2008
Hace ya seis años de todo aquello.
Quizás aún no ha pasado demasiado tiempo… quizás ya ha pasado el suficiente.
Llevo meses planeando escribir todo lo que ocurrió durante aquel 2002 en el que volví a nacer. Necesito escribir mi vida tras aquel despertar que se convirtió en el labio de dos vidas. No fue una arista, porque ya había tocado fondo, sino un valle. Un valle entre la decadencia y la esperanza. Un valle entre el vivir y el sentir. Un valle sin apenas historia, sin horizonte.
Empecé, de nuevo, mi historia aquel día en el que, tras coger un tren, tras coger un autobús, tras caminar horas por la montaña, llegué a un punto que supuso el renacer de una vida, la mía.
Al día siguiente, en un lugar extraño, desperté.
Sí, Desperté es un buen título para este diario.
DOMINGO 28 DE ABRIL, 2002, 6:00 H.
Desperté —apenas un instante antes de abrir los ojos— junto a una extraña sensación de incertidumbre, junto a un estar sin saber bien dónde que supe que había permanecido conmigo toda la noche. Fui capaz de sentir cómo se dilataban mis pupilas al separar las pestañas; fui capaz de sentir una oscuridad opaca, intensa, violenta, que me abrazaba como ya no lo hacía nadie. Quedé inmóvil, sobre una cama que, al instante, intuí que no era la mía.
Mis sentidos —acomodados a tantos años de rutina— deambularon sobre un espacio físico irreconocible. Permanecí asustado, con el tacto rígido, con los sentimientos enmarañados, dejando pasar el tiempo sin reaccionar, sin acabar de distinguir en qué parte del sueño me encontraba: apenas dormido o suficientemente despierto.
Miré el reloj: las seis de la mañana en punto.
Dejé pasar los minutos, muchos, hasta que la espera me regaló una leve bruma de luz. Una claridad cabalgada por el miedo: la altura que me separaba del techo era errónea: demasiado escasa. Temblé, con la respiración entrecortada y el recuerdo entumecido.
Saqué, lentamente, el brazo derecho de la manta que me cubría y, con un rápido movimiento, lo alargué hacia arriba, sobre mi cabeza. Un golpe: madera. Ahogué un grito de dolor y volví a esconder la mano. Una distancia demasiado escasa. Me imaginé en el interior de un nicho, solo, olvidado, muerto. Como en mis más íntimas pesadillas: enterrado vivo. El paso del tiempo me permitió descubrir nuevos relieves, nuevas dimensiones, nuevos recuerdos. Aun así, seguí sin atreverme a mover un solo músculo; el miedo continuaba hospedado en mi piel.
Inmóvil, desubicado y confuso, asumiendo que la cantidad de luz que mis ojos podían absorber ya había llegado a su límite, intenté concentrarme en cualquier otro sentido.
Comencé a oír mi propia respiración: el paso acelerado del aire a través de mi nariz, el abrir y cerrar de cada conducto, la flexibilidad de mis pulmones… Y aquella succión de aire arrastró consigo un amasijo de olores a mi interior: a madera húmeda, cercana, con restos de barniz reciente; a ropa sucia, almacenada; a cansancio y a la vez a descanso; a dolor y a la vez a tranquilidad; a vida.
Despertó también mi oído: sonidos ajenos, sonidos perdidos en el interior de un silencio desproporcionado. Sonidos humanos: unos ir y venir de aire descompasados; respiraciones acumuladas, respiraciones lejanas; otras, en cambio, casi me tocaban; respiraciones suaves como las de un bebé, otras tan fuertes, tan forzadas, como las de un enfermo, como las de un anciano que lucha por acaparar oxígeno para poder alargar un poco más su vida.
Busqué explicación a lo inexplicable, analicé olores y ausculté sonidos: nada. Respiré notando demasiadas ausencias: prisas, ruidos, luces… ¿Había olvidado que los ayeres iban a ser demasiado distintos, a partir de ese día, a los mañanas?
Confuso, ése fue mi primer estado. Me mantuve aquel día —aquella noche— demasiado tiempo deambulando sobre la orilla de la vigilia, sobre el borde del sueño, sobre el alambre de mi infancia.
Asustado, fue el siguiente.
Me armé de valor y, con una lenta sucesión de movimientos, saqué mi mano para despertar a Rebe.
Pero Rebe no estaba.
DOMINGO 28 DE ABRIL, 2002, 6:19 H.
Recordé.
Sé que, en aquel momento, comenzó el segundo despertar de una noche extraña.
Donde debía estar Rebe, no había nadie, no había nada. Ni manta, ni colchón, ni siquiera un suelo; sólo pude palpar el vacío. Moví el aire con la mano, sin ser capaz de tocar nada.
Por un momento me imaginé durmiendo en el borde de un precipicio, en el filo de un abismo. Recogí el brazo para adosarlo de nuevo a mi cuerpo, para permanecer de nuevo inmóvil. Me sumergí completamente bajo la manta y allí, temblando, sin apenas aire, con un calor que comenzaba a quemarme, me sentí como el niño que un día descubrió que su mejor amigo no estaba en la cama de al lado.
La memoria despertó.
Todos los recuerdos comenzaron a precipitarse en mi cabeza.
Me esforcé tanto para que aquella realidad se convirtiera en sueño que olvidé protegerme ante el dolor real: saber que ya no éramos tres, ni siquiera dos, que ya sólo éramos uno. Supe, y todo fue en el mismo instante, que había perdido lo que me sostenía, todo lo que sabía que estaba perdido desde hacía mucho tiempo.
Jamás podré expresar el dolor que llegué a sentir bajo aquella manta. Jamás podrá nadie comprender la dureza de la realidad en estado puro. Débil, abatido, derribado, dejé, sin oponer resistencia, que la tristeza comenzase a enraizarse en mi cuerpo. Unas raíces que, en su crecer, rozaron las partes más sensibles del recuerdo: la lucha por las sábanas en plena madrugada; las tres cucharadas de azúcar en el café; el primer beso del día bajo la puerta, antes de separarnos; el segundo al regresar a casa, de noche; el tercero, el que nos dábamos por rutina antes de cerrar los ojos; el yogur con trozos de chocolate; el disimular de unas lágrimas que le asomaban apenas aparecía una escena romántica en cualquier película; el correr por las mañanas para, de un salto, subirse en nuestra cama; su sonrisa incondicional al verme llegar por la noche; la lucha diaria para que se acabase de tragar la comida; sus primeras palabras; sus pequeños ojos mientras dormía, mientras dormían ambos…
DOMINGO 28 DE ABRIL, 2002, 6:31 H.
No podía seguir allí, aquella manta no era coraza suficiente, los recuerdos acabarían por derribarme. Decidí, por segunda vez en dos días, escapar.
Me destapé lentamente, intentando dejar atrás a la memoria.
Me aproximé a lo que en un principio, a mi izquierda, había creído la nada. Me asomé al vacío, con las piernas colgando, con el corazón descolgado. Estuve tentado de saltar. Recordé lo que había abajo: la altura era excesiva. El ruido de la caída hubiese roto el silencio que aún me protegía. Preferí optar, a tientas, por la otra vía.
Bajé.
Apenas se pudo oír un apagado sonido contra el suelo.
El frío arañó sin piedad mis pies descalzos. No me importó, sólo necesitaba salir. Avancé asustado entre docenas de cuerpos, sin rozarlos, para dirigirme hacia el único poro de luz que distinguía en toda la estancia. Allí, supuse, estaba la salida.
Empujé con fuerza la pesada puerta hacia afuera y un terrible chirrido interrumpió, en plena madrugada, el acompasado vaivén de respiraciones.
Me quedé inmóvil.
Inmóvil, con la mano aún enganchada al picaporte.
Afortunadamente, después de que el tiempo se parase, la sinfonía de respiraciones volvió a sonar. Escapé por aquella pequeña herida hecha al silencio, entre el marco y la puerta.
Una sala ligeramente más iluminada, más fría, intermedia, vacía: el recibidor del edificio. Frente a mí, la puerta principal, la que daba directamente al exterior.
La abrí, no hizo ruido, no opuso resistencia.
Salí, escapé.
Frío viento contra la cara, como sal en las heridas.
Frío, aún descalzo.
Busqué las botas fuera, frías.
Me refugié en el marco de la puerta, tiritando y con los brazos cruzados en el pecho. El helor de la noche me sorprendió en plena huida.
Con el sol aún ausente, miré alrededor: la luna hundida en un pequeño mar, cuyo reflejo era capaz de iluminar unas montañas divididas por un fino hilo de plata; unas montañas cuyas cumbres se confundían con la oscuridad del cielo; un cielo salpicado de estrellas, abundantes, relucientes, sin una nube que las enturbiase.
Aturdido aún, desubicado, pude distinguir a mi derecha un sendero que parecía adentrarse en un lago. Quizás aquél era mi camino: hundirme bajo el agua.
Me dirigí a él.
Me adentré dejando a mi izquierda una porción de mar encerrada entre montañas, a mi derecha el vacío. Diez, veinte, treinta, no sé cuántos pasos y me detuve. En mitad del lago, solo, protegido únicamente por una valla oxidada; en medio del gran espejo, solo.
Con la cara sangrando de frío me senté, con las piernas apuntando al agua, con los brazos apoyados en uno de los travesaños de la valla y con la cabeza dormida.
Allí me derrumbé.
Apreté los dientes, apreté los puños y recuerdo haber intentado aquel día, con esos mismos puños, apretarme el corazón.
Nada me sirvió. El dolor se había hundido de tal forma que era incapaz de extraerlo.
No era un dolor físico, era distinto, de los peores, de los que atacan al alma. De los dolores que te recuerdan, continuamente, que has perdido todo lo que le daba sentido a tu vida. De los que penetran hasta lo más hondo del tejido, de los intensos, crónicos; de los que se te quedan impregnados en la piel, de los que ya no se van por mucho que sonrías. De los que juegan con hacerte perder la conciencia, de los que te hacen mezclar incredulidad, rechazo, enojo y culpa.
Hasta aquel momento había conseguido evitarlo, había conseguido rodearlo, evadirlo, pensando en otras cosas o ni siquiera pensando. Pero allí, solo, en medio de aquel lago, supe que iba a derramarme.
Solo.
Dolor.
Ausencia.
Años de una vida construida con las mejores intenciones; con los cimientos del amor, del respeto y de la admiración; con los cimientos del cosquilleo en el estómago de las primeras citas; con los cimientos del «ojalá nunca me deje»; aquellos años habían desaparecido en apenas unos días.
Allí, sin luz, saqué de nuevo la carta que tantas veces había leído en mi huida. Era tan confusa… tanto como su actitud en los últimos días. Era, sin duda, una carta de despedida, definitiva. Una carta en la que escribió cosas que yo no entendía, una carta en la que intentó explicar cosas que no explicaba.
Ahora sé que fue escrita desde la desesperación y no desde la calma, como ella decía. Fue escrita desde el odio y no desde el afecto. Fue escrita, seguramente, desde la rabia y el rencor.
Allí me castigué con tantas preguntas: ¿cuál fue el momento exacto en el que no vio otra salida? ¿Nos habíamos querido tanto que agotamos el amor? ¿Nos habíamos querido tan poco? ¿Había sido culpa suya? ¿Había sido culpa mía?
Un salto.
Sólo un salto, y se acabó.
Calculé que había varios metros, los suficientes para no poder volver a subir.
Un salto.
Nadie me oiría caer; nadie me oiría gritar, porque gritaría.
Un salto.
Sólo un salto y se acabó todo. Pero gritaría.
Un salto.
¿Por qué, aun hundidos, nos aferramos tanto a la vida?
Un salto.
Pero no salté.
Nunca he sabido si en aquel momento fui demasiado cobarde o demasiado valiente.
Me derroté allí, sobre una pasarela de cemento, en un punto perdido donde cada pensamiento sabía a fracaso, donde cada recuerdo sabía a dolor.
Con el cuerpo aferrado a la valla me dormí. Quizás fue la única forma que encontré para olvidar el pasado.
Imposible.
DOMINGO 28 DE ABRIL, 2002, 7:15 H.
Nos despertamos juntos.
Demasiado tiempo sin hacerlo. Nos pudimos mirar aquella mañana, por primera vez en tanto tiempo, fijamente.
Me secó las lágrimas, me ofreció su calor y supo arrastrar otros recuerdos.
Me ofreció una perspectiva distinta del alrededor: las montañas eran inmensas, el rumor del agua lo originaba una preciosa cascada cuyo principio no se adivinaba, y mi lecho había sido el muro de una presa. A un lado tenía el agua, al otro una caída de muchos metros. La muerte hubiese sido fácil allí.
Amanecimos, tanto tiempo sin hacerlo juntos, el sol y yo.
Un leve ruido me espabiló. Giré la cabeza hacia el edificio, alguien desaparecía tras una ventana. La gente comenzaba a despertar en el refugio. De la puerta principal salió una pareja joven que, acurrucados uno contra el otro, otro contra el uno, se besaban mientras descubrían cómo se estrenaba un día.
Seguí allí, sentado, observando otras vidas, sin tener esta vez que revolver en sus cajones. Pasaron unos minutos y un hombre mayor, de pelo canoso y figura triste salió del edificio. Con movimientos lentos se alejó, rodeó el lago para sentarse sobre una roca lejana. Observó alrededor hasta que reparó en mi presencia. Nos miramos, y fui yo el que al final evitó sus ojos.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Volví a recordar todo lo que quería olvidar. Hasta aquel momento había intentado guardarlo en la alacena de mi mente, recluido, acechando pero sin poder asomarse. Y de pronto, aquel hombre mirándome a los ojos había despertado todos mis temores, mi peor miedo.
Aquella mirada me recordó que había huido destrozando dos vidas. Me recordó que don Rafael, con su orgullo, con su dinero y con su violencia, era capaz de todo, hasta de acabar conmigo.
¿Me habría seguido alguien?
Bajé la cabeza para evitar ser reconocido.
El hombre continuó, durante demasiado rato, allí, mirándome, sin asomo de disimulo, con los ojos cristalinos, como si los tuviera repletos de rabia. Me imaginé en su punto de mira. Pero ¿cómo me había encontrado?
Finalmente, volvió a entrar en el refugio. Me sentí un poco más aliviado.
El deambular de la gente por los alrededores fue en aumento.
A pesar de que mi única intención era quedarme allí, en medio de la presa, simplemente viendo pasar el día, disfrutando del caer del agua por el borde de las montañas, el hecho de ser el centro de atención de todos los que salían del edificio me hizo sentir incómodo.
Desanduve el camino que aquella madrugada casi me llevó a tomar una decisión irrevocable. A cada paso la tristeza me seguía como una sombra, se había convertido en una losa que no lograba quitarme de encima. Durante las últimas horas había llorado más de lo que mis ojos eran capaces de aguantar y, a pesar de todo, la tristeza seguía ahí.
Quizás fue aquél el día más triste de mi vida y no el anterior. El anterior lo fue de imprevistos, de sorpresas, de infortunios, de decisiones tomadas desde la confusión, desde la irresponsabilidad. La tristeza quedó enterrada bajo todo ese amasijo de emociones.
DOMINGO 28 DE ABRIL, 2002, 7:25 H.
Volví a entrar al refugio. Apenas reconocí el lugar por el que había escapado descalzo y en penumbra la primera noche de mi nueva vida. La puerta que chirriaba, abierta ahora de par en par, servía de paso de un vagar de personas entre sus camas y el baño, entre el baño y sus camas, entre sus camas y el mundo.
Intenté localizar mi litera.
—Buenos días —me saludó el hombre de pelo canoso mientras se dirigía, con su toalla colgada del brazo y una pequeña mochila roja, a los lavabos comunes.
—Buenos días —le contesté, tiritando por dentro y asándome de miedo por fuera. Seguro que me seguía, seguro que estaba allí para acabar conmigo. «Al final todo se paga», pensé.
