9

De vuelta a mi habitación después de la película, me arrodillé frente al mueble a los pies de mi cama. Al abrir el cajón encontré dos nuevas luciérnagas cerca del tarro. Cuando desenrosqué la tapa para meterlas, mi hermano apareció en la habitación. Escaló a su litera haciendo que todo temblara. La tapa se me cayó al suelo. Tras recuperarla y cerrar el frasco, conté sólo tres luciérnagas en su interior.

Faltaba una.

Oí cómo se cerraba la pesada puerta metálica del dormitorio de mis padres. Mi hermana tiró de la cadena. Oí sus pasos recorriendo el camino del baño a su habitación. Mi hermano apagó la luz de nuestro cuarto. El goteo de la cisterna se hizo audible en el repentino silencio.

Permanecí quieto, atento a la oscuridad.

Un punto de luz planeó por la habitación. Dejé el frasco en el cajón, mientras aquella chispa verde parpadeaba dos veces antes de aterrizar cerca de la puerta. Avancé a gatas hacia la luciérnaga, que permaneció iluminada en el mismo sitio.

—Ven aquí —susurré.

Justo antes de alcanzarla, el punto de luz se deslizó por debajo de la puerta. Abrí una rendija. La luciérnaga alzó el vuelo por el pasillo, en dirección al salón. Salí de la habitación de puntillas. El aire de la ventana me acarició las piernas. Por ahí habrían entrado las dos nuevas visitantes.

Seguí la estela de luz en absoluto silencio. En el salón, los pilotos encendidos de la televisión y el vídeo iluminaban la estancia, como otras dos luciérnagas atrapadas en el interior de los aparatos. Muertas. La viva emitió tres destellos antes de posarse en la butaca de mi padre. Me lancé sobre ella formando un cazo invertido con las manos. Pensé que había fallado, hasta que cuatro rayas verdes se dibujaron entre mis dedos. Cerré la mano derecha atrapando al insecto en su interior. El batir de sus alas me hizo cosquillas.

Fue entonces cuando oí el golpe.

El corazón comenzó a latirme en los oídos.

Hubo otro golpe.

Y después otro.

Rompí a sudar porque sabía lo que significaba.

—Que no haya venido a por mí, que no haya venido a por mí —susurré a la oscuridad.

La primera noche que escuché aquellos ruidos lloré en la cama con los músculos tan congelados por el terror que fui incapaz de moverme. Cuando lo conté en el desayuno, mamá me dijo que habría sido mi imaginación. Que no había monstruos más allá del techo, ni en mi armario, ni debajo de mi cama. Pero papá me había contado la verdad.

—Has oído los pasos del hombre grillo —me explicó—. Es un viejo con enormes ojos negros al que las rodillas se le doblan al revés. —Y trató de escenificar lo que contaba caminando de cuclillas por el comedor—. También tiene dos largas antenas, tan largas que rozan el techo cuando entra en las casas.

—¿Para qué entra en las casas? —pregunté yo.

Papá volteó una silla, se sentó con las piernas abiertas, agarrado al respaldo.

—Porque busca niños con sus antenas. —Pegó ambos brazos a su frente y los agitó—. Con sus antenas y la luz de un quinqué busca bajo tierra a los niños que se portan mal para meterlos en un saco.

—¿Y qué hace con ellos? —quise saber.

Papá acercó tanto su cara a la mía que me raspó con su cicatriz de pelo.

—Se los come —dijo—. Empieza por los pies, sigue por las piernas, luego por la tripa, hasta que llega a la cabeza. —Y emuló con los dientes un ruido de masticado—. Y mientras se los come, frota sus rodillas invertidas contra su cuerpo para cantar como un grillo.

Apostado ahora junto a la butaca de papá, con la luciérnaga batiendo sus alas en el interior de mi mano, sentí un escalofrío al recordar el chirrido que escuché justo después de que me contara aquella historia, el chirrido de un grillo real.

Se produjo otro impacto en la oscuridad.

El hombre grillo venía a por mí. Quería meterme en su saco porque había puesto en peligro la vida del bebé al esconder en su cuna el tarro de las luciérnagas. Y porque había empezado a hacerme preguntas sobre lo que había fuera del sótano.

Dejé de respirar.

Miré a la ventana del salón. Los barrotes anularon cualquier idea de escapar antes de que llegara a existir. Miré también a la puerta que nunca había estado abierta. Tuve que hacer un gran esfuerzo para mover mi cuerpo entumecido por el miedo. Crucé el salón en dirección al pasillo. Vi la puerta entornada de mi cuarto. Quise correr a mi cama y desaparecer bajo las sábanas, acariciar entre mis dedos el suave tejido del interior de mi almohada.

Fue cuando rechinaron las bisagras de la puerta de mis padres.

Me pegué a la pared, a un lado del umbral que daba acceso al pasillo.

Entonces lo oí.

El chasquido de una rodilla. La rodilla invertida del hombre grillo. Imaginé sus antenas vibrando, buscando mi olor, rascando el techo. Sus enormes ojos negros captando la poca luz del sótano para repetir mi silueta en un montón de celdas hexagonales.

Otro chasquido, más cercano.

Con la cabeza pegada a la pared, distinguí su silueta en el pasillo, en un lateral de mi campo de visión.

Oí el repiqueteo de su patas contra el suelo. Hasta que me di cuenta de que era el sonido de mis dientes chocando entre sí. Me mordí el labio inferior para detenerlos.

El hombre grillo abrió la puerta del cuarto de mi abuela. Supe entonces que no había venido a por mí. Quería llevarse al bebé. La pétrea sensación que anulaba mis articulaciones me impidió moverme.

