Había dos ventanas en el sótano. Una al final del pasillo y otra en la cocina. Tras abrirlas sólo había barrotes, y más allá, otra pared. Cuando cumplí los diez años, si empujaba mucho y aguantaba el dolor en el hombro, podía meter el brazo entre dos de los barrotes y, con el dedo más largo, rozar esa otra pared. Sólo era más cemento. En ambas ventanas ocurría lo mismo. Era como si el sótano no fuera más que una caja dentro de otra caja más grande. Una vez coloqué el espejo del baño en ese espacio que se formaba entre los barrotes y la pared exterior. Sólo reflejó más oscuridad. Otro techo negro. Una caja dentro de otra caja. A veces metía la cara entre los barrotes mirando hacia la negrura que para mí era el mundo exterior. Me gustaba hacerlo porque una corriente de aire me acariciaba la cara. Una corriente de aire que olía diferente. A nada que hubiera en el sótano.
—¿Es que no oyes los gritos de tu hermana? —me dijo mi padre el día que nació el bebé—. Te necesitamos en la cocina. Y cierra la ventana. Ahora.
Abrió la puerta de su habitación con la llave que siempre llevaba colgada al cuello. Enseguida se cerró a mis espaldas. Parpadeé varias veces para humedecer mis ojos, se habían quedado secos con la corriente de aire. Entonces oí a mi hermana. Tuve que haber estado muy absorto en la brisa del exterior para no oír aquellos gritos. No parecían provenir de la garganta, sino más bien del estómago. Desde algún lugar muy dentro del cuerpo. La puerta se abrió de nuevo y esta vez mi padre me agarró del brazo. Me arrastró a lo largo del pasillo hacia el salón.
—Colócate ahí —me dijo—, sujeta esa pierna.
Mi hermana estaba tumbada sobre la mesa. Desnuda de cintura para abajo. Reconocí las sábanas de su cama debajo de ella. Mamá estaba sentada a la altura de su cabeza, apretando con sus dos manos el puño cerrado de su hija, que miraba hacia su entrepierna a través de la máscara. Toda blanca, carente de expresión. Tan sólo tres agujeros mostraban sus ojos y su boca. Mi hermano, que sujetaba con fuerza una de sus piernas, se asomó también a lo que hubiera en los entresijos de mi hermana. Mi abuela hervía agua en dos grandes ollas. Tanteó los fogones para comprobar a qué nivel los tenía encendidos. Papá se acercó a ella y le dio dos toallas.
—¿Crees que servirán? —preguntó.
Mi abuela se las arrancó de las manos y metió una de ellas en la olla más grande. Durante unos segundos papá se quedó allí parado, con la cabeza agachada y las manos en el aire como si aún sujetara unas toallas invisibles.
—Vamos, acércate —me dijo—. Sujétale la pierna.
Abracé la rodilla flexionada de mi hermana, escondiendo la cabeza tras ella. No me atrevía a mirar más allá. Mi hermana volvió a gritar.
Papá miró entonces a la ventana de la cocina. Frotó las palmas de sus manos contra el pantalón, como para secarlas.
—Hijo, ¿has dejado abierta la otra…?
Antes de terminar la pregunta salió corriendo al pasillo. Mi hermana gritó una vez más, pero esta vez ni siquiera abrió la boca. El quejido se escapó de entre sus dientes. Me salpicó con saliva.
—Respira —dijo mi madre. Seguía agarrada al puño en tensión de mi hermana. Acercó su boca a la oreja que emergía tras la máscara y empezó a respirar de un modo particular, como cuando llevaba mucho tiempo en la bicicleta—. Hija…, respira…, tranquila…, como yo…, respira.
Mi hermana intentó imitarla. Su rodilla escapó de entre mis brazos. Tuve que apartarme para evitar que me diera en la cara. Pataleó, golpeando la mesa con los talones. Cuando consiguió deshacerse también de mi hermano, que se echó hacia atrás incapaz de sujetar la pierna por más tiempo, levantó la cintura hasta que la cumbre de su vientre señaló más a la pared que al techo, y la dejó caer contra la mesa. El hueso de su rabadilla golpeó la superficie como un martillo. De entre sus piernas se escapó un sonido viscoso.
