13

Los golpes me despertaron. Con los ojos abiertos en la oscuridad, las piernas pegadas a la fría cerámica de la bañera, afiné el oído. Esperé oír también el saco del hombre grillo, arrastrándose más allá del techo.

Los golpes se repitieron. Seguidos pero suaves. En la puerta. Alguien llamaba. Esperé unos segundos antes de asomarme. Levanté una esquina de la cortina de la bañera, con cuidado, para que los aros metálicos de los que colgaba no hicieran ningún ruido. La puerta se abrió entonces sin que las bisagras sonaran. Como si quien la hubiera abierto apenas pretendiera dejarla entornada. Mis ojos acostumbrados a la oscuridad percibieron un nuevo volumen al lado de la puerta. Se movió, o lo movieron, generando un ruido de tela que creí reconocer. Sonreí.

Salí de la bañera en dirección a la puerta, la cortina de la bañera cascabeleó cuando la atravesé. Con los brazos extendidos al frente tanteando el aire, llegué hasta el lugar donde se vislumbraba aquel volumen.

Lo toqué.

Era lo que había imaginado.

Mi almohada.

Palpé el tejido buscando qué lo mantenía sujeto. Llegué hasta una mano. La acaricié con los dedos reconociendo sus relieves. El pliegue rugoso entre dos de los nudillos, el círculo de piel quemada al inicio del pulgar, la cicatriz ancha y lisa cerca de la muñeca. Era la mano de mi madre.

La apreté suavemente para indicarle que podía soltar. Su nariz silbó al otro lado de la madera. La puerta se cerró enseguida.

Regresé a la bañera.

Volví a echar la cortina y me tumbé.

Me abracé a la almohada en el interior de aquella fría cama de cerámica blanca.

Me dormí.

El silbido de las tuberías volvió a despertarme. El agua corría en el lavabo. Al otro lado de la cortina alguien había abierto el grifo, pero la luz del baño seguía apagada. Sólo la abuela usaría el baño sin encender la luz. Respiré tratando de oler sus polvos de talco.

Entonces oí una tos que reconocí. No era la de mi abuela, sino la de mi hermana. Ella no había llegado a ver que mi padre me había castigado a pasar la noche en la bañera, quizá no supiera que yo estaba ahí. Por eso tampoco habría llamado a la puerta. Pero ¿por qué no encendía la luz?

La tos se repitió. En realidad era un sonido más húmedo que el de una tos. Era una arcada. Esperé a escuchar el golpe del vómito contra el lavabo, pero no se produjo. Tan sólo escupió, con esfuerzo, saliva y mucosa acumulada en su garganta.

También gimió, de forma casi inaudible. Cuando suspiró varias veces, pensé que podía estar llorando. Un afilado chirrido acompañó el giro de la llave del agua, seguido de un aumento en el flujo de la corriente. Si la cortina de la bañera no hubiera estado cerrada, las gotas que oí salpicar el plástico me habrían alcanzado. Entonces comenzaron las gárgaras. Un gorgoteo y después la bocanada de agua cayendo al lavabo. Luego un gemido, más bien un quejido ahogado. Repitió la operación varias veces. Quise asomarme levantando apenas una esquina de la cortina, como había hecho antes, pero el ruido adhesivo de la piel de mi mano al despegarse de la cerámica anuló cualquier intento de moverme. Además, si mi hermana no sabía que yo estaba ahí, si pensaba que dormía en mi litera como todas las noches, podía no llevar puesta la máscara. En la oscuridad de la estancia quizá no alcanzara a ver su rostro deformado, pero sí podría llegar a distinguir algún contorno grotesco. El perfil recto de una cara sin nariz.

Reconocí el ruido de la jabonera al deslizarse ligeramente. Tenía forma de pez y sujetaba el jabón entre las escamas de plástico. Sus tres puntos de apoyo chirriaron al patinar sobre la cerámica del lavabo. El burbujeo y la fricción que oí a continuación me desvelaron que mi hermana estaba lavándose las manos. Ni siquiera cuando mamá picaba ajo en la cocina dedicaba tanto tiempo a lavarse. Al sonido del lavado de manos le siguió un ruido de tela. Tardé en identificar qué era: un ligero chasquido que se repitió cinco veces. Entonces la cortina se movió y un trozo de tela se posó en mi pecho.

Aproveché la mano que ya había despegado de la bañera para tocarlo, palpando el contorno circular de un botón. Era de la blusa con la que dormía mi hermana. Entendí que se había desabrochado los cinco botones antes de depositar la blusa en el filo de la bañera. Donde yo estaba.

También hubo un ruido elástico, pero no el de la goma de su máscara. Recordé cómo se había quitado el sujetador la tarde que nos bañamos juntos. La prenda se apoyó sobre la blusa. Uno de los tirantes me acarició el hombro. La jabonera se deslizó una vez más. Le siguió el ruido de alguna fricción. No era el sonido de dos manos enjabonándose. Era diferente. Hubo más gemidos casi sordos, parecidos a los que la abuela emitía a veces sentada en el salón, con la cara en dirección a la pared durante una tarde entera.

Otro ruido llegó hasta la oscuridad de aquel baño que mi hermana y yo compartíamos sin que ella lo supiera. Un ruido originado más allá del pasillo. Mi hermana hipó, la pastilla de jabón golpeó el lavabo. El tirante del sujetador y el extremo de su blusa se escabulleron de la bañera con la velocidad con la que las avispas retraen su aguijón después de picar. El rápido movimiento provocó un ligero cascabeleo de los aros de sujeción de la cortina. Oí también el resbalón de la puerta encajando en su posición.

