La repentina irrupción de la voz de su nieta hizo que el abuelo iniciara varios movimientos que no completó, incapaz de decidir cuál era la mejor reacción. La abuela cerró los ojos abrazando al niño, preparada para lo peor. La mujer miró el rollo de carteles que su hija había estado pegando esa tarde. Suspiró al aceptar lo que ocurriría si ella descubría lo que había hecho su hermano.
El hombre se abalanzó sobre la niña.
—No bajes si estás descalza —gritó a su hija—. Esto está lleno de cristales.
La madera de la escalera crujió bajo el peso de ella. El pie se detuvo en el segundo escalón. No se había calzado tras secarse con el albornoz. Una brisa fría ascendió por las perneras hasta sus ingles. Las gomas de su pantalón de pijama, el gris gastado que era tan cómodo y caliente, bailaron a la altura de sus tobillos desnudos.
—O sea que sí se ha roto la ventana —dedujo.
—Yo ya me he cortado —mintió él. Pisó el suelo para hacer crepitar los cristales—. No bajes.
—Es peligroso —añadió la mujer.
Hubo unos segundos de silencio. Varias miradas cruzaron la estancia. Entonces el niño gritó.
—¡Vamos a tener un hijo!
La abuela le chistó en la oreja. El hombre agarró bajo el chubasquero los brazos mojados de la niña, dispuesto a salir huyendo.
—¿Qué tontería dice éste ahora?
—No dice nada. Vuelve a tu cuarto.
—Ya estáis tranquilos con el niño en casa, ¿no? Y yo os sobro. Como siempre.
—Es por los cristales —dijo la mujer.
—Siempre es por algo.
Bajó al tercer escalón. La madera crujió otra vez. A la abuela, que mecía al niño en un abrazo, se le escaparon las palabras de la boca:
—Por favor, no bajes.
Esperó la reacción de su nieta dejándose hipnotizar por el movimiento de la cortina que ondeaba en el salón, levantada por el viento que atravesaba la ventana rota. En las curvas caprichosas que trazaba el tejido vio la misma arbitrariedad de la que ahora dependía el futuro del niño entre sus brazos. Una vida entera jugada al efecto que tuvieran sobre su nieta esas cuatro palabras. Por. Favor. No. Bajes. Cuando el techo retumbó bajo los pasos airados de ella, que regresaba a su habitación con enérgicas zancadas, la abuela sollozó en silencio, agradecida, sobre el hombro del niño.
La casa entera tembló con el portazo.
—Vamos —susurró el hombre—. Tenemos que hacerlo ya.
Levantó el tronco de la niña. El chubasquero resbaló descubriendo su rostro azulado. Su mujer lo recolocó, atando las mangas detrás del cuello roto. El hombre indicó al abuelo que la cogiera de los pies.
—Venga —insistió—. Antes de que se inunde el pozo. Como se llene con la lluvia no vamos a pod…
—Cállate —interrumpió el abuelo—. No digas nada más.
Sus rodillas chasquearon cuando se agachó. Las manos le temblaban.
—Que Dios me perdone —murmuró.
Al rodear con los dedos los tobillos de la niña, tan finos que casi parecía que pudiera cerrar el puño por completo, un vértigo le sacudió. Y al levantar el pequeño cuerpo, tan ligero como el de su nieta hacía años, cuando la sujetaba de la tripa para hacerla volar como un aeroplano surcando las alturas de ese mismo salón, el vértigo se transformó en rechazo hacia sí mismo. Abrió las manos. El tacón del único zapato que conservaba la niña golpeó el suelo en un tétrico e incompleto paso de claqué.
—No puedo —dijo mostrando las palmas de las manos como si en ellas llevara escritas las mismas palabras—. No puedo.
El niño escapó del abrazo de su abuela. Ocupó la posición del abuelo.
—Vamos a las rocas, papá —dijo—. Ella vive en las rocas.
Papá trató de hablar, pero la congoja se tragó sus palabras. La mujer se acercó al niño y desabrochó, uno a uno, los dedos con los que apretaba las piernas de la niña.
—¿Vas a ayudarle o no? —preguntó a su suegro.
El abuelo negó. Mostró las palmas de nuevo.
