El armario de las patatas se vació a medida que pasaron los días. También el arroz, la leche y los huevos se fueron agotando. Mamá había enrollado el tubo de pasta de dientes con una pinza de la ropa para aprovecharlo al máximo. Mi hermana decía que eso era buena señal, que el plan de huida que habíamos trazado estaba más cerca de poder realizarse. A mí se me quitaban las ganas de ponerlo en marcha cada vez que pensaba en que iba a tener que esconderme en el mismo armario por el que mi hermana decía que entraría el hombre grillo. Por las noches, ella misma me recordaba las razones por las que debía salir del sótano, convenciéndome en la oscuridad desde la litera de abajo. Dejaba siempre a mano su máscara, sobre el colchón, por si mamá o la abuela entraban en la habitación de repente.
Así ocurrió una noche que mamá abrió la puerta sin previo aviso. A oscuras se acercó a mi litera.
—¿Vas a dormir siempre aquí arriba o qué?
—Mi hermana no quiere usar esta cama.
Aunque estaba tumbada justo debajo, ella no dijo nada. Mamá me peinó el flequillo.
—Hijo, ¿por qué estás tan callado estos días? ¿Te pasa algo con nosotros?
Mi hermana carraspeó, aunque no parecía que tuviera que aclararse la garganta.
—¿Has cambiado de parecer con respecto a algo?
—No, mamá —mentí—. No me pasa nada.
—¿Seguro?
Afirmé con un sonido de garganta.
—Puedes decirnos cualquier cosa —me acarició la cabeza en silencio—, cualquier cosa. —Cuando me besó, noté en la frente la piel rugosa que rodeaba sus labios. Antes de retirar la cara, me susurró al oído—: Aunque tú creas que no.
Mi hermana rascó la máscara con la uña como señal para que recordara el montón de mentiras que ellos me habían contado.
—No me pasa nada mamá —repetí.
Ella suspiró.
—Está bien —dijo.
Me arropó y me dio otro beso en la mejilla. Antes de que abandonara la habitación, mi hermana habló:
—¿A mí no me das un beso?
Mamá cerró la puerta sin contestar. Mi hermana soltó una risita.
Durante otra de esas noches, mientras mi hermana ultimaba el plan desde la litera de abajo, recordé que había dejado el cactus en el salón. Me había pasado la tarde entera empujando la maceta con un dedo, siguiendo la trayectoria de la mancha de sol. Observando el polvo bailar entre sus pinchos y pensando en cómo esa luz podría envolverme a mí también dentro de no mucho.
—¿Dónde vas? —preguntó al verme bajar de la litera.
—Me he dejado el cactus en el salón.
—Vale, tráelo. Pero no hables mucho con los demás.
Avancé a oscuras por el pasillo, en dirección al salón, iluminado como cada noche por el brillo del televisor. Observé que la intensidad de la luz no cambiaba. La película estaría en pausa, dos líneas borrosas de interferencia recorriendo de abajo arriba una imagen congelada.
—… querer irse por sí mismo —oí decir a mi madre, su voz apenas un suspiro convertido en palabras—. Lo que pretende mi marido no funciona. Vamos a tener que contarle todo. Ya no es tan pequeño, sabíamos que…
—Calla —dijo la abuela—. He oído algo.
El suelo crujió bajo mis pies.
Mamá se asomó al pasillo.
—¿Qué haces ahí?
—Acabo de salir —mentí—. Me he dejado el cactus ahí.
Mamá rastreó el suelo con la mirada.
—Mañana vienes a por él, que estoy hablando con tu abuela de… de la película que estamos viendo.
Mamá nunca veía las películas con atención. Tan sólo las seguía desde la cocina, apoyada en la encimera, mordisqueándose las uñas de tal forma que acababan convertidas en pequeñas sierras.
—Además, tenías que estar en tu cama hace un rato —añadió—. Vete antes de que vuelva tu padre.
En el baño, la cisterna se vació con un último ruido de succión. Si quería que el cactus durmiera conmigo, tenía que recuperarlo antes de que él saliera. Oí cómo abría el grifo para lavarse las manos. Corrí por el pasillo sin obedecer los gestos urgentes de mi madre. La sorteé a la entrada del pasillo. Esquivé sus manos.
El agua del lavabo dejó de correr.
Mamá optó por intentar adelantarme. Ambos nos lanzamos a por la planta. Aunque fui yo el primero en coger la maceta, ella me agarró del antebrazo. La cerámica resbaló entre mis dedos.
La maceta voló.
Se rompió nada más caer al suelo en el centro del salón.
—No… —dijo la abuela al escucharlo.
Ella había asistido a lo ocurrido sentada en el sofá.
—Hijo, no, no quería… —dijo mamá.
La luz del televisor me permitió ver cómo la tierra se desparramaba en todas direcciones. Las dos bolas de pinchos que constituían el cactus rodaron hasta la entrada del pasillo.