Localicé mi litera, la de arriba, la más cercana al techo que la noche anterior se me caía encima. Al lado, dos jóvenes permanecían juntos, durmiendo, destapados, acurrucados, con el brazo de él rodeando su cintura, como hace años yo hacía con ella, como hace años ella hacía conmigo. En la parte de abajo, otro cuerpo continuaba tapado hasta la misma cabeza, sin ánimo de levantarse, como Rebe.
El dolor siempre intenta aferrarse a cualquier esperanza por ridícula que sea, por inexplicable que parezca. Pero no, allí, aquella mañana, nadie me había despertado, nadie había estado pendiente de que yo me levantase, en realidad, nadie me esperaba en ninguna parte. Y, evidentemente, a pesar de haberlo pensado, debajo de aquella manta no estaba Rebe; no me atreví a mirar.
Allí, a cientos de kilómetros de casa, los horarios eran meros espectadores de la vida. Me pregunté cuántos de los que estaban allí —una veintena, calculé— habían perdido, como yo, el rumbo de sus vidas.
Fuera, un grupo de unas cinco personas esperaba pacientemente el turno para entrar al baño. Me uní a una cola que sobrepasaba en minutos la espera por la que discutía con Rebe cada mañana.
Desistí de todo intento por dejar abierto el grifo hasta que el agua caliente hiciera su aparición, como a mis arrugas les gustaba. Y con lo que casi era hielo me salpiqué la cara. La primera vez se me paralizó, la segunda… no hubo segunda. No obstante, la sensación posterior fue inmensamente más agradable que cuando lo hacía, en mi casa, con agua ardiendo.
En la planta superior ya habían servido el desayuno: una jarra con café hirviendo, otra con leche aún más caliente, una cesta con tostadas y unos pequeños tarros con mermelada y mantequilla.
Desayuné sin mirar el reloj, olvidándome de esas prisas que estaban acabando con mi vida, que habían acabado definitivamente con ella. A mi alrededor, otras personas desayunaban conversando, riendo, comentando el tiempo, las rutas, las anécdotas del día anterior. Sólo el hombre de pelo blanco, sentado en el extremo contrario de la sala, desayunaba como yo, solo.
Me sentí vigilado. Dejó de importarme. Dejé de imaginar.
Mientras me untaba con mantequilla la segunda tostada, comencé a pensar en mi vida anterior: habría amanecido, habría despertado a Rebe, habría despertado a Carlitos —me esforcé por no desbordar de nuevo mis ojos—, habríamos corrido al baño, habríamos desayunado —ella café con leche, con tres cucharadas de azúcar—, habría cogido las llaves y habría recibido ese primer beso que entonces me sabía a tan poco y por el que en ese momento daría tanto, lo daría todo.
Mi plan salió a medias. Mi plan salió mal.
Me fui como tenía previsto. Hice lo difícil, lo impensable, fui valiente, pero sólo me acompañó una tercera parte de mi vida, el resto ya no estaba allí. En realidad, no había conseguido cambiar de vida, en realidad había huido de ella. Supe que la tristeza iba a ser el tatuaje que nunca me quise hacer de por vida.
Entre toda aquella confusión de sensaciones descubrí una en desuso desde hace años: la incertidumbre. A partir de entonces sería ella la sustituta de la monotonía, de lo previsible. Y aun así, con intención de acogerla como una invitada, aun dejándola pasar, dejando que me acompañase, la traicioné, porque en cierta manera añoraba esa repetitiva cotidianidad.
Los había perdido.
Me quedé, con la taza ya vacía en mis manos, mirando a través del cristal de la ventana, hacia las montañas. La bruma aún no dejaba ver las cumbres, pero se adivinaban enormes. Entre la niebla se podían distinguir grandes manchas blancas: nieve.
Tuve miedo a cerrar los ojos.
Permanecí allí, estancado, con la taza inmóvil en mis manos, mirando a través de la ventana un paisaje muy distinto al que estaba acostumbrado.
Pasó el tiempo y no lo supe.
Pasaron todos, me quedé solo y no lo supe.
—¿Quieres más café? —me sobresaltó una voz femenina.
Sólo quedaba ella: una chiquilla que, con dos jarras en la mano, se había acercado a mi mesa. Una chiquilla que, a pesar de mi edad, no me trató de usted y eso me gustó. Una chiquilla pelirroja con dos coletas adornándole la cabeza, con más de cinco aros plateados atravesándole cada oreja, con una perla en la nariz, con un color de ojos muy parecido al de las nubes de tormenta y con un perro enano que no dejaba de morderle unos calcetines color arco iris.
—Sí, sí —balbuceé—, gracias.
Mientras me servía el café no pude dejar de analizarla. Me hizo recordar que en el mundo existen otros tipos de indumentaria aparte de los trajes de chaqueta, zapatos negros y corbata. Su voz me pilló por sorpresa: una voz dulce, adulta y joven, pero sobre todo una voz, al contrario que la mía, feliz.
—Hace frío, ¿verdad? —me dijo al observar que no dejaba de utilizar la taza para calentarme las manos.
—Sí —le contesté sin apartarlas.
—Ya, eso es lo primero que sorprende a los de la ciudad. La gente piensa que porque se acerque el verano… —me dijo a medio sonreír, con el prejuicio de que era yo alguien que había decidido tomarse un descanso de la apasionante y vertiginosa vida de las grandes urbes.
Ambos nos quedamos en silencio.
Sin pedirme permiso —seguramente sin necesitarlo—, se sentó a mi lado, mientras el perro hacía lo suyo al suyo. Con una mano en la que llevaba al menos cuatro anillos, me señaló la montaña más alta.
—Por ahí aparecen los primeros rayos de sol… los que has visto esta mañana.
Sentí, de nuevo, un escalofrío. Comencé a temblar ante la amenaza de otra cámara de seguridad, pensé de nuevo en mi secreto, ¿había dejado alguna pista? Volví a recordar.
Ella notó algo, se quedó callada, creo que a la expectativa de mi reacción: si me levantaba y me iba o si, por el contrario, le permitía estar más rato a mi lado.
En realidad era yo quien deseaba seguir al suyo.
Al rato reanudó la conversación.
—¿Sabes?, hay pocas cosas comparables, jamás te cansas de ver amanecer.
Me volví a relajar.
—¿Tú también lo has visto?
—Claro, lo veo todos los días, me despierto demasiado pronto. Yo trabajo aquí, bueno más bien puedo decir que vivo aquí, y todos los días, desde mi ventana, me quedo embobada viendo cómo resurge un nuevo amanecer. Cada día es único, cada día hay que vivirlo como si fuera el último. —Miró hacia el sol—. Esta mañana he visto cómo salíais los dos —me dijo con una sonrisa que me recordaba demasiado a la de Rebe cuando era niña—, tú y el sol. —Y se echó a reír.
Me consiguió sacar una pequeña sonrisa, la primera en varios días.
—¡Ah, pero no sólo me dedico a espiar! —Me guiñó un ojo—. Después ayudo a preparar el desayuno, a limpiar, a recoger… en fin, a todo lo que hay que hacer aquí.
Cogió ella también una de las tazas limpias que había boca abajo, esparcidas sobre la mesa. Se puso leche con un poco de café. Le añadió una cucharada de azúcar, dos, tres…
—Es que me gusta muy dulce —se justificó al observar mi mirada.
Giré la cabeza hacia las montañas.
El cielo, de nuevo, me vio llorar.
Durante unos segundos permanecimos callados ambos.
Escuché, sin dejar de mirar hacia la ventana, cómo bebía a pequeños sorbos.
Silencio.
—Oye, ¿estás bien?
No me moví, permanecí mirando la nada.
—Perdona si te he molestado… —Y noté en sus movimientos que se levantaba, que me dejaba de nuevo solo.
Me giré hacia ella con las lágrimas aún resbalando por mi cara, sin reparo, sabiendo que no quedaba nadie más en la sala.
—No, por favor, no te vayas…
Nos miramos sin conocernos, volvió a sentarse y, con sus dedos de uñas de colores, limpió el rocío de mis mejillas.
No se sorprendió, no se sintió incómoda, no me hizo sentir incómodo.
—No te vayas, cuéntame cosas de este lugar, cuéntame cosas de ahí afuera, cuéntame lo que sea, pero no te vayas…
Y aquella chiquilla, lejos de asustarse, lejos de abandonarme allí, comenzó a contarme mil cosas sobre la montaña, sobre la historia de aquel refugio, sobre el invierno y el verano, sobre su perro, sobre su vida…
Estuvimos hablando durante más de una hora sobre tantas cosas… suyas y mías.
Supo más de mí aquel día que Rebe en los últimos meses.
Después de muchos, muchísimos minutos; después de repetir café, de repetir tostadas; después de mirarnos y sonreír… con un «hasta luego» se fue hacia la cocina.
Un «hasta luego» real, no de los que se dicen aunque el «luego» nunca venga. Yo supe, en aquel momento, que luego era después, que luego era antes de abandonar aquel lugar.
Se marchó mientras, por detrás, le seguía un sonido de cascabel y un perro tan pequeño que apenas le llegaba a los tobillos.
Pensé en las hadas.
Me había acostumbrado tanto a los gritos, a las discusiones, a las prisas, a los ruidos, a intentar ocultar los sentimientos, a los nervios… que aquel perro minúsculo y aquella chica de calcetines multicolores me resultaron irreales.
Me terminé, solo, el café.
La ventana, cruel, me dejó ver cómo la mayoría de personas comenzaba otra jornada: grandes mochilas a cuestas, palos telescópicos, gorros de lana y todo lo necesario para retomar su camino.
¿Cuál era el mío?
Bajé a por mi equipaje. Un equipaje mutilado, formado únicamente por unas botas, una mochila cuya réplica se había quedado en el trastero de nuestro piso, un palo telescópico último modelo y un vacío que se había arraigado a mis bolsillos.
Me dirigí, arrastrando los pies, hacia la puerta.
Allí me quedé intentando decidir qué dirección tomar.
Alguien se me acercó por detrás.
No me dio tiempo a girarme. Ella —el hada del perro enano— habló antes.
—¿Hacia dónde te diriges? —Me sorprendió con una de esas preguntas para las que uno no tiene respuesta.
—No lo sé, hacia donde sea.
—Entiendo… —dijo de nuevo, ¿cómo me iba a entender?—. Bueno, a unas siete u ocho horas hay otro refugio en el que podrás hacer noche. El camino es precioso, quizás en algún rincón encuentres lo que buscas.
¡Siete u ocho horas! Debió de notar cómo se me debilitaban las piernas de sólo pensarlo. Debió de ver en mi rostro la angustia, la congoja y la incapacidad, todas juntas. Incluso, sin querer, sé que miró hacia mi barriga. Vi el arrepentimiento en su cara.
—Intentaré llegar hasta allí —le dije en un alarde de valentía, de optimismo.
—De todas formas —no cabía duda de que se había dado cuenta—, a unas tres horas pasarás por otro refugio, allí también puedes quedarte. Recuerda que debes seguir las estacas amarillas o, en su defecto, los mojones que hay por casi todo el recorrido.
—¿Mojones? —le pregunté mientras pensaba en montones de mierda.
—Los mojones son montoncitos de piedras que sirven para señalar el camino. Recuerda que desde un mojón siempre se debe ver el siguiente; si no lo ves, es que te has perdido y debes retroceder.
Le di las gracias por todo.
Cuando apenas pasaban unos minutos de las diez de la mañana, con un «¡que tengas mucha suerte!» y dos besos —alzándose de puntillas— se despidió de mí Pippi Langstrumpf.
Fue un cálido adiós de una persona a la que apenas conocía, de una persona a la que me encontré unido durante un pequeño fragmento del destino. Una persona a la que, seguramente, no volvería a ver.
Mientras me alejaba por el sendero que ella misma me había indicado, me iba girando para ver cómo me saludaba, apoyada en la barandilla sobre la que yo quería saltar. Con un gesto continuo de su pequeña mano, como si jugase con el viento, se despedía de mí. Apenas había estado con ella unos minutos y ya sentía que había formado parte de mi vida.
Hay relaciones especiales con personas y también hay relaciones con personas especiales. No hay diferencias, ambas te dejan huella, ambas te dejan un recuerdo para toda la vida. Y en cambio otras, normalmente las más cotidianas, las más reincidentes, se quedan allí abajo, en el poso de los recuerdos.
«Nunca te olvidaré», pensé en mi interior. Y ahora sé que, después de seis años, no la he olvidado.
Mientras me alejaba de allí, cuando ya el refugio apenas era una mancha perdida entre montañas, comencé a pensar en mí. Cómo era posible que yo, que tenía un piso en propiedad, un BMW que sólo usaba para ir a trabajar, unos cuantos trajes de marca, varias cuentas bancarias en buen estado, una mujer o ex mujer preciosa y un niño en la flor de la vida, no hubiera sido capaz de mantener la felicidad. En cambio, una chiquilla con un cascabel cosido en la ropa, un perro que la seguía a todas partes y unos calcetines de colores parecía que se tropezase con ella a cada instante.
Las primeras horas pasaron más rápido de lo esperado. Me ayudó, sin duda, el entorno. Un entorno que me ofrecía a cada paso nuevos descubrimientos. Me sentí, a mis casi cuarenta años, un completo ignorante, un ser arrinconado en su pequeña parcela de mundo.
Tardé en acostumbrarme a llevar el peso de una mochila a la espalda. La de delante ya no era ni siquiera una molestia, sólo el recuerdo de mi decadencia. Tardé en ajustarme correctamente todas las correas, en repartir los bultos y apoyar bien el peso. Finalmente, cuando conseguí dar pequeños pasos sin desequilibrarme, cuando conseguí acelerar el paso en las bajadas e inclinarme hacia adelante lo suficiente en las subidas, las mochilas dejaron de ser un problema.
Anduve solo.
Solo, minúsculo, un pequeño trozo de vida en la inmensidad de la montaña.
Caminé y no miré atrás.
Caminé y no pensé —al principio— en lo que ascendía; fue suave.
Llegué a un collado, un punto alto. Paré.
Miré hacia adelante: una gran cresta de rocas, valles completamente mojados, árboles acomodados en las partes más bajas junto al agua; otros, con menos suerte, los que habían nacido más alto, intentando crecer entre las piedras, aferrados a ellas mientras la gravedad los empujaba hacia el precipicio, sobreviviendo.
Retomé el camino.
Fue un caminar pausado, fue un caminar de viejo, al abrigo de la desgana. Caminé por no quedarme quieto, caminé porque al fijarme en el camino me distraje del pasado. Durante una hora, quizás dos, pude evitarlo, pero al final supe que estaban demasiado dentro, que estaba todo demasiado reciente.
Carlitos… y me imaginé un beso suyo, y lo sentí en la espalda, y lo miré en mi mente, y lo vi en el agua.
Rebe… y me imaginé tres besos suyos, y la sentí en el pecho, y la miré en mi mente, y la vi en brazos de otro.
Caminé y no pude dejarlo atrás. En cada mirada, en cada recuerdo, en cada sensación, allí estaba él: el dolor.
Caminé.
Y el sol, aun a pesar de mi mirada, fue capaz de hacer los verdes más verdes, los ríos más azules y las piedras más blancas.
Caminé, pero fue inevitable pensar, de nuevo, en ellos, en los tres.
Me los imaginé juntos, mezclados en la cama, como ya hacía tiempo nosotros no estábamos. Me los imaginé aferrados los dos, uniendo bocas y rozando cuerpos, compartiendo una piel que estuvo a mi alcance y no supe guardar. Compartiendo saliva, aliento y caricias. Compartiendo fluidos bajo las sábanas.
Extrañado, me di cuenta de que aquello no me dolía. No me dolía pensar en ella encima de él, en él sobre ella, en ellos gimiendo sobre una cama que no era la mía, que no era la nuestra. No, aquello no fue la simiente de un dolor que, lejos de menguar, florecía.