El hombre apretó las mandíbulas, masticando el grito que no profirió.
—Lo haré yo solo si es necesario —dijo.
Cargó a la niña sobre sus brazos para ilustrar sus palabras. Se giró hacia la puerta. El aire que entraba por la ventana secó el sudor de su frente.
—Yo te ayudo —dijo la mujer.
Indicó a la abuela que se encargara del niño señalando su coronilla.
—Y dale un baño. No puede seguir así. Se nos va a poner malo.
La mujer recogió la lámina ondulada. Se acercó a su marido. Agarró su brazo en tensión, el bíceps hinchado por el esfuerzo. Se puso de puntillas para hablarle al oído.
—No pienso entregar a mi hijo —susurró.
Y fue ella quien dio el primer paso en dirección al pozo.
El niño habló a sus espaldas.
—No os la llevéis. Yo la quiero.
La mujer se volvió y advirtió el mismo gesto confundido del día que el hámster dejó de moverse entre sus manos retorcidas. La mascota que le habían regalado tras el accidente, cuando el niño aún gritaba si se quedaba solo en la habitación, y que fue a morir aplastado entre los dedos de su dueño, que lo apretó hasta matarlo para demostrarle lo mucho que lo quería.
—La quiero mucho —añadió el niño, señalando el cuerpo que su padre cargaba.
La mujer contuvo un sollozo al recordar las consecuencias letales del amor de su hijo, que convirtió al roedor en un puré de pelo y sangre que ella limpió de entre sus dedos con un trapo lleno de amoníaco. Y pensó que era lo mismo que estaban haciendo ahora: limpiar los restos de la niña escondiéndola en un pozo.
—Ábreme —dijo el hombre.
La mujer despegó la mirada de su hijo, que doblaba el labio inferior en un puchero encantador. Abrió la puerta. Un relámpago estalló en el cielo. Les permitió distinguir la silueta del pozo. Una ráfaga de viento de la tormenta nocturna los sacudió a ambos. La mujer tragó tanta saliva como culpa y repitió:
—No pienso entregar a mi hijo.
La abuela empujó al niño hacia las escaleras.
—Vamos a ducharte y a secarte —le dijo mientras subían.
Antes de llegar al baño, oyeron el portazo de la puerta de entrada.
—Entonces es verdad que vamos a hacerlo —dijo el abuelo en algún lugar.
Otra puerta se cerró tras él.
La abuela sentó a su nieto en el borde de la bañera.
—Sube los brazos.
El niño obedeció. Rió cuando la camiseta le hizo cosquillas en las axilas al escalar por su cuerpo. Ella aprovechó la prenda húmeda para limpiarle el rostro a su nieto. Lo metió en la bañera y lo desnudó por completo. Todavía le sorprendía encontrar tanto vello en algunas partes.
—¿Por qué estoy tan sucio?
La abuela escuchó la pregunta, pero prefirió ignorarla. Descolgó el mando de la ducha antes de abrir la llave del agua caliente. Desenredó la manguera y dirigió el chorro hacia su mano arrugada para comprobar la temperatura. El niño extrajo restos de arena de debajo de sus uñas.
—Estoy muy sucio —lloriqueó—. ¿Por qué estoy tan sucio?
La abuela siguió atenta al remolino, que comenzaba a humear. Abrió la llave de la derecha para rebajar la temperatura.
—Estás sucio porque vienes de las rocas.
El niño frunció tanto el ceño que los ojos se le cerraron. Como si se esforzara por recordar algo que se le escapaba.
—¿Por qué no nos dijiste que habías encontrado a la niña? —preguntó la abuela.
El niño retorció los dedos. Avergonzado, encogió la cabeza y se tapó la cara para esconderla. Asumiendo la culpa. Ella lo agarró de los hombros.
—¿Te das cuenta de lo que le ha pasado a esa niña?
El niño maulló.
—Dime, ¿te das cuenta?
Tras un silencio, el niño rompió a reír oculto tras las manos, que se abrieron de golpe descubriendo su rostro manchado.
—¡Va a tener un hijo! —gritó.
El niño comenzó a sacudir la pelvis de manera arrítmica.
—Para —dijo la abuela. Desvió la cara hacia la ducha, que derramaba el chorro directamente al desagüe—. ¡Para!