—¡No puedo respirar con esta máscara! —Gritó las primeras palabras aún entre dientes, como si el dolor y la rabia fueran flemas adheridas a su garganta que pudiera escupir—. ¡Quitadme esta maldita careta!
Siguió retorciendo las piernas. Mi hermano y yo intentamos agarrarlas y recuperar su control. Noté que la sábana estaba empapada. Y resbaladiza. Un olor agrio me provocó una arcada. Mi madre, que sujetaba con todo su cuerpo uno de los puños, abrió la boca para gritar cuando vio cómo mi hermana dirigía su mano libre hacia la máscara. Llegó a pellizcar su propia nariz ortopédica.
Entonces mi padre la agarró de la muñeca. Ella estiró los dedos al máximo intentando alcanzar la máscara. Hasta que los nudillos de papá se pusieron blancos, y los dedos de mi hermana dejaron de moverse. Ella volvió a gritar. Esta vez fue un grito agudo, que dolía en los oídos. Mi padre dejó caer la mano agotada de mi hermana como si fuera un desperdicio. El hueso de su muñeca golpeó la mesa.
—Ya está bien de tanta tontería. Tu madre también dio a luz aquí —se le escapó una mirada hacia mí— y no lo puso tan difícil. Que no eres una niña. A tu edad tu madre ya había tenido dos hijos.
—Y antes —aclaró ella—. Con veintiséis ya los tenía.
Las piernas de mi hermana se relajaron. Cuando las flexionó pudimos agarrarlas de nuevo. Mi padre se quedó de pie y la observó en toda su longitud. Desde los pies hasta la cabeza. Sonrió.
—¿Te duele?
Mi hermano emitió un sonido gutural, una de sus risas que parecían rebuznos. Papá lo miró, así que no vio el brazo de mi hermana volver a levantarse.
Despacio.
Esta vez pudo agarrar toda la máscara. Cerró la mano. El crujido del material ortopédico alertó a mi padre. Consciente de que ya no había tiempo de evitar que se la quitara, se abalanzó sobre mí, pegó mi cara a su tripa para que no pudiera ver nada, y me obligó a andar hacia atrás mientras me empujaba por el pasillo. Abrió la puerta de mi habitación y me sentó en la litera de abajo.
—Has tenido suerte —me dijo. Después volvió la cabeza hacia el pasillo que conducía al salón, y gritó a mi hermana—: ¡Si quieres que lo primero que vea tu hijo sea tu cara deformada, hazlo! —Me miró de nuevo y apoyó sus pulgares sobre mis ojos—: Pero mi hijo sólo verá lo que yo quiera.
Al bajarme los párpados, un punto de luz bailó en la oscuridad del interior de mi cabeza.
Tumbado boca abajo en el suelo del salón, rodé sobre mí mismo para alcanzar con mi mano la mancha de sol. Un puñado de rayos que entraban por una rendija del techo dibujaba un círculo de luz no mayor que una moneda. Todos los días recorría el suelo de la estancia principal desde una pared a otra.
—¿De dónde viene esta luz? —Cerré mi mano y agarré la nada.
—Pregúntale a tu padre —contestó mamá.
Cargaba al recién nacido en un brazo, lo lavaba con el agua con la que había llenado el fregadero. Mi hermana llevaba un rato encerrada en su habitación, después de que mamá saliera de ella con la caja de costura en una mano.
Junto a la mesa, mi hermano amontonaba la sábana y las toallas sucias. Con la lengua asomada y el ceño fruncido, trataba de hacer coincidir las esquinas de una ellas. En sus manos, alinear los dos bordes opuestos de una toalla parecía tarea imposible. Se quejó con un largo gemido justo antes de lanzarla al suelo. Se cruzó de brazos.
Abrí y cerré la mano acariciando la franja de luz naranja, como un chorro de agua que no mojaba. Mi piel se veía aún más blanca y traslúcida. Podía distinguir todos los trazos azules y morados que dibujaban mis venas.
—¿De qué está hecho el sol?
Oí a mi madre respirar hondo en la cocina. Cuando lo hacía, el agujero de su nariz más afectado por el fuego emitía un curioso silbido. Entonces se dio la vuelta y me miró.
—Éste es tu sobrino —dijo.
