Desnudo, tapado sólo con una toalla anudada a la cintura, entré en el baño. Era una habitación grande, con baldosas en el suelo. También en las paredes, pero sólo hasta media altura. Más arriba, puro cemento.
Encontré a mi hermana sentada en la bañera, en ropa interior, con las piernas hacia dentro. El agua borboteaba al ir llenando la bañera. En el sótano no se calentaba lo suficiente como para producir vapor.
Mi hermana se desabrochó el sujetador. Lo dejó caer sobre la pila de ropa amontonada en el suelo. Se levantó, se bajó las bragas, y se las quitó levantando primero un pie y después el otro. Las mojó con las gotas que resbalaron de sus dedos. Descubrí zonas amarillas en su piel, moratones a punto de desaparecer resultado de los golpes que se había dado contra la mesa el día del nacimiento.
Podía ver el nivel del agua ascender desde mi posición en la puerta. Casi llegaba a las rodillas de mi hermana. El olor a jabón inundaba la estancia.
Cerró el grifo.
Extendió una mano sobre la máscara. Con la otra estiró la goma negra que recorría la parte de atrás de su cabeza.
—Estoy aquí —le dije.
Ella levantó los hombros.
—¿Ya has terminado con la bici?
—Sí.
Todos teníamos que usar la bici tres veces por semana. Papá la había colocado en una esquina del salón, cerca del calendario. De color azul y blanco, no se movía por mucho que pedalearas. Cuando me tocaba subir a mí, le pedía a mamá que me pusiera alguna película en el televisor para imaginar que avanzaba por los paisajes de la pantalla.
Mi hermana ladeó la cabeza sin dejar de sujetar la máscara. La punta de una oreja emergió entre su pelo negro.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó.
—Acabo de llegar —mentí—. Le tocaba subir a mamá ahora.
—¿Y te vas a bañar?
—¿Te molesta?
Mi hermana suspiró, dejando caer los hombros. Soltó la goma de la máscara y la fijó a su cabeza. Después se impulsó con las manos a ambos lados de sus caderas para sumergirse en el agua. Hipó cuando introdujo el pecho. Una vez dentro, echó la cabeza hacia atrás para mojarse el pelo. Terminó sentada en un extremo de la bañera, la cabeza apoyada en la pared.
—Venga —me dijo—, puedes venir.
Cerré la puerta del baño. Apoyé mi toalla en el lavabo, y me metí en el agua por el lado opuesto al de mi hermana. Me senté encajando las piernas entre las de ella, abiertas y flexionadas. Yo también flexioné las mías para no tocar nada con los pies.
—Qué lista, me has dejado el lado del tapón —le dije.
Mi hermana rió tras su máscara.
Era raro escucharla reír.
Me pasó el champú para que me lavara la cabeza. Después de usarlo, se lo devolví.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté.
—Pues lo mismo que tú. Lavarme el pelo —contestó—. Y la cara.
—Vale —dije. Cerré los ojos con fuerza y añadí—: Ya.
Mi hermana chasqueó la lengua.
Oí cómo se estiraba la goma al quitarse la máscara, y también el bote escupiendo jabón sobre sus manos. La oí frotarse el pelo con el champú, y el agua salpicando su rostro.
—¿Ya? —pregunté después de un rato.
No respondió
—¿Ya? —repetí.
Tras unos segundos de silencio, contestó:
—¿De verdad no te atreves a mirar?
Me tapé los ojos con ambas manos. La espuma del baño crepitaba, flotando en el agua o adherida a mi cuerpo.
Negué con la cabeza.
—Vamos —dijo—, mira cómo tienen la cara papá y mamá. La mía no puede ser mucho peor.
—No tienes nariz —respondí—. No quiero ver tu agujero.
Me agarró de una muñeca.
—Mírame —dijo—. Quieres mirar.
Me cogió también de la otra muñeca. Una marea se desató en el agua de la bañera con nuestro movimiento. El tapón me raspó el culo. Y el dedo gordo de uno de mis pies rozó el pelo entre sus piernas.
Tiró de mis muñecas en direcciones opuestas.
—Mírame —repitió.
Cuando logró separarme las manos de la cara, apreté los ojos. Tan fuerte, que vi puntos de colores flotando a mi alrededor. Gemí. Intenté salir del agua, pero mi hermana me agarró de las rodillas y me empujó hacia abajo. El tapón volvió a clavarse en uno de mis glúteos.
Mi hermana tiró de mis párpados para obligarme a abrirlos. Conseguí resistirme apretándolos con todas mis fuerzas. Me dolieron. Entonces ella usó ambas manos para abrir un solo ojo. Empleó sus diez dedos adultos para separar los párpados de un niño.
—Mírame, mírame, mírame… —raspaba la voz en la garganta.
Una línea de luz empezó a colarse por ese ojo. Después distinguí algunos colores y también empecé a diferenciar volúmenes.
Fue entonces cuando se abrió la puerta del baño.
—Pero ¿qué es lo que estás…?
Era mi madre la que gritaba.
Los dedos de mi hermana se volatilizaron. La puerta del baño se cerró con un golpe. Mamá se acercó a la bañera y colocó su mano sobre mis ojos. Parpadeé de forma involuntaria para relajar los párpados.
—Tienes suerte de que no haya sido tu padre el que ha entrado en el baño —dijo mamá, escupiendo las palabras entre los dientes—. Sal de la bañera. Vamos, vete.
Las piernas de mi hermana se separaron de las mías. El nivel del agua descendió. Lo sentí bajar en el pecho. Oí cómo caían al agua las gotas que resbalaban de su cuerpo al levantarse.
