MIÉRCOLES 27 DE MARZO, 2002

Despertar, ¡tarde!, no recuerdo si hubo beso. Ducha, desayuno, dejar a Carlitos…

Javi llegó a las 8:35.

Me acerqué a la cafetera rodeando, de nuevo, el departamento, para mirar disimuladamente cada una de las mesas: nada, ni rastro de mi boli verde.

Volví a mi puesto.

Trabajé.

Almorzamos.

Volví a trabajar.

Bajamos a comer.

Subimos a trabajar.

En cada pequeña oportunidad aprovechaba para intentar identificar la letra que llevaba en mi bolsillo. Sin resultado. Visité varias veces la zona de contabilidad y facturación con excusas en la manga, por si acaso. Aproveché los momentos cafetera, los momentos almuerzo, los momentos vacíos para observar letras ajenas que, aunque se parecían, no eran iguales a la que buscaba. Tampoco obtuve resultados aquel día. Pensé de nuevo en Marta, en realidad fue la última, según Sara, que lo tuvo en sus manos, pero… ese aún con acento, extraño en ella, extraño…

Fiché y, sin mi boli de gel verde, volví, como cada día, a casa.

JUEVES 28 DE MARZO, 2002

Despertar, ducha, desayuno, dejar a Carlitos…

Javi llegó a las 8:41.

Me acerqué a la cafetera, rodeando el departamento, para mirar disimuladamente cada uno de los cubículos: nada, ni rastro de mi boli verde.

Volví a mi puesto.

Marta fue mi objetivo aquel día.

Fue más difícil de lo que pensé en un principio. Acercarme a su mesa sin un pretexto no era factible —ella y yo no nos tratábamos casi nunca—, pero necesitaba ver algún papel con su letra. Pensé, y la miré desde lejos. ¿Qué hacer?

¿Qué hacer?, me estuve preguntando toda la tarde. ¿Cómo enfrentarme a esos ojos? ¿Cómo enfrentarme a una mirada que siempre se dirigía a mí con superioridad?

Finalmente, hice lo que hacía siempre: esperar. Esperé a las siete y media y, cuando ya no quedaba nadie, me acerqué a su mesa. Tuve suerte, encontré unas notas pegadas en la pantalla del ordenador. No, definitivamente, a pesar de que la letra era bonita, no era la suya. Comencé a rendirme.

Fiché y, sin mi boli de gel verde, volví, como cada día, a casa.

Beso y beso a Carlitos.

VIERNES 29 DE MARZO, 2002

Aquel día, poco antes de las diez, justo antes de salir a almorzar, justo antes de volver a repetir los ayeres, sonó el teléfono de Sara. Fue una llamada breve, un descolgar y un asentir que transformó su expresión: una mueca a medio sonreír, a medio entristecer. Se levantó y, en silencio, se dirigió hacia el despacho de don Rafael.

La perseguí con la mirada hasta que entró, dejando la puerta cerrada. Al minuto salió Marta, dejándola entreabierta. Apenas unos centímetros por los que podían fluir, sin obstáculos, la autoridad, el poder y la humillación.

Un hilo de voz grave, pero aún suave, fue el preludio del escándalo. Rumores que, en breve, intensificaron su volumen mutando a gritos. Gritos que se escapaban por una puerta abierta adrede. Palabras que se atoraban, como siempre lo hacían cuando se enfadaba, en su boca. Lo vimos —porque no fui el único que miraba— gesticular exaltado, levantarse para volverse a sentar al instante, deambular por el despacho formando amenazas con los brazos, generando miedo con la boca, difundiendo temor con cada golpe sobre su mesa.

Permaneció, la silueta de Sara, sentada en un sillón incómodo esperando su sentencia, muda. Pasaron minutos de palabras demasiado altas, de cansinos paseos de lado a lado, de gesticulaciones pueriles, hasta que don Rafael dio por finalizada una conversación que había sido un monólogo.

Vimos salir a una Sara de cara desencajada, porte quebrado y alma confundida que, sin mediar palabra, escapó directamente a los mismos servicios en los que yo me sequé un día la camisa.

Don Rafael también salió de su despacho, cerrando una puerta que no debería haber estado abierta; sin mirar a nadie, sin despedirse, desapareció por el pasillo que daba al ascensor.

Silencio, eso es lo que recuerdo de aquel momento. Un silencio únicamente roto por el rumor de teclados, el sonido de teléfonos y el susurrar de curiosos.

Sara tardó en volver.

Lo hizo en silencio, con menos maquillaje y más tristeza. Se sentó a mi lado, callada, evitando mis ojos, evitando yo los suyos: embarrados en vergüenza.

Sara, la enemiga de nadie, cordial, amable, la que hablaba con miedo por no molestar, la que de vez en cuando generaba sonrisas que te iluminaban la cara. Sara, puntual, eficaz, calmada… ¿se había vuelto loco Rafa?

Con el pasar de los minutos, se recuperaron aquel día los sonidos habituales, que aliviaron la incomodidad de Sara.

Fue en la comida, en la intimidad de los compañeros, al abrigo de la confianza, cuando lo explicó todo; cuando me hundí en el rubor sin decirlo.

Mantuvimos, al principio, un silencio incómodo, artificial, expectante; un silencio que ninguno se atrevió a sobrepasar. Sara no hablaba. Durante la comida fuimos comentando temas de trámite, teloneros de una historia que se demoraba.

Fue ya en los cafés cuando advertí en su cara, como lo hice aquella noche a solas en la que desnudó su historia, la necesidad de hablar. Tuve que ayudarla.

—Sara, ¿te encuentras mejor? —Hablé en nombre de todos.

Escondió su mirada en la taza y las lágrimas le cayeron dentro. Abrió su bolso y sacó un paquete de pañuelos.

Nadie habló, la ayudé de nuevo.

