17

La noche siguiente, antes de cenar, papá cogió el cuchillo del centro de la mesa. Mamá dejaba todos los cubiertos amontonados para que nosotros nos encargáramos de repartirlos. La abuela siempre rozaba uno de los lados del cuchillo contra su antebrazo para saber cómo colocar el filo hacia dentro. Papá cogió ahora uno de los grandes, de empuñadura marrón, y extendió su otra mano sobre la mesa, con los dedos bien separados y la palma pegada al mantel.

—Mira, hijo —le dijo a mi hermano—, como en la película de anoche.

Papá extendió la mano sobre la mesa con los dedos separados y empezó a clavar la punta del cuchillo entre ellos. Al principio lo hizo lentamente, poco a poco fue incrementando la velocidad hasta que el ruido de cada impacto sobre la mesa se pareció al de un caballo al galope como en las películas del Oeste. Mi hermano reía cada vez más fuerte, con espasmos guturales que casi acaban por atragantarle. Se balanceaba sobre la silla y daba golpes a la mesa. Trató de aplaudir en dos ocasiones, pero sus manos no llegaron a encontrarse y acabó por golpearse en el hombro. Mi hermana miró al pasillo para abstraerse del espectáculo.

Mamá trajo la fuente de sopa. El humo blanco bailaba frente a su cara antes de desvanecerse. La dejó a un lado de la mesa y atrapó al vuelo la mano con la que mi padre emulaba a algún sucio vaquero haciendo apuestas en una cantina.

—¿Ya? —preguntó mi hermana en cuanto dejó de escucharse el trote del cubierto contra el mantel.

Esperó aún unos segundos para asegurarse.

Entonces la máscara blanca giró sobre sus hombros.

Y fue justo en ese momento cuando empezó a sangrar.

La sangre apareció de repente.

Un flujo de color rojo oscuro, como si el material ortopédico sangrara. Mi hermana fue la última en darse cuenta. Alargó el brazo para alcanzar la sopa como si no ocurriera nada mientras la sangre teñía el borde del agujero que tenía por boca.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Debió de advertir la sorpresa y el horror en nuestros rostros. Pegó un grito al ver las manchas de sangre sobre el mantel. Dibujando pequeñas manzanas entre las ramas de los árboles estampados en la tela. Papá dejó caer el cuchillo. Retiró la mano a tiempo de evitar que le pinchara.

—Estás sangrando —dijo mi madre.

Mi hermana palpó con sus manos la máscara. Buscando el origen del flujo, con los dedos manchados de su propia sangre, dibujó un montón de huellas dactilares sobre el plástico blanco.

—¿Sangrando? —preguntó la abuela, moviendo la cabeza en varias direcciones.

Buscó la cara artificial de mi hermana con las manos. Cuando sus dedos tocaron la humedad que impregnaba la máscara se retrajeron como si hubieran tocado algo caliente. Después se los llevó a la nariz y los olió.

—¡Es sangre! —gritó.

Mi madre se acercó a socorrer a mi hermana. La hizo levantarse. Examinó con sus dedos el relieve de la máscara. Veinte dedos la toqueteaban como una colonia de hormigas con las antenas cortadas.

—Te la tenemos que quitar —dijo mi madre.

La mano de papá saltó de donde estuviera y atrapó una de mis muñecas.

—Ven, vamos —decía mi madre mientras guiaba a mi hermana hacia el fregadero.

—¿Tenéis que hacerlo aquí? —preguntó mi padre.

Mamá no contestó. Sólo colocó a mi hermana de tal forma que me diera la espalda. Pude ver la goma que recorría la parte de atrás de su cabeza de lado a lado. A pesar de las precauciones de mi madre, la mano caliente de papá se apoyó sobre mis ojos.

Me los cerró.

Oí una silla deslizarse sobre el suelo.

—No hace falta que vayas —dijo mi padre.

Supe que se lo decía a la abuela.

—¿Qué me pasa? —preguntó mi hermana.

