5

Esa misma noche me despertó un grito.

—¡Se está ahogando!

Me incorporé de golpe en la cama. Durante unos segundos, dudé si realmente había escuchado algo o si estaba teniendo una pesadilla.

—¡Se está ahogando!

El grito llegó otra vez desde más allá del pasillo. Sobre mi cabeza rechinaron los muelles de la cama de mi hermano. Su peso cayó al suelo. La estructura de la litera tembló. Cuando mi hermano abrió la puerta, la luz de fuera dibujó un trapecio de color amarillo sobre el suelo, la base mayor de la figura iluminando el ancho exacto de mi cama.

Apenas podía ver con las pupilas tan contraídas de repente, doloridas, pero dos siluetas, la de mi padre y la de mi madre, se unieron a la de mi hermano en un improvisado pelotón que se dirigió a la izquierda, al lugar de donde provenían los gritos de mi abuela.

—¡Se ahoga! —repitió ella.

Era mi pollito el que se estaba ahogando. La abuela lo había escondido debajo de su almohada y se habría echado a dormir sobre ella, aplastando al pájaro recién nacido, que ahora se estaba ahogando.

Corrí sobre el trapecio de luz hacia la puerta. Ya daba igual que mi padre supiera de mi pequeño secreto. Me crucé con él en el pasillo, guiando a mi abuela con las manos en sus caderas.

—Apártate —me dijo.

Ella llevaba en brazos a mi sobrino. Pero no lo cargaba como siempre. Lo tenía acostado sobre el brazo izquierdo, la cabeza en la mano y los pies a la altura del codo apuntando al suelo. Con la mano derecha, le daba golpes en la espalda. Era él quien se estaba ahogando.

—¿Respira? —preguntó mi madre.

Ella y mi hermano iban detrás de papá. Desaparecieron al adentrarse en la estancia principal. Aproveché para revisar la cama de mi abuela. Quería coger al pollito. Llevarlo a su cajón. Que creciera tranquilo en su nido de camiseta, junto al cactus. Pero cuando levanté la almohada vi la cáscara. Rota. A su lado, una mancha amarillenta. La toqué. Estaba húmeda.

—¿A qué huele? —preguntó mi hermana.

Estaba sentada sobre su cama mirando a la pared. Su voz salió de detrás de la máscara sin ninguna entonación.

—No lo sé —contesté.

Palpé la humedad viscosa. Me guardé uno de los pedazos de cáscara y dejé caer la almohada.

—¿Está bien el niño? —preguntó mi hermana, pronunciando de carrerilla como si fuera todo una misma palabra.

—Voy a ver.

Antes de salir de la habitación, me detuve en el marco de la puerta. Le pregunté si venía.

—Ahora no —respondió.

Me dirigí a la estancia principal. Allí me encaramé al sofá marrón. Mi abuela se sentó en una silla, junto a la segunda ventana, la que había en lo alto de una de las paredes. Mantenía al bebé en la misma posición de antes. El niño emitía un ligero gorgoteo. Cada vez más espaciado. Al principio fue constante, casi al ritmo de una respiración normal, pero fue reduciendo su frecuencia al tiempo que se aceleraban los erráticos pasos de mi madre alrededor de la silla. Se mordía la uña del pulgar.

Mi hermano se tapó la boca para disimular la risa.

Papá se acercó al bebé. Manoseaba nervioso su llave colgada al cuello. La soltó y golpeó la espalda del niño con tanta fuerza que la abuela tuvo que levantar el brazo para evitar que se le cayera.

—Así no —protestó.

Sin embargo, tras el fuerte impacto, el gorgoteo se interrumpió. La nariz del bebé burbujeó cuando el aire volvió a entrar en su cuerpo. Mi madre detuvo su frenético paseo. Mi hermano comenzó a marchar a lo largo del salón, elevando mucho las rodillas a cada paso, balanceando los brazos. Silbó su canción de camino a la mesa.

—¡Ahora no! —le gritó mamá.

La melodía se interrumpió. Cesó también el temblor en el suelo. Mi hermano raspó su garganta como hacía siempre antes de uno de sus llantos escandalosos.

—Y me da igual que llores.

Mi hermano corrió al pasillo. La bombilla del salón se balanceó tras el portazo. La sombra de mi cabeza se alargó hasta fundirse con la de la silla. Allí, mi abuela giró al niño, que tenía ya la cara de un color rojo oscuro. Encorvó la espalda para escuchar mejor.

El gorgoteo atragantado se repitió.

—No está respirando —dijo mi abuela.

Se levantó de golpe. La silla quedó en equilibrio sobre dos patas, el respaldo apoyado en la pared. La abuela se mordió los labios, sus cejas asimétricas se arrugaron alrededor de unos ojos que se esforzaban por no llorar. Paseó por la penumbra de la estancia acunando al niño. Lo arrulló como si fuera la hora de la siesta de cualquier otro día. Entonces la abuela abrió a la fuerza la boca del niño e introdujo dos dedos en el interior de la cavidad. Desaparecieron hasta la altura de los nudillos. Cuando los sacó estaban brillantes de baba.

