12

Aparecieron más luciérnagas durante los días siguientes. Cuando asomaba la cara entre los barrotes de la ventana al final del pasillo, cosa que cada vez hacía más a menudo, caía por lo menos una. Otras llegaron por sí mismas hasta el frasco donde guardaba a las demás. Dos de ellas las encontré una tarde cerca de la caja de herramientas de papá. Varios cuadrados de calendario después, acabé teniendo diecinueve ejemplares en el tarro. Podía apagar la luz de mi habitación e iluminar toda la estancia con la lámpara de las luciérnagas. En ocasiones, acostado en la cama durante la noche, me asomaba por encima de la sábana. El resplandor de color verde brillaba más allá de mis pies. Emanaba desde el interior del cajón incluso cuando estaba cerrado, a través de la ranura. Mi hermano roncaba ajeno al baile de luz que acontecía en nuestro cuarto, pero yo me quedaba hipnotizado mirándolo, imaginando que eran rayos de sol que las luciérnagas traían desde el exterior para que yo pudiera verlos. Aunque supiera que no era así en realidad. Las luciérnagas generan luz con químicos de su propio cuerpo.

Fue una de esas noches cuando la rata caminó encima de mí.

Primero noté algo extraño en el pecho. Después en la tripa. Entonces la inesperada sensación alcanzó la ingle. Supe lo que era antes de que sus patas alcanzaran mi pie desnudo. La rata caminó por encima arañándome con sus garras. Saltó de la cama y cayó con un golpe amortiguado seguido del repiqueteo de sus patas sobre el suelo. Su silueta se movió a lo largo de la línea de luz naranja que emergía bajo la puerta. Alguien estaba despierto.

Cuando salí a buscar ayuda, oí voces en el salón. Apenas murmuraban. Reconocí la de mi abuela y también la de mi madre. Avancé. Otro murmullo más grave se unió a la conversación. Era la voz de mi padre. Me quedé quieto sin saber qué hacer.

Parado en mitad del pasillo, oí entre el murmullo indescifrable una palabra que me llamó la atención. Escuché a mi padre pronunciar mi nombre. Enseguida mi abuela contestó algo, pero eso no logré captarlo.

Involuntariamente, di un paso al frente.

Y después otro.

Y otro más.

Lo hice de forma sigilosa, manteniendo el equilibrio con los brazos, conteniendo la respiración. Tres sombras se proyectaban contra una de las paredes del salón. Ahora la conversación me llegó más o menos clara.

—… luna. Pero él no quiere salir —estaba diciendo mamá.

—¿Os lo dije o no os lo dije? —preguntó papá—. Sabíamos que este momento iba a llegar.

—Y lo hemos hecho muy bien —dijo mamá—. Es feliz aquí.

—Pero ahora viene lo difícil —añadió papá.

—¿Acaso algo ha sido fácil?

La abuela sollozó.

El repiqueteo de las garras del roedor contra el suelo empezó detrás de mí, me rebasó por un lado y entró en el salón.

—¡La rata! —gritó mi madre.

Algún mueble se arrastró sobre las baldosas del salón. La abuela hipó. Mi padre chistó como si así pudiera controlar el escándalo repentino, pero mamá ya corría por la estancia siguiendo el ruido que hacía el animal al moverse entre las sillas. La vi aparecer bajo el arco que daba acceso al pasillo, golpeando el suelo con la escoba. Buscaba a la rata, pero a quien encontró fue a mí. Me descubrió ahí parado en medio del pasillo. Miró al sofá donde había transcurrido la conversación y donde ahora estaría sentado mi padre. Vino hacia mí dando escobazos.

—Fuera de aquí —dijo como si hablara a la rata. Siguió asestando escobazos al suelo hasta que me alcanzó y me barrió los pies—. Que no te vea tu padre —susurró a mi lado.

Huí a mi cuarto. Nada más atravesar la puerta, topé con una barrera caliente y blanda que me hizo caer. Aterricé sobre el culo, amortiguando el impacto con ambas manos. Oí un rebuzno. Mi hermano encendió la luz de nuestro cuarto antes de abandonarlo.

—¿Por qué gritáis? —exclamó por el pasillo.

—Nada, no pasa nada —dijo mi madre—. Vuelve a tu habitación que vas a despertar a tu hermana. Y al niño.

