28

Sujetándola del codo, el hombre guió a la abuela hasta la mesa del comedor. Allí, su hija leía repantingada, con las piernas estiradas, ocupando tres de las sillas.

—Levántate —le ordenó su padre. Escupió gran cantidad de saliva. Aún no controlaba del todo los labios esculpidos por el fuego.

—Quedan otras tres libres. —Ella las señaló con el libro.

—Levántate —repitió él.

La hija acató la indicación con movimientos pesados, haciendo rechinar adrede las sillas que desocupaba. Rodeó la mesa y se sentó de igual manera en las que quedaban libres. El hombre acercó una silla a la abuela por detrás.

—Siéntate.

Su madre palpó el asiento antes de dejarse caer. Él se sentó frente a ella.

—Vamos a quitar la venda —dijo ensartando sus piernas entre las de su madre—. Pero vamos a estar bien pase lo que pase. Estamos preparados para todo. ¿O no lo estamos?

Hubo un silencio.

La hija levantó la mirada de las páginas del libro.

—Lo estoy —susurró la abuela.

El hombre desató el nudo que mantenía la gasa en su sitio. Tirando de uno de los extremos desenredó las cinco capas de tejido que cubrían los ojos de la abuela, cinco vueltas de la venda en torno a su cabeza. Antes de completar la última, el apósito se desprendió solo. Quedó colgando de su nariz. Él lo desechó sobre la mesa. Tuvo que tragarse las lágrimas al ver la ceja sin pelo de su madre. Y los párpados arrugados formando pliegues antinaturales. En seis semanas aún no se había acostumbrado a las quemaduras que el espejo mostraba en su propia cara, pero verlas en la de su madre resultaba aún peor. Le cubrió los ojos con sus manos ahuecadas, protegiéndolos de la luz de la bombilla.

—No los abras aún —dijo—. Dales tiempo.

La hija cerró el libro. Recogió las piernas. Apoyó los codos sobre la mesa, apartándose el pelo de la cara y asistiendo como espectadora al momento en que su padre retiró las manos.

—Ahora —dijo—. Ábrelos.

Los párpados de ella temblaron, incapaces de despegarse.

—Ábrelos —repitió él.

La sonrisa que forzó para recibir la mirada de su madre se desintegró en cuanto ella parpadeó varias veces seguidas.

—¿Los tengo abiertos? —preguntó.

Él tragó saliva. Se dirigió primero a su hija:

—Espero que estés orgullosa —le dijo. Después respondió a la abuela—: Sí, mamá, ya los has abierto.

Los dos supieron lo que significaba esa respuesta. La abuela trató de secar la única lágrima que derramó, pero tardó en acertar con el lado de la quemadura que sentía húmeda. Aún no se había acostumbrado a la orografía de su piel mellada. Después besó el crucifijo.

—Estábamos preparados para todo —recordó a su hijo. Buscó la cara de él con los dedos. Acarició una línea de pelo duro que no conseguía afeitar—. ¿O no lo estábamos?

Él asintió.

—Además, ya llevo seis semanas sin ver —continuó ella—. Hasta me daba un poco de pereza tener que aprender otra vez.

Sintió entre los dedos cómo los labios de su hijo describían en su cara el trazado incorrecto de su nueva sonrisa.

La mujer, que había asistido a la escena en silencio, apoyada en el arco que daba acceso al pasillo, respiró hondo, emocionada ante la entereza de su suegra. Pensó en callar lo que venía a decir, pero la lengua le ardía demasiado como para no contarlo.

—Malas noticias —anunció.

Su marido se dejó caer en el respaldo de la silla. Quiso taparse la cara con las manos. En cuanto percibió con ellas el relieve confuso de su rostro, las apartó.

—¿Aún peores? —preguntó.

—Es lo que pensaba —respondió su mujer, molesta con el particular silbido que emitía su nariz quemada. Mostró al aire, como si fuera el arma de un delito, el cilindro plástico que había llegado días atrás en uno de los envíos del abuelo—. La segunda cama de la litera al final va a servir para algo.

El hombre evocó de inmediato la tarde en la tienda de colchones en la que habían comprado esa cama doble con vistas a un tercer hijo que nunca llegó.

—Pero no ahora —dijo para sí mismo. Acabó por cubrirse el rostro, obviando el tacto extraño de su cara desconocida—. Ahora no.

—Vaya, mira para qué cosas sacáis tiempo aquí abajo —dijo la hija.

—No ha sido aquí —interrumpió su madre—. Sabes que no ha sido en el sótano.

Se llevó la mano a la tripa, sus ojos buscaron los de su marido. Ambos recordaron sin palabras la única noche en la que pudo haber ocurrido.

—¿Y esto qué significa? —continuó la hija.

