19

Reconocí el sonido de las zapatillas de la abuela al primer paso. Y el olor de los polvos de talco. Contuve la respiración para que no me oyera. Sus pies se movieron frente a mí como dos roedores temerosos. Se pararon junto a la cuna. Después prosiguieron su lento camino hacia la cama.

Los muelles rechinaron cuando se sentó, y yo aproveché para tomar aire.

Oí como abría el cajón de su mesilla. Reconocí enseguida el repiqueteo de las cuentas del rosario entre sus dedos mientras ella entonaba la oración en un zumbido constante como el de las alas de la esfinge colibrí. El murmullo me permitió respirar sin precaución.

Antes de terminar, la abuela dijo en voz alta:

—Quítame a mí los días que le des a él.

Identifiqué el sonido húmedo de un beso y supe que la abuela también hacía sus propios juramentos con el que está allí arriba.

—No hace falta que pidas eso —dijo por sorpresa la voz de mamá. Había aparecido en la habitación durante la oración de la abuela. Encendió la luz—. Seguro que le quedan muchos días. Ya lo verás.

Se sentó en la cama junto a ella.

—Dios quiera que tengas razón —contestó la abuela—. Pero ya es mayor. Los dos somos mayores. Los médicos le dejaron muy claro a qué se enfrenta. Lleva diez años haciendo todo este esfuerzo, y…

Vi cómo mamá abrazaba a la abuela cuando a ella le falló la voz.

—… y yo no quiero estar aquí cuando él no esté… —terminó entre sollozos.

No tenía ni idea de lo que hablaban.

—Todo va a ir bien —dijo mamá—. Estoy segura de que le queda mucho tiempo, es fuerte. —Oí un beso—. Y tu hijo también está convencido de ello. Por eso quiere preparar el relevo poco a poco. Para que él mismo tome la decisión. Ninguno sabemos cuál es la mejor manera, pero…

El bebé rompió a llorar, interrumpiendo la conversación. Mamá se levantó a asistirle.

—¿Qué le pasa? —preguntó la abuela.

Mamá siseó. El berrinche perdió fuerza enseguida. Quedó reducido a un gorgoteo casi inaudible.

—¿Sabes? —dijo mamá—. El niño me ha hecho una pregunta muy rara hoy.

Agudicé aún más el oído al saberme nombrado.

—¿Rara? —preguntó la abuela, aún compungida.

—Sobre unos animales. Algo de… —hizo una pausa como si buscara las palabras adecuadas para expresarse—, algo de si una familia de mamíferos pueden tener hijos entre ellos.

Oí cómo se cerraba el cajón de la mesilla de la abuela.

—¿Lo preguntaba por el bebé?

—No sé qué pensar —contestó mamá.

Y cuando la abuela rompió a llorar de nuevo, mamá regresó a la cama junto a ella. Vi la cuna vacía, así que llevaría al bebé en brazos.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó—. ¿Qué he dicho?

Ella se sorbió la nariz.

—Nada. Tú no has dicho nada —dijo—. Es este bebé. Te juro que… Lo quiero más que a mí misma. Te lo juro que es verdad. Pero cada vez que lo miro —tomó aire—, cada vez que lo miro veo en él la suma de todas las decisiones equivocadas que hemos tomado. —Lloró pero no detuvo el discurso, dejando escapar las palabras en un gemido cada vez más agudo—. Veo en él el peor de los pecados cometidos en este sótano. El peor de nuestros pecados.

Debajo del colchón, yo también dejé escapar lágrimas silenciosas. Pude sentir de nuevo los arañazos que mi hermana había marcado en mi espalda imitando los que yo había visto en la de papá. Y recordé la única lágrima que ella había derramado al contarme la verdad sobre el bebé. La lágrima que había caído por detrás de su máscara.

—¿Cómo pudimos dejar que pasara? —preguntó la abuela.

Mamá tardó en responder.

—Aunque nos castiguemos por ello cada día —dijo—, de nada sirve.

La abuela se sonó la nariz.

—¿Y sabes por qué? —continuó mamá—. Porque tenemos un bebé sano. Y un bebé que es tan bonito como lo eran tus nietos. Y lo vamos a cuidar igual que a ellos. Porque tiene toda una vida por delante. Además —prosiguió mamá—. Somos nosotras, tú y yo, las que más tenemos que querer a este bebé. —Bajó la voz—: A esta cosita tan linda que ya se ha quedado dormida. Esta cosita tan bonita que su madre no quiere.

