La noche que el hombre grillo regresó al sótano mi hermana me despertó hablándome al oído.
—Va a venir —dijo.
El sueño retrasó mi respuesta. Ella sacudió la estructura de la litera.
—Viene el hombre grillo —repitió.
Entonces reaccioné. Abrí los ojos con el estómago encogido. Afiné el oído aferrado a la almohada. Esperé a escuchar sus pasos. O el saco arrastrándose más allá del techo. Permanecí atento.
—¿Estás segura? No lo oigo.
—Ha llegado la noche que estabas esperando —dijo ella.
—Pero no oigo nada —insistí, tapado con la sábana hasta la barbilla.
—¿Ahora tampoco me crees a mí?
Regresó a la litera inferior haciendo sonar los muelles de manera exagerada.
—Pues nada, abortamos el plan —dijo—. Dos semanas preparando esto para nada. Nos quedamos en el sótano para siempre. Aunque ya avisaré yo al hombre grillo de que estás aquí. En cuanto venga.
Reconocí la intensidad impostada en su tono de voz. Siguió murmurando cosas sobre lo decepcionante de mi actitud hasta que se quedó en silencio. Aproveché la quietud para afinar el oído de nuevo, esperando reconocer alguno de los sonidos que siempre delataban la llegada del hombre grillo.
Nada.
Tan sólo el goteo constante de la cisterna.
Entonces un golpe retumbó en el interior de la habitación. La pared a mi derecha tembló. Como tembló también la sábana que sujetaba entre mis manos.
—El hombre grillo —susurré.
El rostro de mi hermana emergió a un lado de mi colchón.
—¿Lo ves?
Liberó mis manos de la sábana dedo a dedo, agarrotados como estaban por efecto del susto.
—Tienes que tranquilizarte —dijo—. Así no vas a poder controlarte cuando pase a tu lado.
Se refería al momento en que el hombre grillo atravesaría el armario de mis padres, casi rozándome porque yo iba a estar escondido entre la ropa. Imaginé el sonido articulado de sus extremidades al moverse. Pensé en todas las partes del plan para las que no me sentía preparado.
—Vamos —dijo ella.
Comencé a bajar la escalera. A medio camino, modelé la almohada imitando el relieve de mi cuerpo. Dibujé el ángulo recto de unas piernas flexionadas y la curva de una espalda en posición fetal. Cuando terminé, salté desde el escalón. Aterricé con los pies desnudos.
—¿Cómo voy a caminar por fuera? —pregunté.
Mi hermana daba vueltas por la habitación.
—Pues normal, como siempre.
—Sólo llevo un calzoncillo.
Ella suspiró. Después oí cómo hurgaba en los estantes del armario que compartíamos mi hermano y yo.
—No veo nada —dijo a la oscuridad. Segundos más tarde se arrodilló frente a mí—. Levanta los brazos.
Una camiseta descendió por ellos. El cuello de la prenda opuso resistencia hasta que ella pasó mi cabeza por el agujero.
—Ahora los pies.
Levanté el izquierdo agarrándome a su hombro. Tardó en encajar la abertura de una zapatilla de andar por casa.
—Yo nunca llevo de éstas —dije.
—¿Qué importa eso ahora? El caso es que puedas caminar por arriba.
—Papá puede sospechar si me ve con ellas.
Mi hermana me descalzó la zapatilla.
—Entonces vas a tener que salir como estás.
—¿Podré caminar descalzo?
—Tendrás que hacerlo.
Mi hermana siguió dando vueltas por la habitación. Murmuraba. Me acerqué al mueble a los pies de mi cama y abrí el cajón. Los lápices en el interior del tarro golpearon el cristal. El brillo verdoso de las luciérnagas comenzó a encenderse.
—¿Qué necesitas de ese cajón? —dijo mi hermana.
La luz se apagó.
—El tarro de las…
—No necesitas nada —me interrumpió—. Puedes llevártelo luego cuando vuelvas. Y la cáscara. Y el trozo de maceta. Y si quieres te llevas la litera también. Pero ahora no te hace falta nada.
Acerqué la cara al cajón.
—No hagáis caso —susurré a las luciérnagas—. Vendré a por vosotras. Os necesito para salir.
