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—Nadie te ha robado al niño —dijo mi padre cuando nos sentamos todos a desayunar.

Mi hermana se sorbió la nariz tras la máscara. Miraba al suelo en una diagonal de indiferencia. Los huevos que mi madre preparaba para el desayuno crepitaban al sumergirse en el aceite caliente. Por entonces yo aún pensaba que también ellos sufrían cuando los quemaban. Y gritaban.

—Al niño lo cogí yo esta mañana —dije—. Me desperté pronto. Quería enseñarle… —Encontré el círculo de luz sobre la mesa, pero no terminé la frase.

—¿Desde cuándo tienes permitido salir antes de tu habitación? —me interrumpió mi padre—. ¿Sabes el susto que se han llevado tu abuela y tu madre con los gritos de tu hermana? —Papá me señalaba con el dedo—. Pensó que le habían robado al niño.

Me quedé callado. Asentí avergonzado. Mi hermano trató de contener la risa pero se le escapó por la nariz como un rebuzno.

La sartén golpeó el fregadero. Mi madre apareció con un plato lleno de huevos fritos. Ella siempre decía que no había que sacarlos de la sartén hasta que una línea negra bordeara la clara. Por eso olía a quemado. Con la mano que tenía libre alisó el mantel. Mientras maniobraba, una gota de aceite hirviendo se desbordó del plato y cayó sobre sus dedos, al lado de viejas cicatrices. Observé el naranja brillante de las siete yemas.

—No gritaba por eso —dijo mi hermana—, ¿quién me lo iba a haber robado?

—¡El hombre grillo! —respondí.

—Cállate —dijo mi padre.

—¿Quién me lo iba a haber robado? —repitió ella. Después respiró profundamente y su nariz burbujeó—: ¿El que está allí arriba?

Mi hermana miró a papá.

—Grité porque no consigo despertar —añadió.

El bebé lloró desde la habitación.

—¿Lo oís? —continuó, manteniendo su efigie de plástico desviada hacia el suelo—. Él sigue aquí. No consigo despertar.

La silla de mi hermano salió disparada cuando se levantó de golpe y comenzó a rodear la mesa en dirección a mi hermana. Sus pasos originaron pequeñas olas concéntricas en mi taza de leche. Mi padre extendió un brazo que se interpuso en su camino, un obstáculo a la altura de su cintura.

—Déjalo —le dijo. Mi hermano gruñó—. ¿Qué has querido decir con eso? —preguntó a mi hermana.

Ella no contestó, tan sólo se sorbió la nariz. La mano de mi padre saltó de la mesa a su cara artificial. Le forzó a levantarla agarrándola por el mentón. Mi hermana me miró primero a mí, pude ver sus ojos detrás del material ortopédico.

—Que esto es una pesadilla —dijo.

Mi abuela bajó la cabeza. Arrastró su mano por la mesa hasta apoyarla sobre la de mi madre. La apretó.

—Debiste haberlo pensado mejor —dijo mi padre. Con un movimiento seco enfiló el cuello de mi hermana hacia el pasillo—. Te guste o no, ese que llora es tu hijo.

Mi hermana tragó saliva. Las venas hinchadas a ambos lados del cuello lo hacían parecer más grueso. Mantuvo la posición hasta que mi padre aflojó la presión, y ella dejó caer la cabeza. Pensé que no iba a decir nada más, pero entonces respondió:

—¿Sólo mío?

—Ya basta —intervino la abuela.

La mano que papá había lanzado otra vez hacia mi hermana se detuvo en el aire.

—Daos las manos.

Mi abuela extendió las suyas, una a cada lado. Mamá agarró la derecha, mi hermana la izquierda. Los demás las imitamos. Cuando terminamos de formar el círculo, la abuela, como hacía siempre, dio las gracias.

—Gracias al que está allí arriba por permitirnos comer cada día.

Besó el crucifijo del rosario que llevaba colgado al cuello.

Mamá recogió los platos después del desayuno. Inclinó uno de ellos sobre la papelera para hacer caer un huevo entero. Cuando se apostó junto al fregadero, me acerqué a ella.

