Mi hermana apareció la última a desayunar. Portaba la máscara como si nada hubiera cambiado. Me guiñó uno de sus ojos escondidos revalidando nuestra alianza de la noche anterior. Cuando se acercó a la mesa, papá se abanicó la cara con una mano. También tosió.
—Qué peste —dijo—. Ve a bañarte, anda.
El olor era una mezcla de sudor seco, sudor reciente y una nota química que lo hacía más penetrante. Debía de ser parte del veneno exudado durante la noche. Tiró de su silla desobedeciendo la orden de papá.
—Me bañaré cuando desayu…
La abuela empujó la silla, el respaldo golpeó la mesa. Algunas de las cucharillas tintinearon contra las tazas.
—Date un baño —dijo la abuela.
—¿Antes de desayunar? —Mi hermana agarraba aún los salientes del respaldo—. Me va a sentar mal.
Trató de recuperar el control de la silla, pero su movimiento de brazos apenas desplazó el mueble.
Mi hermano rió como un asno. Pensé en él como el traidor que se chivaba de mis actos al hombre grillo.
—Date un baño —repitió la abuela.
Tras la máscara, los ojos de mi hermana recorrieron la mesa. Los vi detenerse en mi madre, que sujetaba al bebé contra su pecho. Había encontrado un viejo biberón en su habitación y alimentaba al niño con una mezcla improvisada de agua y leche del cartón que bebíamos nosotros. No había sido fácil conseguir que el bebé succionara aquella tetilla extraña, pero cuando por fin la aceptó, comió con ganas.
—Veo que no me necesitáis para nada —dijo mi hermana.
Detuvo sus ojos en mí. Reviví partes de la conversación nocturna. Entonces soltó el respaldo de la silla. Con un rápido movimiento se abalanzó sobre la mesa para coger dos rebanadas de pan tostado. Robó también mi taza de leche. Salió corriendo hacia el pasillo antes de que papá tuviera tiempo de hacer nada. Se quedó a medio levantar con el puño apoyado sobre la mesa, la servilleta asomando de su interior como habían asomado los pliegues de la blusa de mi hermana antes de dejarla caer al suelo de mi habitación, junto a la litera.
Ella se encerró en el baño con un portazo.
Las cucharillas tintinearon de nuevo.
—Igualita que cuando tenía dieciocho años —dijo mi madre, que se levantó y me trajo otra taza.
—Tu madre te ha hecho huevos —dijo la abuela—, como tú querías.
—Pero pasados por agua esta vez —apuntó ella.
El huevo se balanceó sobre mi plato.
Miré a mi sobrino succionar. Bebía leche que no era de su madre. La tetilla de goma apenas le cabía en la boca. Su rostro arrugado delataba algún sufrimiento interior. Pensé en su futuro. Lo imaginé aprendiendo a caminar en el sótano. Cuestionándose, como yo, de dónde venía la mancha de sol en el salón. Formulando al aire preguntas que ni mamá ni papá iban a responderle. Pensando que su madre tenía la cara quemada al ver la máscara que no debía llevar. Y agarrando los barrotes de la ventana al final del pasillo para respirar el aire que olía diferente. Soñando con salir.
Tenía que saber dónde se encontraba la otra puerta.
Podía preguntárselo a mi hermana ahora que estaba sola en el baño.
Pelé el huevo lo más rápido que pude. Lo devoré. Vertí leche en mi segunda taza. Me la bebí de un trago.
—Normal que tengas tanta hambre —dijo mi madre. Me pellizcó una mejilla.
—¿Quieres hablar de lo que pasó anoche? —preguntó la abuela—. ¿Tienes alguna pregunta?
Negué con la cabeza. Ya no podía fiarme de sus respuestas.
Dejé la taza vacía sobre la mesa. Mamá repasó mis labios con el pulgar para limpiar los restos de leche. Una sonrisa plegó su rostro de manera irregular.
—¿Puedo ir a mi cuarto? —pregunté.
—¿Y esa prisa?
—Quiero hacer hueco para las cosas de mi hermana —mentí—. Se va a quedar en mi habitación, ¿no?
Mamá me dio permiso para ir. A mitad de camino, antes de llegar al arco que daba acceso al pasillo, papá me detuvo.
—¿A ti no te tocaba hacer hoy bicicleta? —preguntó.
Tenía razón. Era uno de los tres días en que debía hacer ejercicio. Dejé caer los hombros. Me volví hacia la bici.
—Ve con un poco más de ánimo —dijo mi padre—. Que el deporte es importante.
Me subí a la bicicleta. Pedaleé con ganas para acabar antes de que mi hermana saliera del baño. Como si el tiempo transcurriera más rápido en función del ritmo al que se movían mis piernas. Conté las veces que el pedal rozaba la estructura del aparato. Cuando llegué a mil, mi meta habitual, salté de la bici.