El niño se detuvo. Abrió la boca de manera exagerada como hacía cuando pretendía llorar. O fingir el llanto.
—No llores —dijo la abuela—. Perdóname. No llores.
La enorme boca se cerró.
—Vas a tener que jurarme una cosa —añadió ella.
El niño abrió los ojos con la misma curiosidad con que lo hizo cuando le regaló el espantapájaros de juguete.
—Que no vas a contarle esto a nadie —continuó la abuela—. Es muy importante que me hagas caso.
Su nieto se tapó la boca con ambas manos.
—A nadie —repitió ella—. ¿Lo juras?
El niño cogió una cremallera imaginaria que colgara de una de sus comisuras. Recorrió los labios de un lado a otro. Giró la muñeca cerrando un candado. Después, y a pesar de haber precintado su boca, la abrió para tragarse la llave invisible que lanzó a su garganta.
—Así me gusta —dijo la abuela—. Los labios cerrados y la llave dentro de tu tripa. No puedes contárselo a nadie. Ni siquiera a tu hermana. Sobre todo, no a tu hermana.
Una seriedad profunda ensombreció el rostro del niño.
—Ella no me quiere —dijo. Después repitió algo que había oído muchas veces en esa casa—: Fue su culpa que me cayera por las escaleras.
Conmovida, la abuela abrazó a su nieto desnudo en la bañera.
—Mi hermana no me quiere. Pero yo la quiero mucho a ella.
Si su madre hubiera escuchado esa frase, habría recordado seguro los restos de pelo y sangre en que el amor del niño convirtió al hámster. Pero la abuela tan sólo besó la cabeza de su nieto. Olió la sal en el cabello del crío.
—Y ahora vamos a ducharte de una vez, que apestas —dijo—. Y te pondremos talco para que huelas tan bien como yo.
Cuando terminó la ducha, el niño rió al ver su cara llena de polvos blancos. La abuela besó el remolino de pelo seco que se le formaba en mitad de la cabeza. Una imagen de ese cráneo fracturado parpadeó en algún lugar de su mente.
—Y ahora, a la cama —dijo.
Salieron al distribuidor de la primera planta. La abuela afinó el oído. Dedujo por el silencio que ni su hijo ni su nuera habían regresado aún del pozo. Al ver abierta la puerta enrejada que daba acceso a la escalera de caracol, chasqueó la lengua, incapaz de creer que su hijo aún se olvidara de cerrarla de vez en cuando. Después se acercó al cuadro que mostraba un combate naval en noche de tempestad. De puntillas, recorrió con los dedos la parte superior del marco dorado, dibujando canales en el polvo acumulado. Halló la figura de la sirena que servía de llavero. Echó el cerrojo a esa puerta que colocaron después del accidente para evitar que el niño volviera a subir a lo alto del faro. Lamentándose como siempre de no haberla instalado aunque fuera un día antes. Devolvió las llaves a su escondite.
Pasaron sin detenerse frente al cuarto de la hija, sin sospechar lo que estaba ocurriendo allí dentro. Cuando la abuela quiso cerrar la persiana y se asomó a la ventana del niño, contigua a la de su hermana, dejó de respirar.
—¿Qué te pasa? —preguntó el niño.
La abuela no respondió. Los puños se le pusieron blancos apretando el tirador de la persiana. Ahí fuera, bajo la lluvia, dos siluetas oscuras rondaban el pozo. E intuyó lo que estaría ocurriendo en la habitación de al lado.
En efecto, el rostro de su nieta tras el cristal había observado todos los movimientos del hombre y la mujer. Un círculo de vaho creció en diámetro y opacidad con cada respiración de su boca, la nariz pegada a la ventana. Incapaz de creer lo que acontecía frente a su casa, la hija había visto a su padre cargando algo. Un relámpago mostró la cabellera rubia que colgaba de su brazo. Ella se llevó la mano al corazón. Un segundo rayo le permitió distinguir el fugaz destello rosáceo que flotó sobre el pozo mientras su padre dejaba caer el bulto. Fue suficiente para reconocer la prenda. Un movimiento inusual de los músculos de su rostro desencajó sus facciones. Aunque se tapó la cara, siguió escudriñando entre las rendijas de sus dedos. Su padre y su madre realizaron una decena de viajes al sendero que cruzaba la parcela. Levantaron las rocas que lo delimitaban para arrojarlas una a una al fondo del pozo. Hasta que lo llenaron. Reservaron la más grande para sujetar la lámina metálica que había atravesado la ventana.