Algo me tocó el pecho, a la misma altura que el nivel del agua. Cuando saqué la mano para tantearlo, una descarga de terror se encendió en la base de mi espalda. Era la nariz de mi hermana. Una nariz ortopédica que flotaba señalando el techo.
—Y llévate esto también —dijo mamá. Hubo un ruido de goteo en el lugar donde flotaba la máscara—. Ninguno tenemos por qué ver tu cara.
Oí la goma fijarse al cráneo de mi hermana. Sonó diferente al hacerlo sobre el cabello húmedo.
—Lo que vosotros queráis —respondió ella antes de salir del baño.
Mamá se quedó conmigo hasta que salí del agua. De rodillas en el suelo, me arropó con la toalla. Me abrazó con el tejido, besándome el cuello. Me hizo cosquillas.
—¿Cómo tiene la cara? —pregunté.
Ella me secaba los ojos con las puntas de la toalla. Aún me palpitaban por el esfuerzo que había hecho por mantenerlos cerrados.
—¿Para qué quieres saberlo? —preguntó.
Me quedé en silencio.
—Para nada —dijo mi madre—, no necesitas saberlo para nada. Tu hermana siempre ha llevado esa máscara en esta casa. Es decisión de tu padre.
—¿La llevaba también cuando vivíais fuera? —pregunté.
—Ya sabes que no —respondió—. La lleva por lo que pasó con el fuego.
Al decir aquello, la mirada mellada de mi madre se desenfocó. Su nariz silbó. Después sus ojos parpadearon a destiempo y regresó de allá donde hubiera ido.
—A mí no me afectó el fuego —dije.
—Claro que no —repuso mientras me frotaba el pelo—. Porque estabas dentro de mi tripa. Fuiste una sorpresa inesperada.
—¿Cómo era vivir fuera? —pregunté.
Mamá me envolvió con la toalla.
—¿Por qué tantas preguntas de repente? —dijo—. Tienes lo mismo que todo el mundo. Una casa en la que vivir. Y una familia. No creas que la gente que vive fuera tiene mucho más que eso.
Pensé en el olor de la brisa que entraba a veces por la ventana del pasillo.
—¿Por qué me mintió papá sobre la puerta de la cocina?
Mamá soltó la toalla. Me miró unos segundos con los brazos cruzados.
—A los niños pequeños siempre se les cuentan historias. ¿O crees que el hombre grillo existe de verdad?
—Calla —susurré—, que te puede oír. No quiero que me encuentre.
Mamá me secó las orejas.
—¿Y tú cómo es que recuerdas tan bien aquella noche? Eras así de pequeño —dijo mientras dibujaba con dos dedos un espacio diminuto—. Así de pequeñito eras.
Encogí los hombros sacando el labio inferior hacia fuera. Eso la hizo sonreír.
—Porque eres un niño muy listo —se contestó ella misma. Me acarició toda la cara con la palma de una mano rugosa—. Y por eso sabes que no irías a ningún lado aunque esa puerta estuviera abierta. ¿Adónde ibas a ir?
Mamá volvió a abrazarme con el suave tejido de la toalla.
—¿Adónde quieres ir? —insistió.
Me miró con su ojo caído y su sonrisa asimétrica.
—A ningún sitio —contesté.
Vestido sólo con un calzoncillo, me dirigí a la cocina. Oí la crema de zanahoria burbujear en el fuego. También oí a mi familia hablar antes de que yo llegara.
—Se está acabando todo —dijo mamá.
Algún cacharro golpeó contra algún metal.
—Tenía que haber venido ayer —respondió la abuela.
Cuando me asomé, vi a mi madre encaramarse de puntillas a lo más alto de uno de los armarios de la cocina. Además de los dos fogones, la cocina disponía de un fregadero, un horno, una nevera y un montón de armarios y cajones. Estaban todos abiertos.
—Aquí no hay nada —dijo mamá con el brazo metido en el armario superior, como si esperara encontrar en el fondo algo que escapara a su vista—. Lo que tenéis en la mesa es lo que hay.
Bajó los talones y se giró, entonces me vio.
—Vamos a cenar, que ya estamos todos —dijo.
Se acercó a la mesa, tocó el hombro de mi abuela e hizo un gesto con la boca a mi padre. Estaban todos allí sentados, bajo el cono de luz que la bombilla proyectaba sobre el comedor. Vi la goma de la máscara de mi hermana ajustada a su pelo aún húmedo. Mi abuela y mi madre recogieron algunos paquetes de arroz apilados sobre la mesa. Y latas de atún. También huevos y patatas. Los colocaron en sus respectivos armarios, que quedaron más vacíos de lo que yo estaba acostumbrado a ver.
—Ya era hora de que aparecieras —dijo mi padre—. ¿Para qué te agarras tanto a esa ventana? ¿Te quieres ir o qué?
—No estaba en la ventana —respondí.
—Y tampoco quiere irse —añadió mamá.
—Esconde cosas en su cajón —soltó mi hermano de pronto.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que escondes? —preguntó papá.
Mi hermano quiso decir algo más. Antes de que pudiera hacerlo, la olla caliente de la crema de zanahoria ya estaba en el centro de la mesa.
—A cenar —dijo mamá.
Con ayuda de un cazo sirvió la cena, llenando el montón de platos hondos que mi abuela había dispuesto sobre la mesa. Sirvió también un séptimo plato. El que nadie tocaría. Y que, como siempre, acabaría en la basura o el desagüe.