En aquel momento, perdido en el camino, fui consciente por fin del origen de un dolor que, a cada paso, se hacía más insoportable. Que fuera él quien le mostrase todo lo que yo no le había enseñado; que fuera él con quien, algún día, recorriera estas mismas montañas; que fuera él quien le explicase que de pequeños nos perdíamos por bosques parecidos; que fuera él quien la abrazase bajo un árbol en luna llena; que fuera él quien la besase bajo la lluvia de julio; no poder ser yo quien le regalase su primera gota de rocío. Todo eso fue lo que realmente me estaba destruyendo; lo del sexo no me importaba en absoluto.
Tres horas y ni rastro del refugio; del primero, según Pippi.
Caminé. Quizás —pensé— el tiempo se relativizaba en la montaña. Caminé y, de vez en cuando, me fue alcanzando gente. Un saludo y desaparecían por delante. Una hora suya no era una hora mía.
Seguí caminando.
Al rato pude distinguir, por fin, una casa: lejana, de tejado negro, de pequeñas ventanas, adornada con banderas que no dejaban de ondear. Aceleré el paso.
Media hora más y llegué al refugio. Cuatro horas.
Miré el reloj de nuevo: las dos de la tarde.
Arrojé la mochila junto a la pared exterior del refugio. Bebí agua, me sequé la frente y noté el hambre.
Entré y pedí un bocadillo.
Me separé unos metros y, junto a un pequeño prado, me senté a comer: un bocadillo de jamón y una botella de agua: sin duda, la mejor comida de mi vida. El viento soplaba con fuerza diluyendo el calor de un sol que amenazaba, la hierba estaba fresca como el amanecer y el mundo se veía, allí, de otra manera.
Aun así, la felicidad apenas llegó a rozarme: pensé de nuevo en ellos.
Acabé de comer y dudé: pasar allí la noche o seguir adelante.
Quedarme significaba parar de caminar; significaba permanecer sentado sobre el mismo trozo de hierba pensando en ellos, pensando en que no estaban conmigo, significaba decepcionar a Pippi.
Seguir adelante significaba continuar caminando, al menos cinco horas; significaba levantarme de allí sacudiendo su recuerdo; significaba hacer lo que había venido a hacer: alejarme del pasado.
Fue, finalmente, el viento el que, en aumento, me invitó a seguir, me empujó adelante.
Caminé de nuevo. Caminé pensando que no sería mucho más difícil que lo ya recorrido.
Me equivoqué.
DOMINGO 28 DE ABRIL, 2002, 15:10 H.
Apenas había transcurrido media hora desde que salí del último refugio cuando distinguí, a lo lejos, un reguero de personas: pequeñas hormigas de colores que enfilaban hacia la blanca cumbre de una inmensa montaña. Pensé que ése no era el camino que yo debía seguir, que en algún momento se desviaría hacia otra dirección.
Pero no se desvió. Mi sendero, terco, iba directo a la montaña que yo no quería subir.
Dudé.
Volver era sencillo, era lo que sabía hacer. Volver al mismo sitio de siempre, volver a lo conocido, volver a repetir lo que ya había vivido; dichosa costumbre. Pensé en Pippi.
Apoyado sobre uno de tantos pedruscos gigantes, le eché un vistazo al mapa que llevaba en el bolsillo. Confirmado, el camino pasaba por allí arriba: Collado de Contraix, 2745 metros.
Miré de nuevo hacia la cumbre, con los ojos entreabiertos o entrecerrados, no sabría decir. Dudé. Un paso y volví a dudar. Otro y volví a dudar. Otro, al que le siguió otro, y otro, y otro, y otro, y sin levantar la cabeza, arranqué de nuevo.
El sendero comenzó a levantarse. Los pasos se hicieron más cortos y duros.
Después de una hora ascendiendo, con la ayuda de un palo que hacía las veces de tercera pierna, y sin apenas haber levantado la mirada del suelo, me detuve. El camino se desdibujaba, se había difuminado entre piedras gigantes. Los pasos comenzaron a convertirse en saltos, en esquivos, en zancadas unas veces y en impulsos otras. Comencé a tener que usar las manos para apoyarme en los pasillos de roca que se formaban a mi alrededor. Aun así, aun a pesar de que apenas avanzaba, de que se me escapaba la vida a cada metro —no pude distinguir en aquel momento una muerte en el lago de una muerte entre las rocas—, seguí ascendiendo.
El camino desapareció totalmente.
Fue entonces cuando me percaté de pequeños montones de piedras dispuestos cuidadosamente sobre las rocas: los mojones.
El cansancio se iba llevando, como lo hace una ola, los restos de entusiasmo, valentía e ilusión. Cada vez era más pequeño el tiempo que caminaba y más grande el que descansaba.
Cincuenta pasos —pactaba con mi mente— y descanso. Cincuenta pasos más y descanso.
Cuarenta pasos. Los contaba y descansaba.
Treinta pasos.
Veinte, diez, paré.
Durante mis íntimas cuentas fueron varias las personas que me adelantaron. Entre ellas el hombre del pelo canoso que, con un semblante triste, me saludó.
—Buenos días.
—Buenos días —o algo así le dije, apenas me salían ya las palabras—. Dispáreme aquí mismo —susurré. Creo que no me oyó.
Otros me pasaban con un ritmo liviano, fresco, abusón.
Todos me saludaron, todos me animaban.
—¡Va, que ya está ahí! ¡Ya queda menos! ¿Necesita algo? ¿Se encuentra bien?
Se preocuparon por mí, aquel día, más personas que en mis diez últimos años en la ciudad.
Veinte pasos, descanso. Veinte pasos, descanso. Veinte pasos, ése era ya mi límite.
En uno de mis reposos me superó una pareja joven. Eran los que dormían abrazados cerca de mi cama. Me saludaron y prosiguieron su camino, que en ese momento era también el mío, mientras ella le reprochaba lo duro del ascenso.
Quince pasos, descanso. Quince pasos, descanso.
Llevaba dos horas caminando desde el anterior refugio, seis en total. Jamás me había sentido tan cansado.
Pero lo peor aún estaba por llegar. Y llegó enseguida.
El sendero —por delimitar de alguna manera el camino— se complicó demasiado. Los restos de nieve hacían que mis pies resbalasen a cada paso. Cada resbalón provocaba que pequeñas piedras rodasen hacia abajo, hacia el abismo. La mochila pesaba cada vez más. Estuve a punto de caer tres veces, caí dos.
Comencé a sudar como nunca había sudado, me acordé del día que me sequé la camisa en el baño. Notaba el latido de mi vetusto corazón en cualquier esquina de mi cuerpo: en la sien, en las muñecas, en mis piernas, en el cuello…
Cuando ya sólo me quedaban unos cien metros para llegar a la cima, cuando pensé que el suplicio se acababa, la pendiente se endureció aún más. Mi corazón estuvo a punto de darme un susto, de pararse por completo; por un momento me olvidé de respirar.
Caí, lentamente, al suelo. Me quedé inmóvil, aferrado a una roca, intentando recuperar todo el aire que había perdido. Descansé. Me levanté de nuevo, arrastré unas pequeñas piedras que cayeron… y no pararon. Miré hacia abajo y sentí pánico: la pendiente era prácticamente vertical; un paso en falso y no pararía de caer.
Comencé a temblar y el miedo fue, a partir de ese momento, quien tomó el control. Me quedé allí, aferrado con las uñas a la roca, en la única posición que creí segura. No pude moverme. Jamás me había encontrado en una situación en la que mi cuerpo no respondía. Sentí miedo, mucho miedo, más miedo del que jamás había sentido en mi vida.
Permanecí inmóvil, aturdido, aterrado, implorando ayuda sin poder abrir la boca.
Imaginé una noche a solas, una noche fría, en la que mis manos se soltarían y mi cuerpo caería como ya había caído mi vida.
Esperé.
Vi a lo lejos la esperanza: subían tres personas.
Cuando apenas estuvieron a unos metros intenté pedirles ayuda; no pude. No pude hablar, no pude decirles nada con las manos, pues las tenía aferradas a la roca; sólo supe llorar. Por suerte, pararon.
—Buenas tardes, ¿se encuentra bien? —me dijo el hombre que encabezaba el grupo mientras se agachaba para intentar verme la cara.
—…
No contesté, no pude abrir la boca, todos mis músculos estaban tan tensos que no supe ni mover los labios.
—¿Se ha caído? ¿Se encuentra bien? —me repitió el segundo.
Observaron mis manos soldadas a la piedra, observaron mis piernas temblando como flanes, observaron las lágrimas resbalando por mis mejillas, observaron mi mirada, seguramente perdida.
—¿Puede moverse?
—…
Continué sin contestar.
Y ahí empezaron, ellos también, a preocuparse. Lo noté en sus caras, lo intuí en sus conversaciones.
Todos fuimos conscientes de que a 2700 metros de altura había un hombre de ciudad fuera de lugar. Aterrado, hundido en el más absoluto pánico. Un hombre que no encontraba su sofá, su mando a distancia y su cerveza. Un hombre que se había perdido en la montaña, que se había perdido en un mundo que no era el suyo, un hombre que lo había perdido todo.
—A ver, Nacho, quítale la mochila. —Y el que debía de ser Nacho me obligó a pasar mi brazo por detrás de la mochila para quitármela.
No se lo puse fácil. Forcejeamos ambos, la piedra no me soltaba, yo no quería soltarla. Al final, entre dos, lo consiguieron.
Me quitaron la mochila y lograron levantarme. Me aferré a ellos como me aferré a la roca: clavándoles las uñas; como se aferra quien se ahoga a su salvador: ahogándolo.
—Ahora me pondré yo delante… Vosotros atadle la cuerda alrededor de la cintura y me dais un extremo, ¿vale?
—Sí —contestó alguien.
Jugaron conmigo. Me ataron a la cintura una cuerda. El que encabezaba el grupo se puso delante de mí tirando de ella.
—Detrás de ti irán ellos dos, así que, si te resbalas, no te preocupes, porque te cogerán, ¿entiendes?
—…
—Tú sólo intenta hacer fuerza con las piernas y, sobre todo, no te sueltes de esta cuerda. ¿Me entiendes?
—Sí… —comenzó a salir un hilo de voz—. No me dejéis caer —supliqué—, no me dejéis caer, por favor…
—Nadie te va a dejar caer, no te preocupes.
—No me dejéis caer, por favor —supliqué.
En aquel momento supe que lo del lago nunca habría funcionado.
Y así, el primero fue tirando de la cuerda a la que yo estaba agarrado. De vez en cuando, los de atrás hacían fuerza con sus manos para empujarme hacia arriba.
Avanzamos muy lentamente. Cada paso era un esfuerzo sobrehumano para mí. Creo que tardamos veinte minutos en recorrer apenas cincuenta metros. Pero poco a poco iba diluyéndose el miedo, la cara me fue cambiando y el ataque parecía haber remitido.
Sin saber exactamente cómo, llegamos a una pequeña explanada. Había pasado lo más duro.
Miré hacia abajo y vi que lo habíamos conseguido. Sólo me separaban unos cuantos escalones de la cima. Pensé que en unos segundos estaríamos arriba. Pero ahí me la jugaron.
Paramos, me quitaron la cuerda de la cintura y se fueron hacia arriba con mi mochila. Me abandonaron a pocos metros de la cumbre.
—¡Este último tramo tienes que hacerlo solo, tienes que coronar tú! —me gritaron desde arriba.
—¡Venga, ánimo! —se oían las voces de otros senderistas que estaban descansando en la cumbre y se habían quedado a ver el espectáculo.
Sentí, allí arriba, más vergüenza que miedo.
Quedé inmóvil de nuevo. Me costó arrancar.
Finalmente, con paso lento, arrastrando los pies, sin mirar abajo, subiendo escalones de más de medio metro: uno, dos, tres, cuatro… cinco… seis… y el último… conseguí llegar a la cima.
Algo en mi mundo había cambiado.
La vida y yo nos miramos frente a frente. Sonreí desde allí arriba a Pippi.
DOMINGO 28 DE ABRIL, 2002, 17:35 H.
Los espectadores que permanecían en la cima, entre ellos mis tres salvadores, comenzaron a aplaudir. Un abrazo a cada uno fue mi única manera de agradecerles su ayuda.
Y allí, sobre el techo —y no bajo él— de mi mundo, me sentí vivo. Allí, en el lugar más alto en el que había estado nunca, comprendí a todos los que dan su vida por la montaña, a todos los que son incapaces de dejar de escalar aunque se les vaya algún dedo en el intento. Allí comprendí que las distancias existen para que el hombre las recorra, por placer, simplemente por eso.
Me senté, abatido, en un rincón, con el cuerpo destrozado, con las piernas acalambradas, con el corazón fuera. Pero, pese a haber estado a punto de tirar la toalla, me sentí ganador. Ganador, allí, en la esquina del ring de mi vida.
Bebí, respiré, y vi; y además miré.
Un valle inundado de piedras, enormes, afiladas; un valle salpicado a veces de verde, a veces de marrón, de plata en las zonas más bajas, donde el agua se remansaba, donde apenas se veían ya puntos de colores; una sierra en lo alto, dentada, grisácea, unida con el cielo a través de una niebla que comenzaba a descender.
Vivo, me sentí.
Después de más de media hora disfrutando en soledad comencé el descenso, que, exceptuando la primera parte de pronunciada pendiente, fue más agradable.
Dejé, aún, paso a otros caminantes. Todos me animaban.
—¡Vamos, ya queda menos! —¿Menos para qué? ¿Para llegar a dónde?
Lo había perdido todo, hasta el destino. Cuando uno no sabe hacia dónde se dirige, difícilmente sabe cuánto le queda. Me adelantaron cinco o seis personas más.
El resto del camino hasta el refugio lo recorrí en soledad.
En mi descenso me acompañaron decenas de cascadas que florecían a mi alrededor. El ruido del agua era constante, recordando que en cada segundo, en aquel lugar, la vida fluía. Cada cierto tiempo descubría nuevos lagos: unos gigantes, otros más pequeños, lagos vivos que durante el año son capaces de crecer o menguar.
Me detuve más de veinte minutos en la orilla de uno. Veinte minutos mirando nubes, con mis pies en el agua, al abrigo de las montañas, formando parte de algo.
Los recuerdos volvieron: ellos.
Escapé.
Continué mi marcha.
El sol se marchaba para dejar paso a una luna creciente.
Me inquieté. Hacía más de dos horas que no había vuelto a ver a nadie. Me temí lo peor: haberme perdido en un lugar perdido.
Seguí caminando; tampoco tenía más opciones.
Pronto llegué a un cruce en el que una placa me indicaba la dirección y el tiempo restante hasta el refugio: treinta minutos. Aprendí a multiplicar los tiempos por dos: una hora para mí. Justo, muy justo. La luz era cada vez más vergonzosa y la noche más insolente.
Caminé.
Caminé durante una hora. Apenas ya había luz.
Caminé.
Las ocho y media, a lo lejos una casa.
Caminé más rápido. Era el refugio. Era de noche. Era feliz.
Después de casi once horas caminando sobre una ruta de siete u ocho —siete u ocho… aún oía la voz de Pippi— me encontré a pocos pasos de la meta, en la puerta.
Me paré. Me sentí, de pronto, un extraño, un exiliado. Me sentí fuera de lugar. No había coches, no había ascensores, ni ordenadores, ni gritos.
Después de tantas horas, de tantos combates, de no haber tirado la toalla, dudaba. Dudaba como dudé aquellos días en el rellano de mi —de nuestra— casa.
Me detuve frente a la puerta, a dos metros de abrirla, a dos segundos de huir.
Finalmente, mi estómago pudo más que mi vergüenza, el frío más que la incomodidad, la luz interior más que la noche.
Empujé, abrí la puerta y, con más miedo que esperanza, entré.
Allí me encontré con algo que jamás hubiese imaginado.