Después los vio regresar a casa, momento en que ella salió disparada al salón.
Desde el cuarto del niño, la abuela distinguió la silueta de su nieta atravesando el distribuidor. Terminó entonces el movimiento iniciado con el tirador de la persiana, dejándola caer como una guillotina de plástico gris que cegó por completo la ventana. Recuperó del bolsillo el rosario del que antes había renegado. Se lo abrochó al cuello, recibiendo complacida el peso del crucifijo.
—Por la señal de la santa cruz… —recitó, dibujando tres cruces sobre su frente, su boca y su pecho— amén.
—¿Qué pasa? —preguntó el niño bajo las sábanas.
La abuela se acercó a la puerta. La cerró suavemente para proteger a su nieto de lo que pudiera escuchar.
—No pasa nada —respondió.
Se sentó al borde de la cama, ajustando la colcha. Al pensar que podía ser la última vez que lo hacía, una lágrima asomó a sus ojos. La secó antes de que el niño la viera.
—Enséñame eso que sabes hacer con la boca —dijo para desviar su atención—. Eso del grillo.
La mueca que tenía por sonrisa iluminó el rostro del niño. Después colocó los labios de cierta forma, silbando entre ellos a la vez que el aire expulsado los hacía vibrar. Imitando a la perfección el canto de los grillos en la parcela. La abuela escuchó a su nieto intentando abstraerse de lo que ocurría en el salón.
La hija descubrió a sus padres empapados en mitad de la estancia. Se agarró a la barandilla para detener el temblor en sus manos. Habló desde el penúltimo peldaño de la escalera.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó.
—¿Qué es lo que has visto? —cambió su madre la pregunta.
—Lo he visto todo.
—Entonces ya lo sabes —dijo el hombre.
Las palabras sonaron graves. Pesadas. Lanzadas de uno a otro como habían lanzado las rocas sobre el cuerpo de la niña.
—¿Era ella? —Señaló con la barbilla el rollo de carteles en mitad del salón.
Sus padres intercambiaron una mirada, sin saber qué responder.
—¿Ha sido mi hermano? —El aire que entraba por la ventana ajustó el pijama gris a las curvas de su cuerpo.
—Más o menos —contestó la mujer—. Él no es responsable de sus actos.
—¿Qué le ha hecho?
—No quieras saberlo —dijo el padre.
—¿Y no habéis llamado a nadie? —preguntó.
—¿Tú qué crees? —La mujer escurrió su trenza como si fuera un trapo—. Ya sabes por qué estamos tan mojados.
—¿Papá?
—La niña ya estaba muerta —explicó—. Estamos protegiendo la vida del que sigue vivo. La vida de tu hermano.
—Esa niña también tiene una familia. Si mi hermano le ha hecho algo, me da igual lo que pase con él.
—Que tu hermano te da igual ya quedó claro hace tiempo —intervino su madre.
La fuerza con que la hija apretó los puños encendió un dolor intenso en las palmas de sus manos.
—Todo el pueblo sigue buscándola —dijo.
—Pero muchos ya intuyen lo que ha podido pasar —contestó él—. Que además es lo que ha pasado. La niña se cayó en las rocas.
—¿Por qué escondéis el cuerpo, entonces? ¿Qué le ha hecho mi hermano?
—No quieras saberlo —repitió el padre—. A ella empezarán a darla por muerta dentro de unos días. No es el primer niño de esta isla que se mata en el acantilado.
—Su familia no la dará por muerta.
—Bueno… —su padre alargó una pausa—, pero es que sí lo está.
—Por culpa de mi hermano.
—Eso no es así —corrigió su madre.
—¿Ah, no? —Redujo la tensión de sus puños—. Dejemos que lo decida quien lo tiene que decidir.
