La segunda luciérnaga llegó esa noche.
Acostado sin dormir, escuché el diálogo de la película que mi familia veía en el salón, la favorita de papá. La había puesto tantas veces que me sabía de memoria cada palabra, cada pausa, cada disparo.
—¿Era necesario matarlos a todos? Te dije solamente que los asustaras —susurré a la oscuridad de mi habitación.
En el sótano teníamos televisión, pero no antena, ni señal. Había un montón de cintas en la gran estantería del salón, cintas que veíamos en un reproductor de vídeo que tenía escrita la palabra «Betamax» a un lado. A papá le gustaban las películas de vaqueros. Una vez le pregunté qué era el Oeste y me enseñó en un mapa el continente que se llama América.
—El que muere se queda muy asustado —añadí.
Saqué una mano de debajo de la sábana, imité una pistola con los dedos y disparé unas balas imaginarias a la oscuridad. Justo en ese momento, el bebé empezó a llorar.
Como si las balas hubieran alcanzado su cuna.
Oí los pasos de mi madre en el pasillo. Detrás, los de mi abuela. Desde la noche que casi se asfixia, cada vez que el pequeño lloraba corrían a la cuna temiendo encontrarlo de color morado.
Abrí la puerta de mi habitación para ver qué ocurría. Los destellos de la pantalla del televisor iluminaban el pasillo de manera intermitente. Imaginé a papá en su butaca de rayas. Mis hermanos sentados en el sofá marrón a su lado. Él, riendo a destiempo en una escena violenta o arrugando la frente sin entender del todo lo que acontecía tras esa ventana de imágenes. Ella, sentada en el suelo utilizando el sofá de respaldo, con las piernas cruzadas, las manos entrelazadas apoyadas en su vientre y mirando la tele como quien mira un acuario.
—¡Haced que el niño se calle! —gritó papá desde el salón.
Se hizo oír sobre el ruido de los disparos y sobre el llanto inconsolable de mi sobrino.
Crucé el pasillo en dirección a su cuarto. Algo me hizo daño en el pie. Era un pequeño tornillo de la caja de herramientas de papá. Pensé que se me había clavado, pero la pequeña pieza se desprendió sola, rodando por el pasillo.
Olí los polvos de talco de la abuela nada más entrar en su cuarto. Junto a la cuna, mi madre mecía al niño entre sus brazos. Al verme, se llevó un dedo a la boca para indicarme que no hiciera ruido. Cuando el brillo de la pantalla aumentaba porque en la película apareciera una imagen especialmente clara, un plano general de un día soleado en las montañas, por ejemplo, podía llegar a distinguir los rasgos de su cara. Pero cuando la pantalla volvía a apagarse con algún primer plano del rostro sucio de un vaquero, se convertía en poco más que una mancha oscura frente a mí.
Tanteando, subí una mano por el cuerpo de mi madre, por su camiseta dada de sí, hasta llegar al bebé.
—Tranquilo —susurré.
Mamá suspiró. Mi abuela me rodeó con sus brazos, apoyando sus manos en mi pecho desnudo.
Fue en ese momento cuando la vi.
Un punto de luz verde flotando en el pasillo. Varios destellos dibujaron una estela desde el techo hasta el suelo. Aparté las manos de mi abuela para poder ir en su búsqueda.
—Un momento —dijo mi madre.
Pensé que me hablaba a mí, que también ella había visto la luciérnaga, pero entonces encendió la luz del dormitorio y el destello verde del insecto desapareció. Deslumbrado, los ojos me dolieron.
El bebé dejó de llorar.
Mamá accionó de nuevo el interruptor.
A oscuras, el bebé retomó el llanto.
Cuando mi madre encendió la luz una segunda vez, ocurrió lo que imaginaba.
—Le pasa lo mismo que a él —dijo mamá señalándome con la barbilla—. Es la oscuridad lo que le hace llorar.
—¿Lo mismo que a mí? —pregunté.
Mi madre le pasó el bebé a la abuela. Después me sentó en la cama.
—De pequeño tenías miedo a la oscuridad —explicó—. Las primeras noches llorabas sin parar hasta que alguien encendía una luz.
—Pero ya no lo tengo —dije.
Mamá sonrió y un ojo se le cerró.
—Claro que no.
—¿Y cómo se me quitó?
—Como se quitan todos los miedos —contestó. Se levantó y se dirigió a la puerta de la habitación. Allí colocó un dedo sobre el interruptor y añadió—: Enfrentándote a él.