—¡La oigo debajo del fregadero! —exclamó mi abuela.

Enseguida oí cómo se abrían los armarios. Y cómo se movían los botes de amoníaco y otros productos que mamá guardaba en ellos.

—¡Otra rata! —concluyó entonces mi hermano. Lo dijo como si fuera una noticia que hubiera que celebrar.

Yo asomé la cabeza tras el marco de la puerta.

El bebé empezó a llorar.

—Mira, ya lo has conseguido —dijo mi padre.

El berrinche del niño subió de intensidad.

—¡Hija! —gritó mi padre desde el salón—. ¡Hija, no creo que estés durmiendo con este escándalo! ¡Atiende a tu niño!

La línea de luz que surgió bajo la puerta de su habitación confirmó que mi hermana se había despertado. Pero papá, que no había podido verlo, siguió gritando.

—¡Hija! —repitió. Tras esperar unos segundos, añadió—: ¡Maldita sea!

Oí sus pasos antes de que apareciera en el pasillo. Cuando me descubrió hubo sorpresa en sus ojos, pero se traía algo más importante entre manos.

Abrió la habitación de mi hermana. El bebé se calló durante un momento para luego recuperar el llanto a mayor volumen.

—Haz que se calle —dijo papá.

—Ya voy —musitó mi hermana desde el interior de la estancia.

—Y ponte tu prótesis —ordenó. Me miró para comprobar que seguía atento a él. Entonces levantó el labio superior y sacó la lengua. Inclinó el cuerpo hacia delante contrayendo el estómago. Fingiendo una arcada. Como si haber visto la cara desnuda de mi hermana le hubiera dado ganas de vomitar—. El bebé no va a dejar de llorar nunca si te ve así.

Me sonrió, queriendo hacerme cómplice de la broma. Permanecí serio mirando la sonrisa macabra impostada en su rostro desfigurado. La cicatriz de pelo de su mejilla recuperó poco a poco, a medida que se desdibujaba su sonrisa, la rectitud habitual. Las arrugas alrededor de sus ojos, incluyendo el pliegue de carne hundida que tenía por párpado inferior también se relajaron. Dentro de la habitación, el llanto del niño perdió volumen.

—La rata se ha ido —dijo mi madre desde la cocina.

Apareció enseguida en el pasillo. Apoyó ambas manos en el extremo del palo de la escoba.

—¿Qué haces tú ahí? —me preguntó.

—Acabo de asomarme —dije.

Ella sabía que mentía. Por eso cambió de tema enseguida.

—¿Qué pasó con el veneno? —preguntó—, ¿no lo habíamos puesto por toda la casa? ¿Ya estamos llenos de ratas otra vez?

Papá salió disparado al salón. Lo oí caminar por cada esquina de la estancia principal. Movió varios muebles. Reapareció en el pasillo y entró en el cuarto de mi hermana.

—Así me gusta —le escuché decir—. Con tu mascarita bien puesta.

Se movió también dentro de aquella habitación. Después cruzó a la de mi hermano y mía. Me empujó la cabeza hacia dentro para poder pasar. Se arrodilló junto a la litera y miró debajo de mi cama. Después buscó en las otras tres esquinas del cuarto. Se me aceleró el corazón cuando pasó cerca de mi cajón, cerca del tarro de las luciérnagas y del nido abandonado del pollito.

Salió de la habitación. Usó la llave que le colgaba del cuello para abrir la puerta de su cuarto. Emergió segundos después para entrar en el baño. Reconocí el cascabeleo metálico de la cortina de la bañera al descorrerse. También abrió el mueble que había debajo del lavabo. Hurgó en el de las toallas y el botiquín. Después recuperó su posición a las puertas del cuarto de mi hermana. Desde allí me miró con semblante serio.

—¿Quién ha sido? —preguntó.

Se volvió hacia mi hermana, la pregunta también era para ella.

Ninguno de los dos contestamos.

—¿Quién? —insistió.

Mi hermano llegó del salón y se colocó detrás de mi madre.

—Déjalos —gritó mi abuela desde el sofá.

Mamá retorció el palo de la escoba entre sus manos.

—¿Qué quieres saber? —le preguntó a mi padre.

Papá suspiró. Nos miró a ambos.