—¿Ya? —preguntó mi padre.
Apuraba en la mesa su tercer o cuarto café. Mi madre recogía los platos. La abuela, sentada en una silla del comedor, miraba a la pared. Oí el gemido débil pero constante que anidaba en su garganta cuando tomaba aquella posición. El murmullo inconsciente que provoca un mal pensamiento. Sostenía al bebé sobre su regazo.
—He hecho mil —dije.
—¿Seguro?
—He ido… —respiraba de manera entrecortada— más rápido.
Papá dudó de mis palabras.
—¿Y si te digo que tienes que hacer otras mil?
Hubo un silencio.
—Deja al niño —dijo entonces la abuela.
Corrí al pasillo en lo que duró su indecisión. Entré en el baño jadeando aún.
—¿Dónde está la otra puerta? —pregunté a mi hermana.
—Abre los ojos —dijo ella—. Ahora ya puedes abrirlos, ¿recuerdas?
Los había cerrado presa de la costumbre. Aún tardé en acatar su indicación, no es fácil superar de pronto un hábito mantenido durante años.
—Que los abras —repitió.
Lo hice sin prisa. La máscara descansaba sobre el lavabo. Ella estaba en bragas y sujetador, sentada en el filo de la bañera que ya se vaciaba. Sorteé la ropa amontonada en el suelo.
—¿Estás seguro? —preguntó—. ¿De verdad quieres saber cómo salir?
Me senté frente a ella sobre la tapa del váter.
—Si salgo… ¿podré volver al sótano a visitar a mamá?
—Claro que sí —respondió.
—¿Vendrán a sacarnos a ti, a mí y al bebé y dejarán que los demás se queden en el sótano?
Asintió mientras sus ojos miraban a algún otro sitio.
—Entonces sí —concluí. Fuera habría muchas más luciérnagas que dentro del sótano. Fuera vería a mi pollito. Fuera tendría la posibilidad de ver una verdadera Actias luna. Podía ir a América para encontrarla si era necesario. Y después regresar al sótano para enseñársela a mamá—. Dime dónde está la otra puerta.
Mi hermana se deslizó por el filo de la bañera acercándose a mí.
—En un armario —dijo.
Susurró las tres palabras muy cerca de mi cara. Parpadeó, tratando de leer la reacción en mi rostro.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Me crucé de brazos. La respuesta a su pregunta era evidente.
—¿Qué? —insistió.
—Yo también he leído ese libro —dije al fin—. No soy tan fácil de engañar.
—¿Cómo?
La miré más intensamente. Ella encogió los hombros.
—Narnia —le dije—. Es a Narnia adonde se va por un armario.
La boca se le abrió sola. Cuando salió de su asombro, preguntó:
—¿Y tú cómo has salido tan listo encerrado en este sótano?
—Lo sabía —dije.
Intenté levantarme, pero ella atrapó mis piernas con las suyas, como cierran los dermápteros las pinzas que tienen al final de su abdomen.
—Más te vale empezar a creerme si de verdad quieres salir —dijo. Su pecho ascendía y descendía de forma acelerada. El aliento le olía a leche—. Lo creas o no, la salida está en el armario de la habitación de tus padres.
Valoré aquella información. Nunca había estado en ese cuarto más de dos minutos. La noche que corrí a buscar a mamá para que asistiera al nacimiento de mi pollito pudo suponer mi estancia más larga hasta ese momento.
—¿Y por qué no te has escapado si sabes dónde hay una salida? —pregunté sin desviar la mirada—. ¿Por qué nunca has intentado irte?
—No hice otra cosa durante los primeros años —respondió—. Tú no sabes nada de lo que ha pasado en este sótano. Esa gente me quiere ver sufrir.
—¿Esa gente?
—Tus padres —contestó—. Y tu abuela. Ella no es mejor aunque lo parezca.
Las pinzas del dermáptero se aferraron a mis piernas, adelantándose a un nuevo intento de huida.
—Lo que no esperan es que tú quieras salir —continuó—. Tenemos que aprovecharnos de eso. —Entornó los ojos antes de preguntar—: Porque no se lo has dicho a nadie, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Lo juramos por el que está allí arriba —recordé.
El bebé lloró en la cocina. Las suelas de las zapatillas marrones de papá se arrastraron a lo largo del pasillo. Cuando entraron en mi habitación, temí que descubriera el tarro de las luciérnagas en el cajón. Después se acercó al baño. Se detuvo al otro lado de la puerta. Escuchando.
Mi hermana saltó al lavabo. Se puso la máscara a toda prisa.