Silencio.
Aplausos.
Todos ellos: la pareja que aquella mañana me encontré acurrucada en la cama; una familia al completo con dos niños pequeños, ellos también, por imitación, aplaudían; los tres hombres —con efusividad— que me habían aupado hasta la cumbre; un grupo de jóvenes que me habían adelantado en el último tramo del recorrido; todos comenzaron a aplaudir a un gordo de ciudad que había subido una montaña.
Sólo una persona se mantuvo sentada en un sofá, en un rincón: el hombre del pelo cano que me había desafiado con la mirada aquella mañana. Aferrado a una pequeña mochila roja, me miró y sonrió. Fue una sonrisa sincera, breve y a la vez triste. Le perdí miedo, le gané lástima.
Fue un aplauso largo, eterno se me antojó entonces. Mi ego se regocijó entre aquellos sonidos.
Volví a pensar en ellos.
Hubiese preferido, aquella noche, ser yo quien, junto a mi familia, aplaudiese a un gordo de ciudad que entrara por la puerta.
Me dirigí hacia el trío de ángeles que me habían encumbrado. Les di la mano, ellos me abrazaron. Un abrazo emotivo, un abrazo extraño, de persona a persona, sin dinero de por medio, sin segundas intenciones, extraño.
—¿Ves como al final lo has conseguido? —me dijo uno de ellos con satisfacción al tiempo que los demás afirmaban con la cabeza.
—Claro que sí —contestó otro.
—Gracias, gracias por todo —les respondí confundido entre tantos sentimientos.
—Te hemos guardado un poco de cena —me volvió a decir el chico más joven.
En unos minutos tuve la mesa preparada.
De primero: un cuenco de sopa ardiendo. Me la tragué de un solo mordisco.
De segundo: un buen trozo de carne con patatas fritas y algunas verduras asadas. Me lo comí de un solo trago.
Un vinito y, de postre, una manzana.
Cené, aun a pesar de todos, a solas.
—Perdone, creo que había que reservar, pero… ¿queda alguna cama libre? —pregunté al camarero.
—No se preocupe, ya tiene la reserva hecha.
Me dio un vuelco el corazón: ella sabía que iba a llegar.
Se fue hacia el teléfono, marcó y esperó, y esperamos.
—Para usted —me dijo mientras por encima del mostrador que daba a la cocina me pasaba el teléfono.
Lo cogí temblando y me acerqué al auricular con satisfacción.
—Sabía que lo conseguirías. —Oí su voz con el cascabel de fondo.
—Gracias… gracias por todo… —Y recordé que no sabía su nombre, tampoco ella el mío.
—Sigue adelante, ya has dado un paso muy importante… bueno, varios. —Oí su risa—. Olvídate para siempre de las vallas que protegen los lagos, ¿de acuerdo?
Me había visto; sin duda, aquella mañana en la que había pensado en acabar con el pasado, y de paso con el futuro, ella lo había visto todo.
—De acuerdo, gracias.
—Un beso.
—Gracias.
Y con un «que te vaya bonito» se despidió Pippi de mí. Preferimos ambos no tener nombre, simplemente conocernos. Para mí siempre sería Pippi, y para ella, yo sería una persona más a la que había ayudado.
Después de cenar pedí un té y, de nuevo, en un rincón, vi cómo las luces de la estancia se apagaban. Ya sólo quedábamos allí el fuego y yo.
—¿Le importa que me quede un rato? —le pregunté al responsable, que ya hacía intención de marcharse.
—No se preocupe. Su litera es la segunda más próxima a la puerta, en la parte de abajo. Intente no hacer ruido al acostarse. Los demás, aunque los vea tranquilos, también necesitan descansar. —Me guiñó un ojo y sonrió.
—Muchas gracias. Buenas noches.
—Buenas noches.
Y allí disfruté de esa soledad que sólo se encuentra en los lugares más pequeños, en los momentos más precisos.
Busqué, entre la oscuridad, una respuesta.
Entré entre el silencio a oscuras. Encontré mi litera a la primera. Me acosté y allí me sumergí en la intimidad del sueño de unos desconocidos. Espié, sin su consentimiento, sus noches mientras dormían: supe de sus inquietudes al revolverse en las literas, de su cansancio al dormir sin apenas hacer ruido, de sus preocupaciones por sus monólogos sin sentido. Escuché hasta que, finalmente, también yo me dejé llevar, mostrando allí, junto a ellos, mis intimidades nocturnas, las que hasta ahora sólo Rebe conocía.
LUNES 29 DE ABRIL, 2002, 7:20 H.
Desperté, de nuevo desubicado, de nuevo en un lugar nuevo.
Desayuné junto al fuego: café con leche.
Me puse azúcar. Una, dos y… la tercera no era mía. Aquella cucharada que no me atreví a verter en el café me recordó demasiadas cosas; la dejé de nuevo en el azucarero.
Imposible. Demasiado amor atrapado.
—Te quiero… aún —susurré a un café que no me escuchaba.
Esperé, sentado, a que todas las otras vidas se pusieran en marcha.
Solo, de nuevo, me puse las botas heladas. Cogí mi mochila y salí al mundo.
Cuatro pasos y comencé a acusar el encumbramiento del día anterior. Dolor intenso, distribuido por todo el cuerpo, por toda la mente. Me senté junto a un árbol.
Esperé, tampoco tenía prisa.
Volví a reanudar la marcha, poco a poco los pies recordaron lo que era andar.
La ruta, aquel segundo día, fue mucho más agradable. El ritmo que me impuse fue también más pausado.
Pasadas tres horas, el agua comenzó a rodearme por todos lados y allí, en medio de la nada, me paré a comer.
Bajo el cielo, sobre la tierra y entre la vida, recordé a Carlitos. Lo imaginé corriendo por alrededor, en vez de hacerlo enclaustrado en un parque, o entre coches, o entre edificios. Recordé a Rebe, y me la imaginé allí conmigo, comiendo juntos, besándonos mientras dejábamos el bocadillo para después, jugando con nuestros dedos como cuando aún no teníamos anillos, jugando con nuestras lenguas como cuando aún no tenían veneno.
La quise, en aquella soledad, como nunca la había querido cuando estuvimos juntos, cuando aún había esperanza, cuando aún no había un tercero.
Retomé el camino.
Caminé. Recordé. Lloré.
Quise apretar entre mis brazos a Carlitos.
Caminé para olvidar y se me olvidó que caminaba.
Llegué a un pequeño collado. Arriba.
Miré abajo: un precioso lago ocupaba todo el valle. El camino serpenteaba entre riachuelos para llegar hasta el agua.
Mientras descendía vi, a lo lejos, al otro extremo del lago, a un hombre sentado sobre una piedra. Fuera del camino. Aislado. Me seguí acercando.
Después de unos minutos comencé a distinguir al que creí mi verdugo: el hombre del pelo blanco estaba acurrucado sobre una gran roca. Era el lugar perfecto: nadie alrededor, la inmensidad del silencio aplacaría el ruido, después podría tirarme al lago.
Me detuve y pensé.
Me fijé en la pequeña mochila roja de la que no se había separado ni un instante: la pistola.
Me asusté.
Cuando uno está asustado, cuando uno ha hecho lo que no debería haber hecho, la mente juega malas pasadas: la conciencia.
Seguí caminando.
Me acerqué más. Pasé por delante, separado por un lago, esperando de un momento a otro un disparo, pero ni se inmutó. Pasé acelerado, nervioso. No oí nada.
No había pistola, no había venganza, no había nada. Pero, entonces, ¿qué había en aquella mochila roja? Me escondí y me dispuse a espiarle.
Pasó media hora y aquella figura continuaba igual. Se me hacía tarde, se nos hacía de noche a ambos. Aun así, continué esperando.
Se movió. Abrió la mochila y sacó un pequeño paquete. Pude distinguir un tipo de termo o cantimplora.
Lo mantuvo durante unos instantes en sus manos. Lo abrazó. Lo besó y apoyó su mejilla en él durante varios minutos.
No supe ver en aquel momento nada. Seguí mirando.
Para mi asombro —me obligué a ponerme de pie—, se dirigió con el extraño objeto en la mano hacia el interior del lago.
Entró con la ropa puesta, hasta las rodillas. Se paró en medio de un lago silencioso, en medio de un día calmado; se detuvo cuando vio que el sol se escondía y ya no podía verlo. Destapó el objeto y, con unos movimientos lastrados, arrojó su contenido al agua.
Permaneció allí mientras el día se iba.
Salió. Se sentó de nuevo en la piedra y allí, intuí, lloró a escondidas. Definitivamente, no había pistola. Pensé que estaba a punto de tirar la toalla, como yo el día anterior. Pero allí no estaba Pippi para ayudarle. Podría haberme marchado, pero no fui capaz de huir sin abrazar a un hombre que, como yo, parecía haber perdido el rumbo.
Volví de nuevo, rodeé el lago. Me vio, pero no se movió.
Llegué a su altura y me senté junto a él. Ni se inmutó. Volví a sentir miedo.
—Buenas tardes —le dije suavemente, sin querer asustarlo, sin querer asustarnos.
—Buenas tardes —me contestó una voz frágil, como la de un niño.
—¿Está usted bien? ¿Necesita algo? —le pregunté.
Silencio por respuesta, lágrimas por conclusión: comenzó a llorar.
Se hundió en un dolor terrible, en un dolor incluso más fuerte que el mío. Creí, por momentos, que en su cubrir los ojos se los iba a arrancar allí mismo.
Me fijé en la pequeña urna, donde apenas quedaban restos de ceniza. No me atreví a decir nada más, no me atreví a hablar.
El tiempo pasó y fui incapaz de moverme de su lado. El sol se despedía.
Finalmente, fue él quien habló. Era suficiente con que yo, con que alguien le escuchase. Y sus palabras fueron pura tortura, cada sílaba se unía a la anterior, a la posterior, con hilos de dolor.
—Murió hace dos semanas —le habló al aire.
»Llevábamos más de cincuenta años juntos, siempre juntos. Con nuestros besos, con nuestros abrazos, con nuestras miradas, con nuestras peleas, con nuestras crisis, pero juntos. Nos conocíamos tanto que a ratos, en la oscuridad de la cama, en la sinceridad del recuerdo, nos confundíamos. Vimos tantas cosas juntos que ahora, sin ella, no soy capaz de distinguir nada. Supimos tanto el uno del otro, supimos tanto de nosotros que llegamos a creer que lo sabíamos todo.
Se aferró, aún con más fuerza, a una vasija ya vacía.
—Llegó sin avisar, como la mayoría de las malas noticias: un cáncer. Todo se aceleró; la vejez lo acelera todo. En apenas tres meses se fue destruyendo, la fui perdiendo. Intentamos exprimir más los minutos. Cincuenta años habían sido tan pocos… Vivimos aún más esos días, en los que sentí su dolor como sé que ella sintió el mío.
»Dedicamos los últimos meses a salvar algo insalvable. Pasamos tanto tiempo preocupándonos de la enfermedad que nos olvidamos de nosotros. Cuando llegó el momento, no pudimos despedirnos.
»Entré aquella noche en la habitación y ya no estaba. Se había ido. Después de cincuenta años, no pudimos decirnos adiós.
Rompió a llorar desgarrándose por dentro. Me abrazó con tal fuerza que clavó cada una de sus costillas en mi cuerpo. Se me derrumbó encima.
Permanecí junto a él varios minutos. El sol desapareció completamente.
Aferrado a mí, tras el refugio de mi espalda, continuó.
—Ahora ya no sé qué tengo que hacer. Ella lo era todo. Era el centro de la familia, de las fiestas, de los viajes, de las tardes con los nietos, de todo.
»¿Ahora qué?
»Siempre tuve la ilusión, infantil, lo sé, de morir junto a ella. La ilusión de abandonar unidos este mundo. Pudimos haberlo planeado. Cuando supo la noticia, lo hablamos, pero no fuimos capaces. Preferimos seguir juntos hasta el final a poner el final nosotros mismos.
»Pero todo vino tan rápido… Estuvimos tan ocupados intentando sobrevivir que se nos olvidó planear nuestra muerte.
»¿Y ahora qué? —repetía sin cesar.
No pude, como tampoco lo hice con Sara, ofrecerle una respuesta.
—Lo siento mucho —alcancé a decirle mientras le cogía unas manos que temblaban de dolor.
Él ya no me escuchaba, hacía tiempo que no estaba. Y, a pesar de todo, continuó hablando.
—Quiso que esparciera sus cenizas aquí. Veníamos cada año… y este lago le encantaba. Aquí nos dijimos tantas veces «te quiero…». —Paró un momento, se secó las lágrimas y me miró a los ojos—. Se me ha deshecho la vida, ¿sabe? Cada día, cuando me levanto, sólo aspiro a que me atropelle un coche, a caerme de alguna terraza, a desaparecer. Veo, cada día, la casa vacía, la cama vacía, la mesa vacía, la vida… todo lo veo vacío. Y lo peor viene por la noche, cuando en mi cama vacía tumbo mi cuerpo vacío y miro a mi lado y no veo nada. No veo a nadie, no tengo a nadie a quien contarle mi vida, no tengo a nadie con quien despertarme al día siguiente, a quien abrazar cuando hace frío, a quien decirle te quiero.
Acabó aferrado a su vasija. No supe ser más amable, no supe ser mejor persona. Sólo supe llorar también, con él, sabiendo que yo, de una forma distinta, la había perdido, los había perdido.
La noche se nos echó encima.
Afortunadamente, él se conocía bien el camino.
Nos acompañamos hasta el refugio; yo jamás hubiese sido capaz de llegar solo.
Aprovechando los restos de luz, hicimos el último tramo. Fue duro, largo, amontonado, confuso, doloroso y difícil, pero al final, cuando llegamos, valió la pena.
Vi, aquel día que ya era noche, uno de los paisajes más insolentes, más presumidos y más hermosos que he visto en mi vida. El refugio nacía en medio de un lago. Una pequeña península en cuyo centro, con prepotencia, se erigía una gran casa de dos plantas.
Caminamos sin querer que acabase el camino. Durante esos metros, el resto de sentidos se resignaban a que la vista fuese la protagonista. Los alrededores se cubrían de agua y montañas, de estrellas y noche.
Durante aquel camino de casi dos horas apenas intercambiamos monosílabos, palabras pequeñas, erosionadas de significado. ¿Por aquí? Sí. Sigue recto. Vale.
Llegamos juntos en distancia, pero alejados en pensamientos. Él, con la muerte esperándole en el lago; yo, con la vida dándome la espalda.
Llegamos, nos abrazamos y nos despedimos, para siempre.
Cené más desapercibido: Pippi no había llegado hasta allí.
Una cena sobria.
De nuevo, encontré un rincón perfecto para tomarme un té.
Pensé en el hombre del pelo canoso y su aura de tristeza, su hablar entre lágrimas; su pérdida, irrecuperable. Un hombre que rebosaba dolor. Eché una ojeada alrededor, pero no estaba. ¿Estaría ya durmiendo? ¿Estaría fuera, buscando la sombra de una guadaña?
Y su dolor me llevó al mío: Rebe, Carlitos.
Cerré los ojos y miré en el fondo de mis párpados.
Me sumergí, de nuevo, en la soledad. Una soledad distinta a la del interior del coche, distinta a la que me acogía cuando Rebe y Carlitos ya se habían dormido. Fue aquélla, la que me atrapó en el sofá con los ojos cerrados, una soledad más intensa, más vacía aún.
Tenía que volver a verlos; quizás lo supe en el mismo momento en que subí al tren, quizás lo supe en el mismo momento en que leí la carta.
El dolor, lejos de desaparecer, se intensificaba cada día.
MARTES 30 DE ABRIL, 2002, 6:00 H.
El día amaneció mojado.
Desde bien entrada la madrugada pude oír el rumor de las gotas golpeando el cristal de la habitación, ¿existe mayor placer?