—No sé qué más hacer —susurró. Después lo gritó—: ¡No sé qué más hacer!

Giró al niño. Lo inclinó. Golpeó su espalda una y otra vez. Lo agitó.

El bebé estaba casi morado.

—¡No sé qué más hacer!

La luz de la bombilla se reflejó en la humedad que rodeó sus ojos.

—Tenemos que sacarlo —dijo mi madre—, se va a…

—Ya no llegamos a tiempo —interrumpió papá.

Miré a la puerta que había al otro lado de la estancia, cerca de la mesa. La que siempre había estado abierta. A la que me acerqué por primera vez hacía muchos calendarios, la noche en que mi familia cumplía cinco años en el sótano. Después de que el pomo se me resbalara por culpa de mi propia saliva, volví a agarrarlo. Pero no encontré razón para girarlo. Ni siquiera lo intenté. En el sótano estaba mi madre. Y mi abuela. Mis hermanos. Y papá. Esa noche regresé a sus piernas y cenamos crema de zanahoria mientras yo balanceaba mis pies cubiertos por los calcetines que el pijama traía incorporados.

—¿Que no llegamos a tiempo? —El llanto de mi abuela se convirtió en enfado. Y sus ojos parecieron secarse de repente—. Vamos a comprobarlo.

Apoyó al niño contra su pecho sin dejar de golpearle la espalda. Rodeó el sofá, pero en lugar de ir hacia la puerta que siempre había estado abierta, se encaminó al pasillo.

Bajé del sofá a toda prisa, hundiendo los pies en el cojín, emocionado por ser yo quien iba a aportar la solución definitiva al problema. Agarré a la abuela del codo para detener su avance.

—Abuela, la puerta está ahí —dije mientras corría por el salón—. Vamos, podemos salir por aquí.

Sus cejas se elevaron hasta la mitad de la frente cuando entendió. Mi padre dio un paso al frente con un brazo extendido como si pudiera cogerme sólo por el hecho de pensarlo.

Agarré el pomo de la puerta.

Y lo giré.

O lo intenté.

Tres veces.

Papá bajó el brazo. Me miró durante unos segundos. Después habló a la abuela:

—Y tú tampoco vas a ningún lado.

—No voy a dejar que este niño se ahogue —respondió ella.

Sin hacer caso a las órdenes de papá, reanudó su marcha hacia los dormitorios. Él la siguió, clavando los talones en el suelo.

—Ni siquiera tienes la llave de esa puerta —le gritó—. Ni la de más arriba.

En ese momento el bebé produjo un gorgoteo prolongado que acabó en tos.

Empezó a llorar.

Y a respirar.

Mi padre frenó en seco su corta carrera. Por la intensidad constante del llanto del bebé, deduje que la abuela también se había detenido.

Mamá corrió al pasillo.

Yo me quedé con la mano pegada al pomo de la puerta. Papá me había mentido. Esa puerta nunca había estado abierta.

Sólo era otra pared.

La pared definitiva.

Hubo mucho movimiento en el pasillo y las habitaciones. También en el baño. Cuando papá regresó al salón me descubrió aún agarrado al pomo de la puerta. Identifiqué un parpadeo de sorpresa.

—A tu cuarto —dijo—. Vamos.

Apagó la luz, dejándome en total oscuridad.

Oí cerrarse la puerta de su habitación.

Solté el pomo ya caliente mientras los volúmenes de la estancia se dibujaban a mi alrededor. Me dirigí al pasillo sorteando sin error los obstáculos. Antes de ir a mi cuarto, hice una visita a la abuela.

Me acerqué primero a la cuna para comprobar la respiración del bebé. Sonaba tan suave, tan sana, que el atragantamiento podría no haber existido nunca. Después me coloqué al lado de mi abuela. Sacudí lo que intuí que era su hombro bajo la manta. Ella gimió. Volví a balancearla. Un temblor casi imperceptible delató que se había despertado.

Pero permaneció callada.

La sacudí de nuevo.

Mi abuela me tocó a la altura del pecho.

—Ah, eres tú —dijo al reconocerme por el tacto—. ¿Qué pasa? —preguntó. Se movió bajo las sábanas y elevó el tono de voz—: ¿Otra vez el bebé?

—Nada —le dije—, el niño está bien.

Ella soltó aire por la boca. Percibí un olor amargo mezclado con el de los polvos de talco.

—¿Dónde está el pollito? —susurré. Esperé su respuesta—. El pollito. ¿Dónde está?

—¿O sea que fuiste tú el que movió mi almohada? —me preguntó.

—Sí. Antes. Cuando el bebé.

—¿Y qué viste? —preguntó.

—No vi al pollito.

—Pero ¿qué viste?

—Vi la cáscara. Y una mancha amarilla. Como el huevo que me explotó papá. ¿Dónde está el pollito?