Di varios golpecitos al tarro con el dedo, unos más cortos que otros. Sabía que me habían entendido aunque no respondieran.
—Vamos —dijo mi hermana—. Ha llegado el momento.
Oí cómo se ajustaba la goma elástica de su máscara a la cabeza. Reconocí el eco que el material ortopédico proporcionó a su voz cuando pronunció la siguiente frase:
—Coge el libro.
Lo habíamos dejado apartado en una de las divisiones inferiores de la estantería. Lo localicé sin dificultad incluso a oscuras. Me acerqué a mi hermana, de rodillas junto a la puerta. Pisé un trozo de tela.
—¿Te has vestido?
—Me he puesto una falda.
—¿Cuál?
—Nunca me la has visto. No me la había vuelto a poner hasta hoy. Es marrón.
—¿Y por qué hoy?
No respondió.
—Tenemos que darnos prisa —dijo—. Antes de que baje el hombre grillo. Ya no hay marcha atrás.
Respiré tan hondo que me mareé. La estancia bailó a mi alrededor. Ella enumeró las fases del plan de carrerilla, para que ambos las recordáramos:
—Voy al cuarto. Cojo al bebé. Grito. Tú corres al final del pasillo. Me llevo al niño a la cocina. Cuando papá salga de la habitación, pones el libro en la puerta. —Lo repetía todo de memoria en un susurro constante, como hacía yo para aprender los nombres en latín de los insectos—. Después de dejar el libro, vas a la cocina. Dices que te vas a dormir. Pero te escondes en el armario.
Mi hermana me cogió de los hombros.
—¿Te ha quedado claro?
Asentí.
Su mano sudorosa me acarició la cara.
—Voy a encender.
La oí tomar aire.
—Allá vamos.
Lo expulsó por la boca de forma sonora.
—Uno, dos, tres…
Accionó el interruptor. La puerta al abrirse me golpeó con tal fuerza que me derribó. El libro se me escapó de las manos. La repentina contracción de las pupilas tan sólo me permitió ver la estela marrón de su falda saliendo del cuarto. Enseguida abrió otra puerta, la de la habitación de la abuela.
Busqué a gatas el libro. Lo cogí en el momento en que mi abuela gritaba algo. Me levanté a toda velocidad, tenía que estar en posición antes de que papá saliera de su cuarto.
Atravesé el pasillo en dirección a la ventana de los barrotes, por la que habían entrado la mayoría de las luciérnagas.
El bebé estalló en un llanto tan agudo que obligaba a quien lo oyera a acudir a su auxilio. La abuela gritó otra vez. Mi hermana respondió con un grito aún más alto. El suelo comenzó a vibrar. Mi hermano se había levantado también. Me aposté junto a la puerta de mis padres, en el lateral contrario al del camino que tomarían nada más salir. Sostenía el libro entre las manos.
Mi hermana emergió de la habitación con el niño en brazos.
—¡No lo aguanto más! —gritó—. ¡Odio a este bebé!
Se dirigió al salón. Cuando encendió esa luz, pude ver cómo la falda marrón que vestía volaba hacia atrás. El tejido envejecido mostraba varias rasgaduras. La abuela corrió detrás de ella, descalza. Una brisa de aire con olor a polvos de talco flotó hasta donde me econtraba. Mi hermano marchó a continuación.
Fue cuando la puerta de mis padres se abrió.
Pegué la espalda a la pared.
Salió primero él. Mi madre poco después.
Oí cómo mi hermana abría la llave del grifo en la cocina.
—¡Lo voy a ahogar! —gritó.
Su voz llegó clara hasta el final del pasillo, imponiéndose sobre el barullo que estalló en el salón. Amenazaba, según lo acordado, con ahogar al bebé en el fregadero. Era la parte del plan en la que hacíamos salir a todos de su habitación.
Antes de que la puerta metálica de mis padres se cerrara a mi lado, coloqué El maravilloso mago de Oz en el marco. La hoja golpeó el libro hasta doblarlo, pero evité que el resbalón encajara en su hendidura. La puerta quedó entornada.
Entonces corrí al salón.