—Si no los rompieras… —señalé el cartón de huevos que aún tenía abierto sobre la encimera—, ¿podría salir un pollito de dentro de uno de ésos?

Mamá bajó la mirada, buscando la mía.

—¿Un pollito?

Sonrió desde las alturas mientras su ojo izquierdo se cerraba sin que ella pudiera evitarlo. Me abracé a su cintura, apoyando mi pómulo a la altura de su vientre.

Papá rió al escuchar mi pregunta, era el único que seguía sentado a la mesa. Leía mientras movía entre sus dedos la llave que colgaba de su cuello. Dejó el libro, se levantó, cogió un huevo del cartón y clavó una rodilla en el suelo. Sostuvo el huevo entre su cara y la mía con tres dedos.

—Deja a tu madre. —Tiró de mí para separarme de ella. Después alzó una de mis manos y me hizo extenderla—. Comprobemos qué hay dentro.

Papá apoyó el huevo y me cerró el puño. Estaba seguro de que iba a sentir el corazón del pollito palpitando a través de la cáscara. Que una grieta se abriría y un montón de plumas amarillas aparecería entre mis dedos. Mi padre cerró su mano sobre la mía. Empezó a ejercer presión. Intenté liberarme, pero él siguió apretando. Antes de que yo pudiera evitarlo, la presión fue demasiada y el huevo se quebró con un crujido. El líquido viscoso se desbordó entre mis dedos y los de papá, que sacudió la mano salpicándome la cara.

—No quieras traer a nadie más a esta casa —dijo—. Además, no puede salir nada de un huevo de comer. No está fecundado.

Desapareció por el pasillo arrastrando sus zapatillas marrones.

Un montón de baba fría se escurrió por mi palma hasta que el coágulo naranja golpeó el suelo. Me quedé mirándolo sin entender. La nariz de mamá silbó. Sentí el trapo húmedo en la mano antes de verlo, fija como tenía la vista en el charco de cáscaras y muerte a mis pies. Mamá frotó mi mano deteniéndose en cada uno de los dedos. El olor del amoníaco me hizo toser.

A ella se le humedecieron los ojos.

—¿Qué te pasa? —pregunté.

—Es el amoníaco —respondió.

—A mí no me lloran los ojos.

Los hombros de mamá cayeron.

—Me acordé de algo —dijo.

—¿Algo de fuera?

Asintió.

Besé su mejilla rugosa.

—No estés triste —le dije—. El sótano es mucho mejor que lo que hay fuera.

Su nariz silbó. Después me susurró al oído:

—Cualquier sitio en el que estés tú es mucho mejor que ningún otro.

Retorcí el hombro presa de las cosquillas.

Mamá dejó caer el trapo en el suelo, recogió los restos del pollito que no fue y regresó a sus labores en el fregadero. Permanecí de pie junto a ella, observando cómo la mancha de humedad que había dejado el trapo se encogía de fuera hacia adentro. Hasta desaparecer.

Camino de mi habitación, mamá gritó mi nombre. Me pidió que me acercara. Se agachó de una forma muy similar a como lo había hecho papá.

—Toma —me abrió una mano—, guárdalo y dale calor. Es lo que necesita para nacer.

—¿Y lo que ha dicho papá?

—Tú dale calor.

Corrí a mi habitación protegiendo el huevo, con ambas manos, contra mi tripa desnuda.

Mi hermano estaba sentado en su litera, los pies colgando a metro y medio del suelo. Podía pasarse horas así, con los bajos del pantalón del pijama metidos en las zapatillas; agitando la cabeza y moviendo pies y manos como si caminara a través de un campo de maíz que no existía pero que de vez en cuando crecía en nuestra habitación. También silbaba una melodía, aunque el resultado no fuera perfecto porque tenía el labio inferior partido en dos a causa del fuego. Papá y mamá tardaron un tiempo en entender qué significaba ese trance. Hasta que una tarde, sin conseguir que hablara ni dejara de sonreír a la nada, mi hermana entró en la habitación. Cogió uno de los libros de la estantería. «Se lo leíais de pequeño», dijo mostrando El maravilloso mago de Oz a mis padres. «Parece que ya habéis olvidado que tuvimos una vida fuera», añadió. Desde entonces, cada vez que mi hermano viajaba a ese otro mundo, sólo había una forma de comunicarse con él.