Mientras mamá se levantaba para dejar al bebé en la cuna, la abuela añadió:

—Su padre tampoco lo quiere.

Mamá respiró hondo.

—Pero no es lo mismo —respondió desde la puerta—. Buenas noches.

Apagó la luz sin apenas hacer ruido con el interruptor. Volvimos a quedarnos a oscuras.

—Buenas noches —susurró mi abuela.

En el silencio total de la habitación, reduje el ritmo de mi respiración hasta que el de la abuela se fue pausando. Busqué mil significados a las palabras que acababa de escuchar a escondidas.

Cuando supe que la abuela se había dormido, aproveché para cambiar la posición de mis brazos.

Mi hermana llegó poco después.

La puerta se abrió y la habitación se llenó de los destellos de la televisión en el salón, que desaparecieron en cuanto encendió la luz. Me tapé los ojos con la mano para dar tiempo a mis pupilas a acostumbrarse a la nueva realidad. Cuando la retiré, vi sus piernas junto a la cuna. Pegué la barbilla al suelo para incrementar mi campo de visión. Mi hermana tenía una mano apoyada sobre la tripa del bebé. Lo meció. El niño siguió durmiendo.

La máscara giró sobre los hombros de mi hermana. Pude ver el agujero de un ojo, la curvatura de la nariz y una esquina de la boca. Ella se quedó quieta. Quizá escuchando la cadencia de la respiración de la abuela como había hecho yo minutos antes. La suya parecía acelerada por la forma en que su pecho subía y bajaba.

Meció al bebé otra vez.

Esperó.

Entonces se llevó la mano con la que mecía al niño a uno de los bolsillos que tenía a cada lado de la blusa de los cinco botones. Destrabó el cierre sin dejar de mirar al bebé. Sus dedos desaparecieron dentro del pliegue de tela. Buscó algo en su interior, el bolsillo lleno de vida repentina como si un montón de cucarachas se pasearan por ahí dentro.

Crujió alguna madera de la cama de la abuela.

—No es su hora —dijo.

Los dedos de mi hermana se detuvieron. Escaparon del bolsillo con la rapidez de verdaderas cucarachas.

—No creas que dándole el pecho ahora te vas a librar de tener que despertarte después —añadió la abuela.

La máscara blanca la miró a ella y al bebé. Al bebé y a ella.

—Y apaga la luz, anda. Que bastante nos está costando acostumbrarlo a la oscuridad. A tu hermano le costó menos.

Sonreí bajo la cama al oír aquello, como si hubiera ganado algún premio.

—¿Y cómo sabes que he encendido la luz? —preguntó mi hermana.

—¿Crees que no oigo cuando pulsas el interruptor?

De un paso, mi hermana alcanzó la puerta. Presionó el interruptor con fuerza, para que sonara.

—¿Lo has oído?

—Muy bien —respondió la abuela sin hacer caso de la provocación—, apagada.

El suelo, la cuna y las patas de la cama se fueron materializando frente a mí en la oscuridad. Dos manchas móviles, los pies de mi hermana, se acercaron a la cama. Algo me rozó la espalda. Era el colchón bajo el que me escondía, hundido ahora por el peso de ella al sentarse. Acosté el tarro de las luciérnagas y pegué una mejilla al suelo. Recordé cómo mamá me había explicado lo que era un tallarín aplastando un espagueti encima de la mesa.

La blusa cayó al suelo. Dibujó una nueva mancha de contorno irregular frente a mí. El bulto sobre mi espalda cambió de forma y posición, dividiéndose por momentos para acabar convertido en un ligero relieve a lo largo de todo el colchón. Oí cómo se tensaba la goma de la máscara, y el chasquido elástico que produjo al soltarla. Después, un sonido hueco me reveló que acababa de dejarla sobre la mesilla.

La respiración de mi hermana se fue sincronizando con la de mi abuela.

Estuve atento a ellas largo rato, hasta que mi propia respiración imitó aquel ritmo. Parpadeé varias veces para intentar vencer al sueño. El polvo le daba una textura áspera al suelo, como la cicatriz de pelo de la cara de papá. Cerré los ojos sólo un segundo.

Pero no fue un segundo.