Mi padre, mi madre y mi abuela habían rodeado a mi hermana. El borboteo constante del agua al llenar la pila se mezcló con el llanto agudo del niño.
—¡Dejadme a mí! —gritó mi padre.
Apartó a mi madre. La abuela retrocedió por su propio pie. Mi hermano observaba todo desde lejos.
Con el niño aún en brazos, mi hermana encajó los codos en el fregadero para oponer mayor resistencia. Desbordó gran cantidad de agua. El pañal del bebé se empapó. Papá resbaló en uno de los charcos que se formaron. Quedó sentado en el suelo, agarrado a la falda de mi hermana. Gruñó y tiró de ella para levantarse. Uno de los rasgones de la prenda se abrió en horizontal, a la altura del culo. Papá cayó al suelo de espaldas. Mi hermana se quedó con las piernas desnudas. Vi sus bragas. La tela arrugada desaparecía entre sus glúteos, dejando el izquierdo a la vista.
Al bebé se le agotó el aire. El llanto cesó durante el instante que tardó en hipar. Después el alarido mucoso regresó con mayor intensidad.
Mirando la escena temí por la seguridad del bebé. Y pensé en desvelar que era todo una pantomima. Confesar a mamá y a papá que mi hermana y yo estábamos interpretando una gigantesca mentira.
Pero entonces miré a la puerta de la cocina.
Una de las mentiras más grandes que ellos me habían contado al decirme que siempre había estado abierta.
Papá trató de levantarse una vez más. Mi hermana agitaba las piernas para impedírselo. Consiguió que resbalara de nuevo.
Me acerqué a mamá. Llamé su atención tocándole la espalda.
—No quiero ver esto —le dije. Y la cara de tristeza que supuestamente debía fingir según el plan me salió de forma natural—. Me voy a mi cuarto.
—Claro, hijo, vete.
Me empujó para que saliera de allí.
—Me voy a mi cama —repetí.
—Ya te he oído —dijo—. Vamos, vete. No sé qué haces aún aquí.
—Adiós, mamá.
Volvió a empujarme con los ojos fijos en la pelea.
Tiré de su brazo.
Logré que me mirara.
—Adiós, mamá.
Su nariz silbó. Me asaltó un sentimiento que no recordaba haber tenido desde la primera noche que quise abrir la puerta de la cocina. Una inesperada sensación de pérdida. Como si el adiós que acababa de pronunciar fuera el definitivo. Entonces recordé que mi hermana me había asegurado que podría regresar al sótano después de salir. Que mi familia seguiría viviendo aquí después de que otra gente viniera a buscarnos. No tenía por qué estar triste. Ese adiós no iba ser el definitivo.
Abracé a mamá.
Un grito de mi hermana interrumpió el abrazo.
—¡No voy a aguantar mucho más!
Entendí el significado de sus palabras. Tenía que seguir con el plan. Me separé de mamá y repetí una vez más lo que mi hermana y yo habíamos acordado que debía dejar muy claro:
—Me voy a mi cama.
Papá había logrado levantarse y cubría por completo el cuerpo de mi hermana. Corrí a la habitación de mis padres. El libro mantenía la puerta entornada. Antes de entrar, recordé algo. El tarro de las luciérnagas.
—¡No me lleves a mi cuarto! —gritaba mi hermana en el salón.
Se estaban acercando.
Pero no podía salir del sótano sin mis luciérnagas. Siempre había imaginado que ellas serían la luz que me haría visible al mundo. Regresé a mi habitación. Salté al mueble y abrí el cajón con manos temblorosas. Saqué el tarro y lo sujeté debajo del brazo.
Apostado junto a la puerta, oí los gritos de papá en el salón. Me resultaba imposible saber si estaría en una posición que le permitiera ver el pasillo. Tampoco tenía ni idea de dónde se encontraba mi madre. Ni la abuela. Ni mi hermano.
Mi hermana gritó.
—¡Déjame!
Una sucesión atropellada de golpes recorrió la estancia principal en diagonal, desde la cocina hasta el lugar en el que estaba el televisor. Mi hermana habría logrado zafarse de las manos de papá. Y sabía dónde era más conveniente situarse. En aquel rincón, la entrada al pasillo quedaba fuera del campo de visión.