—Espantapájaros, tú no has visto nada —le dije—. Y pídele al León y al Hombre de Hojalata que tampoco lo cuenten.

Mi hermano vio el huevo entre mis manos, pero enseguida continuó con su silbido defectuoso.

Recogí del suelo una camiseta usada y envolví el huevo con ella en la mejor imitación de un nido que fui capaz de conseguir. Después lo metí todo en el cajón del único mueble que no compartía con mi hermano. A los pies de mi cama, apenas tenía dos divisiones aparte del cajón. Suficiente para mi cactus, mis lápices de colores y los libros de insectos y espionaje que papá me regalaba en días de tarta. Perfeccioné el nido junto al tarro de los lápices.

Me senté con las piernas cruzadas frente al mueble y saqué el Manual del joven espía. Fueron mi abuela y mi madre quienes me enseñaron a leer y escribir. En el sótano había tiempo de sobra para eso. El manual era una guía infantil que enseñaba algunos trucos. Gracias a él aprendí a usar el jugo de un limón como tinta invisible, escribiendo mensajes secretos que luego podían leerse acercándolos a una bombilla encendida. La primera vez que probé el truco le pedí a mamá que acercara el papel a una de las bombillas que colgaban del techo en el salón. Ella me había exprimido el limón mientras yo le explicaba lo que iba a hacer siguiendo las instrucciones del manual. Dudó que fuera a funcionar, pero aun así agarró el papel y lo acercó al calor de la burbuja de cristal.

—Aquí no pone nada —dijo—, ni va a poner nada por mucho que lo pegue a esta cosa.

En ese momento, unos trazos de color marrón empezaron a dibujarse en el papel. Mamá movió la hoja para que el calor se distribuyera de forma regular por su superficie. Nuevas manchas marrones fueron apareciendo en todos los lugares donde yo había aplicado el zumo de limón. Finalmente, el mensaje secreto se hizo visible: TE DIJE QUE ERA UN ESPÍA. Mamá sonrió al leerlo. Su nariz silbó.

—Veo que tenías razón —dijo.

Sentado ahora frente al mueble con el libro sobre mis piernas, busqué una página concreta. Repasé las secuencias de puntos y rayas. Con la uña del dedo índice di cuatro golpecitos seguidos a la cáscara. Después, otros tres más espaciados. Terminé con otros seis golpes del modo en que indicaba el libro.

Acerqué la oreja al huevo.

El silencio fue total.

—Es morse —le dije al pollito.

Volví a afinar el oído en busca de alguna respuesta. No la hubo, así que cerré el cajón, dejando una rendija abierta para oír al pollito piar si decidía nacer por la noche.

Guardé el libro en el mueble y cogí el cactus. Dos bolas verdes llenas de pinchos sobreviviendo en una pequeña maceta. Apareció un día entre los montones de cosas que nos mandaba el que está allí arriba. Como las maderas con las que papá construyó la cuna para el bebé. O las zanahorias con las que mamá preparaba su crema para la cena. «Mientras este cactus esté bien, nosotros estaremos bien. Tenemos que ser fuertes como un cactus», me dijo la abuela cuando me lo regaló.

Salí de la habitación. Mi hermano seguía silbando.

Me tumbé en el salón boca abajo, la barbilla apoyada sobre las manos, una encima de la otra. Coloqué el cactus en la mancha de luz. Una pequeña nube de partículas de polvo bailó entre sus pinchos. A medida que la luz se fue desplazando sobre el suelo, empujé la maceta con un dedo para seguir su trayectoria y que el sol no dejara de iluminar el cactus. Si mi hermano podía viajar a Oz a lo largo de un sendero tan misterioso como las profundidades de su propia mirada desenfocada, yo podía imaginar que era uno de los vaqueros de las películas del Oeste que veía papá.

Me pasé el día entero en el suelo, caminando por el desierto entre un montón de cactus.