Miró a su padre con los ojos muy abiertos. Encontrando en el bebé la razón definitiva para poner fin al encierro que ya se había alargado demasiado. Seis semanas. El hombre echó una mano a su cara, atrapándola como a una mosca.

—Borra esa sonrisa. —Apretó con desprecio la carne sana de sus mejillas—. ¿Es que no ves lo que le has hecho a la abuela? ¿A todos nosotros?

—Aquí no podéis tener un bebé —respondió ella luchando contra la tenaza que la apresaba.

—Tú no decides lo que se hace en este sótano.

Apretó hasta sentir los dientes de su hija clavándose en su piel. Después la soltó con desprecio. Ella se frotó la mejilla.

—Ya me tenéis secuestrada a mí —dijo—. No lo hagáis también con un niño.

Esquivó la mano de su padre antes de que volviera a cazarla. La silla cayó hacia atrás cuando escapó. El aire que levantó el portazo en su cuarto meció la bombilla en el techo del salón.

—No soporto ver su cara —dijo el hombre. Se presionó los ojos con las muñecas. La textura áspera de sus párpados lo enfadó aún más—. No soporto verla —escupió entre dientes. Después acabó gritando para que ella también lo oyera—: ¡No soporto ver tu cara!

La mujer se acercó a él. Lo calmó con una mano en el hombro. El hombre sollozó.

—Necesito que el abuelo traiga eso ya —sorbió saliva—, no soporto ver su cara.

Se señaló el rostro quemado. Ella siseó a su marido como si el bebé fuera él. La abuela lo buscó al tacto. Acarició la cabeza de su hijo hasta que se calmó. Hasta que el hombre logró contener la rabia convirtiéndola en una capa de sedimento de las que había empezado a acumular en el sótano, constituyendo con ellas la base de futuras montañas.

Acarició el vientre aún plano de su mujer.

—¿Estás segura de esto? —preguntó.

Ella asintió. Un ojo se le cerró sin querer cuando dibujó una leve sonrisa, tratando de emular la que habría sido su reacción de haber recibido la noticia del embarazo en otras circunstancias.

—Ahora hay que pensar qué vamos a hacer —dijo.

La espiral de pensamientos contradictorios que asoló las mentes de ellos tres culminó con una primera respuesta de la abuela:

—Desde luego hay una cosa que no vamos a hacer —dijo manoseando su rosario—. El hombre no es quién para quitar la vida que Dios otorga.

—Nadie ha propuesto eso —respondió su nuera.

El hombre besó la tripa de su esposa para tener ocupados sus labios, para no confesar que ésa hubiera sido su primera opción.

—Entonces tendrá que cuidarlo el abuelo —ofreció como alternativa.

Buscó la mirada de su mujer en lo alto.

—¿Y cómo va a explicar su existencia? —concluyó ella—. ¿Aparece un bebé justo a los nueve meses de la trágica desaparición de su familia?

El hombre pegó un lado de su cara al cuerpo de su esposa. Un nuevo poso de desesperación contenida se acumuló sobre los anteriores sedimentos. Lo recibió mordiéndose el labio inferior.

—Pues entonces decidme qué opciones nos quedan —susurró—. Porque yo ya no puedo pensar más. —Apoyó los codos en sus rodillas. Negó con la cabeza, mirando al suelo—. No puedo más.

—¿Entregarlo? —aventuró la abuela, con la voz queda de quien no cree sus propias palabras.

El planteamiento sacudió a su nuera, que caminó por la estancia para sobrellevar la ansiedad que le generó la mera idea.

—¿Entregarlo? —repitió la palabra como si acabara de aprenderla de otro idioma—. ¿En adopción? ¿A mi hijo?

Su voz se agudizó con cada palabra. Detuvo su frenético pasear y se volvió, esperando una respuesta.

La abuela movió los labios sin encontrar palabras adecuadas.

Ella se llevó las manos al vientre. Lo masajeó como si dentro adivinara ya la anatomía del futuro bebé.

—Me encerré en este sótano para no perder a un hijo —espetó. Cuando dio un paso al frente para dotar de más empaque a sus palabras, el haz de luz solar que entraba por el techo del sótano se proyectó sobre su cuerpo, a la altura del ombligo, dibujando alrededor de él un cerco dorado—. Y tampoco estoy dispuesta a perder a este otro.

El hombre miró a su mujer a los ojos:

—¿Aunque tenga que vivir aquí? —preguntó.

Antes de que pudiera responder, unos golpes atronaron más allá del techo. Los tres levantaron la barbilla. La abuela buscó sobre la mesa la venda que su hijo acababa de quitarle.

—Pónmela —le pidió—. No quiero que tu padre sepa que ya es definitivo.

—Mamá…

—Pónmela.

El hombre accedió. Recompuso el vendaje mientras repetía su última pregunta.

—¿Aunque tenga que vivir aquí?