Por la noche la tristeza me visitaba durante momentos puntuales en los que despertaba de golpe, abriendo los ojos y mirando a mi lado: Rebe no estaba. Volvía a dormir. Y la tristeza, terca, me volvía a despertar. Apenas me dejó disfrutar de instantes de olvido.
Me desperté, por última vez aquella noche, en el preámbulo del día, a las seis.
La lluvia, al menos su eco, había parado. El sol ni siquiera se había destapado y la oscuridad sólo era interrumpida por una pequeña luna que se resistía a dejar paso al día.
Me levanté, fui el primero. Me puse las botas, el abrigo y salí en silencio.
Frío, fue mi primera sensación.
Chispeaba aún, apenas mojaba. La luna, quizás como castigo, iluminaba a unas nubes que no dejaban asomar estrellas.
Permanecí sentado a los pies de la puerta, abrigado. Esperando ver amanecer, esperando ver en alguna ventana a Pippi, esperando despertar de un mal sueño que ya duraba demasiado.
Pensé de nuevo en ellos. «Carlitos, te quiero», le susurré. «Rebe, te quiero», pensé, pero no me atreví a decirlo. Ahora había otro que también la quería.
No recuerdo cuánto tiempo estuve allí, acurrucado, disfrutando del iluminar de un sol que finalmente no llegó a salir en todo el día.
Me llegó el aroma del café caliente en una mañana fría.
Entré, fui el primero.
Fui yo mismo el que me sirvió también. Una jarra de café hirviendo, otra de leche, una jarra de zumo preparado y algunas galletas. También algunas tostadas. Ni cereales con fibra y chocolate, ni rosquillas, ni bollitos, ni nada más. Mojé una galleta en el café con leche: disfruté. Otra y otra, y seguí disfrutando como pocas mañanas en mi vieja vida de prisas, horarios y dineros había disfrutado. Nos pasamos la vida persiguiendo tantas cosas vacías.
Después de diez minutos, con el tazón entre mis manos, el cuerpo entró en calor. El exterior goteaba, como toda la noche, y no había visos de esperanza. Era aquél un día de casa y lumbre.
Pensé, no lo niego, en quedarme allí sentado: cuando no hay destino, no hay prisas.
Lo intenté. Me acurruqué en el mismo sofá que la noche anterior y miré por la ventana. Pero de nuevo los vi, allí afuera, corriendo hacia mí. Mirándome a los ojos, sabiendo que no iba a poder abandonarlos, que me tenían, en aquel rincón, acorralado. Me impactaron, de nuevo, los recuerdos.
No podía. Todo un día allí, encerrado con ellos, habría acabado conmigo. Decidí seguir con la esperanza de encontrar, si no la alegría, al menos el olvido.
Me levanté para acercarme a la ventana. Vi nubes que se oscurecían. Vi una pareja que se besaba. Vi una familia al completo: el padre, la madre y dos chiquillas de unos catorce y doce años, calculé. Entre quejas y protestas, las dos niñas seguían a su padre, que las amenazaba con cogerlas y subirlas a galligotas; lo hizo. Y mientras a una le hacía cosquillas, la otra le agarró el tobillo y los tres cayeron al suelo, en el barro. Nadie gruñó, nadie regañó a nadie, sólo rieron. Y yo allí, mirando a través de la ventana, volví a llorar.
—Bon dia —me abordó una voz profunda.
—Bon dia —le contesté.
—Per dir alguna cosa. Sembla que plourà —me dijo con un acento tan cerrado que me costó entenderlo.
—Sí, ¿verdad que es precioso? —le contesté ensimismado, mirando hacia la ventana.
—¿No es de por aquí usted? —me preguntó mientras intentaba distinguir el destino de mi mirada. Miró también por la ventana.
—No, no… —le contesté.
E iniciamos allí, en el estrenar de una mañana, una conversación que se fue alargando hasta el sofá. Sentados, en el umbral de una amistad apenas iniciada, hablamos de cosas de las que últimamente no hablaba con nadie. Nos contamos nuestras infancias en la naturaleza, nuestra juventud en las ciudades y nuestra madurez, de nuevo —si todo iba bien— en la montaña.
Él nunca se había casado. Me contó sus intentos de formar una familia que jamás pasó de un dúo, sus intentos por aprender de los errores de relaciones anteriores, de situaciones ya vividas… pero llegó un punto en que no consiguió encontrar las suficientes compatibilidades con nadie, «y a mi edad creo que sería más fácil mezclar agua y aceite», me dijo, y sonreímos.
Yo estaba separado. Le mentí en sentimientos, pero no en realidades. Le conté mis intentos por mantener una familia que llegó a ser trío, mis apenas intentos por recuperar tiempos mejores…
Pasamos horas en aquel sofá mientras afuera las nubes continuaban indecisas. Le comenté, finalmente, mi idea de seguir. Prefería ser hostigado fuera que castigarme yo mismo por dentro, allí dentro.
Hubo un intento de disuasión por su parte, unas advertencias sobre los cambios del tiempo, sobre las tormentas en las alturas… pero, finalmente, entendió mi postura.
Me explicó las opciones.
—En realidad hay dos caminos. Uno, el que sigue la Carros de Foc: una travesía por los refugios de Aigüestortes; el otro, el más sencillo, es una pista que va directamente a Espot, allí puedes hacer noche.
—¿Espot? Ah, sí… —Recuerdos arrinconados.
—Además, ¡tienen cocina! No deje de probar les torrades amb escalivada —me dijo el hombre mientras se relamía los labios—. No obstante, le vuelvo a decir que yo no saldría hoy —insistió, creo que más por tener compañía que por mi seguridad.
—Lo sé, mi cuerpo me dice que me quede, pero mi mente necesita seguir hacia algún sitio.
Me levanté, con enorme esfuerzo, para colocarme la mochila y un chubasquero gigante. Cogí el palo y me acerqué a la puerta. El hombre me acompañó hasta la separación.
—Bueno, aquí nos despedimos… —le dije mientras le estrechaba la mano—. Ha sido un placer.
—Igualmente. Recuerde, siempre recto, pasará dos túneles, pero siempre recto. No tiene pérdida.
—Descuide, muchas gracias.
—Adéu i molta sort.
—Adéu.
En cuanto abrí la puerta la lluvia me golpeó en la cara. Noté el susurro de las nubes advirtiéndome que no era un buen día para salir, que alguien como yo debería volver ya a su ciudad, desplomarse en su cama junto al radiador y esperar al día siguiente.
Pero aquella vez no me importó, giré la cabeza hacia arriba y, esforzándome por mantener los ojos abiertos, con las gotas tocándome las pupilas, miré fijamente al cielo. Nos desafiamos: iba a salir. Y salí.
Una pista desnuda desaparecía, frente a mí, entre los árboles, bajo un manto de lluvia que ahuyentaba a los recuerdos.
Proseguí mi camino hacia ninguna parte, andando sobre una tierra que comenzaba a convertirse en barro, con unos pies que en poco tiempo serían peces.
Busqué, en los alrededores del refugio, al hombre que el día anterior me había guiado hasta allí. No fui capaz de verlo al despertar, ni durante el desayuno, ni difuminado entre la lluvia. Quizás había partido de madrugada, seguramente de vuelta en dirección al lago, en busca de un pasado que se le había escapado demasiado pronto.
Anduve durante tres horas solo, con la mochila empapada sobre mi espalda, apoyando un palo mojado sobre el barro y sin sospechar lo que me esperaba aquel día de lluvia perpetua.
Me abandoné a las instrucciones de un desconocido y caminé sin cuestionarme el final de aquel sendero. Mi única referencia era un pequeño mapa que llevaba en uno de los bolsillos de la mochila, seguramente tan mojado como el resto de mi cuerpo.
Los minutos continuaron avanzando entre una lluvia que no sabía de descansos, en el interior de una tormenta que me rodeaba.
Cuatro horas andando. Sin noticias de los puentes, sin sospechas de haberme perdido. Me detuve bajo un gran árbol, saqué el mapa y lo estudié detenidamente: en un principio debía seguir por aquella pista. Intenté volver a plegarlo pero los bordes comenzaban a deshacerse a causa del agua; lo doblé como pude.
Con las botas repletas de barro, con los calcetines saturados de agua y el peso de mis dos mochilas, continué arrastrando unos pies entre el fango de la libertad. De la libertad no deseada, o deseada a medias. De la libertad que no te hace libre. De la libertad que te consigue desatar de unos yugos, a veces lazos, de los que no quieres separarte.
Seguí caminando.
Cinco horas. No vi pasar absolutamente a nadie.
Las tres de la tarde. Las nubes continuaban tercas, impidiendo el asomar de un sol amedrentado, conformándose aquel día con mostrar una claridad nublada. Al menos, la lluvia se había calmado: apenas caían hilos de agua. Pero aquella tregua duró poco.
Llegué a un cruce con tres caminos, todos prácticamente iguales, ¿cuál era el mío? Dudé durante unos minutos, saqué de nuevo el mapa y comenzó a deshacerse en mis manos. Decidí que el del centro era el adecuado. Ni siquiera tenía fuerzas para seguir dudando.
Pasaron seis horas desde mi salida y todo continuaba igual: seguía en el mismo camino, entre los mismos recuerdos y con la misma lluvia.
Y en apenas quince minutos, cuando pensaba que había conseguido despistarla, me alcanzó la tormenta. Y comenzaron las luces, y comenzaron los ruidos, y cada trueno conseguía estremecerme. Otro, y otro, y otro… Uno, dos, tres, cuatro, cinco… estaba muy cerca.
Litros de lluvia comenzaron a golpearme, a colarse por cada parte de mi cuerpo, por cada poro de mi ropa. Tuve miedo de detenerme, de resguardarme bajo un árbol; tuve miedo de caer allí en medio de la noche.
Engarrotado, con el cuerpo arqueado, apoyando el palo cada vez con menos fuerza, con los dedos entumecidos, con los pies congelados… continué una marcha sin destino, sin regreso.
Y la tormenta continuó, y tuve miedo… Tuve miedo de haberme perdido en un lugar que no conocía, de haberme equivocado en todo, incluso en el camino; miedo a quedarme allí el resto de la noche, a que algún rayo se fijase en mí, a dormirme y despertar sin vida…
Continué andando, cada vez más despacio y con menos fuerza.
Finalmente, paré bajo un conjunto de árboles. La lluvia continuaba arreciando.
La noche comenzó a comerse a un día que no había despertado del todo.
Caminé, cada vez con menos fuerzas.
Caminé.
Caminé ya sin fuerzas.
Me detuve… un paso más, dos, tres… me detuve de nuevo.
Mis pies no podían seguir. Me dejé caer bajo unos árboles, en la orilla del camino. Sentado sobre el barro conseguí quitarme la mochila, la tiré al suelo.
Respiré entre la lluvia.
Temí quedarme dormido.
Me desperté temblando: un relámpago.
¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo?
El sol ya casi había desaparecido.
Busqué, a tientas, en el interior de la mochila, un frontal que confié haber traído. Tras unos minutos de revolver entre ropa húmeda y comida mojada, lo encontré. Me lo coloqué en la cabeza y miré a lo lejos: nada; y miré a lo cerca: nada.
Me incorporé lentamente, como sólo puede hacerlo un perdedor, desde el barro. La lluvia no dejaba de caer, la noche tampoco. Localicé, nervioso, la mochila. Intenté levantarla, pero me flaquearon las fuerzas; demasiado peso, demasiada agua.
Tras varios intentos decidí vaciarla. Abandoné parte de lo poco que me quedaba: una bolsa de fruta estropeada, un juego de cubiertos, una cantimplora y un termo sin café.
Probé de nuevo y, al segundo intento, conseguí ponérmela.
Seguía lloviendo.
Entré en la oscuridad y avancé; entre el barro avancé; encorvado y con el cuerpo temblando avancé. Caminé, guiado por un débil halo de luz que salía de mi cabeza, sobre una pista que continuaba recta, inusualmente recta, inusualmente recordada. Caminé, y cada vez lo hacía más despacio, sin destino, con el único objetivo de no volver a caer, intentando que el siguiente paso siempre fuera el penúltimo.
La única opción era seguir la pista. Había perdido ya toda referencia de tiempo y de distancia. ¿Espot? ¿Hacia dónde?
Mi única esperanza pasaba por encontrar alguna casa donde poder cobijarme, un refugio donde al menos protegerme, no del frío, porque ya lo llevaba dentro, no de la lluvia, porque estaba lleno de ella, sino del cansancio que me lastraba el cuerpo.
Di unos pasos más y mis piernas comenzaron a flaquear.
Otro, y otro, y otro, y… caí, de nuevo, al suelo.
Mi corazón no lo soportó, mis piernas tampoco.
Intenté, de nuevo, levantarme. Imposible.
A cuatro patas, hundiendo mis manos en el barro, me acerqué a la base de un árbol. Me apoyé en el tronco y, arriesgándome a quebrar alguna pierna, conseguí levantarme.
De pie.
Continué caminando por la infinita pista, por un sendero que parecía no acabar nunca. Caminé. Me detuve. Caminé de nuevo. Me detuve de nuevo. Comencé a imponerme metas, algo que me impulsase a llegar a algún sitio, algo que evitase mi caída en medio de un lugar perdido: mil pasos.
Mil pasos, me dije. Mil pasos más y se acabó, llegase donde llegase.
Mil pasos más: un kilómetro.
Mil pasos que me iban a conducir hacia el desastre.
353, 354, 355, 356, 357 y paré.
Me aferré a un árbol.
Respiré todo lo hondo que pude.
Miré al suelo.
Miré adelante.
Me impulsé con un pie y seguí contando.
Mil pasos, aquél era el trato. Un kilómetro más y después me dejaría caer.
530, 531, 532, 533 y, de nuevo, paré.
Respiré y reanudé la marcha.
Mil pasos, me recordé.
710, 711, 712, 713 y, de pronto, paré.
Aún hoy no sabría decir cuál fue la causa. Podría haber seguido con el 714 y ni siquiera haberlo visto. Pero, entre la noche, bajo la lluvia, los restos de una memoria de infancia me obligaron a detenerme. Quizás tuve suerte de caminar —deambular en aquellas circunstancias— mirando al suelo, quizás tuve suerte de ir por la orilla izquierda del camino o quizás simplemente fue eso que llaman casualidad.
Me detuve y descubrí, a mi derecha, la luna reflejada en una balsa; a mi izquierda, un camino que se escapaba, señalado únicamente por una pequeña estaca oscura, apagada, desgastada, familiar; una estaca que imaginé roja; una estaca que al momento me supo a vergüenza.
Me ubiqué, dentro de la confusión, en un periodo de tiempo ya casi olvidado, en dos partes de mi biografía. Encontré, en aquel trozo de madera, la esperanza de no dormir en el barro. Encontré también la distancia que me separaba de Espot: demasiados miles de pasos.
No pude elegir porque no había opciones. Ignorar aquella limosna hubiese supuesto, sin duda alguna, caer rendido en el camino, sobre el barro, bajo la lluvia, entre el frío.
Giré a la izquierda para dirigirme a un lugar al que no quería ir, por un trayecto que, en breve, podía desembocar en el mismo centro del dolor: en ella.
Me adentré en aquel camino deseando que no hubiese nadie en la casa. En realidad, era casi imposible que entre semana estuvieran allí… pero al día siguiente era 1 de mayo. Fue un andar plagado de recuerdos: las ramas golpeando contra el coche, nuestro alzar de pies en cada bache, las risas mutuas al ver la cara de la madre de Toni, la nube de polvo que nos perseguía pero nunca nos alcanzaba, la ilusión por llegar…
No tardé demasiado en distinguir, aun a pesar de la lluvia, la constelación de farolillos; al principio, un conjunto difuso que no se dejaba contar. De eso dependía todo, del número de estrellas visibles. Las dos primeras, las más grandes, sólo por ser las más cercanas, las de la entrada, no significaban nada. Pero el resto… del resto dependía todo: una, esperanza; varias, vergüenza.