Descendió el último escalón. Pedazos de cristal crepitaron bajo las suelas de goma de las zapatillas que acababa de calzarse. Su padre adivinó sus intenciones y llegó al teléfono antes que ella. Ocultó el aparato tras su espalda.
—No vas a hacerlo —dijo él.
—Dámelo.
Su hija lanzó una mano al aire.
—¿De verdad quieres destrozar a toda esta familia? —preguntó su madre.
—Ha sido mi hermano. No vosotros.
—¿Y cómo vamos a explicar que la niña esté en el pozo? ¿Debajo de mil piedras? —Los zapatos encharcados de la mujer chapotearon con cada paso que dio para acercarse a su hija.
Ella abrió la boca para responder. No encontró palabras.
—¿Qué va a ser de ti cuando se sepa lo que hemos hecho? —añadió su madre—. Te vas a quedar sola.
—Ya estoy sola.
—Pero sola de verdad.
—Estoy sola desde lo de las escaleras —aclaró—. Desde que todo lo que pasa en esta casa es culpa mía.
—Mírate. —Su madre la señaló con la mano abierta—. Eres tú la que quiere llamar para delatarnos a todos. Si esta familia se hunde por esto, será culpa tuya otra vez. Qué casualidad.
La hija se apartó el pelo de la cara, sujetándolo con ambas manos como en dos coletas.
—¿Los abuelos están en esto también?
—Estamos todos juntos. Como siempre. —Hizo una pausa para dar importancia a lo que iba decir a continuación—: Todos menos tú.
—Dime si quieres robarle a los abuelos sus últimos años —añadió el padre.
La hija se tiró de las coletas para que el dolor prevaleciera sobre el pensamiento. Era algo que había funcionado en otras ocasiones. Recibió con alivio el pinchazo de alfileres allí donde cada cabello tiraba de su raíz. Después repitió mentalmente, una a una, las palabras de la conversación que acababan de mantener. Pensó en la abuela. En el abuelo. La vida sin su familia resultó apetecible durante unos instantes. Después imaginó la casa vacía. Las lágrimas que brotaron de sus ojos no fueron resultado del dolor físico. Un suspiro desgarrado emanó de su estómago. Sintió que podría haber vomitado su alma. Aflojó la tirantez de su pelo. Las lágrimas emborronaron la imagen de sus padres en un perfecto símbolo de lo que significaban para ella.
—Os odio —les dijo—. Os odio por hacerme esto.
—Nosotros te damos las gracias —dijo el padre.
—Aún puedo decirlo cuando me dé la gana.
—Pero no lo harás.
—No me probéis.
—Estás haciendo lo correcto —intervino su madre—. Ponerte del lado de tu familia.
—Lo hago por mí.
—Sabes que no.
Cuando quiso apretar el brazo de su hija, ella lo apartó con una sacudida.
—Ni lo intentes —gritó—. No quiero que me toquéis.
Durante varios segundos, tomó aire en hondas inspiraciones dolorosas. Cuando se calmó, su padre preguntó:
—¿Puedo entonces dejar el teléfono sobre la mesa?
La hija no contestó. Tan sólo se volvió para huir cuanto antes de aquel lugar. En el trayecto a las escaleras, algo crujió bajo sus pies. Supo lo que era antes de mirar hacia abajo. Los ojos azules de la niña desaparecida, impresos en aquel montón de carteles, se arrugaban bajo su zapatilla. Mojados tras rodar por los charcos que inundaban el salón. Rasgados por el roce de los cristales que sembraban el suelo. Apartó la mirada, avergonzada. Culpable.
—¡Os odio! —gritó a su padres.
Se lanzó escaleras arriba. Una mano la detuvo cuando alcanzó el distribuidor.
—Retira eso que acabas de decir —dijo la abuela—. No odias a tus padres.
—Déjame.
—Pídeles perdón.
—Que me dejes.
—Pídele perdón a tu padre —insistió la abuela.
La niña agarró el crucifijo que colgaba del cuello de ella. Lo colocó frente a su cara. Lo giró para que el Cristo la mirara de frente.
—Pide perdón tú al tuyo por lo que has hecho con esa niña —le dijo.
La fuerza con la que soltó la cadena desequilibró a la abuela, que tuvo que apoyarse en la pared para no caer.