Cuando cerró la puerta, no pude contener el líquido caliente que goteó por mis piernas.

Tras un espacio de tiempo que no supe medir, la silueta emergió de la habitación. Imaginé a mi sobrino en el saco, con la cara arañada por las patas peludas del hombre grillo.

El bebé lloró.

Pero el llanto llegaba desde dentro de la habitación. El niño estaba a salvo.

Las bisagras de la puerta de mis padres rechinaron de nuevo, logrando que mi cuerpo reaccionara por fin. Emergí tras la pared y corrí a la litera. Me lancé al colchón, las sábanas hasta la frente, la luciérnaga aún en mi puño.

—Perdón, perdón, perdón —susurré—. No quería hacerle daño al bebé. Por favor, que no haya venido a por mí.

El sudor que cubría mi cuerpo se enfrió de golpe.

Sentí que alguien me miraba dentro de la habitación. Podía oírle respirar. Cuando soltó la primera carcajada cerré los ojos. Hasta que reconocí la risa. Aquel sonido gutural. La risa animal de mi hermano subió de volumen.

—Tienes miedo —dijo.

Volvió a rebuznar.

—Cállate, que nos va a encontrar.

—¿Quién? —preguntó entre risas.

—El hombre que viene a veces —susurré.

Mi hermano calló de repente.

—¿Te lo ha contado papá? —dijo tras unos segundos.

—Sí —contesté a la oscuridad—. Hace mucho.

—¿Ha… —se atragantó— hace mucho?

Mi hermano volvió a enmudecer.

—¿Tú no lo sabías? —pregunté—. El hombre grillo va cazando a los niños que vivimos bajo tierra y que se portan mal.

Mi hermano volvió a reír.

—Sí, sí —dijo—, me lo ha contado, sí.

Estalló en carcajadas guturales mientras yo le chistaba para hacerle callar.

—Cállate —le dije—, cállate, que me va encontrar.

Mi hermano rió hasta atragantarse. Luego empezó a toser. Los muelles de su litera acompañaron cada sacudida de tos.

Entonces se abrió la puerta de la habitación.

El hombre grillo me había encontrado.

La luz se encendió. Me tapé la cara con la sábana.

—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó mamá desde la puerta.

Suspiré aliviado. Tomé aire antes de contestar:

—Tengo miedo —contesté.

—No te digo a ti, se lo digo a tu hermano.

Él seguía riendo y tosiendo.

—¿Te quieres callar? —ordenó mi madre.

Se acercó a la litera. Me asomé tras la sábana. Vi el cuerpo de mamá sólo hasta el pecho. El resto quedaba por encima de la cama de mi hermano. Ya apenas reía. Tosía de una forma frenética que le hacía atragantarse.

—¡Para! —gritó mi madre.

Escuché algunos golpes contra la espalda de mi hermano.

—¡Tienes que parar! —insistió—. Tu hermano no puede estar despierto.

Poco a poco, el estallido de tos fue remitiendo.

—¿A qué ha venido esto? —le preguntó mi madre. Como no obtuvo respuesta, se dirigió a mí—. ¿Cuánto llevas tú despierto? ¿Qué es lo que has oído?

Dudé unos segundos. La llave de su cuello colgaba como un péndulo.

—He visto al hombre grillo —dije.

—¿Has salido de la habitación?

La luciérnaga que había ido a recuperar aún revoloteaba en mi puño cerrado.

—No —mentí.

—¿Y dónde lo has visto?, ¿en esta habitación?

Negué con la cabeza.

—Claro que no —dijo ella—, porque ese hombre no existe. Ya lo sabes.

—¡Sí que existe! —gritó mi hermano desde las alturas.

Mi madre le dio un manotazo.

—Cállate —le dijo—. No existe.

Mamá pellizcó su camiseta dada de sí entre las piernas y se sentó a un lado de mi cama. Colocó una mano sobre mi vientre.

—Ese hombre no existe —repitió—. Nadie va a venir a llevarte. Ésta es tu casa y aquí estás seguro. Ahora te voy a traer un vaso de leche, te lo vas a tomar y te vas a dormir. ¿Entendido?

Asentí sin ningún convencimiento.

Mamá se levantó y abandonó la habitación unos minutos, tiempo suficiente para que mi hermano repitiera desde las alturas:

—Existe.

Me quedé en silencio recordando la silueta que había visto en el pasillo. Los dos chasquidos de su rodilla invertida.

Entonces escuché el canto de un grillo. Como el que había oído justo después de que papá me revelara la existencia del hombre grillo. Un canto real, igual al que había oído en los documentales. Igual a cuando se hacía de noche en las películas.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Como si un grillo de verdad caminara por mi columna vertebral.

Mamá regresó con el vaso de leche. Me lo ofreció y yo lo agarré con la mano libre, pues no quería que descubriera la luciérnaga.

—Que yo vea cómo te lo tomas —me dijo.

Me lo bebí de un trago.

—Sabe raro —dije.

Mi madre desvió la mirada un instante.

—Estará sucio el vaso —respondió—. Y ahora, a dormir.

Me quitó el vaso y esperó a que me tumbara. Me arropó con la sábana.

—Aún tengo miedo —le dije—. ¿Y si no puedo dormir?

Además tenía que esperar a que ella se fuera y mi hermano empezara a roncar para devolver la luciérnaga al tarro. También me hubiera gustado cambiarme el calzoncillo mojado. Pero debí dormirme en ese mismo momento, porque cuando volví a abrir los ojos, mi familia hablaba en la cocina. La casa olía a café y pan tostado. En mi mano había un guisante aplastado.