Llegué, arrastrando los pies, hasta las pequeñas cancelas del vallado. Dentro, tres luces más, tres. Todas encendidas: estaban allí.
Me detuve con la intención de volver, pero sólo fue eso: una intención. La lluvia seguía castigándome en el barro, incapaz de sentir las manos. Mis dedos se habían agarrotado de tal forma que pensé haberlos perdido para siempre, las plantas de los pies me herían a cada paso y las rodillas… estaban a punto de fracturarse.
Noté, y es lo único que recuerdo con claridad de aquel momento, la lucha interna entre cuerpo y mente. Quise retroceder, dar la vuelta y huir de aquello, pero mi cuerpo no me dejó, me obligó a seguir. Fueron mis pies los que, a pesar de mi oposición, me obligaron a continuar caminando.
Me apoyé en las pequeñas puertas para, de un solo impulso, empujarlas: se abrieron de golpe. Me desequilibré y el peso de la mochila hizo el resto. Caí sobre una mezcla de lodo y hierba.
Intenté levantarme, pero la mochila pesaba demasiado. Desde el suelo me fui deshaciendo de aquel peso muerto: me doblé, rodé sobre mí mismo y, finalmente, conseguí escapar de ella, la abandoné allí en el suelo.
Aferré mis manos a las pequeñas puertas para impulsarme hacia arriba, me arrastré sobre la madera. Un impulso y… de pie, de nuevo, sin peso. Unos cincuenta pasos, nada más. Sólo aquella distancia nos separaba.
Me mantuve durante minutos frente a una casa que un día, en parte, fue mía.
La lluvia no paraba de erosionar mi cuerpo, haciendo que mis piernas se torcieran cada vez más. Lloré de dolor, de impotencia, de pura desesperación. A cincuenta metros tenía un refugio y en cambio no era capaz de moverme. Me dejé caer de nuevo, de rodillas, de inmediato a cuatro patas y, finalmente, mi cara se encontró con el suelo. Besé el barro, hundí los ojos en la tierra, la boca en la tierra, la nariz en la tierra. Levanté levemente la cabeza para volver a mirar hacia delante: cincuenta metros se me antojaron demasiado. Caí del todo.
Dormí y desperté. Y dormí un instante, y desperté al siguiente, y así estuve tanto tiempo… tumbado, boca abajo, en el barro; sintiendo, sobre mi cuerpo mojado, una lluvia que no ofrecía tregua.
Levanté levemente la boca del suelo. Abrí, con barro en las pestañas, mis ojos. Miré hacia la casa. Cincuenta metros, calculé; imposible, calculé.
—¡Socorro! —grité con barro entre los dientes.
—¡Socorro! —con miedo entre las manos.
—¡Socorro! —grité, y fue la última vez, nadie me oyó.
Tonteé durante instantes con la inconsciencia. Volví, como ya lo había hecho tantos años atrás, a subir al alambre. Calma… sin mirar abajo, porque abajo no había red. Calma. Inspiraciones hondas, espiraciones lentas. Calma. Un pie, tranquilo… ahora el otro… tranquilo… Finalmente, no fue mi última actuación, no caí.
Saqué fuerzas del único sitio de donde se pueden sacar en momentos así: del odio. Pero, aun a pesar de haber llegado al otro extremo de aquel alambre de miedo, supe que no iba a ser contrincante, pues ya estaba batido de antemano.
Mi única opción de venganza era llegar a la puerta. Allí podría desfallecer ante ellos. No quería darles el gusto de hacerlo en las afueras, como un perro, abandonado, entre agua, barro y soledad. Tenía que llegar a la puerta.
Me incorporé de nuevo, a cuatro patas; levantarme era imposible. Rodillas y manos en el suelo, uñas que arrastraban barro para poder arrastrar un cuerpo arrastrado. Y gateé, y seguí gateando, y lentamente avancé hasta la venganza.
Allí, tenía que hacerlo allí, en la puerta. Seguía lloviendo.
Pude distinguir, a la izquierda, que donde hubo un columpio, ya sólo quedaba una cuerda deshilachada que, exhausta, sostenía una tabla vieja. El viento la movía, como nos movíamos nosotros dos en una época en la que los años aún no pesaban.
Entre recuerdos llegué al porche: tres escalones me separaban de la puerta. Apoyé mis manos, agarrotadas, en el primero y me arrastré hacia arriba. Con los codos, con el pecho, con las rodillas, con el alma… fui escalando como una serpiente sin apenas veneno, quizás como un gusano, hacia una puerta que separaba el pasado del presente.
Segundo escalón.
Tercer escalón.
Llegué al felpudo: benvinguts.
Descansé. Un cuerpo pintado de tierra, sediento de aire, repleto de miedos… Una mirada que se elevó hasta un picaporte, el mismo de siempre… siempre estuvo demasiado alto.
Me arrimé a la puerta, sentí su calor en mi cuerpo. Me puse de rodillas, elevé mi tronco y me aferré con las manos al pequeño pomo. Me incorporé apenas unos segundos y supe que sólo tenía una oportunidad, después caería al suelo para no volver a levantarme.
Me impulsé hacia arriba y, en el punto más alto, levanté mis brazos para alcanzar el picaporte. Lo alcancé… lo sujeté… me quedé allí colgado, colgando.
Respiré y, aferrado a él, impulsándome contra la puerta, me dejé caer de espaldas.
Sentí el vacío mientras me derribaba. Caí y, en el mismo instante, el picaporte chocó contra la puerta.
El ruido sobresalió en la noche.
Fue un golpe seco, duro, intenso.
Silencio.
Y, en unos instantes, ruido en la casa. Supe que ya era tarde, para todo.
De lo que pasó a partir de aquel momento sólo retengo vagos recuerdos, sin orden, sin sentido: se abrió la puerta y vi su cara.
Oí un grito ahogado, pero no fue de él, sino de ella. Un grito de pánico que desapareció en la noche.
Vi hacia arriba y nos miramos: él y yo.
Sé que, a pesar de mi disfraz de tierra, me reconoció al instante.
Y a partir de ahí… me elevé en el aire… me dejé llevar… me moví flotando.
Y, a partir de ahí, dejó de llover… comencé a sentir calor… caí sobre una nube.
Desperté.
Observé, acurrucado bajo una manta, sobre un sofá caliente, entre la tenue luz de un fuego que apenas ya ardía, la estancia. En cada detalle, un recuerdo; en cada rincón, nosotros. El viejo reloj de cuco, los mismos cuadros, los mismos jarrones sobre la repisa de la chimenea, la misma escalera… lo mismo, aun después de tantos años, todo lo mismo.
Esperé abrigado bajo la manta.
Esperé sin poder dormir.
¡Cucú! La una de la madrugada.
No me dio tiempo a verlo, pero pude recordarlo: pequeño como una avellana, de cabeza azul y cuerpo verde, sin pico porque nunca llegó a tenerlo, sin ojos porque al final se le cayeron, pero con el mismo timbre de siempre.
Sólo el tenue golpear de la lluvia contra las ventanas fue capaz de interrumpir un silencio puro.
Me quedé mirando fijamente las brasas de lo que fue una hoguera, desde los restos de lo que fue un hombre.
Silencio.
¡Cucú, cucú! Las dos.
La misma posición, la misma mirada: horizontal, con la cabeza ladeada, sin dejar de observar un fuego que ya se había apagado completamente, como mi vida.
La lluvia ya no se oía. Toda la estancia quedó en un inmenso silencio.
Oí una puerta, arriba.
Ligeros, amortiguados, pasos que deseaban descender sin ser descubiertos. No intenté moverme, permanecí mirando a un fuego que no existía, en una casa que no era mía.
Entró en silencio, como lo hace el miedo, para sentarse en el otro sofá, en el enfrentado. Nuestras miradas fueron incapaces de encontrarse: la mía, perdida entre cenizas; la suya, perdida en la mía.
Se dirigió al fuego y, arrodillado, con los ojos del enemigo clavados en su espalda, trató de avivarlo. Prendió, y ese prender avivó la claridad, anaranjada, de la estancia. Silencio. Se giró de pronto y… después de tantos años sin apenas algún saludo en el ascensor, sin conversaciones que durasen más de cinco minutos; después de tantos años conviviendo en una empresa en la que habíamos aprendido a disimular el pasado, en la que nos fuimos olvidando de que hace mucho, mucho tiempo, fuimos inseparables; después de evitar recordar viejos tiempos por miedo a ser rechazados… después de todo eso, nuestros ojos, aquella noche, volvieron a encontrarse.
No podría decir quién fue el primero en apartarlos.
Volvió a sentarse, suavemente.
Volví a mirar el fuego, suavemente.
Volvió también a llover. Suavemente.
Dejamos que fuese la lluvia la que, durante muchos minutos, mantuviese una conversación que no se iniciaba, una conversación que quizás no debiera iniciarse. Nos mantuvimos los dos tan alejados en miradas como cercanos en distancia.
Quise sentir odio en aquel momento, pero fui incapaz. Toda la rabia, todo el sufrimiento, todo lo había perdido allí afuera. Entre la lluvia y el frío lo habían enterrado. Quise odiarlo y no supe.
Pensé en Rebe y recordé el grito ante la puerta, cuando abrió, cuando abrieron, cuando dejé de recordar. Rebe estaba allí.
Quise odiarla también, pero tampoco pude; sólo supe, de nuevo, quererla. Y eso fue lo peor. Me permití quererla de nuevo allí, junto a él. Hubiera sido todo más fácil si el odio hubiese arrugado mi frente, apretado mis dientes y arañado mis manos; si hubiese saltado contra él. Pero no, la quise con más intensidad de la permitida.
¡Cucú, cucú, cucú! Las tres.
José Antonio habló.
Estuvo buscando el momento adecuado, la pequeña señal: un movimiento mío, una mirada, un toser para empezar… algo que le ayudara a decidirse; hablar desde cero es demasiado difícil. Estuvo esperando algo y después del cuco creyó encontrarlo.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó una voz casi escondida.
Una pregunta en la noche. Una pregunta real… quizás un susurro de mi mente. «¿Cómo te encuentras?».
Giré, lentamente, mi cabeza hacia la suya.
Nos miramos, y por fin nos vimos.
Pero el odio ya no estaba, el rencor apenas pudo asomarse, no pude hacerle daño, no pude atacarle, sólo supe preguntar.
—¿Está Rebe? —Nada más.
—¿Rebe? ¿Aquí?… —Y noté algo extraño en sus ojos.
Supe que no mentía porque hubo un tiempo en el que nos conocimos demasiado, y si hay algo que no cambia con los años son las miradas; envejecen, pero nunca cambian. No, supe en aquel mismo instante que Rebe no estaba allí. Pero no lo quise creer.
Nos callamos ambos de nuevo, quizás a la espera de un nuevo cucú.
—¿Por qué debería estar Rebe aquí? —me preguntó con la misma mirada. No mentía.
Callamos de nuevo.
—Te hemos estado buscando, nos tenías a todos muy preocupados. Rebe estaba muy asustada…
No fui capaz de comprender aquellas frases que tenían estructura, pero, para mí, carecían de significado.
Callé.
—¿Qué te ha pasado? —me volvió a insistir.
Y allí, en aquella noche tan silenciosa, tan mojada, tan fría y a la vez tan íntima, dos personas intentaban conocer la misma verdad, pero por distintos caminos.
—José Ant… Toni… —le dije volviendo a la niñez—, ¿recuerdas cuando… de pequeños… —cuando éramos amigos, iba a añadir— te cayó la casa de ladrillo encima…?
Nos miramos, ambos con lágrimas en la conciencia, ambos con los puños cerrados. Con los mismos ojos con los que un día de agosto, después de saber que nos separábamos, nos volvimos a mirar antes de fundirnos en un abrazo, el abrazo de mi vida.
—Sí —respiró—, sabes que jamás podría olvidarlo… —me contestó sin apartar la vista del suelo.
—Pues… a mí… también se me ha caído la vida encima —contesté.
Silencio.
Quise estar a solas, quise llorar en la intimidad, quise apretar los puños en silencio… Me acurruqué en el sofá, hundí la cara entre los brazos y me oculté del mundo.
Toni supo ayudarme, supo levantarse y andar como si fuera descalzo: supo alejarse de allí.
Me refugié en un sofá que aún me recordaba a tardes en familia.
No me quedaba ya rencor, ni odio, ni ganas de venganza, ni miedo, ni frío, ni calor. Sólo me quedaba descubrir el derrumbar de un mundo —el mío, el que me había creado— cuyas piezas no acababan de encajar. Un mundo que se deshacía.
Aprendí tantas cosas en aquel sofá, aquella noche… Aprendí que la mente es capaz de crear historias sólo creíbles para uno mismo; que los celos son capaces de empañar cualquier verdad, de encumbrar cualquier mentira; que en los malos momentos raramente se acude a la razón, al diálogo mutuo, a la franqueza… se acude, en cambio, a las sospechas, a la desconfianza, a los recelos de una verdad que debe serlo sólo por el hecho de haber nacido nuestra. Aprendí la fortaleza del odio cuando acecha la duda, la resistencia de la desconfianza cuando el amor ya no es como era, la confusión de pensamientos cuando las cosas dejan de funcionar…
Fuera seguía lloviendo. Dentro también.
Desperté en la misma posición: derrotado.
Del fuego ya sólo quedaban las cenizas.
Fuera seguía lloviendo y el cielo no daba demasiadas esperanzas.
Me imaginé, en un principio, en algún otro albergue, en alguna otra cama.
Un sueño, pensé al despertar.
Realidad, al ver su manta sobre mi cuerpo.
Me sobresalté al oír la voz de una mujer. Una voz confusa, acurrucada entre una conversación a dos, entre Toni y ella.
Me levanté de golpe, tirando la manta al suelo, dispuesto a huir aunque fuese con los pies descalzos. Las voces continuaban hablando casi en silencio, con un disimulo que me enojaba. Ellos: ella y él.
La mirada de Toni nunca había conseguido engañarme, siempre fui capaz de descubrir en ella la verdad o la mentira… pero, por otra parte, Toni siempre quiso tener a Rebe. Luchamos en nuestra juventud por ella, aprendimos a ser contrincantes, a dejarlo todo de lado por una mujer; quizás también aprendió entonces a proteger sus pupilas.
Una pequeña luz escapaba desde la cocina donde tantas veces habíamos desayunado los Abat y yo; donde tantos momentos felices había disfrutado: preparando los bocadillos para pasar el día fuera de casa, cenando todos juntos tras una tarde agotadora, ayudando a su madre a preparar aquellos postres que nunca llegaban enteros a la mesa…
Me acerqué con el silencio de unos pasos avergonzados y, junto a la puerta, me detuve. Incliné lentamente la cabeza para descubrir qué se escondía tras aquella cerradura tan alargada: un completo desayuno ocupaba la pequeña mesa redonda que tantas mañanas utilicé en mi niñez.
Me asomé un poco más pero sólo pude distinguir sus manos, gesticulando, moviéndose en el aire, jugando entre la comida… Me incliné un poco más, un poco más, y de pronto perdí el equilibrio: me desplomé.
Desde el suelo, y con medio cuerpo en la cocina, vi cómo Toni se levantaba precipitadamente hacia mí. Se oyó el romper de un vaso, el caer de algún cubierto, el gritar de una mujer, ¿ella? Los brazos de Toni me levantaron de nuevo. Mientras subía noté, de pronto, cómo otras manos, más débiles, más suaves, más frágiles —las mismas que me habían ayudado a entrar la noche anterior—, me levantaban también. Unas manos pequeñas, suaves, femeninas… pero no las de Rebe. Lo supe sin mirarla. Lo supe porque llegué a conocer sus manos de memoria, porque hubo una época en la que no dejé de cogerlas, de protegerlas, de atraparlas entre las mías mientras paseábamos, mientras nos queríamos, mientras hacíamos el amor con unos labios tan unidos como las propias manos.