—Estoy yo —dijo.
Metió una mano en los restos de agua que aún quedaban en la bañera. Chapoteó, salpicó la pared, para que él pudiera oírlo.
—¿Y tu hermano? —preguntó papá.
El pomo de la puerta vibró. Lo había agarrado desde fuera. Mi hermana realizó un gesto urgente con la cabeza.
—Estoy usando el baño —dije—. Estoy bien.
El roce de los pasos continuó en dirección a su cuarto. Mi hermana dejó escapar el aire que había contenido. Volvió a sentarse frente a mí sin quitarse la máscara. A ella tampoco le resultaba sencillo superar el hábito.
—¿El armario sale al exterior? —pregunté.
—No —dijo ella—. Hay un túnel que lleva a la superficie.
Recordé la clase de mamá sobre las capas de la Tierra. Ella había dibujado una flecha que señalaba la corteza terrestre, coloreada de azul y blanco.
—Pero mamá me dijo que nosotros vivimos en la superficie. En la parte azul y blanca de la Tierra.
Mi hermana torció la máscara.
—Con lo listo que pareces a veces… ¿Acaso has visto algo azul cuando te asomas por la ventana? —preguntó—. ¿O algo blanco?
Por la ventana sólo se veía otro montón de oscuridad. Una caja dentro de otra caja.
—No —respondí.
—Tu madre te ha contado muchas mentiras —dijo ella.
—¿Y cómo llego al túnel?
—Al túnel no es difícil. Lo complicado es abrir la puerta que hay después.
—¿Cómo? —pregunté, confundido.
—La pregunta no es cómo —contestó ella—. La pregunta es cuándo.
Mi hermana miró al suelo. Murmuró algo que no entendí. Sólo una cifra numérica resultó inteligible en mitad de aquel rumor.
Después dijo algo que me descolocó:
—Ve a contar las patatas de la cocina.
Me quedé quieto. Sin entender.
—Vamos, ve —insistió—. Y dime cuántas hay.
Me dio una palmada en el muslo. Después otra. No me levanté hasta la cuarta. Caminé hacia atrás por el baño sin dejar de mirarla. Golpeé con el talón la taza de leche que ella me había robado en el desayuno. Rodó sobre el suelo, ya vacía. Choqué de espaldas contra el pomo de la puerta.
En la cocina sólo estaba mi madre. La abuela seguía mirando a la pared. Me acerqué al mueble donde se guardaban las patatas.
—¿Lo vas a intentar otra vez? —preguntó mamá cuando lo abrí.
Se refería a uno de los experimentos de mi Manual del joven espía, que consistía en crear energía eléctrica conectando tres patatas entre sí. Intenté copiar el experimento una vez, pero los elementos de los que disponía en el sótano eran muy diferentes a los que usaban en el libro. En la ilustración, las tres patatas encendían una bombilla minúscula, del tamaño de una judía. Yo tuve que probar con una de las que colgaban de nuestro techo. Mamá me la desenroscó con un trapo. Cuando la conecté a las patatas, no se produjo ni un chispazo. El experimento fue un fracaso, pero mamá aún pudo aprovechar las patatas para hacer puré.
—¿Cuántas necesitas esta vez? —preguntó. Dejó el plato que tenía entre las manos y se arrodilló junto a mí para sacar ella las patatas—. Y avísame para bajarte la bombilla, no la toques tú.
—¿Cuántas hay? —pregunté.
—Y yo qué sé —contestó—. Pues un montón, ¿no lo ves?
Señaló el interior del pequeño armario, lleno hasta arriba. Pedazos de tierra cayeron cuando mamá rebuscó entre las patatas.
—¿Te vale con tres? —Me las enseñó primero. Después cubrió su mano con mi camiseta—. Que no las vea papá. —Estiró la tela para ocultarlas del todo—. Corre, aprovecha, que está en nuestro cuarto.
Corrí al baño con las patatas escondidas.
—¿Cuántas? —preguntó mi hermana en cuanto entré.
—Un montón —dije—. Hay un montón. Está el armario lleno.
Ella chasqueó la lengua.
—Lo sabía —dijo.
Miró de nuevo al suelo. Empezó a mover la pierna, apoyándola en la punta del pie descalzo.
—¿Qué hago? —pregunté.
—Déjame que piense.
Oí un crujido constante de uno de los huesos de su pie. Recoloqué bajo mi camiseta las patatas que no necesitaba para ningún experimento. Su textura arenosa me rascaba la tripa.
Entonces el pie de mi hermana se detuvo con un último chasquido del hueso.
La máscara se elevó para mirarme.
—Hay que esperar a que venga el hombre grillo.
Las tres patatas se me cayeron al suelo.