Sonaron las bisagras de la puerta del baño. Papá se acercaba. Comenzó a articular una frase antes de entrar en el salón, pero no pudo terminarla. Como tampoco pudo completar el último de sus pasos. Oí el crujido que se produjo bajo su pie, parecido al que hacía mamá cuando clavaba el tenedor en la pulpa de una naranja para exprimirla.
La abuela se llevó una mano a la boca.
Mamá me apretó el hombro en una suerte de disculpa. Me aparté de ella.
Entonces papá gritó. El alarido corto que sucede a un fogonazo de dolor. Las suelas de sus gastadas zapatillas marrones apenas sirvieron de protección frente a las espinas de mi cactus. Apoyó un pie en la rodilla contraria para mirarse la planta, sujetándose a la esquina que formaba el inicio del pasillo, el mismo lugar donde yo me había escondido del hombre grillo. Después peinó el suelo con la mirada. Cuando nos descubrió a mi madre y a mí junto a la mesa, su cicatriz de pelo se tensó.
—Más te vale que esto no sea lo que parece —me dijo.
Ambos observamos los restos aplastados de mi cactus. Lo que debía ser un relieve esférico no era más que un desecho informe entre varias piezas triangulares de la maceta rota, sobre una alfombra de tierra.
—Dime qué es esto.
Papá incrementó el volumen de su voz. Se soltó de la esquina a la que estaba agarrado para abalanzarse sobre mí. Cuando apoyó el pie herido, profirió otro grito. Tuvo que saltar sobre una pierna hasta llegar al sofá. Allí, la abuela trató de palpar la extremidad magullada, pero papá sacudió su mano con el calcetín que acababa de quitarse.
—He sido yo —dijo mamá.
—Trae el botiquín —respondió él.
Mamá intentó añadir algo pero papá la interrumpió.
—Por favor, trae el botiquín —repitió—. Del niño me ocuparé luego.
Mamá me empujó al pasillo. Cuando pasamos cerca del cadáver de mi cactus, me detuve. Ella se agachó junto a mí. Vigiló a papá en el sofá, que respiraba nervioso. Cogió el cactus por uno de los pinchos y lo elevó. A la luz del televisor, ambos vimos el alcance del destrozo. Las dos bolas habían reventado, mostrando una pulpa blanda bajo la corteza resquebrajada cubierta de espinas, la mayoría de las cuales se habían doblado hiriendo al propio cactus. Una gota de un líquido viscoso colgó de una de esas heridas. Filtró la luz en un destello antes de precipitarse al suelo.
—Lo siento… —susurró mamá.
El pincho con el que mantenía sujetos los restos húmedos se desprendió entonces. El cactus golpeó el suelo una vez más.
Mamá me buscó con la mirada, pero yo la rehuí.
Observé a la abuela en el sofá. Recordé las palabras que me había dicho cuando el cactus apareció en el sótano: «Mientras este cactus esté bien, nosotros estaremos bien».
Recogí un pedazo de la maceta y corrí a mi cuarto.
—Empieza a funcionar —oí decir a mi padre.
—No funciona nada —añadió mamá.
Cerré los ojos antes de entrar en la habitación. Pero no por el hábito que impuso durante años el temor a ver el rostro de mi hermana, sino porque no quería volver a llorar. Me senté en el suelo, apoyando la espalda en la puerta.
—¿Qué te han hecho ahora? —preguntó ella.
Le mostré el pedazo de maceta que había recuperado.
—No puede ser —dijo—. ¿Tu cactus?
Sólo cuando supe que tendría voz suficiente para hablar, dije:
—Quiero que el hombre grillo venga ya.
Los muelles de la cama de mi hermana rechinaron. Abrí los ojos. Ella estaba tumbada de lado, con la cabeza apoyada en una mano y el codo clavado en el colchón. Sonrió.
—Queda muy poco —dijo. Al darse cuenta de que llevaba la máscara, la levantó para repetir sus palabras a cara descubierta—: Queda muy poco.
Me acerqué al mueble situado a los pies de mi cama. Abrí el cajón. Las luciérnagas revoloteaban en el interior del tarro. Cogí el nido de camiseta en el que descansaba la cáscara de huevo del que nunca nació un pollito. Lo coloqué encima del mueble. Deposité el trozo de maceta a su lado.
Observé los dos pedazos de cosas importantes que se habían roto en mi vida. Algo mucho más importante se había roto dentro de mí.
Mientras subía la escalera de la litera, miré a mi hermana a través de los barrotes que servían de escalones.
—¿Cómo sabes que vendrá?
Los músculos de su cuello se tensaron.
—Lo sé —respondió.
Y era verdad que lo sabía.
El hombre grillo regresó al sótano cinco cuadrados de calendario después.