Me sentaron en una silla.
Se sentaron frente a mí.
Permanecí mirando un vaso vacío. Oí de nuevo esas pequeñas manos: un agarrar, una jarra que se eleva, un líquido que se mueve en su interior, que se precipita, que cae, que llena mi vaso de zumo. Otra mano, la misma; y otra jarra, con otro líquido, en una taza vacía: café.
Comimos con silencio de fondo. Un silencio sólo interrumpido por los sonidos inevitables de un desayuno en casa —que no en familia—: el rozar de la mantequilla contra la tostada, el remover de la cuchara en el café caliente, el saborear de cada mordisco, el caer del azúcar… sólo dos veces.
Silencio por mi parte, susurros por la suya. Pequeñas palabras, cortas y suaves, entre ellos. Noté el tocar de sus manos, el levantar de sus cuerpos, el alejar de sus pasos, el rozar de sus labios y el salir de alguien que no era Rebe.
—Hasta luego —susurró mientras desaparecía.
Nos quedamos a solas.
Pasó el tiempo, sin prisa.
Cuando el silencio volvió a ser absoluto, Toni habló. Y fue él mismo, con sus palabras, el que respondió a todas mis preguntas.
—Lo siento… siento mucho todo lo que ha pasado, de verdad… perdóname —me susurró.
Incapaz de entender sus disculpas decidí olvidar todos mis prejuicios, todas mis sospechas y la mayoría de mis recuerdos. Empecé de nuevo. El silencio fue mi opción, preferí callar a decir algo que interrumpiera su voz.
—La verdad es que no he podido dormir en toda la noche, he estado pensando… —Y paró para intentar aplacar unas lágrimas que, por el sonido de sus labios, supe que deseaban escapar—. He estado pensando en muchas cosas, pero sobre todo en tu pregunta… —Se frotó los ojos y volvió a respirar—. Ayer no entendí nada, llegué a pensar que te encontrabas en un estado de delirio. Pero esta noche, en la cama, he despertado a Montse. Le he explicado nuestra pequeña conversación y ella lo ha visto desde otra perspectiva, desde la suya… entonces lo he entendido todo. No, Rebe no está aquí. Rebe nunca ha estado aquí. —Se pausó, de nuevo—. Pensé… pensamos… pensamos que Sara y tú… lo siento. —¿Sara? Temblé. Temblé al recordar una cámara intrusa, un sofá negro, un cuerpo dueño de la estancia, otro que fue sólo de visita…—. Ya sabes. —Pero no, no lo sabía; me quedé en silencio—. Como siempre estabais juntos, tantas tardes quedándote allí… pensamos… en realidad, fue Rafa quien lo pensó y quien me hizo creer… quien nos hizo creer… yo pensé… y al final le hicimos pensar a Rebe que… —comenzó a tartamudear—. No sé cómo decirlo… lo siento, lo siento mucho, de verdad… Siempre estabais juntos y además… Rafa me insinuó que vosotros dos… —Volvió a callarse y supe, por su voz, que tenía aún más lágrimas en su interior que en sus ojos—. Rebe me llamó hace unos días. Me llamó preocupada. Me dijo que no sabía a quién acudir, que pensaba que estabas con otra… Me comentó que últimamente volvías demasiado tarde, que ya apenas hablabas con ella, que escondías cosas en el trastero… y ella pensó… y cuando me lo dijo yo también pensé… —Paró para respirar—. Por eso te estuve siguiendo, por ella. ¿Qué querías que hiciera? —me preguntó mirándome a la cara con ojos de vidrio—. Tuve que ayudarla… Te seguí, os vi varios días y sobre todo os vi aquel día… —Volvió a parar, apartó su mirada—. Aquel día en la cafetería… besándoos…
Silencio de nuevo.
Pude haber hablado y explicarlo, pude haberle contado la verdad, pero no lo vi necesario, ya no.
Esperó durante unos segundos una respuesta que no obtuvo. Continuó.
—Al día siguiente quedé con ella y se lo conté… Le conté que os vi entrar juntos en una cafetería, que os sentasteis en un rincón, que vuestras manos se abrazaron y que, durante unos segundos, vuestros labios se juntaron. —Calló y de nuevo todo quedó en silencio.
Silencio.
—¿Qué querías que pensáramos? Al día siguiente Rebe decidió irse de casa: fui al centro comercial a recogerla, la acompañé hasta la casa de sus padres y se llevó a Carlitos; le busqué un lugar donde dormir aquella noche y las siguientes… hice todo lo que pude por ella.
Silencio. Toni esperaba una respuesta. Callé.
Continuó.
—Pero después comprendimos que nos habíamos equivocado, comprendimos que… Pasó algo que lo cambió todo. Pobre Sara…
Entendí, por primera vez en aquella huida, la carta de Rebe: su violencia, su desdicha, el dolor que fluía entre las palabras, la rabia de cada línea. Pero ¿por qué no habíamos hablado sobre aquello? Quizás porque ya no hablábamos sobre nada.
—Rebe me lo pidió… Al principio no quise creerlo, intenté restarle importancia, pero insistió, y la vi tan triste, tan sola… ¿cómo no te diste cuenta? —Respiró—. Lo siento… —Y se arrepintió de verdad, lo supe.
Aquellas palabras, como la ola que hace desaparecer un castillo de arena, suavemente, sin romperlo, difuminaron los restos de odio que aún me quedaban.
No fui valiente —nunca lo he sido— aquella noche con Toni. Por eso no encontré —tampoco lo busqué— el momento de decirle que ya sabía lo de Sara, que incluso conocía al autor. Pero aquél era un secreto demasiado íntimo, demasiado vergonzoso.
Comenzó a llover con más fuerza.
Dejamos pasar, sin prisa, el tiempo.
—¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó.
—No lo sé —me atreví, por primera vez aquella mañana, a hablar—, supongo que seguir hacia adelante, seguir al norte, olvidarme de una vida que ya no es mía.
—Pero ¿y Rebe? —me preguntó sorprendido.
—Se han roto demasiados lazos entre nosotros. Carlitos nos unirá siempre, pero ya no nos veremos como antes, como lo que un día fuimos: amor.
—No digas tonterías, no se ha roto nada. Todo ha sido un error, un malentendido.
—No, Toni, no. Un malentendido no dura semanas, meses, años… un malentendido no es la desidia, el abandono mutuo, la pereza por entregar o recibir un beso, la desgana en las afueras de una puerta que no te atreves a abrir, el silencio por conversación. Un malentendido no es la indiferencia entre las sábanas, no es un simple beso en la mejilla, no es un «hasta mañana» sin ilusión. Nuestros últimos meses han sido los peores. Ha llegado un momento en que ya sólo nos unía la costumbre; a veces creo que ni siquiera eso.
Paré, y quedó de nuevo todo en silencio.
Continué.
—No, es lo mejor para ambos, lo mejor para Carlitos también. No quiero que crezca entre la indiferencia de dos adultos, entre los rencores mal enterrados de dos personas que después de quererse tanto se olvidaron con la misma intensidad. No quiero que crezca pensando que el amor es eso.
»Habría demasiadas cosas que echarse en cara. No el primer día, no el del reencuentro, ni al siguiente, ni al otro, pero al final las preguntas y los reproches serían inevitables. No quiero volver a pasar por lo mismo, no ahora que creo que puedo soportar no tenerla a mi lado.
»La he querido, nos hemos querido tanto… Nos hemos amado con tanta fuerza, con tanta intensidad que llegué a pensar en quitarme la vida si algún día la perdía. Pero al final perdí, perdimos ese amor, esa ilusión por volver a casa y vivir juntos, por levantarnos cada mañana y dar gracias por tener un tesoro al lado.
»Sólo necesito unos días más de olvido, sólo eso.
No paró de llover en toda la tarde.
Permanecimos juntos en el salón. Hablamos de todas las cosas de las que habíamos dejado de hablar durante tantos años. Hablamos del pasado remoto y del más reciente, pero sobre todo de aquellos años en que éramos uña y carne, en que éramos amigos. Hablamos también de aquel abrazo que rompió todo entre nosotros, entre ellos.
Recordamos las carreras de chapas, las vueltas en bicicleta por el pueblo, los días de feria, las noches de confidencias en camas contiguas, las siestas sin límite, las meriendas en el patio, las hogueras de rastrojos, los primeros paseos con chicas, las primeras tardes de cine…
Recordamos también aquella cabaña que nos unió intensamente durante dos semanas y nos separó definitivamente en sólo tres días.
Le hablé de mi sufrimiento durante su ausencia, de mi espera terrible tras la ventana, de mi alegría al ver su regreso… pero fui incapaz de explicarle lo que sentí en el momento de aquel último abrazo.
Me contó su experiencia en el hospital, sus últimos recuerdos al ver cómo se le caía la caseta encima, la velocidad de la ambulancia, las pruebas que le hicieron, las ganas de volver a casa para acabar el verano, las ganas de verme de nuevo, el amor que sintió en aquel abrazo…
La lluvia no cesaba. Tras unos minutos de silencio, en los que cada uno aprovechó para recordar a solas los veranos de niñez, continuamos hablando de muchas otras cosas.
Montse bajó unas cuantas veces, pero no se inmiscuyó en ninguna de nuestras conversaciones. Y aunque me alegré al principio de su ausencia, de que permitiera que los dos hermanos que casi lo fueron un día pudieran contarse sus intimidades, fui yo quien, finalmente, le pidió que se quedase con nosotros junto al fuego.
Me hablaron de ellos. De su pequeña historia, de la forma de conocerse en un cruce de miradas, de su reciente pasado, de sus ilusiones, de su presente… no se atrevieron a hablar aún de su futuro.
En compañía del fuego, ellos acurrucados en un sofá y yo en el otro, Toni me hizo un resumen de los últimos días en la empresa. Me contó todo lo que pensaba que yo no sabía.
—Recibí, aquel viernes por la tarde, un correo extraño, de un remitente anónimo. Yo, en realidad, no le hice mucho caso. Lo leí e inmediatamente lo eliminé, pensando que era algún tipo de virus o de correo de esos basura. Me fui a casa y, después de cenar, a eso de las doce… —miró a Montse, que afirmaba con la cabeza—, un viejo conocido de la delegación de Madrid me llamó al móvil. Me explicó en cuatro palabras el desastre. En un principio pensé que se trataba de algún tipo de broma, pero en cuanto me conecté… —Toni calló a la espera de alguna pregunta.
—¿Qué pasó? —pregunté, intentando simular curiosidad.
—¡Sara y Rafa estaban follando en su despacho!
—¿Sara? ¿Con Rafa?
—¡Como lo oyes! Alguien había instalado una cámara y durante más de una hora estuvieron en la intimidad del despacho, pero al descubierto.
»Al lunes siguiente ya te puedes imaginar cuál fue la comidilla del café. La mayoría de nosotros lo habíamos visto en directo, pero los demás se enteraron de todo ese mismo día. Pasaron las horas y Rafa no aparecía; en realidad, pensamos que ya no lo volveríamos a ver por allí.
»Poco después, a través de unos contactos, me enteré de que lo habían echado de casa, de que le habían quitado el coche, todas las tarjetas de la empresa… Me enteré también de que su mujer le dejó la cara llena de golpes y arañazos, en fin, un desastre.
—Vaya, y yo me lo he perdido, pero ¿quién pudo haber hecho algo así? —pregunté asustado.
—Bueno, todo son sospechas, claro, pero la opinión general es que fue Javi. Quizás fue su forma de vengarse por dejarlo en la calle.
Respiré, él había sido mi escudo.
—¿Y Sara? —pregunté.
—Ah, sí, Sara. Sara tampoco vino aquel día, ni al siguiente, ni al otro… Ya no hemos vuelto a saber nada más de ella.
—Pobre Sara… —acerté a decir, intentando disculparme a mí mismo, intentando contentar a una conciencia demasiado herida.
—Sí, pero… ella sabía dónde se metía, y aun así lo hizo. Fue una sorpresa para todos; en realidad, la mayoría de nosotros pensábamos que era con Marta con la que… bueno, ya sabes.
—Sí… —contesté mientras recordaba las últimas palabras que Sara y yo cruzamos en aquella cafetería: «Llevo dos semanas saliendo, bueno al menos eso quiero pensar, con alguien al que sólo le interesa el sexo, nada más. Sólo que esta vez es distinto. Sólo sexo, pero me da miedo, me da miedo equivocarme incluso en eso…». Sara me lo dijo todo y no supe entenderlo: distinto.
Continuamos hablando de la empresa durante toda la noche. Fue un repaso de compañeros, un intercambio de chismes y rumores, un recuerdo de anécdotas… Comentamos las cenas de Navidad, los retrasos de Javi, el tiempo perdido en la máquina de café, la cantidad de mujeres jóvenes en contabilidad, la buena selección de personal en el caso de Marta, las obcecaciones de algunos clientes…
Y en nuestro repaso de vidas desde la distancia me tropecé con la solución a un secreto ya casi olvidado. Después de ir de compañero en compañero, después del resumen de las vidas de Sara, de Godo, de Javi, de Ricardo… le tocó el turno a ella.
—¿Pero no te has enterado? —Y al instante se contestó él mismo—: ¡Ah, claro! Tú ya no estabas. El lunes la ingresaron en el hospital, la verdad es que la pobre lo está pasando muy mal. Entre nosotros, no creo que dure más de un mes.
—¡¿Qué?! —Acababa de resolver la última pieza.
—¿No lo sabías? Lleva más de cinco años luchando contra un cáncer que, con el tiempo, se ha ido haciendo más fuerte.
Enmudecí. Otra cosa que aprendí: siempre es posible hundirse un poco más, porque aun en el fondo, se puede seguir escarbando. Comprendí sus recetas, sus justificantes médicos, sus no aparecer de tan a menudo… todas aquellas situaciones que me atreví a juzgar desde la ignorancia, desde la maldad.
—Ella es familia del gerente de Madrid, ¿lo sabías? —me preguntó.
—No, la verdad es que no lo sabía —mentí.
—Pues sí, es una tía lejana del que ahora es el gerente principal. Se vino hace ya unos cuantos años desde Madrid. En realidad, se podría decir que la empresa existe gracias a ella: fue la única persona que confió en la idea. Fue Estrella la que puso el dinero necesario para montar la empresa. Qué cosas, ¿verdad?
»Siempre ha sido para él como una madre, por eso la puso en nómina y por eso cuando le detectaron la enfermedad se ocupó de todo: de sus médicos, de sus cuidados, de que no se preocupase por su futuro… por si era demasiado corto. Para ella, venir a la oficina era un soplo de vida. Cada cotilleo, cada café, cada conversación le hacían olvidar que una enfermedad la estaba matando. ¿Nunca te fijaste en que cambiaba de peinado continuamente?
—Sí, pero pensé que le gustaba demasiado ir a la peluquería.
—¿Peluquería? —Y Toni sonrió, pero con la boca triste—. Ya le hubiese gustado a ella. La pobre casi no tenía pelo, por eso utilizaba tantas pelucas. Ya sabes que a veces la apariencia lo es todo, en realidad es lo único que te permite disimular el dolor que fluye por dentro.
Callé, y aún ahora no sabría describir aquel sentimiento que invadió mi cuerpo.
Callé y fue un callar extenso que Toni respetó.
Nos dedicamos a escuchar una lluvia que parecía haber estado escondida tras el disimulo, pero que de nuevo adquiría protagonismo.
Montse se acurrucó junto a él con la cabeza entre sus brazos.
—¿Recuerdas aquel lago al que íbamos con tus padres, el más grande? —interrumpí finalmente.
—¡Claro, el Sant Maurici! —Y se le iluminó la cara.
—Sí, ése, nunca me sale el nombre, ¿está cerca de aquí, verdad?