—Sara, tranquilízate, no te preocupes —le dije cogiéndole su mano aún temblorosa. Noté una sensación de inseguridad, parecida a la que tuve noches antes cuando le acaricié la mano a Carlitos.

Después de varios intentos en los que su boca se abría para comenzar una conversación que no llegaba a estrenar, finalmente consiguió calmarse lo suficiente para poder hablar. Habló y lo dijo todo de una vez, sin pausas, sin puntos… como si todas las palabras, almacenadas durante horas en su boca, luchasen por escapar. Habló, y cada una de sus frases se convertían en heridas al llegar a mi conciencia. Cobarde, sin duda esa palabra pudo resumir todo lo sucedido aquel día, cobarde yo.

Habló Sara, y nadie fue capaz de interrumpir sus palabras.

—Se lo indiqué claramente, se lo puse, estoy segura, tan claro como si lo viera ahora mismo… —decía una Sara nerviosa—. Lo dejé en la gaveta a última hora… como si lo viera ahora mismo…

»Lo escribí, y añadí un MUY IMPORTANTE en mayúsculas, en un post-it. Sólo tenían que esperarse hasta hoy, sólo tenían que esperar cuatro días para enviar la factura, sólo eso.

»Marta dice que no lo vio, que cuando se llevó a contabilidad la documentación no había ningún post-it suelto, ni en el suelo, ni en la mesa, que no había nada. Claro, mi palabra contra la suya…

Respiró, pero sólo fue un suspiro, eterno para mí.

—Yo, que intento hacer lo mejor para la empresa, que cumplo estrictamente con los horarios. —Javi agachó levemente la cabeza—. Yo, que me preocupo por cada pedido… y encima tenía que pasarme con el cliente más importante de la empresa… el cliente más importante… Lo indiqué claramente, como si lo viera ahora mismo…

Miré alrededor e intuí que nadie entendía lo que había pasado.

—¿Hablas de Constusisa? —preguntó Godo intentando seguir la conversación, intentando al menos que Sara no parase de hablar; intentando sacar algo en claro de aquella retahíla de frases, de palabras encadenadas.

Constusisa es una de las empresas más importantes de la zona; una constructora que opera en más de diez países, con sede en Madrid, Barcelona y Valencia. Una empresa que factura millones y de la cual somos —bueno, ahora son— prácticamente el único proveedor de software. Una empresa que paga muy bien, pero exige prioridad absoluta y un trato exquisito.

—Sí, Constusisa, Constusisa… Un veinte por ciento de lo que facturamos en esta oficina viene de Constusisa, ¿lo sabíais? —preguntó Sara mientras con un pañuelo se secaba los ojos—. Yo tampoco. Me lo ha dicho hoy don Rafael, bueno, me lo ha gritado.

»El director de la oficina más importante de Constusisa ha recibido una factura de más de quince mil euros por un trabajo que no estará funcionando hasta el lunes. Sólo había que esperarse a enviar la factura hoy para que le llegase la semana que viene, sólo eso. Pero claro, yo tenía que facturarlo antes de que acabara la semana. Las comisiones, las malditas comisiones…

»Pero el trabajo aún no está hecho. Les ha llegado una factura de quince mil euros por un trabajo que no está hecho. Se ve que el tipo le ha metido a don Rafael una bronca impresionante, además le ha amenazado con dejar de trabajar con nosotros. Dice que no somos gente seria… Imaginaos cómo se ha puesto…

—Bueno, no será para tanto, ya sabes que Rafa siempre exagera —decía un Javi acostumbrado ya a las broncas.

—¿Cómo es posible que Marta no lo haya visto? Si lo dejé allí mismo, no lo entiendo, no lo entiendo…

—Igual se ha despegado y la mujer de la limpieza… —decía Godo, utilizando el comodín que todos, alguna vez, hemos utilizado para explicar lo inexplicable: la mujer de la limpieza.

—¡Imposible! —casi gritó Sara—. Lo había grapado, estaba grapado… Se lo he dicho a don Rafael, le he dicho que lo revise y verá cómo hay una grapa. Sólo se me ocurre pensar que alguien lo ha hecho a propósito, pero no consigo adivinar el motivo. —Se quedó pensativa—. Don Rafael me ha dicho que si rescinden el contrato, no será lo único que se pierda, igual rueda alguna cabeza. Así, literalmente.

Pequeño, invisible, disimulado… Podría haber sido valiente, podría haber —allí, delante de todos— admitido mi culpa. Podría haber ido al día siguiente a hablar con Rafa y explicarle lo ocurrido; explicarle que todo era un malentendido. Podría haber hecho tantas cosas… pero no hice nada.

Mientras Sara se desahogaba, yo llevaba aquel post-it aún en el bolsillo de mi chaqueta.

Después del remordimiento, después del sentimiento de culpa, después de la lástima, vino el miedo. Vino el «¿me habrá visto alguien?». Y a partir de aquel momento fue lo único que me importó de la conversación, ese «¿me habrán visto?».

Sara me cogió del brazo.

Me dio un vuelco el corazón. Me asusté como hacía tiempo no me asustaba, di un pequeño salto sobre la silla. Me miró extrañada. Una ligera presión, un pequeño interrogatorio en aquel momento y lo hubiera confesado todo, me habría desahogado delante de todos como lo hizo ella, pero afortunadamente no fue así.

—¿Te acuerdas cuando la semana pasada te cogí el boli verde, ese nuevo que te habías comprado? El que no he vuelto a buscar ahora que lo pienso… —me dijo mirándome a los ojos—. Pues fue para escribir el post-it. No encontraba ningún boli a mano y se me ocurrió la idea de coger el tuyo, el verde. —Asentí—. Después me fui a contabilidad, supongo que el boli se quedaría por allí. Fui adrede a poner la maldita nota. Y encima perdí tu boli… lo siento.

Lo siento. Fue duro escucharlo así.

Lo siento, por haber perdido un boli que deseaba perder.