Mi hermana se había ido.

El baño volvió a quedarse en silencio.

La paz aparente duró unos segundos.

Hasta que la luz del baño se encendió de repente. Me eché las manos a los ojos para mitigar el dolor del deslumbramiento.

—Qué —oí la voz mi padre—, ¿cómo va la noche?

La cortina se descorrió de golpe con un escándalo metálico. La luz repentina y el ruido atronador hacían difícil creer que aquél fuera el mismo lugar en el que un minuto antes una mosca habría delatado su posición sólo por el ruido del latido de su corazón. Aunque el corazón de las moscas no sea más que un órgano pulsátil que en realidad bombea hemolinfa y no sangre.

—¿Se duerme bien ahí?

Abrí los ojos y apenas vislumbré rayas de luz a través de mis manos. El ruido del riel de la cortina se repitió. Papá estaba agitándola. Cuando por fin acostumbré la vista a la nueva intensidad de la luz, distinguí la silueta de mi padre, una diagonal que iba desde el lado izquierdo de mi campo de visión hasta el centro. Como vería un cadáver la figura de su enterrador.

Parpadeé para enfocarle mejor. Al principio pensé que estaba desnudo, su torso marcado por las llamas como en un mar picado de carne oscura, pero después descubrí la goma gastada de uno de sus calzoncillos de tela, de color azul cielo. Me quedé mirándole sin decir nada, entreviendo una sonrisa en su rostro por la forma que había adquirido la cicatriz de pelo.

—¿De dónde has sacado esa almohada? —preguntó.

No respondí. Ante mi silencio, papá soltó la cortina, que se interpuso entre nosotros como una barrera plástica.

Encogí las piernas a medida que levantaba la espalda hasta que conseguí sentarme en la bañera. Después levanté la esquina de la cortina para asomar sólo un ojo sin que vibraran los aros de sujeción. Vi a papá de pie frente a la taza, de espaldas a mí. Se había echado la llave del cuello a la espalda. La goma de su calzoncillo estaba bajada, permitiéndome ver parte de una línea vertical de pelo negro. Le vi usar papel higiénico para secarse por delante, como mamá me insistía que hiciera cada vez que terminara de hacer pis, aunque yo no había escuchado ahora ningún chorro. Lo hizo mirando de manera intermitente hacia abajo y hacia un lado, atento quizá a mis movimientos tras la cortina. Temí que el temblor de mi mano pudiera reproducirse en la porción de tejido que él controlaba.

Descubrí dos pares de arañazos atravesando su espalda en diagonal, desde su columna hacia fuera. Dos nuevas heridas sobre una piel ajada. No parecía preocupado por curárselas.

Desechó el trozo de papel dentro del váter y tiró de la cadena. Se quedó mirando la manera en que funcionaba el mecanismo. Teníamos que quedarnos hasta el final para comprobar que el desagüe se tragara todo correctamente. Muchas veces no lo hacía y papá se enfadaba si cuando le tocaba usarlo encontraba el agua sucia. En una ocasión estuvo estropeado durante varios días, así que tuvimos que utilizar el lavabo para deshacernos de los líquidos. Para lo otro, usamos el cubo de la basura.

Un último ruido de succión precedió al goteo de llenado de la cisterna. Papá se subió entonces el calzoncillo, momento en que bajé con cuidado la esquina de la cortina. No hizo ningún ruido. Me quedé allí mismo mirando al plástico.

Desde el otro lado me llegó su voz:

—¿Te castigo para que aprendas a seguir las normas de esta casa y las incumples al minuto siguiente?

No sabía a qué se refería.

Sus dedos aparecieron en un extremo de la cortina. Tiró de ella. Me quedé allí mirándolo, sentado como estaba.

Papá sujetaba con la mano libre la pastilla rosa de jabón.

—Cuando uno usa esto —arqueó las cejas para mirar primero al jabón y después a mí—, lo devuelve a su sitio.

Soltó la cortina y devolvió la pastilla a la jabonera. La misma jabonera con forma de pez cuyo leve deslizamiento había escuchado en la oscuridad hacía un rato, antes de que mi hermana se lavara de forma compulsiva las manos, la boca, o lo que fuera que se hubiera lavado.

—No es tan difícil, ¿no? —dijo mi padre.

Quise abrir la boca para culpar a mi hermana, pero papá no me dio tiempo de hablar siquiera. Con un bufido de desprecio corrió la cortina. Aún le escuché abrir el grifo una vez más antes de que la luz se apagara y la puerta del baño se cerrara de golpe; poco después, la puerta metálica de su cuarto.

Permanecí sentado en la bañera unos minutos. Con los ojos abiertos mirando a la nada. Me levanté, agarré una toalla, y sequé todos los restos de agua que quedaban en el lavabo, en la cortina, por el suelo y sobre el espejo.

Así papá no encontraría ninguna razón para regañarme.

Regresé a la bañera y me acomodé. Si me colocaba de lado y flexionaba las rodillas de una manera concreta, abrazando la almohada, lograba alcanzar cierta comodidad. Levanté una esquina de la funda de la almohada para pellizcar su interior. Acaricié entre mis dedos el suave tejido una y otra vez.

Entonces oí el canto de un grillo. Se repitió varias veces. Un escalofrío recorrió mi espalda con cada uno de ellos.

Me tapé los oídos. Pensé en mis luciérnagas, al otro lado de la pared. Aunque no podía verlo, sabía que estarían brillando.