—A unas dos horas caminando. —Y sin esperar a mi siguiente pregunta, se levantó del sofá dándole un beso a Montse en la frente—. Ahora mismo te lo digo. —Y desapareció escaleras arriba.
Nos dejó, durante unos minutos, a solas. Montse y yo. Situaciones incómodas en las que se piensa en algo que decir sin resultado, situaciones que se hacen eternas. Apenas llegamos a mirarnos.
Unos pasos acelerados y alegres descendieron por la escalera. Toni regresó con un mapa en la mano. Lo extendió sobre la mesa que separaba los dos sofás y allí, a la sombra de nuestras miradas, me señaló con el dedo el recorrido.
—Mañana iré hacia allí —contesté con firmeza.
—Pero… y Rebe…
—No quiero hablar de eso ahora… —le contesté, y él comprendió.
—Está bien, llévate el mapa, te será útil. Eso sí, recuerda que mañana aquello estará hasta los topes de turistas, ya sabes… el puente de mayo.
—Gracias.
Y en aquella noche de reencuentros, de conversaciones atrasadas, de miradas, sonrisas y recuerdos estuvimos disfrutando de todo nuestro pasado.
En cambio, apenas hablamos del futuro.
Fue una noche sin sueño, de dudas y arrepentimiento, de miedos e incertidumbre. Una noche larga, de ésas en las que, por más que mires el reloj, no pasa el tiempo.
Me levanté, me volví a tumbar, me levanté de nuevo para descubrir que la lluvia ya no se oía, me acosté boca abajo, boca arriba, cerré los ojos, cambié de posición mil veces, paseé durante varios minutos, volví a acostarme… y el dolor seguía por allí.
Finalmente, la noche pasó sin tenerme en cuenta.
El sol se levantó temprano, lo recibí despierto.
La ventana se convirtió en ese cuadro repleto de vida capaz de mostrar colores que evolucionan desde el gris noche hasta el blanco diamante, capaz de dibujar piedras que brillan en la mañana, capaz de encontrar el tono exacto de la tierra mojada.
Esperé, asomado en aquel lienzo de vida, a que ellos despertasen.
La mañana apareció fría en el interior de una cocina en la que apenas dijimos nada. Quizás ya nos lo habíamos dicho todo o, por el contrario, había tanto que decir que no supimos por dónde continuar.
Llegó, tras el desayuno, mi hora de marchar, de seguir adelante, de continuar caminando sin Rebe.
Me vestí con toda la ropa ya seca. Metí en la mochila que Montse había recogido del barro el día anterior una bolsa con comida y una botella de agua.
Apenas nos habíamos conocido, pero se convirtió, sin ella saberlo, en mi amiga. Me dio dos besos frente a la puerta, me deseó suerte y desapareció para dejar a los dos niños, de nuevo, en el rellano de una despedida.
Nos miramos en silencio.
Ya no llovía.
Nos abrazamos.
Nos abrazamos como aquella vez, hace tantos años, en que él se volvía a su casa con la cabeza vendada y yo me quedaba en el pueblo con la culpabilidad infectada.
Pero algo fue distinto aquella mañana. Noté, en aquel nuevo abrazo, la unión de unos lazos que pensé olvidados.
Abandoné su compañía sin volver la cabeza; no quería que viera de nuevo mis lágrimas, no quise, de nuevo, ver las suyas.
Seguí las indicaciones de Toni y puse rumbo al lago.
Recordé durante todo el recorrido sus últimas palabras antes de mi partida.
—Más arriba del lago, a unos pocos kilómetros, hay un refugio precioso. Pasa allí la noche, tiene unas vistas increíbles.
»Sólo te pido que pienses en todo, en ellos, en ella.
»¡Ah, se me olvidaba! Fuera del refugio, a unos cincuenta metros, hay una pequeña explanada desde donde podrás ver cientos de estrellas fugaces, miles. Te lo aseguro, vale la pena.
Desanduve parte del camino recorrido. Dejé tras de mí mucho más de lo que traje. Miré durante todo el camino hacia adelante, sin poder dejar de recordar hacia atrás con tristeza.
La estaca roja de nuevo. Giré esta vez a la izquierda. La senda se convirtió en camino, camino hacia un lago añorado. Fue un andar fácil, en bajada, un sendero descendente, abocado a la infancia.
Llegué, tras casi dos horas, a una gran explanada infestada de coches —casi los había olvidado—, donde las familias se disponían a iniciar la pequeña ruta hacia el lago Sant Maurici. Me situé en medio de todos; en realidad, permanecí en medio de nadie.
Me acerqué, después de hacer una pequeña cola, a un cartel informativo para mirar un gran mapa de la zona.
Continué.
Recorrí una ruta adaptada al turismo de domingo: pasarelas de madera, árboles con sus correspondientes carteles, barandillas a cada paso para evitar desgracias, zonas donde una señal te indicaba el lugar para sacar una foto, como si ya ni siquiera eso pudiera ser elegido.
Me lo imaginé más corto, al final me costó una hora llegar a los recuerdos.
Llegué, y los tres —el lago, mi infancia y yo— nos saludamos de nuevo. Él seguía igual de arrebatador, impasible, encarcelado entre todas aquellas montañas; yo, igual de inocente, igual de encerrado entre todos los recuerdos, entre todo el dolor; y mi infancia, escondida en alguna parte del cuerpo.
Me senté en su piel, sin llegar a tocarlo pero a escasos centímetros de su aliento. Disfruté allí del paso de las nubes, de un sol en la plenitud del mediodía, del ir y venir de gente que se abrazaba, que se hacía fotos para quizás en un futuro acordarse del pasado, quizás para tenerlas almacenadas en el olvido.
Permanecí, durante varias horas, disfrutando del pasado.
Finalizaba la tarde y todos reemprendían de nuevo su camino a casa, su regreso. Yo continué allí sentado, removiendo el poso del dolor, lamentando no haber traído nunca a Rebe a disfrutar de aquello, de no haber jugado con Carlitos junto al agua.
Ya apenas quedaba nadie cuando me coloqué de nuevo la mochila y miré a un sol que comenzaba a alejarse. La luz, tenue, duraría al menos unas dos horas. Decidí hacerle caso a Toni y pregunté a un hombre que reposaba junto a un todoterreno por el refugio.
—Sí, sólo tiene que seguir esa pista, pero debe darse prisa, pues pronto anochecerá.
—Gracias.
Comencé a caminar, de nuevo, por una pista que comenzaba, también, a subir. Fue un andar difícil, plagado de decisiones anuladas, donde a cada paso se me derrumbaban principios que consideraba inmutables, donde las verdades absolutas se convertían en dudas. Por primera vez, pensé de nuevo en ella en presente. ¿Y si hubiese otra oportunidad?
Tras más de una hora la luz fue desapareciendo a mi espalda mientras la amplia pista se acercaba al refugio. Fueron, de nuevo, pasos en soledad hacia otro punto intermedio en el camino. Alcé la vista y lo distinguí, arriba, al final de una fuerte subida. La noche dibujó sus luces en la oscuridad: un faro en plena montaña.
Llegué, con el sol ya enterrado, con el aliento perdido, al refugio.
Llegué, como ya venía siendo habitual, tarde.
Me sorprendieron dos cosas de aquel refugio. Por una parte, el edificio: grande, muy grande en contraste con los anteriores. Por otra, la gran cantidad de gente que había, dentro y fuera.
Entré y el calor me acarició la cara.
Observé la estancia y sus habitantes.
Una escalera, subí a la primera planta: el comedor.
Avancé entre todos sin hacerme notar, para dirigirme a la barra, donde pregunté por la cena. No hubo problemas. Me senté en un rincón, alejado de todos y, en unos minutos, tuve frente a mí un plato de sopa caliente y un filete con patatas.
Rodeado de voces, de risas, de vidas, pero, al fin y al cabo, solo, intenté durante la cena no pensar en nada, no volver a aquella despedida, frente a la puerta, frente a él.
Duró aquel no pensar mientras duró la comida, lo mantuve mientras mis sentidos estaban ocupados en otras cosas. Durante aquellos minutos me mantuve en el olvido. Acabé y pedí un té.
Con aquella taza en la mano, desde el rincón del que me había levantado sin moverme, la mente fue incapaz de continuar ociosa. Miré, a través de una ventana, las estrellas que se difuminaban al enfocarlas, que se mojaban al mirarlas. Sí, volví a quererla.
Me gustaría poder describir el dolor que me atrapó por sorpresa en aquel lugar, pero no soy capaz de dibujarlo. Sólo era dolor, puro. Para quien lo ha sentido no hace falta que lo describa, para quien no lo ha vivido no le servirá de nada que lo haga. Me encontré, en aquel mirar hacia el cielo, con una opción nueva: volver.
Fue el primer momento de debilidad de una huida que tenía un futuro con apenas esperanzas. Intentarlo otra vez podría ser demasiado doloroso.
Volver. Si sólo… No.
Y si al menos pudiera… No.
Me seguirá queriendo… No.
Por un momento logré confundir a mi mente. La engañé escuchando a la gente de alrededor. Me entretuve espiando fragmentos de conversaciones ajenas: conversaciones de amigos, comentarios sobre la dureza del camino, risas entre compañeros que chocan las manos tras un chiste, amores entre amantes que se abrazan con cariño… y, de pronto, la palabra muerto.
Es curioso cómo una sola palabra te puede obligar a continuar escuchando una conversación que, en un principio, sólo oías. Muerto.
—¿Te has enterado? Han encontrado a una persona muerta —le comentaba un hombre a otro, mientras las mujeres de ambos, supuse, escuchaban estupefactas.
—¿Dónde? —fue la primera respuesta que a la vez fue pregunta.
«Dónde», y no quién, porque asumían no conocerlo. «Dónde», y no cuándo, porque seguro que fue en el pasado. «Dónde», y no por qué. «Dónde», porque seguramente era importante el lugar, porque cuando uno se pasa días, semanas, caminando por lugares, es importante el dónde.
—En un lago, no pone el nombre…
—¿Y qué le ha pasado? —Qué, ahora ya sí.
—No se sabe aún, el periódico no lo acaba de aclarar, mira… —Se arremolinaron los cuatro ante el periódico.
Esperé, sospechando que era él.
Esperé impaciente, disimulando, a que dejaran libre el diario.
Finalmente, cuando acabaron, lo abandonaron sobre una silla.
Me lo llevé a mi rincón para descubrir lo que ya intuía.
UN HOMBRE APARECE MUERTO EN AIGÜESTORTES
Ayer, a las 8:10 horas, unos senderistas avistaron un cuerpo extraño en uno de los lagos del Parque Nacional de Aigüestortes.
El hombre yacía boca abajo, con una mochila puesta […]. Era un viejo conocido de la zona que solía pasar sus vacaciones…
No se descarta ninguna hipótesis, pero todo apunta a un suicidio, pues no muestra signos de…
No pude seguir leyendo. Quizás había sido yo la última persona que habló con él, quizás le había ayudado a… quizás no. Quizás nadie podía ayudarle porque hacía ya días que había muerto y sólo le quedaba un cuerpo del que deshacerse.
Fue inevitable sentirme él, sentir ese vacío que se queda cuando no sabes si hiciste todo lo posible; sentir que yo también había perdido lo mejor de mi vida. Dejé el periódico sobre la silla y me levanté con los ojos mojados.
Necesité salir de allí, necesité salir fuera y, aún estando fuera, sabía que necesitaría salir de allí. Me acordé de Toni y de sus estrellas fugaces. Escapé para buscar aquel lugar.
Salí y el frío fue el único que intentó frenar unas lágrimas que volvían a escaparse. No me hizo falta preguntar. Pude distinguir, en la luz de la noche, a unas cuantas personas confundidas entre la oscuridad, a una pequeña distancia, sobre una pequeña explanada.
Me acerqué en silencio, como lo estaba el lugar, y comencé a distinguir siluetas: parejas, al menos tres; un pequeño grupo de amigos mirando al cielo y hablando en susurros; otros tantos solitarios como yo tumbados boca arriba… También distinguí, en el centro, a un hombre mayor montando un telescopio.
Busqué, a tientas, un lugar donde poder quedarme, donde poder asimilar todas las sensaciones que llevaba acumuladas durante los últimos días. Un lugar, en definitiva, para decidir.
Encontré un sitio, entre una pareja y el hombre del telescopio. Me recosté sobre un pequeño saliente de roca para mirar fijamente a un cielo que aún no veía. En unos segundos, comencé a distinguir puntos, constelaciones, a ver pasar estrellas fugaces. Una, otra, otra más, y otra, y así continuamente; al final me iban a sobrar deseos.
«Te quiero», le dije a una.
Dejé pasar el tiempo, no recuerdo cuánto. Tampoco recuerdo si llegué a dormirme o si llegué a estar todo el rato despierto. Desde allí abajo, con la mirada arriba, fui sintiendo el marchar de todos, el recoger de vidas.
Deambulé entre el sueño y la vigilia durante demasiado tiempo. Dormía, acurrucado en la roca, para, al instante, despertar. Despertaba para, al instante, con el peso de los ojos, volver a dormirme. Soñaba en cada despertar algo distinto. Soñé con el hombre del pelo cano y su mochila roja, con el gran lago de mi infancia y de mi presente, con Toni en el sofá de enfrente, con las cámaras de seguridad de un despacho ajeno… Todo en apenas unos minutos. Soñé también con Pippi y su pequeño perro; con don Rafael y sus amenazas; soñé con el beso de Sara y soñé con Rebe. Soñé que bajaba montada en una estrella, que aterrizaba suavemente junto a mí, que me cogía la mano como lo hacíamos cuando aún nos queríamos: se entrelazaban sus dedos en los míos, su tacto sobre el mío… Abrí los ojos y desperté de nuevo… y el sueño continuó, se olvidó de desaparecer aun estando yo despierto.
Esperé.
Esperé, despierto.
Esperé.
Esperé y la mano continuaba allí.
Una mano suave como el cariño, pequeña como el amor intenso, una mano que temblaba como mi propio cuerpo.
Una mano a la que me aferré con todas mis fuerzas.
Entrecruzamos los dedos, como lo hacíamos en el parque cuando aún no éramos tan maduros, como cuando las mariposas nos hacían cosquillas en el estómago en la víspera de nuestros encuentros, en los propios encuentros. Y así, palma contra palma, entrecruzamos de nuevo unas líneas que habían llegado a separarse demasiado, dibujando destinos distintos. Unas líneas que se mezclaron en una sola mano, en un solo yo, en un solo ella. En un solo nosotros.
Nos apretamos tanto que nos hicimos temblar.
Nos amamos tanto, en aquel momento, que nos hicimos llorar.
—No quiero volver —susurré entre lágrimas.
—Lo sé —me suspiró su aliento.
—No puedo volver a lo mismo, no puedo… —continué susurrándole a la noche—. Quiero quedarme aquí.
—Lo sé. —Me apretó aún más fuerte.
Lentamente, con movimientos de hada, se deslizó para sentarse detrás de mí, con su pecho en mi espalda, con su voz en mi pelo, con sus manos en mi cuello.
—¿Podemos empezar de nuevo? —me susurró al oído mientras sus brazos rodeaban mi cuerpo.
Volví a sentirme con diecinueve años, como cuando nos conocimos, como cuando, por las noches, en la playa, me preguntaba si la querría para siempre. «Parasiempre», le decía yo mientras la amarraba a mí, mientras el que tenía miedo de perderla era yo. «Parasiempre», cuando no sabíamos lo que duraba un parasiempre. «Parasiempre», pensaba cuando sabía que moriría de dolor si la perdía, si algún día nos separábamos.
—Te quiero —se oyó en la noche.
No importó qué boca dejó caer aquella frase. No importó si era una sola voz, tan intensa que parecían dos, o si eran dos que, confundidas, parecían una.
Y aquella noche, a pesar del frío, dormimos sobre una piedra helada.
Y allí, de nuevo, vimos amanecer.