Lo siento, y acepté, cobarde, ese perdón.

¿Cómo no se me había ocurrido comparar la letra de Sara? Demasiado obvio, demasiado fácil, tan cerca, a mi izquierda.

Sara se acabó el café aún pensativa.

Cuidado, fue la nueva palabra.

«¿Me habrá visto alguien?».

Fui yo el primero, aquel día, en fichar para irme.

«¿Me habrá visto alguien?».

Me palpé el bolsillo: todavía estaba allí.

Llegué pasadas las nueve de la noche, y una Rebe agotada me dio otro de esos besos de rigor.

Cenamos a solas, pero solos.

«¿Me habrá visto alguien?».

Nos acostamos, también, Rebe y yo.

Mientras ella dormía, mientras yo lo intentaba, no pude dejar de oír aquella frase. La misma frase que ahora, por otras circunstancias, sigo oyendo en el exilio.

«¿Me habrá visto alguien?».

SÁBADO 30 DE MARZO, 2002

Rebe se fue a las nueve.

Eran, normalmente, los sábados, mañanas de compras y colas, pero aquélla fue también de centro comercial. Fue una mañana de inicio de un plan que se demoraba demasiado; de cambio, al fin y al cabo.

Llegamos, a pesar de las otras vidas, relativamente pronto: las diez y media, y el coche ya estaba aparcado junto a otros cientos.

Comenzamos a recorrer las arterias del consumo —como dos células perdidas en un flujo de precios, prendas y ofertas—, en busca de tiendas especializadas en huidas, cambios y escapes. Leí el directorio y por el nombre sólo detecté una, y aun así no supe ubicarla. Decidimos —yo— explorar.

Finalmente encontré cuatro, en todas entré.

En la última compré, ante los halagos del dependiente, casi todo lo necesario para, en secreto, comenzar una nueva vida.

El tiempo pasó rápido.

Llegamos a casa a las 13:45; muy justo, demasiado justo.

Entré en el garaje y, afortunadamente, el coche de Rebe aún no estaba. Me dirigí al trastero e hice hueco detrás de las bicicletas de ruedas deshinchadas para colocar todo lo que había comprado. Allí se quedaron los cimientos de mi nueva vida, a escondidas.

Salimos del garaje y, tras quince minutos de vueltas, en un ajustado espacio, aparqué el coche.

Descargué a Carlitos y nos dirigimos hacia casa.

Subí, entré y Rebe ya había llegado.

—¿Dónde estabais? —nos preguntó extrañada.

No me esperaba encontrarla allí, no esperaba tener que esforzarme por inventar mentiras. Desaproveché la mejor ocasión para explicarle la verdad, para confesarle que deseaba huir, con ella. No me atreví.

—En el centro comercial, es que me hace falta una taladradora nueva… la que tenemos se encasquilla demasiado… —mentí con lo primero que se me ocurrió.

—¡Ah! —contestó incrédula—. ¿Y la has encontrado?

—Sí, pero era muy cara, miraré en otros sitios.

—¡Ah! —Y cogió a Carlitos, y dándole un beso se marchó a la habitación, y se duchó, y se cambió, y regresó a la cocina.

Y por la tarde nos tocó ir al supermercado; y entre el tráfico, las colas y la descarga se nos hizo de noche.

Cenamos; primero él, después nosotros.

Vimos la tele; ella en su esquina del sofá, yo en la mía.

Dormimos hasta el domingo.

Domingo de parque, de comida con sus padres, de cena en casa; de espera, tumbados en una cama que ya no era testigo de nada, al lunes.

No hubo sorpresas, ni siquiera un beso de más, ni siquiera uno de menos.

LUNES 1 DE ABRIL, 2002

Sara llegó temprano, yo antes. Nos saludamos y analicé, en aquel saludo suyo, cada gesto, cada palabra, cada mirada. Parecía ya recuperada de lo del viernes, yo no. La noté, y sé que fue sólo a través de mis ojos, distante con todos, pero especialmente conmigo. Tuve a partir de entonces la duda acechándome en cada esquina, la impresión de que ella sabía algo que se me escapaba.

Aun así, aun a pesar de Sara, decidí volver a jugar: encontrar un boli cuya pérdida no me traía más que problemas.

Esperé a las siete y media para quedarme a solas, para descubrir en la curiosidad mi opio durante aquellos días.

Esperé.

Esperé, y las siete y media se presentaron con mucho retardo, eternas. Miré, dando excusas, cómo todos se iban —o volvían— a sus casas. Noté en aquellos momentos un cosquilleo en el cuerpo más típico de enamorado que de un hombre a la espera de quedarse solo en la oficina.

Cuando ya pasaban diez minutos de la hora de salida sólo quedábamos dos personas en la planta: una chica de contabilidad y yo. Ella trabajando, yo fingiendo hacerlo mientras miraba desesperado el reloj que restaba minutos a las nueve, momento en que el vigilante hacía la última ronda, cerraba todas las puertas y conectaba las alarmas.

Vi movimientos de salida. Se levantó, cogió la chaqueta y yéndose hacia el ascensor me dirigió un pequeño saludo con la mano, ¡por fin!

Me faltó tiempo para levantarme de la silla y salir disparado hacia todos los sitios; tanta espera y no había sido capaz de trazar un itinerario. Comencé a husmear a discreción: miré alrededor, sobre las mesas, por encima de las papeleras… hasta que di con un objetivo claro: la zona de contabilidad.

Miré intranquilo hacia atrás mientras giraba el pomo de la puerta de cristal que la chica había dejado cerrada.

Me adentré en el paraíso de la curiosidad: varias mesas aún por descubrir, varios cajones por abrir… Empecé con timidez a mirar sobre las mesas, sin tocar nada, para acabar sentado en una silla dispuesto a diseccionar los secretos de una vida ajena: cualquiera.

Me senté, de espaldas a la entrada, para comenzar mi búsqueda.