El bebé lloró entre sus brazos. La palma de mi mano aún ni se había calentado cuando el rayo agonizante, una cuchilla de polvo, desapareció. Como una mariposa entre los dedos de un cazador inexperto. Empujándome con ambos brazos como haciendo una flexión, me levanté y me acerqué a mi madre. Ella sonrió, su mejilla quemada tiró de la carne cerrando el ojo izquierdo, como ocurría siempre. Extendió los brazos para acercarme el bebé.
—¿No se me caerá? —pregunté.
Mi madre miró a mi hermano, que nos observaba desde la mesa.
—No creo —contestó—, extiende los brazos.
Lo hice. El bebé, envuelto en una toalla seca, apretaba y relajaba los labios. Sus diminutas fosas nasales se expandieron y contrajeron, respirando por primera vez el aire de aquel sótano que sería su mundo. Tenía los ojos cerrados, muy apretados. Debajo de él, mis brazos temblaban.
—¿No se me caerá? —repetí.
Mamá sostuvo al niño con un brazo, y con el otro me hizo flexionar el codo formando un ángulo recto.
—Sube el brazo, aquí voy a apoyar su cabeza —indicó mientras me daba una palmada cerca del codo.
Permanecí en aquella postura, tan inmóvil como un insecto palo mimetizado en una rama. Mi madre maniobró con experta habilidad hasta que hizo descansar al bebé sobre las palmas de sus manos. Lo fue acercando a la vibrante cuna humana que formaban mis brazos.
—No quiero que se me caiga —insistí.
Por un momento mi madre se detuvo. Dudó. Después continuó su movimiento. Mi hermano gruñó. Los platos apilados de la cocina vibraron con cada uno de sus pasos. Se colocó detrás de mí. Sentí en mi espalda el calor que desprendía su cuerpo. Empujó al bebé hacia mi madre.
Para evitar que yo lo cogiera.
Los platos volvieron a vibrar cuando regresó a la mesa. Allí cogió el montón de toallas y desapareció por el pasillo. La nariz de mamá silbó.
La mañana siguiente al nacimiento abrí los ojos antes de tiempo. Lo supe porque sólo oía los ronquidos de mi hermano durmiendo en la litera de arriba, cuando lo normal era que me despertaran los ruidos de mi madre preparando el desayuno en la cocina. Me quedé despierto en mitad de la oscuridad. Algo rascó las paredes, al otro lado. Había ratas en el sótano.
Entre dos de los ronquidos de mi hermano, oí un gemido del bebé, a lo lejos.
Abrí la puerta de nuestra habitación sin hacer ruido. A papá no le hacía gracia que anduviéramos por el sótano a nuestro aire. Asomé la cabeza por el pasillo y miré al salón. La mancha de luz estaba ahí, brillando en el suelo, mucho más a la derecha de lo que la veía habitualmente. Tenía que ser muy temprano.
El bebé gimió al otro lado del pasillo.
Papá había colocado la cuna en la habitación que compartían mi abuela y mi hermana. Esperé a que alguna de ellas se despertara para asistir al bebé en cualquiera que fuera su malestar, pero no ocurrió nada. Y el niño volvió a quejarse.
Entré en la habitación. Me acerqué hasta la cuna. Recordé el montón de maderas que aparecieron un día en el sótano y cómo papá las había convertido, con su caja de herramientas, en aquella estructura donde ahora descansaba el niño. Tenía los ojos abiertos. Volvió a gemir. Mi abuela emitió un único ronquido. Miré hacia la otra cama y distinguí entre la oscuridad el blanco contorno de la máscara de mi hermana, que podía estar sobre su cara o perdida entre las sábanas. Enseguida mi abuela recuperó el ritmo de su respiración. Me incliné sobre el niño, lo acuné con una mano en su pequeña tripa, y cerró los ojos.
Tras pensarlo unos segundos, lo levanté. Lo apoyé en mi pecho, su cabeza descansando cerca del codo, donde me había indicado mamá. Salí de la habitación y lo llevé al comedor. Me senté en el suelo, sobre la mancha de luz, cruzando las piernas y sintiendo cómo el bebé respiraba entre mis brazos. Lo coloqué de tal forma que el chorro de color amarillo pálido le iluminó la cara.
—Esto es el sol —le dije.
Permanecimos así varios minutos.
Hasta que mi hermana despertó y empezó a gritar.