—Ahora lo veremos —contestó mamá.

—Es este sótano —añadió ella—, que nos va a matar a todos.

Aunque yo no podía ver nada, supuse que mi hermana se habría quitado su máscara manchada de sangre mostrando a mamá el rostro que resultó del fuego. Y que ella estaría repasando sus viejas heridas buscando la razón de la hemorragia.

La encontró rápido.

—No es nada —escuché decir a mamá—. Sólo te sangra la nariz.

La respiración de papá, caliente, me susurró en el oído:

—Por llamarla de alguna manera.

Oí abrirse el grifo del fregadero.

—Lávate hasta que deje de sangrar —indicó mi madre.

—Que ponga la cabeza hacia arriba —añadió la abuela desde la mesa.

—Eso es malísimo —respondió mamá.

—Lo hice con tu marido cada vez que se caía de un tobogán o le pegaban con un balón —respondió ella—. Sé cómo funcionan estas cosas.

El agua cayó de forma distinta en el fregadero. Mi hermana estaba haciendo caso a mi madre.

—Sigue así, hasta que pare —dijo ella—. Tiene que parar en algún momento.

Oí a mi hermana frotarse la cara. Una situación muy similar a la que había vivido dos noches antes, cuando papá me castigó en el baño, cuando ella había entrado a escondidas para limpiarse. Al acordarme de aquello, la mano caliente de papá sobre mi rostro me produjo rechazo.

El agua siguió corriendo.

—No para —dijo mi hermana después de un rato—. No deja de salirme sangre.

—Pues entonces tápate el agujero con los dedos —dijo papá—. O haz lo que quieras. Pero habrá que cenar. Esta sopa ya está fría.

La silla de mi abuela rozó contra el suelo.

—He dicho que no hace falta que vayas —repitió mi padre.

Esta vez no hizo caso. Oí sus cortos pasos acercándose a la cocina.

—Coge un trapo de los que hay por allí —dijo la abuela—, y apriétalo con fuerza. La presión hará que pare.

Hubo algunos ruidos que no identifiqué.

—Ya está —dijo la abuela—. A comer.

Más pasos se acercaron a la mesa, que vibró cuando ellas se sentaron. Papá ejerció más presión sobre mis ojos.

—No puedes comer aquí sin la máscara —le dijo a mi hermana—. Está el niño.

Me movió la cabeza con la mano como si aquello fuera necesario para constatar mi presencia.

—¿A quién le molesta de verdad mi cara? —preguntó mi hermana—. ¿Al niño? ¿O a ti?

Un cubierto golpeó la mesa. Al agudo rechinar de las patas de una silla contra el suelo le siguieron los pasos sordos de alguien dirigiéndose al pasillo.

—¿Cómo vas a tomarte la sopa sin la cuchara? —preguntó mi madre.

—La sorberé como pueda —contestó mi hermana.

Cerró su habitación de un portazo.

—Ya puedes comer —dijo mi padre.

Al retirar la mano, el aire secó el antifaz de sudor con una sensación de frescor. Lo primero que vi al abrir los ojos fue la máscara de mi hermana sobre la mesa. Un rostro sangriento y vacío mirando al techo. Implorando quizá al que está allí arriba.

Mi hermana no salió de su habitación para devolver el plato a la cocina. Quien lo recogió fue mi abuela, que entró al cuarto para sacar al bebé. Se dispuso a cambiarlo sentada en el sofá, al lado de mi madre. Murmuró alguna canción mientras lo acunaba. Un gran bote de polvos de talco descansaba sobre su regazo. El olor superaba incluso al del pañal sucio que ella había apartado en el suelo.