Primera mesa. Una superficie prácticamente vacía me ofrecía pocas esperanzas. El ratón, el teclado, una foto de una chica junto al que supuse su novio por como se rozaban las bocas y un cubilete idéntico al mío, con dos bolígrafos: uno azul y otro negro. Nada más, una mesa limpia, demasiado limpia para alguien que debería estar trabajando. Probé a abrir el cajón y lo hice a la primera, sin apenas esfuerzo. Sólo encontré, además de un paquete de chicles, unos caramelos de ésos sin azúcar y un calendario de bolsillo… la desilusión. Hundí mi mano hasta el fondo y de pronto toqué algo: un paquete pequeño, de plástico, blando… sólo eran pañuelos de papel. Miré el resto de cajones: una revista de moda, unos cuantos CD, folios y… nada más. Con resignación lo volví a dejar todo en su sitio, más o menos.

Me desplacé hacia el siguiente cubículo sin mirar atrás, hacia la puerta. Una mesa muy parecida a la anterior: sin interés. Fui a abrir los cajones, pero, para mi sorpresa, estaban cerrados.

Me disponía a abandonar aquel puesto para ir a por el siguiente cuando oí el ascensor: alguien subía.

Desperté. Ésa fue la sensación: despertar en el interior del bochorno.

Me desperté vacío de excusas, carente de explicaciones. Fui consciente, en aquel momento, de lo que estaba haciendo, de ese hurgar en vidas ajenas al que había llegado sin pretenderlo. Me encontré de pronto en el lugar equivocado, no vi el coche, ni la calle, ni los atascos; no vi, en definitiva, nada de lo que se suponía que a esas horas debería estar viendo.

Se abrió el ascensor. Unos pasos salieron.

Me moví rápido pero sin desplazarme del sitio; en realidad, me desplazaba entero, pero no lograba recorrer ni un solo centímetro. Se movían mis piernas, se movían mis manos, se movían mis dedos; todo mi cuerpo temblaba de puro miedo.

Reaccioné de la única forma que supe: escondiéndome debajo de mi último registro. Y así, agazapado bajo una mesa que no era la mía, acumulé un temblor frío en el calor del miedo, un temblor en plena equivocación.

Los pasos se acercaban.

Evalué tantas posibilidades en aquella cueva: un empleado que había vuelto a recoger algo, uno de los jefes que venía a acabar asuntos pendientes o incluso el vigilante de seguridad en su ronda habitual.

El sonido de cada paso era más cercano que el anterior, casi a mi alcance. Escondí la cabeza y me acuclillé aún más, haciendo apretar mi barriga contra mis rodillas.

Silencio.

Los pasos ya habían llegado.

El silencio fue ocupado por el tararear de una canción bajo una voz de mujer, por el leve desvestir y vestir de ropa, por el crujir de unas piernas, las mías, que ya no aguantaban más mi peso. Me dolían los gemelos, las rodillas, la barriga… Comencé a realizar pequeños movimientos para poder llegar a sentarme en el suelo, hasta que mis rodillas cedieron, y con ellas todo el cuerpo. Caí al suelo arrastrando la silla a la que me sujetaba, que también cayó conmigo.

—¡Ahh! —Un grito dejó todo en silencio.

—¡Señora Luisa! ¡Señora Luisa! ¡Soy yo! —le grité para que bajase una escoba que iba directa a mi cabeza.

Temblamos ambos, de miedo.

Nos miramos y tardamos en reconocernos.

—¡Menudo susto me ha dado! —me dijo, con la voz entrecortada por la impresión, mientras se acercaba a mí con la intención, imposible, de levantarme—. ¿Pero qué hace escondido ahí abajo? —me preguntó mientras me ayudaba a recoger la silla que había arrastrado con mi caída.

—Nada, es que se me ha perdido un boli esta mañana y creía que me lo había dejado por aquí… Estaba mirando debajo de la mesa por si se había caído… —mentí lo mejor que pude—. Lamento haberla asustado. De todas formas, ya me voy, se me ha hecho muy tarde.

—No, tranquilo, por mí no lo haga. Yo voy a empezar por el otro extremo, si me dice cómo es ese boli, igual entre los dos podemos encontrarlo.

Me llegó, así, una ayuda inesperada.

—Pues verá, es un boli como éstos. —Le mostré un bolígrafo negro de gel—. Pero verde. Es el que utilizo siempre —le mentí— y lo he perdido esta misma mañana —otra vez—. Si lo encuentra, me haría un gran favor.

—No se preocupe, yo le ayudaré a buscarlo. Si está en alguna papelera, seguro que lo veo.

Vi la ilusión en sus ojos, una ilusión reflejada en una mujer de, supuse, más de sesenta años. Más tarde averigüé que apenas tenía cincuenta y cuatro. Una ilusión de poder, por un día, variar en algo su trabajo. Continuó tarareando la misma canción que había traído desde el ascensor.

Me demoré unos diez minutos más, por si acaso, y finalmente me despedí de Luisa.

—No se preocupe, que si lo encuentro, se lo dejo en su mesa —me dijo con una sonrisa.

—Muchas gracias, hasta mañana.

—Hasta mañana… —Y continuó tarareando una canción que yo no me sabía.

Se me hizo tarde aquel día, demasiado.

Llegué a casa y Carlitos ya dormía. Rebe no me quiso recibir. Intenté ofrecerle explicaciones, mintiendo, como ya sólo últimamente hacía: demasiado trabajo, me exigen tanto, y un largo etcétera plagado de mentiras. A pesar de su enfado, y justamente por eso, me sentí reconfortado. Me alegré al pensar que aún se preocupaba por mí, que aún me echaba de menos; me alegré al encontrar en aquel enfado restos de un amor que no intuía.

Me senté en el sofá junto a ella. Me acerqué, a pesar de su rechazo. Me acurruqué a su lado a la espera de algo, de una reacción. La tuvo, pero no fue la que yo esperaba.