—Que te diga él lo que ha pasado con el matarratas —dijo, señalándome con la barbilla; después, a mi hermana—. O ella. Está por toda la casa. En todos los sitios donde yo lo puse. En todas partes menos en el baño. Sólo hay un cubito en el baño. ¿A quién le encargué que los pusiera? —preguntó—, ¿quién ha decidido saltarse las normas de esta casa?

Ninguno de los dos respondimos.

—Venid —dijo entonces.

Entró en el cuarto de mi hermana.

—Deja al bebé.

Mi madre le pasó el palo de la escoba a mi hermano y entró rápidamente en la habitación para asistir al niño. Papá salió segundos después arrastrando a mi hermana del brazo. Antes de que me diera cuenta, me agarró a mí también. Nos llevó al baño.

—Recuerdo que os di la caja aquí mismo y os pedí que pusierais un cubo allí, allí y allí. —Señaló tres lugares—. ¿Por qué sólo hay uno detrás de esta puerta?

—Se lo comen las ratas —intercedió mamá—, a lo mejor…

Papá la calló con una mirada.

—Fue él —dijo mi hermana. Sus labios sonrieron en el agujero de la máscara—. Al final le diste la caja a él.

Recordé la caja sobre la cisterna mientras hacía pis. También recordé a mi hermana de pie frente al espejo. Salpicando su reflejo para dejar de verlo.

—¿Quedaste tú encargado? —preguntó papá.

Mi hermana no mentía. Así que asentí. Lo hice de la forma en que alguien admite una culpa: bajando la cara al suelo. Pero luego volví a subirla y miré a mi padre a los ojos.

—Y los puse —dije—. En todos los sitios donde me dijiste. Puse un cubito en cada uno. Papá, de verdad, hice lo que me dijiste.

—No me mientas.

—No te estoy mintiendo.

Una de las risas contenidas de mi hermana burbujeó en su garganta.

—Tiene que estar mintiendo —dijo ella. Después imitó un par de piernas con dos dedos simulando que caminaban—. Esos cubitos no tienen patas para irse solitos.

—Tú cállate —la interrumpió papá.

Desde el pasillo, mi hermano empezó a canturrear:

—¡Está mintieeeendo! ¡Está mintieeeendo! ¡Está mintieeeendo!

—De verdad que los puse papá…

—¡Está mintieeeendo!

—… me acuerdo perfectamente.

Esta vez mi hermana no contuvo la risa. Rió hasta que mi padre la agarró del cuello y apretó obligándola a callar. Después la arrastró por el pasillo tirando de su cabeza.

—Me haces daño —creo que dijo. Resultaba difícil entenderla.

Papá la empujó dentro de su dormitorio. Mamá salió de él tras un gesto con la cabeza que hizo papá. Dio un portazo. El bebé retomó el llanto.

—Y calla a ese niño —le gritó a la puerta cerrada—. Esta puerta no va a abrirse hasta que…

—¿Me permites?

La abuela había aparecido en algún momento. Colocó una de sus manos arrugadas por el tiempo y el fuego alrededor del mismo picaporte que papá sujetaba con fuerza.

—¿Me permites? —repitió. Hablaba de forma relajada, imponiéndose con suavidad a la autoridad de mi padre—. Necesito pasar. Yo también duermo aquí.

Papá dudó unos segundos. Después se separó de la puerta para cederle el paso.

La abuela giró la manilla. Del interior de la habitación surgió el llanto del niño.

—Muchas gracias —dijo—. Y buenas noches.

Cerró la puerta con sumo cuidado.

Papá me enfiló con su mirada.

—No se te puede pedir nada —dijo.

Me alcanzó con un único paso. Se arrodilló frente a mí. Con un dedo extendido, me giró la cara hasta que ambos miramos al interior del baño.

—¿Cómo crees que se duerme en esa bañera? —preguntó.

—Por favor —dijo mamá—, todo esto no es necesario.

Papá cerró los ojos.

—¿Qué acabamos de hablar?

Ella suspiró.

—Empieza lo difícil —añadió él—. Es necesario.

Me empujó dentro del baño. El suelo estaba frío.

—Dime, ¿cómo crees que se duerme en esa bañera? —repitió.

Encogí los hombros.

—Pues mañana me lo cuentas —sentenció.

Y cerró la puerta.