Me encaramé al sofá para sentarme junto a mamá. Advertí que tenía algo entre sus manos. Era la máscara de mi hermana. La frotaba con un trapo gris. El olor del amoníaco me hizo saber que estaba limpiando las manchas de sangre. Encajó el rostro ortopédico en una de sus rodillas, lo mantuvo sujeto y frotó la frente con fuerza. El tono marrón de la sangre seca se fue disolviendo, desdibujándose en una nube naranja y después rosácea para dar paso finalmente al blanco. La punta del trapo quedó teñida de marrón. Dio algunas vueltas para buscar otro extremo del tejido aún limpio y procedió a hacer lo mismo con el relieve de la nariz. Era como si su rodilla mirara al frente.

—Bueno, ¿qué? —me dijo—. ¿Te vas a quedar ahí mirándome toda la noche?

Negué con la cabeza.

—Venía a darte un beso de buenas noches.

Ella me acercó un lado de la cara.

—Pues venga —dijo—. Y otro a tu abuela. Y te vas a dormir, que papá querrá ver una película.

Esperó el beso mientras seguía manipulando la máscara de mi hermana. Cuando se lo di, repasaba los falsos labios de la careta.

—¿Por qué tiene que llevarla? —pregunté.

—¿Cómo?

—Que por qué ella tiene que llevar la máscara siempre y vosotros no.

La mano con la que mamá sujetaba el trapo se detuvo.

—No la lleva siempre —explicó—. Duerme sin ella. Se baña sin ella.

—Pero por aquí —dije señalando el salón—. Por aquí siempre la lleva. Cuando yo estoy delante.

Mamá suspiró.

—El fuego nos afectó a todos de manera distinta —intercedió entonces la abuela. Mientras lo decía, acarició la cara rosada del bebé.

—No te haría bien ver cómo quedó su cara —añadió mamá—. Podrías asustarte. No tiene… —mamá recorrió con un dedo la curva de su nariz— ya sabes.

Entonces toqué la cara de mamá. Acaricié la piel acartonada alrededor de sus ojos.

—Vuestras caras no me asustan —dije.

Su nariz silbó, parecía emocionada.

—Yo quiero tener la cara como vosotros —añadí—. No quiero ser diferente.

De pronto, mamá apartó bruscamente mi mano de su mejilla.

—No digas eso ni en broma. Tú tienes una cara que a la gente le gustaría mirar, con esos dos preciosos lunares. —Tocó primero uno de ellos y después el otro, debajo del ojo derecho.

—¿Qué gente? —pregunté.

Mamá tomó aire.

—Aquí no hay gente —dije—. Aquí sólo estamos nosotros. Da igual que mi cara esté quemada.

—No, hijo. No da igual. —Siguió acariciando mi rostro—. No da igual —repitió.

La abuela requirió mi atención.

—Ven —me dijo—. Ven a este otro lado.

Rodeé el sofá por detrás para llegar al otro extremo y me senté al lado de la abuela. Ella reposó el bebé sobre sus rodillas y colocó sus dos manos en mi cara. Estiró mi carne con sus dedos como si la modelara. Noté los párpados estirarse, los labios contraerse. Un agujero de la nariz se abrió más que el otro cuando tiró de la punta con el pulgar. También me pellizcó las cejas y las distorsionó a su antojo.

—Ya está —dijo cuando dio por terminada su labor—. Ya eres como nosotros.

Traté de sonreír pero mi cara estaba enganchada entre los dedos de mi abuela y me fue imposible.

—¿Estoy guapo? —pregunté. Aunque en realidad no dominaba la nueva forma de mis labios y pronuncié con un extraño ceceo—. ¡Hablo como mi hermano! —bromeé.

—Muy guapo —dijo la abuela.

—Tú no puedes verme, eso no vale —respondí—. Mamá, ¿estoy guapo?

Apenas distinguí una mancha de color irregular cuando se asomó para mirarme. Un volumen iluminado desde arriba por la bombilla que colgaba en el techo. Los párpados, estirados como los tenía, no me permitían ver bien.

—¿Estoy guapo? —repetí.

—Déjale, anda —dijo mi madre—. No me gusta verle así.

Mi abuela separó las manos de mi cara. Mis facciones regresaron a su lugar habitual. Como la piel nueva de una oruga tras mudar la vieja. Volvía a ser el de siempre.