Su mujer se mordió la uña, incapaz de responder. Un golpe más intenso retumbó en el dormitorio de matrimonio, aquel que proyectaron como almacén cuando el sótano iba a tener un solo ocupante. La abuela ajustó el vendaje. También peinó con los dedos su desigual cabellera, tratando de cubrir las calvicies que había dejado el fuego. Sin esperar a que nadie la guiara, enfiló el pasillo.

—¿Vas tú sola? —preguntó el hombre.

—Ésta va a ser mi vida —respondió con los brazos estirados al frente—. Más vale que me vaya acostumbrando.

El hombre posó un brazo sobre el hombro de su mujer. Juntos observaron a la abuela correr a la puerta metálica, excitada ante un nuevo reencuentro con el abuelo. Apenas erró en su camino.

—La llave —dijo desde allí—. Necesito la llave.

Una vez frente a la puerta, el hombre se agachó, manteniendo en el aire la llave que colgaba de su cuello.

—Está en su cuarto, ¿verdad? —dijo refiriéndose a su hija.

Aunque el objetivo original de aquella puerta había sido contener los posibles intentos del niño por escapar, al final lo que contenía eran los intentos de su hermana por huir. Algo que los condenaría a todos. Como ella misma se encargaba de anunciar a gritos, delatar el sótano y a sus ocupantes era lo primero que pensaba hacer en cuanto pisara el exterior. Lo había intentado incansable durante las primeras semanas. La entrada de la cocina dejó de revestir peligro después de que el abuelo levantara la programada segunda pared, así que todos los planes de fuga debían centrarse en la puerta metálica sin manilla. Escuchando a escondidas, la hija descubrió con el paso de los días la existencia del armario. También supo del pasadizo que llevaba a la superficie. Desconocía, sin embargo, que cualquier proyecto de huida acabaría truncado en la última trampilla, esa que sólo el abuelo podía abrir desde fuera.

—¿Está en su cuarto? —repitió el hombre.

—Abre ya —respondió la mujer.

Abrió sin descolgar la llave de su cuello.

En cuanto entraron en la habitación, la cabeza de la hija asomó al pasillo. Saltó a la puerta. Lanzó el pie al umbral para detener su cierre. Llegó tarde. Una vez más.

—Os juro que voy a salir de este sótano —murmuró para sí misma—. Haré que paguéis por todo esto.

De regreso a la habitación, descubrió a su hermano parado en mitad de su cuarto. Quieto, con los brazos extendidos a ambos lados.

—Se te está llenando todo de cuervos —le dijo—. Ni siquiera vales para hacer de espantapájaros.

A las puertas del armario, el hombre indicó a su madre que esperara. Sólo él entró al pasadizo. Recorrió el largo pasillo horadado en la tierra. Giró a la derecha. Después a la izquierda. A la derecha otra vez. Al final de ese tramo encontró un enorme saco.

—¿Papá? —preguntó a la oscuridad. Su voz ascendió por el túnel, ensordecida, masticada por la tierra.

No obtuvo respuesta. El abuelo esta vez no había bajado. En ocasiones era mejor no arriesgar. Dejar caer el envío y marcharse del faro antes de que nadie pudiera verle. El hombre agarró el cierre anudado del saco. Lo arrastró. Tras doblar la segunda esquina, el fulgor de la habitación resultó visible a lo lejos, filtrándose por el armario.

—¿Viene contigo? —preguntó la abuela en cuanto oyó regresar a su hijo.

—No.

A la abuela se le ensombreció el rostro más incluso que cuando le habían quitado la venda. Como si le entristeciera más enfrentarse a la ausencia del abuelo que a un futuro de oscuridad. Si es que ambas cosas no eran la misma para ella.

—Siéntate —le dijo su nuera.

Quiso cogerla del brazo para guiarla a los pies de la cama, pero la abuela lo evitó. Encontró por sí misma el colchón. Y por sí misma desanudó la venda sobre sus ojos. Formó con ella un ovillo que depositó en la cama. Después recogió las manos entre sus piernas. Se frotó los dedos. Un gemido continuo pero casi mudo vibró en su paladar. La mujer se sentó a su lado para acompañarla en su pesar.

El hombre deshizo el nudo que cerraba el saco. Aunque necesitaban con urgencia pasta de dientes, analgésicos, arroz, vitamina D y la medicación de la abuela, a él sólo le preocupaba encontrar una cosa. La cuerda se destrenzó en hilos por el frenesí con que intentaba desatarla. Introdujo un dedo en la abertura en cuanto alcanzó el diámetro necesario. Después, tres dedos. Ambas manos. Abrió la bolsa aguantando la respiración.

Y se asomó al contenido del saco.

En su rostro lució amplia la sonrisa de sus labios quemados.

—¿Qué hay? —preguntó su esposa.

El hombre extrajo lo que había deseado encontrar.

—No tendremos que verla más —dijo.

Mostró a su mujer una máscara blanca.