Era el momento.
Atravesé el pasillo.
Empujé la puerta que el libro mantenía abierta. Entré en la habitación de mis padres justo antes de que sus voces se amplificaran con el eco característico que se producía en el pasillo.
—¡Dejadme en paz! —gritaba mi hermana.
—Calla —susurró mamá—. Que te va oír tu hermano.
En efecto, lo oí. Pero no desde la litera como ella pensaba, sino desde el otro lado de la puerta de su cuarto. El regaño de mi madre surtió efecto. Durante un corto espacio de tiempo, una nube de silencio enmudeció el sótano por completo.
La desintegró un fuerte impacto más allá del techo.
El hombre grillo.
—¡Ya viene! —gritó mi hermana.
Mi madre chistó.
Corrí al armario. Quería esconderme de mis padres pero, sobre todo, del hombre grillo. A medio camino, una duda me detuvo. No recordaba si mis padres habían dejado la luz encendida o apagada después de salir a socorrer al bebé. Giré la cabeza como si pudiera encontrar la respuesta en algún lugar de aquella habitación. Algo llamó mi atención sobre la mesilla de mi madre. Era su foto en las rocas. La que le pillé mirando una vez en la cocina. La que la mostraba a punto de ser envuelta por la cortina de agua que producía una gran ola. Observé aquel rostro desconocido, liso, como si fuera el de una extraña. Me provocó sin embargo una sensación diferente a la de la primera vez que la vi. Tardé sólo un segundo en entender a qué se debía: era un rostro muy parecido al que había descubierto tras la máscara de mi hermana.
Oí cómo se cerraba la puerta de mi cuarto.
El volumen de los gritos de mi hermana quedó amortiguado. Aun así, pude entender una frase de la conversación imaginaria que mantuvo conmigo en el interior de la habitación.
—¡Y tú ahí durmiendo sin enterarte de nada! —gritó.
Siguió hablando pero no entendí más. No importaba. Mis padres lo estarían escuchando. Y ése era el objetivo de aquel teatro: que pensaran que yo estaba en la litera con ella.
Aunque en realidad estaba en mitad de su habitación, incapaz de decidir qué hacer con la luz. Recordé uno de los mandamientos del manual. Actuar deprisa. Opté por apagarla. Alcancé el interruptor de un salto.
En el pasillo, mi madre comentaba con mi padre lo ocurrido en la cocina.
Estaban a punto de entrar.
Cuando intentaba agarrar los tiradores del armario, se me resbaló el tarro de las luciérnagas. Rodó hacia la puerta de entrada, los lápices golpeando el cristal con una cadencia rítmica perfectamente audible.
Congelé mi movimiento. Atento a las voces en el pasillo.
Un nuevo golpe del hombre grillo me hizo reaccionar.
Casi sin pisar el suelo, agarré el tarro por la tapa y huí al armario.
Desaparecí en su interior.
Cerré la puerta desde dentro en el mismo momento en que mis padres entraban en la habitación. Encendieron la luz sin sospechar. Había tomado la decisión acertada.
Una brisa de aire húmedo corrió entre la ropa colgada, acariciándome la piel. Supe que mi hermana no me había mentido. Aquello era mucho más que un armario.
Otro ruido más allá del techo delató la posición del hombre grillo.
—Siempre que viene tiene que pasar algo —dijo mamá en la habitación.
Me quedó claro en ese momento. Mamá también sabía que el hombre grillo existía de verdad. Aunque siempre me lo hubiera negado.
Entonces, desde algún lugar perdido en la inmensa oscuridad del armario, llegó a mi escondite el rechinar de unas bisagras desconocidas.
El suelo tembló con un fuerte impacto.
Una luz brilló a lo lejos. Mucho más lejos de lo que correspondería a la longitud del armario. El resplandor se vislumbraba, tamizado, a través de la ropa. Tenía que ser el quinqué del que alguna vez me había hablado papá.
Lo siguiente que oí fue el chasquido de unas rodillas.
Las del hombre grillo.
Se doblaban al revés a cada paso que daba acercándose a mí.