—Tú tuviste la suerte de estar aquí dentro el día del fuego —dijo mi madre señalándose la tripa—. No quieras cambiar eso.

Me crucé de brazos como única respuesta.

—Además —murmuró la abuela a mi lado—, en realidad no eres diferente.

Agarró al bebé y lo levantó de su regazo.

—Él es igual que tú —dijo.

Oí cómo silbaba la nariz de mamá.

Miré a mi sobrino. A su carita llena de luces y sombras. Una cara rosada, lisa y uniforme como la mía. Parpadeó como si supiera que lo estaba mirando.

Papá regresó entonces al salón arrastrando sus zapatillas marrones, que ya tenían un agujero en la suela por el roce.

—Tú, el fantasma de la casa. ¿No tienes ningún libro que leer? ¿O algún experimento que hacer con un limón?

No respondí.

—O mejor —continuó—, ve a buscar a tu hermana. Que venga a llevarse al niño. Tengo que hablar con tu madre y tu abuela.

Bajé del sofá.

En mitad del pasillo, oí a mis espaldas cómo se abría uno de los armarios de la cocina.

—¿Estamos tomando todo lo que tenemos que tomar? —dijo papá.

—Sí —respondió mamá—. Todo lo fundamental.

Entonces recordé algo. Volví sobre mis pasos. Papá dejó de hablar cuando me descubrió en el salón.

—¿No te había dicho que fueras a buscar a tu hermana? —preguntó.

—No puedo —respondí.

—¿Y eso por qué?

—Su máscara está aquí —dije señalando el sofá.

—Ya voy yo —dijo la abuela.

Buscó la máscara con la mano hasta dar con ella. Se levantó del sofá, tirando el bote de polvos de talco. Una nube blanca se elevó durante un segundo sobre el suelo del sótano. La abuela pisó el polvo y dejó dos huellas blancas en una baldosa, pero esquivó por suerte el pañal sucio del bebé. Continuó su camino por el pasillo.

—¿Piensas quedarte ahí toda la noche? —me preguntó papá desde la cocina. Apoyaba la mano en uno de los armarios, el armario del que mamá sacaba el montón de pastillas que nos hacía tomar—. ¿Te puedes ir de una vez?

En nuestro cuarto mi hermano silbaba su canción. Aproveché el trance para dar las buenas noches a mis luciérnagas sin precaución. Cuando quise meterme en la cama, las piernas que colgaban de su litera se interpusieron en mi camino.

—Abre paso, Espantapájaros —le dije.

Rió con un rebuzno. Separó los pies dibujando una uve invertida. Pasé entre ellas mientras él seguía riendo. Los muelles de su cama rechinaron con cada espasmo.

Entonces llegó desde el salón el traqueteo de un tren. Y los agudos quejidos metálicos de una armónica. Papá había vuelto a poner su película favorita. Mi hermano dejó de reír y se bajó de la litera haciendo temblar el suelo. Abandonó la habitación en dirección al salón, donde se sentaría para ver la película con papá.

Yo me quedé mirando al colchón que tenía por techo.

Repitiendo una a una las frases de la película.

La oscuridad a mi alrededor se hizo más densa en cuanto comenzó a sonar la habitual melodía, la melodía más triste que haya escuchado jamás. Mis ojos se humedecieron cuando la orquesta explotó y la cantante entonó las notas más agudas de su lamento.

Estaba obligándome a permanecer despierto. Tenía que preguntarle algo a mi hermana, y tenía que hacerlo esa misma noche.

Mamá fue la primera en acostarse. El suelo crujió al pasar frente a mi puerta. Las tuberías del baño silbaron cuando abrió el grifo y vació la cisterna. Oí cómo cerraba la puerta de su habitación. Mi abuela cerró la suya algunos minutos después haciendo el menor ruido posible.