—¡Me ha tocado hacerlo todo a mí! Cambiarlo, ducharlo, hacerle la cena, acostarlo… —me gritó, mirándome con rabia a los ojos.

Me derrumbé, me desacurruqué de su lado.

No supe contestar a aquella verdad tan objetiva. No estaba preocupada por mí, no estaba enfadada por no haber podido verme antes, por echarme de menos, por ese amor que no me había podido demostrar… no. Su malestar nacía de un exceso de trabajo, debido a una ayuda que no había tenido. Ni afecto, ni consuelo, ni amor… sólo ayuda.

Nos separamos ambos, no recuerdo quién fue el primero.

Nos distanciamos en los extremos opuestos de un sofá de dos plazas. Separados por apenas veinte centímetros, pero tan lejos uno del otro que no fui capaz, al girar la cabeza, de ver a la Rebe de la que me enamoré hace tantos años.

La televisión salvó aquel día, como tantos otros, el incómodo silencio que se había sentado junto a nosotros. Nos ofreció aquella noche, como tantas otras, los reversos del ser humano: varias personas en círculo intentaban despellejarse con palabras, gritos e insultos.

—Hoy tenemos como invitada a la periodista… —Aplausos.

Salió al escenario bajo un vestido berenjena y sobre unos tacones de infarto. Se dirigió hacia un sillón blanco. Me la imaginé de tal guisa andando por Basora o corriendo por Kabul. Me la imaginé también, cámara en mano, investigando si en Guantánamo la sopa se sirve demasiado caliente o en los centros de detención rusos demasiado fría. Así me la imaginé al oír la palabra periodista.

De pronto, un grito proveniente de una discusión entre otro invitado y la periodista me llamó la atención. El tema era, cuanto menos, curioso:

—¿Te dejaste los calzoncillos olvidados en su casa el día en que su marido volvió del viaje? ¿Sí o no?

—Bueno, la verdad es que…

—Sí o no. La pregunta es muy fácil. ¿Te dejaste aquella noche los calzoncillos olvidados en su cama?

—Los dejé allí, sí, pero es que… —Y los aplausos de un público guiado irrumpieron la narración.

—¿Sí? Pues ya está todo dicho —contestó la reportera.

Continuó el programa entre nuevas preguntas, nuevas discusiones acompañadas de gritos, insultos y amenazas.

Rebe se levantó y, sin decirme nada, se fue a dormir.

Apagué la tele.

Estuve unos minutos en silencio.

Más silencio.

¿Dónde está el límite entre la tranquilidad y el aburrimiento?

MARTES 2 DE ABRIL, 2002

Me quedé de nuevo en el trabajo, y comenzó a convertirse en hábito, hasta última hora para, de nuevo también, hurgar un poco más en las vidas ajenas. Creo, ahora, que este boli no ha sido más que una excusa para llenar de algo una vida vacía.

Me quedaban aún, del día anterior, dos cubículos de la sección de contabilidad por revisar.

Nada interesante: una chica tenía tabaco escondido y a la otra le gustaban demasiado los caramelos. No saqué mucho más de aquellas dos incursiones.

Estaba a punto de abandonar la oficina cuando Luisa y yo nos volvimos a cruzar: ella volvía a su trabajo, yo no me acababa de ir del mío. Le ofrecí un café que aceptó encantada. Le vi alegrar el rostro, los ojos, la nariz, incluso las orejas creo que se le alegraron. Se alegró su escoba, se alegró también su bata, sus zapatos blancos y sus sortijas doradas, que no de oro. Se alegró, y no fue por la invitación, sino por caer en la cuenta de que existía.

Permanecimos muchos minutos —más de los que yo debía, menos de los que ella esperaba— hablando sobre temas muy diversos, tanteándonos ambos. En el interior de aquellas conversaciones —que empezaron siendo de trámite y acabaron siendo de interés—, descubrí a una mujer encantadora, inocente y sorprendentemente culta, a pesar de sus posibilidades, a pesar de su pasado, a pesar de su presente y, sobre todo, a pesar de su futuro.

Me comentó, aquella tarde que ya era noche, aquella noche que al final se me hizo tarde, que en su edad de estudiante llegó a sacarse el bachillerato; algo realmente extraordinario en una época en que las mujeres no tenían asignadas esas funciones en los libros.

Siguió una charla amigable e interesante a la que me aferré, como hacía años no me aferraba a nada. Disfruté de algo tan sencillo como el simple intercambio de palabras, frases y opiniones entre dos personas. Y disfruté, simplemente porque conseguí tiempo para hacerlo, nada más.

—Pero después de tanto estudiar, al final no me sirvió de mucho. Así que me casé y me dediqué —y así lo dijo, y así lo pensaba— a tener hijos, seis: tres chicos y tres chicas, paridad exacta, oiga.

Paridad exacta, jamás hubiese apostado por oír aquellas dos palabras de su boca.

—Ahora todos son mayores. —Y utilizó mayores porque no se atrevió a decir adultos.

Permanecimos de pie, junto a la cafetera, mucho tiempo.

Siguió contándome a grandes rasgos su vida, y también la de sus hijos. De todos, sólo dos, las dos chicas mayores, se habían emancipado; y dijo emancipado y me sorprendió también. Los demás, de entre veinticinco y treinta y cinco años, seguían viviendo con ella, con mamá.

Me pedí, nos pedimos, y la invité, porque insistí y ella aceptó, a un segundo café. Me fijé en su cara al dárselo.

Una mirada que me llevó a su infancia. La vi joven, delgada, con una melena morena, con sus libros bajo el brazo, sentada en primera fila mientras los garrulos de la última se dedicaban a molestar. La vi sola, única, extraña en un mundo de hombres, con falda a cuadros, camisa blanca y cara atenta. Vi también al resto, a los de atrás, con más posibilidades y menos cabeza, con más futuro y menos neuronas, protegidos por un machismo excluyente.

