando la puerta del armario desde el otro lado. Dejándome fuera. Para siempre. Convertido en mi propio reflejo en una ventana. Convertido en el fantasma que papá decía que era.

Rodeado de oscuridad, sin poder ver ni un pedazo de anatomía que confirmara mi existencia, llegué a sentir cómo desaparecía. Cómo me volatilizaba en la nada para dejar de existir. Apenas un mal recuerdo que mi familia no tardaría en olvidar.

Fue cuando lo toqué. Por encima de mi cabeza. Algo parecido a la manguera de la ducha. Era más ancho. Y estaba frío. Pero recorrí su contorno y comprobé que dibujaba una curva muy similar a la que mi hermana me había mostrado.

Sonreí a oscuras.

Quise colgarme de aquella cosa, pero resultaba imposible hacerlo sin soltar el tarro de las luciérnagas. Sujeto de un brazo como lo tenía, era incapaz de agarrarme al escalón con ambas manos. Probé a estirar la goma del calzoncillo con la idea de encajar el tarro entre mi cuerpo y el elástico, pero el envase era demasiado ancho. No quería salir del sótano sin mis luciérnagas. Ellas tenían que brillar para mostrarme el mundo con su luz. Realizar la secuencia de destellos que les había enseñado.

Oí pasos.

Y un nuevo chasquido de la rodilla invertida.

Tuve que dejar las luciérnagas en el suelo.

—Volveré a rescataros —susurré agachado—. Al bebé y a vosotras.

Al agacharme había perdido la referencia del escalón. Comencé una nueva búsqueda con los brazos extendidos. Con cada golpe de mis manos se desprendían pedazos de humedad que caían sobre mi cara.

La respiración del hombre grillo sonó demasiado cerca.

Escarbé la textura húmeda. Trozos de pared se colaron debajo de mis uñas. Golpeé algo metálico con el codo. Me agarré al escalón con todas mis fuerzas.

Entonces oí una voz desconocida.

—No salgas —dijo.

Era grave. Llena de leves interferencias. Como se podía esperar de una garganta que sólo era mitad humana.

El miedo me convirtió en la presa perfecta. Tan inmóvil por el susto que no opondría resistencia. Sacudí la cara para retirar los restos de pared acumulados sobre mis ojos.

Al parpadear descubrí una línea de luz a lo lejos.

Arriba.

Era un trazo morado apenas visible, pero diferente a todo cuanto había visto yo en el sótano.

Aún agarrado al escalón, pataleé para buscar apoyo en la pared. Si el hombre grillo quería meterme en su saco, o comerme allí mismo, tendría que luchar para conseguirlo. Porque no estaba dispuesto a dejarme vencer sin haber visto lo que hubiera más allá del sótano. Sin saber cómo era ese lugar que se adivinaba al otro lado del trazo morado que veía a lo lejos.

Aunque nunca había realizado un movimiento parecido, tirar de los brazos para elevar mi cuerpo, logré subir los codos hasta la altura del asa metálica. Aguanté poco. El dolor en la espalda y los hombros me hizo caer.

Un sollozo desesperado se escapó de mi nariz mientras me incorporaba.

—¿Estás bien? —preguntó la voz.

Salté para agarrar de nuevo el escalón. Golpeé la pared.

El hombre grillo volvió a hablar.

—Ven conmigo —dijo.

Escarbé la pared de forma frenética.

Hasta que oí la voz de la abuela.

—Ven con nosotros.

Mamá se unió al coro de voces.

—Ven a la habitación.

—Tenemos muchas cosas que explicarte —añadió papá.

En medio de la oscuridad, comencé a distinguir los volúmenes de mi familia frente a mí. Alguien dio un paso para acercarse. El chasquido de la rodilla delató su identidad.

—No me comas —supliqué.

La nariz de mamá silbó.

—No es el hombre grillo —dijo papá.

—No tengas miedo —añadió la abuela.

La silueta desconocida me tendió una mano que no tenía forma de pata.

—¿Eres el que está allí arriba? —pregunté.

Él rió.

—Prefiero que me llames abuelo a partir de ahora —dijo.