—Se escapó —contestó enseguida—. Cuando vino tu padre lo cogí de tu mano. Lo escondí en la almohada.

—Eso me dijiste.

—Pero cuando papá te llevó a su cuarto, se me escapó. Corrió por encima de la cama —hizo algún gesto con la mano— y se fue a la cocina. Debió de salir volando por la ventana de allí.

—No hay nada más allá de las ventanas. Sólo hay más cemento.

—No para un pájaro —dijo ella—. Y el pollito era muy pequeño, cabía por cualquier rendija. Seguro que pudo salir por cualquier grieta.

Lo valoré.

—¿Está bien el pollito? —pregunté. Lo imaginé a solas en aquel mundo hecho de ampollas.

—Claro. —Posó una mano sobre mi rostro, calentándome una mejilla—. Seguro que está bien. Va a estar mejor ahí fuera que metido en tu…

No terminó la frase.

—Si yo quisiera, ¿podría ir a buscarlo? —pregunté.

Pensé en la puerta de la cocina. En el inútil movimiento de mi mano, incapaz de girar el pomo. Si hubiera tratado de abrir una pared con un pomo dibujado en un trozo de papel habría conseguido el mismo resultado.

—Pero entonces dejarías de verme a mí —respondió ella—. Y a tu madre. Y a papá. Y al bebé. ¿Quieres eso?

Sacudí la cabeza.

—¿Eh? ¿Quieres eso? —preguntó al no ver mi negación.

—No.

—Claro que no quieres eso.

Me cogió del cuello para acercarme a ella. Colocó mi cara en algún lugar caliente entre su pecho y su hombro. Besé el aire.

—Ahora vuelve a tu cuarto —susurró.

—He guardado un trozo de la cáscara por si vuelve el pollito. Para que sepa dónde está su casa.

El pecho de mi abuela se infló.

—Eres un niño muy bonito —dijo.

Asentí en el cálido lugar en el que tenía la cara, oliendo los polvos de talco.

—Ve a tu cama —añadió—, duerme un poco más.

Fue un gran poder el que la abuela me concedió esa noche.

De vuelta a mi cuarto, aún en el pasillo, una suave brisa se coló por la ventana. Coloqué la cara entre los barrotes. Cerré los ojos e inspiré, dejándome envolver por ese olor diferente que llegaba desde fuera. Diferente a todo cuanto había en el sótano. Pero una nota amarga estropeó el momento, porque el exterior acababa de convertirse en un lugar al que no podía ir aunque quisiera. La puerta de la cocina estaba cerrada.

Otra ráfaga de aire me acarició la cara.

Y trajo consigo a la primera luciérnaga.

Voló delante de mis ojos.

Después se posó en la superficie que iba desde la ventana hasta la otra pared, a la altura de mi cuello. En cuanto aterrizó, escondió bajo su caparazón las alas que había utilizado para amortiguar la caída. En realidad, el caparazón de los coleópteros no es más que otro par de alas, endurecido para proteger las que usan para volar. El insecto avanzó hacia los barrotes sobre la gravilla acumulada en ese espacio. Hacia mí.

Y entonces se produjo el destello.

Durante un segundo, el cuerpo de aquel bicho oscuro se encendió con la mágica luz verde que emanaba del final de su abdomen. Igual que en mi libro de insectos, el que guardaba en el mueble a los pies de mi cama. La primera vez que pasé las páginas del libro quedé fascinado por las largas patas de los mántidos, el perfecto camuflaje de los fásmidos, los colores de los lepidópteros. Pero fue la luz del lampírido lo que me atrapó por completo. Un insecto de luz. Como las bombillas que colgaban desnudas en el techo del sótano. Pero vivas.

Hubo un nuevo destello, idéntico al de la fotografía de mi libro, que mostraba una luciérnaga posada en una brizna de hierba. Extendí ahora un dedo frente a ella, sobre la gravilla, interrumpiendo su camino. La luciérnaga se encaramó a él, lo escaló. Guardó el equilibrio con pequeñas batidas de las alas.

Mantuve los ojos abiertos para no perderme el siguiente destello. Cuando volvió a encenderse, tuve que parpadear varias veces para humedecerlos.

Regresé a mi cuarto con el índice extendido frente a mi cara, la luciérnaga en la punta. Mi hermano roncaba. Abrí el cajón de mi mueble. Primero deposité en el nido de camiseta el resto de cáscara que había rescatado de la cama de la abuela.

—Por si vuelves —le dije al pollito que no estaba.

Después localicé el tarro grande en el que guardaba mis lápices de colores. Los dejé caer dentro del cajón. Metí a la luciérnaga en el interior del frasco vacío. Trató de buscar agarre en su nuevo mundo de límites transparentes, pero resbaló por el cristal sin conseguirlo. Metí un lápiz en el frasco para que el insecto tuviera dónde posarse. Lo agradeció con un chispazo de frío color verde.

No existe criatura más fascinante que aquella que es capaz de crear luz por sí misma.