Todo lo contrario a mi hermano, que, en cuanto terminó la película, se levantó del sofá arrastrándolo por el suelo y corrió por el pasillo sin importarle el sueño de nadie. Cuando su sombra desdibujó la línea de luz que entraba bajo la puerta de nuestra habitación me tapé la cara con la sábana, preparado para el terremoto. La estructura metálica de la litera se tambaleó mientras subió por la escalera. Decenas de muelles se quejaron al sostener su peso. Después, la estructura vibró durante unos minutos. El temblor creció en intensidad a la vez que la respiración de mi hermano. Gimió justo antes de que el movimiento cesara. Enseguida empezó a roncar.

Más tarde fue papá quien se movió en el baño. Le oí cepillarse los dientes y luego abrir la puerta de su cuarto con la llave.

La casa quedó en silencio. A excepción del goteo de la cisterna y de los ronquidos de mi hermano.

Sólo faltaba mi hermana por acostarse. Debía de estar en el salón.

Permanecí en la cama mirando a la nada, tratando de oír algún movimiento en el salón. Agudicé tanto el oído que incluso podía escuchar las patas de las luciérnagas encaramadas a los lápices de colores en el interior del tarro.

Después de que mi hermano hubiera cambiado varias veces de posición, salí de la cama y avancé por el pasillo, apoyándome sólo en las puntas de los pies. Por suerte el suelo no crujió como había hecho con mamá. Para mi vista acostumbrada a la oscuridad, los pilotos de colores que brillaban en la televisión y el vídeo, esas luciérnagas muertas, iluminaban casi tanto como bombillas. Antes de atravesar el umbral que daba acceso a la estancia principal, cerré los ojos, por si mi hermana había decidido quitarse la máscara.

Una cuchilla fría rasgó mi estómago cuando me di cuenta de mi error.

Todo había sido un truco del hombre grillo. Había entrado en la casa atraído por el olor de la sangre de mi hermana. Se había escondido en algún lugar del salón sin que ninguno nos diéramos cuenta. Oculto en la sombra de algún rincón. Mirándonos con sus enormes ojos negros. Sus largas antenas vibrando y rozando el techo. Había atrapado a mi hermana en el salón para usarla como cebo para atraer mi atención.

Y había funcionado. Ahí me tenía, indefenso en mitad del salón, con los ojos cerrados. Encogí los hombros esperando escuchar sus rodillas invertidas al doblarse. Esperando que sus patas me tocaran la cara.

Pero no ocurrió nada.

El sudor de mi espalda se evaporó dejándome una sensación helada.

Entorné los párpados. Vislumbré los relieves habituales del salón: el sofá, la butaca de mi padre, la estantería de los libros y las cintas. La luz rojiza del piloto de la televisión perfiló un contorno.

Un montón de pelo.

Cerré los ojos con tanta fuerza que mi labio superior se retrajo.

—¿Se puede saber qué haces? —susurró mi hermana.

—El hombre grillo —contesté.

Ella raspó el paladar.

—¿Haciendo cri cri?

Oí la goma de su máscara tensarse contra su cabeza.

Entonces abrí los ojos. El brillo rojizo del televisor matizaba las facciones artificiales de mi hermana. Estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y el tronco apoyado en los pies del sofá. Dentro de los agujeros de la máscara sus ojos parecían tan negros como había imaginado que serían los del hombre grillo.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

Ella tan sólo dejó caer la cabeza. Descubrí aún restos de una mancha de sangre que mi madre no habría visto o que quizá no había conseguido limpiar. Me senté en el suelo junto a ella, rozándola con la parte izquierda de mi cuerpo. La sentía respirar. Dudé si preguntar nada, si dejar que las cosas sucedieran a mi alrededor como siempre. Tan sólo mirando y aceptando las explicaciones de mamá y de papá. Y de la abuela.

—¿Ha sido papá? —pregunté entonces.

Mi voz no fue más que un aliento espirado, sólo aire que mis labios modelaron en forma de letras. Como hacía con el humo la oruga fumadora de Alicia en el país de las maravillas. Leí el libro y vi la película en el sótano. Era una de las cintas que papá guardaba en las estanterías inferiores.