—Pero, mujer, ¿seis no le parecen demasiados? —le pregunté después de ofrecerle el nuevo café.

—Pues sí. Si usted me hubiese visto a los veinte años, qué tipito tenía y ahora… —Y se señalaba a sí misma dándose una vuelta para que pudiera observar su figura de caderas anchas, culo inmenso y pechos abultados—. Ahora parezco una vaca lechera. —Sonreía a la sombra de la tristeza.

Volví a verla con veinte años, con toda una vida por delante, con una inteligencia desaprovechada, con un saber que sabía que no le iba a servir de nada, con futuro, pero sin esperanza de cambiarlo. Sin comprender que tendría que haber nacido treinta años más tarde, cuando la diferencia entre sexos no fuera tan acusada, cuando esa cabeza, esa inteligencia le hubiesen permitido acabar de otra manera.

La miré y sentí pena; la miré y se dio cuenta; nos miramos como pocas veces me había mirado con nadie. Nos miramos tanto que en ese momento nos conocimos, nos acabábamos de ver por dentro.

Nos llevamos el vaso a la boca.

—Mi marido —continuó— ha estado toda la vida trabajando, pero ahora que ya está jubilado, con su paga y mi sueldo apenas nos llega; y los niños… —Esa última palabra sobró; los dos lo supimos.

Se produjo un silencio incómodo, resultado de dos mentes que se habían distanciado en sus pensamientos: ella hacia su familia, yo hacia la mía.

Fue un instante, fue un momento porque necesitaba seguir hablando. Era lo único que ya le quedaba, lo único que no estaba programado para aquel día.

—¿Sabe usted que nunca he salido de España? —me dijo intentando no dar por zanjada la conversación—. ¿Sabe que nunca he subido a un avión? —me decía mientras sorbía el café a través de unos labios que la edad había arrugado sin piedad—. Nunca, y la verdad es que no sé cómo se sentirá uno ahí arriba. —Alzó la mirada hacia el techo.

—Pero, mujer, eso tiene fácil arreglo, cualquier día se cogen ustedes un avión a París y se pasan un fin de semana romántico —le dije mientras ella reía con una sonrisa forzada, insípida, derrotada.

—¡Ay, chiquillo, dígale usted eso a mi marido! Mire, la verdad es que yo, a mi edad, a lo único que aspiro es a descansar.

A descansar, sólo aspiraba a descansar. Sin quererlo pensé en la Rebe de los dieciocho años que no conocía las palabras siesta, tranquilidad o descanso.

La miré de nuevo, pero ya había desaparecido como desaparece el rocío cuando asoma el sol. La imagen de aquella chica con sus libros, su falda a cuadros y su camisa blanca se fue. Desperté para encontrarme con una señora de cincuenta y tantos años, de figura «botera», con bata azul y zuecos blancos, de cara arrugada y esperanza perdida. Todo lo anterior quedó, irremediablemente, atrás.

Vi reflejado en ella nuestro fracaso. Detesté la imagen de aquella mujer, por estar demasiado próxima a mis últimos días. Me encontré en un futuro hablando, como hablaba ella, de lo que pude haber sido y no fui. Me encontré frente a alguien quejándome de mi mala suerte, de mis esperanzas, de que el mundo —y no yo— había enterrado mi futuro, pero sin la excusa de haber nacido en una época equivocada.

—¡Eh! —me asustó.

—Perdón, estaba pensando… y… ¿no ha vuelto a retomar los estudios? —intenté salir del atolladero—. ¿No pensó en algún momento en cambiar esa situación?

—Bueno, hace unos años estuve a punto de matricularme en un cursillo de esos de los ordenadores, más que nada por curiosidad, no se crea. Pero, justamente en esa época, mi marido enfermó y tuve que dedicarme por completo a la casa y a la familia. Fueron unos años duros… finalmente salimos adelante. Ahora limpio desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche y no tengo tiempo para nada.

Luisa continuó hablando durante un buen rato, pero, mientras simulaba escucharla, me puse a repasar mi vida, y la vida que me quedaba por vivir. Y comparé. Comparar siempre se me ha dado bien, es gratis y a veces recompensa; siempre me ha servido para averiguar en qué punto de los extremos estoy.

Después de unos minutos en los que ella hablaba y yo asentía sin prestar atención, miré el reloj.

—Bueno, se me está haciendo tarde —me dijo.

Me agradeció los cafés y se fue.

Volví a mi sitio, a pensar. Tuve miedo de regresar a casa. Miedo a encontrarme lo de siempre. Miedo a verme con cincuenta y pico años. Miedo a ver a Rebe sobre unos zuecos blancos.

Se hicieron las nueve y yo aún seguía en la empresa. Sentado en mi silla, fingiendo trabajar y no haciendo nada.

Su voz me sorprendió de nuevo.

—Ahora mismo vendrá el vigilante a cerrar, yo me voy a casa… que ya es hora —me dijo mientras se llevaba hacia un pequeño armario varios utensilios de limpieza.

—No se preocupe, que yo también me voy, por hoy ya es bastante —le dije con resignación mientras apagaba mi ordenador.

—Sí que es usted trabajador —me gritó desde lejos.

Esperé su vuelta.

—Bueno, ¿nos vamos ya entonces?

—Espere que tire estos papeles que tengo en los bolsillos. —Y con un cansado movimiento metió su mano en el gran bolsillo de su bata, agarró un puñado de papelillos y los tiró a una bolsa de basura. Cuando ya se disponía a atarla se lo impedí con un grito.

—¡Espere un momento! —La pobre mujer paró al instante, sorprendida.

Vi un pequeño papel escrito en tinta verde. Una letra grande, irregular, más bien fea, una letra que no había visto nunca. Lo cogí para leerlo mejor.