Y lo que me despertó fue el sonido de unos pasos.

Alguien caminaba por la habitación.

En cuanto abrí los ojos pensé en el hombre grillo que habría regresado al sótano para llevarse al bebé que no pudo robar en su primera visita. O a meterme a mí en su saco por espiar a escondidas debajo de una cama. Tras unos parpadeos recordé la misión. Tenía que ser papá el que caminaba por la habitación. Quería hacer sangrar a mi hermana, o meterle otro bebé en la tripa.

El colchón se levantó sobre mí por una esquina.

A punto estuve de pedirle a las luciérnagas que se iluminaran.

Entonces los pasos se arrastraron cerca de la cuna. Oí a mi hermana tarareando una canción con la boca cerrada, la música convertida en una sucesión de emes que se originaban en algún lugar entre su paladar y su nariz.

Era la música de la película favorita de papá. La melodía más triste que haya escuchado jamás. El derroche orquestal quedaba reducido ahora al canturreo casi inaudible de mi hermana. Reconocí la silueta de sus pies junto a la cuna.

La melodía se quebró en su garganta cuando alcanzó la nota más aguda.

El bebé comenzó a llorar.

—Te lo dije —oí decir a la abuela. Su voz sonaba grave, como si hubiera recorrido años luz para llegar a la habitación desde el planeta de sueños en el que se encontraba—. Enciende la luz.

Mi hermana no contestó, aunque aceptó el consejo de la abuela. Apreté los párpados cuando accionó el interruptor. Los fui relajando mientras ella tarareaba la triste melodía y el llanto del bebé cambiaba de intensidad.

A punto estuve de asomarme, pero recordé entonces que mi hermana había dejado su máscara sobre la mesilla al acostarse. Fijé por tanto la mirada en sus pies. Fui escalando por sus piernas, deteniéndome en la cadera, en el bolsillo de su blusa, en su pecho. Las piernas del bebé colgaban a la altura de su tripa. Lo tenía agarrado con el brazo izquierdo, los dedos perdidos entre los pliegues del pañal.

Sin dejar de tararear la canción, desabrochó los dos primeros botones de su blusa. Un pecho escapó de la tela. Descubrí un círculo morado en la parte inferior del pezón.

Me impulsé hacia delante para ampliar mi campo de visión. Lo hice con precaución: me detuve cuando la estructura de la cama sobre mí aún eclipsaba la cabeza de mi hermana.

Ella detuvo su tarareo. Creí que habría escuchado el polvo crujir bajo mis manos. Pero continuó enseguida con la melodía, ajena a mi presencia.

Ahora podía ver su pecho desnudo y todo el cuerpo del bebé. Tenía la carita arrugada y los ojos cerrados. La boca muy abierta como si llorara, aunque no lo hacía. Mordió el pecho izquierdo de mi hermana a través de la blusa.

—Ése no —le dijo ella.

Con un movimiento del hombro retiró la boca del niño. Entonces advertí otro movimiento algo más abajo. En el bolsillo de la blusa. Las cucarachas ficticias habían regresado. La mano de mi hermana se movía allí dentro. Su muñeca emergía y se escondía tras el pliegue de tela.

En mis oídos retumbaba el latir de mi corazón. Parecía que pudiera oírse por toda la casa.

La melodía tarareada alcanzó otra vez su parte más aguda. La garganta de mi hermana volvió a fallar. Retomó la canción desde el principio.

Fue cuando su mano salió del bolsillo.

Advertí enseguida los restos de polvo azul celeste entre dos de sus nudillos. Del mismo color que los cubitos del veneno para ratas. Acercó los dedos a su pezón desnudo y lo acarició. Lo rodeó varias veces con la yema de dos dedos.

Tarareó mientras lo hacía.

Aquel tono azulado pigmentó la piel marrón.

Después bajó los dedos. Los frotó sobre el bolsillo como cuando mamá echaba sal a una ensalada.

—¿Está todo bien? —preguntó la abuela.

Mi hermana detuvo el tarareo para contestar.

—Todo está perfecto —dijo.

Fijé la mirada en su pecho. En aquel polvo azulado que había esparcido por su pezón.

—Ahora sí —susurró mi hermana al bebé—. Éste es el tuyo. De aquí puedes comer.

Dirigió la cabeza del niño a su pezón desnudo teñido de azul.