Apagó la luz.
El bebé empezó a llorar.
La abuela siseó sobre su llanto mientras mis ojos volvían a acostumbrarse a la ausencia de luz. Miré al pasillo pero la luciérnaga ya no estaba.
—¿Lo vais a dejar llorar? —pregunté.
Mi sobrino gritó con todas sus fuerzas raspándose la garganta. Las dos formas oscuras que eran mi madre y mi abuela se acercaron a la cuna. Una de las figuras se acortó, la de mi abuela agachándose para dejar al bebé en su interior.
—Es lo único que podemos hacer —contestó.
—Además —añadió mamá—, la oscuridad no está tan mal.
El bebé lloraba cada vez más fuerte.
La voz de mi padre llegó desde el pasillo.
—¡Hacedle callar por favor!
Me acerqué a la cuna y me asomé. Mi abuela, o mi madre, mecían la estructura para acunar al niño.
—No tengas miedo —le susurré—. La oscuridad no está tan mal.
La nariz de mamá silbó al escucharme repetir sus palabras.
Pero el niño siguió llorando.
La butaca de mi padre se arrastró en el salón. Los cambios de luz en la pantalla del televisor dibujaron su silueta en el marco de la puerta. Alguien tocaba una armónica en la película.
—¿Qué es lo que le pasa a ese niño?
—Es la oscuridad —contestó mi madre.
Papá encendió la luz. Cerré los ojos a tiempo.
—Y él, ¿qué hace aquí? —preguntó. Supe que se refería a mí—. Tú, ¿qué haces aquí?
—No podía dormir, quería ver qué le pasaba.
Papá accionó el interruptor en dos ocasiones. Comprobó que el niño callaba con la luz y lloraba sin ella. La dejó encendida.
—Pues así se queda.
—Tenemos que apagarla —intervino mamá.
—¿Pretendes que dejemos la luz encendida toda la noche? —dijo la abuela—. ¿Cómo va a dormir tu hija? Ella también duerme en este cuarto.
—Además, el bebé tiene que acostumbrarse a la oscuridad —añadió mi madre.
Papá suspiró. Bajó el interruptor.
Nos quedamos a oscuras.
El bebé empezó a llorar de nuevo.
—Y tú, a tu cama —me ordenó—, que ya sabes lo que hace el hombre grillo con los niños que se portan mal.
Antes de soltar la cuna, susurré al bebé:
—No te preocupes, tengo una idea.
Mi padre esperó a que saliera delante de él. Después regresó al salón. La butaca de rayas se arrastró por el suelo mientras subía el volumen del televisor.
Recorrí el pasillo con la mirada buscando a la nueva luciérnaga. Pisé de nuevo el tornillo en el pasillo. Junto a mi pie se encendió entonces el destello verdoso del insecto. Voló hasta el tarro como si visitara a un familiar en una cárcel entomológica, comunicándose con señales de luz a ambos lados del cristal. Abrí la tapa del bote para meterla dentro. Ambas luciérnagas acompañaron la acción con chispazos de luz verde.
Sonreí al pensar en mi sobrino, al que todavía oía llorar.
—Espérame —susurré.
Regresé a la cama, impaciente. Repetí los diálogos de la película que mi padre no se cansaba de ver, mi hermano no terminaba de entender y mi hermana probablemente odiaba. Hasta que terminó con la música habitual. La melodía más triste que se haya entonado jamás. El canto de aquella mujer llenaba el sótano de una oscuridad mucho más profunda que la mera ausencia de luz.
Mi hermano entró en nuestra habitación y subió a su litera. Los muelles chirriaron con el peso de su cuerpo al acostarse. Después volvieron a chirriar, de forma rítmica, durante varios minutos. Primero despacio, luego más rápido. Cada vez más rápido. Hasta que mi hermano gimió. Y los muelles dejaron de sonar.
No tardó en empezar a roncar.
Esperé todavía un poco más, para asegurarme de que todos estuvieran durmiendo. Cuando no escuché nada aparte del goteo de la cisterna y el llanto del bebé, salí de la cama y cogí el tarro de las luciérnagas.
En el cuarto de mi hermana oí la respiración pausada de mi abuela.
Me asomé a la cuna.
—Dadle luz —susurré a las luciérnagas—, que aún tiene miedo a la oscuridad.
Coloqué el bote junto a él y lo tapé con la sábana.
Dos destellos verdes iluminaron su rostro.
Antes de que yo abandonara la habitación, el bebé dejó de llorar.