Dr. Jaume Calabuig

Av. Ciprés, 46, 5.º C

Me lo guardé en el bolsillo ante la atónita mirada de la señora Luisa. Era un paso más, alguien había vuelto a utilizar mi boli verde: nuevas esperanzas.

Pregunté a Luisa si se acordaba dónde había encontrado aquel papel, pero no supo darme una pista válida. Creía haberlo visto en alguno de los despachos de contabilidad. Le expliqué lo de la tinta verde, mi boli y mi búsqueda.

Bajamos juntos en el ascensor, saludamos al vigilante de seguridad y salimos a la calle. Nos despedimos.

Mientras me alejaba, me giré y la vi dirigirse a la parada del bus. Una parada vacía, donde sólo estaba ella: una persona que acababa su jornada a las nueve, con un marido jubilado que no era capaz de venir a recogerla. Una persona que llegaría a casa para hacer la cena y seguir limpiando.

Pensé, al verla allí sentada sobre un banco de metal, en llevarla a casa, en acercarla al menos. Muy tarde. El enfado de Rebe podía ser terrible. No me había llamado al móvil; yo tampoco a ella.

Me alejé dejando a la señora Luisa sentada, con las manos sobre su bolso, mirando hacia un autobús que aún no llegaba. Alcancé la esquina y allí, escondido, esperé unos minutos, vigilándola, protegiéndola. Sola, sentada sobre un asiento frío, con las piernas juntas pero no cruzadas, con una falda marrón hasta las rodillas, con su bolso entre las manos, apoyado en su barriga.

A pesar del frío, continué inmóvil en aquella esquina cercana, mirándola atónito, hasta que, por fin, a las nueve y diez un autobús vacío llegó a por ella.

Se levantó lentamente, con la mano en alto.

Subió, y esperé a que el autobús se marchara.

Se marchó, y esperé a ver la parada vacía.

Me imaginé su viaje a casa, en soledad, como lo sería el mío.

Llegué a la puerta a las diez.

Metí la llave en la cerradura, sin hacer apenas ruido.

Me detuve.

Dudé. No supe si quería entrar en casa.

Después de casi catorce horas fuera, después de haber mantenido una conversación con la señora Luisa más larga que cualquiera de los intercambios de palabras entre Rebe y yo, después de haber disfrutado de su compañía olvidando que tenía una familia… con la llave dentro, me detuve.

Me detuve porque sabía lo que no me esperaba dentro. No me esperaba un beso, no me esperaba un abrazo, no me esperaba un «¡cuánto te he echado de menos!». Sólo la indiferencia. No nos habíamos llamado, ni siquiera nos habíamos acordado el uno del otro en catorce horas.

Sabía, sin verlo, lo que había detrás de aquella puerta.

Me senté en el rellano, en mi puerta, junto a mi casa.

Estuve aquel día más de quince minutos con la luz apagada, con las manos apretadas, sentado en el suelo del rellano de mi propia vida.

Finalmente, oí un ruido: alguien bajaba. Me levanté avergonzado y abrí la puerta.

Todo estaba a oscuras, como si, por fin, me hubiesen abandonado. Pero las llaves estaban en la mesa y uno de los bolsos de Rebe colgado junto a su chaqueta negra, la que le encantó, la que se compró ella sola. Me pidió, me suplicó que la acompañase y me negué. No quise formar parte de aquello. Hace años que ya no compartíamos ni siquiera esos detalles.

Entré, junto a la duda, de puntillas. Caminé en silencio, sobre el borde de su alcance. Me acerqué a su habitación, la nuestra también. Rebe dormía o lo simulaba, no quise descubrirlo. Me acerqué aún más a su piel, lo suficiente para notar que sus ojos habían estado llorando, como los míos, a escondidas.

No fui capaz de despertarla. No fui capaz de darle un beso y pedirle perdón por llegar tarde y no avisar, por olvidarme de que existía.

Salí.

Carlitos también dormía. Le di un beso.

Salí y me fui al sofá.

Pensé allí en las mismas cosas en las que pensaba últimamente. Rebe seguía en la habitación sin saber, sin sospechar, que aquella noche había tardado demasiado tiempo en abrir la puerta. Sin saber que cada día me costaba más girar la llave y entrar en casa. Sin saber que en aquella casa cada día hacía más frío.

Yo seguía en el sofá sin saber si había alguien más en su vida, sin entender todos sus silencios. Sospeché de nuevo, temí que otra persona ocupara alguna parcela de su corazón. A partir de aquel día comencé a buscar indicios de engaño en cada uno de sus movimientos.

Allí me dormí, a la espera de un despertar también frío, cargado de reproches.

MIÉRCOLES 3 DE ABRIL, 2002

Amaneció frío, en un sofá frío.

Me dirigí a nuestra habitación: Rebe aún dormía.

Con las sábanas hasta el borde de la nariz, sólo le asomaban unos ojos cerrados, tranquilos. Aquella imagen me recordó los primeros días que dormimos juntos en aquel piso. Cuando me convertía en el dueño de su despertar al enganchar su nariz con mis dientes, manteniéndola así durante varios minutos. Ella gruñía y gruñía, pero cuanto más se esforzaba por escapar más daño se hacía con mis dientes. Después de jugar un rato, soltaba mi boca para engancharla a la suya y así pasábamos eternidades comiéndonos las lenguas, luchando bajo las sábanas, mirándonos a la cara y diciéndonos, sin palabras, que nos queríamos.

Eran otros despertares, otras maneras de amar en las que cada roce se convertía en caricia. El tiempo, también entonces, se nos echaba encima, pero conseguíamos esquivarlo de mil maneras: nos duchábamos juntos; mientras uno se peinaba —ella—, el otro preparaba el desayuno; mientras una se iba hacia la ducha, el otro le miraba el culo; mientras uno se iba por la puerta, la otra lo enganchaba de los labios. Días en que aún imaginábamos un futuro juntos.