—¿Pa… pá? —En apenas dos sílabas mi hermana tuvo tiempo de cambiar su voz desde el susurro a un volumen normal—. ¿Qué pasa con papá?

—La sangre en la nariz —dije.

Mi hermana tragó saliva. Alcé una mano para acariciar su cara, pero me quedé con ella en el aire. Ella se dio cuenta. Los ojos se movieron detrás de su máscara como larvas de abeja dentro de las celdas de un panal. Agarró mi muñeca para acercar la mano a su rostro.

—Puedes tocarme —susurró—. Si quieres, puedes tocarme.

—No quiero… —intenté decir.

Pero mi hermana presionó más fuerte mi muñeca. Lo primero que toqué, apenas con las yemas de los dedos, fue la curvatura de su falso pómulo. Yo aún mantenía la mano ahuecada para evitar abarcar más superficie. Ella colocó su mano izquierda sobre la mía mientras mantenía la sujeción de mi muñeca con la derecha. El suave gesto logró que abandonara la resistencia. Apoyé la mano, relajada por completo, en el lado derecho de su máscara.

La pared blanca tras la que se escondía mi hermana.

Ella cerró los ojos. Respiró hondo.

—Siento tu calor —dijo.

Y aunque lo que yo tocaba era una superficie rígida y fría, percibí el latido de algo vivo debajo, como la cáscara del huevo cuando aún tuvo un pollito dentro.

—¿Ha sido él? —insistí.

Las larvas de abeja se retorcieron. Examinó mi rostro, nuestras manos entrelazadas, apoyadas sobre su mejilla. Tragó saliva.

—Sí —respondió—. Todo es culpa suya.

Apretó mis dedos y los separó del material ortopédico. El dolor se encendió en la base del pulgar.

—Pero no puedes decírselo a nadie —dijo—. Por el que está allí arriba.

Recordé el juramento que habíamos hecho con el rosario de la abuela. Me obligó a renovarlo. El brillo rojizo de la televisión barnizó la máscara de manera diferente, nuevos círculos más oscuros se dibujaron bajo sus ojos.

—A nadie —repitió.

Las sombras cambiaron dentro del agujero que tenía por boca. Mi hermana apartó mi mano y se levantó sin darme opción a responder. Sus calcetines reptaron por el pasillo cuando aún me frotaba el pulgar. La puerta de su habitación se cerró antes de que tuviera tiempo a incorporarme. Había desaparecido de repente, como la mancha de sol entre mis dedos al final de cada día.

Regresé a mi cuarto de puntillas.

Me metí en la cama bajo la tormenta de ronquidos de mi hermano. Palpé el contorno curvo de su litera. Repasé con dos dedos la palma de la mano con la que había acariciado el rostro de mi hermana. Un rostro que podría estar esculpido en el hueso de su propio cráneo.

Una cabeza al revés.

Con la sábana hasta la barbilla, pedí al que está allí arriba que no fuera muy duro conmigo si decidía romper el juramento y contarle todo lo que sabía a mi madre. También pedí que no permitiera a mi padre hacerle nada malo a mi hermana.

—No hace falta que me traigas más patatas —murmuré como ofrenda.

Entonces recordé los palos con los que papá había construido la cuna. Aquellos palos habían aparecido en el sótano apenas unos días antes de que mi hermana diera a luz sobre la mesa de la cocina. La abuela había estado recordando lo necesaria que era esa cuna, seguramente incluyéndola en sus oraciones, desde que mi hermana había empezado a sentarse apoyando las manos sobre el relieve de su tripa. Y aun así la madera no había aparecido hasta que mi hermana ya se quejaba de dolores ahí abajo.

Al que está allí arriba había que pedirle las cosas con tiempo. Estar clavado en la cruz de la abuela le impedía cumplir con urgencia todo lo que se le solicitaba.

Así que, de momento, iba a tener que encargarme yo mismo de proteger a mi hermana.