Pero llegó un momento, indistinguible en el tiempo, en el que todo eso se acabó. No se truncó de repente, no existió un instante que, como la muerte, separa todo lo anterior; fue simplemente un descuido paulatino.

Me alejé sin intención de acercar mi boca a su nariz.

Me duché, solo.

Cuando salí, Rebe ya se había despertado. Ya se había levantado. Ya no estaba allí. Ya estaba en la cocina. Ya estaba todo olvidado.

Ni un saludo, ni siquiera un reproche.

Me senté junto a su café con leche. Me rehusó dirigiendo su mirada al pequeño televisor que tenemos en la cocina. Otro más.

—¿Estás enfadada? —le pregunté.

No contestó. Insistí.

—¿Rebe?

No contestó. Insistí de nuevo.

—No, no pasa nada —me mintió mientras se tomaba su café de un solo trago, demasiado caliente… pero no lo dijo.

Se levantó y huyó hacia la habitación de Carlitos.

No había nada que hacer, me disfracé y partí.

La abandoné allí, junto a una tristeza que la acompañaba desde hacía semanas, meses… Una tristeza que un día se instaló en su cuerpo para quedarse. Nunca supe de dónde vino, tampoco si llegó sola o la traje conmigo.

Cuántos recuerdos…

El tren comienza a aminorar la marcha. Miro a través del cristal: estoy llegando al lugar donde debo continuar hacia adelante.

Bajo, junto al resto de pasajeros, al andén de una estación desconocida. Observo besos y abrazos de personas que se esperan, que se quieren. A mí no me espera nadie porque nadie sabe que he venido.

—Perdone, ¿la estación de autobuses? —le pregunto a una pareja mayor que se aferra a las manos de una joven.

—Sí, siga recto por el andén hasta aquella caseta. Allí pregunte y le indicarán los horarios.

—Muchas gracias.

Llego.

Consulto los horarios.

Compro un billete de ida. Y, como hacía Luisa cada noche, me siento a la espera del autobús.

No tarda demasiado.

Subo.

Arranca y de nuevo estoy en marcha, sentado de nuevo, y mirando de nuevo hacia la ventana: el mediodía.

Vuelvo a pensar en aquella mañana de miércoles…

Las llaves en un bolsillo, la cartera en el otro; la camisa con todos sus botones abrochados, siempre empezando por abajo; la corbata aferrada al cuello; el reloj en la muñeca izquierda; el anillo en el anular derecho, todo correctamente situado.

Sólo hubo aquel día una nota discordante dentro del estribillo diario, la que se escondía, escrita en verde, en mi bolsillo.

Llegué nervioso, aquella mañana, al trabajo. Me senté en mi sitio sin otro horizonte que encontrar el momento adecuado para consultar en Internet aquel nombre.

Una hora trabajando fue suficiente para fatigar la paciencia de un hombre que se quedaba sin ilusiones. Saqué la nota e introduje el nombre en Google: Jaume Calabuig. Pulsé buscar.

Ocho mil resultados, aproximadamente; pero no me hizo falta mirarlos todos. En quinto lugar aparecía su nombre junto al de la Clínica Gusterg, una de las más caras y, por tanto, prestigiosas de la ciudad. Y en la línea inferior un dato que me llamó la atención: oncólogo.

Cáncer: muerte. Dos palabras terriblemente unidas en nuestras conciencias, dos palabras a la espera de que el tiempo y el hombre sean capaces de romper los vínculos que las atan.

Comencé, como hice al día siguiente de mi unión frustrada con Rebe, a analizar a cada uno de mis compañeros, ¿quién sería, en aquel caso, el desgraciado? No pensé en una revisión, no pensé en una amistad, no. No pensé en otra opción, pensé en lo peor.

Preocupado, los observé. No fueron, y me avergüenzo de ello, los mismos ojos los que miraron a Sara que los que miraron, desde lejos, a don Rafael; no fueron los mismos ojos los que miraron a Javi y a Marta; no fueron iguales, fueron ligeramente distintos.

No tuve derecho a saber un secreto que no me concernía, y aun así, continué la búsqueda. Analicé, miré, dudé y sospeché de cada uno de ellos. El más mínimo gesto de dolor fue, a partir de aquel día, motivo de íntimas conjeturas.

Cáncer, fin.

Plan, comienzo.

Dos frases sin verbo, sin nexo, sin adjetivos.

Cinco minutos para salir; ellos, no yo.

Me dirigí al baño del fondo. Aproveché aquella distancia para revisar, suavemente, cada una de las mesas por las que pasaba. Ni rastro de mi boli, ni rastro de potenciales enfermos.

Dejé atrás todos los puestos de trabajo para llegar a los despachos. Tres despachos ajenos, memorizados en intenciones, pero vírgenes en batidas.

El más cercano a mi cubículo, el de don Rafael: responsable de recursos humanos. El único que veíamos desde nuestros puestos de trabajo, el único que nos infundía, cuando dejaba el paso entreabierto, miedo; nunca respeto.

A su lado, pared con pared, más amable, más acogedor, el del responsable de marketing: Jorge. Un despacho en una planta que no le correspondía, pero que, por razones de espacio, estaba allí.

Y enfrente, justo al lado de los lavabos, el de José Antonio: el responsable del departamento de desarrollo de aplicaciones, mi superior directo. Uno, como otros tantos en la empresa, de los amigos de infancia. Pero él fue, en cierta forma, especial. Después de casi quince años parece que el pasado sólo es pasado, que desapareció como lo hace una flor en invierno. Nos perdimos, como perdimos a tantos otros. Aún a veces, en nuestros ojos, en el ascensor, a solas, intentamos ver lo que tuvimos, los dos, pero que no supimos mantener. Otra amistad, y hubo tantas, que se perdió en el pasado.

Tres despachos, tres posibilidades de tropezar con mi boli.

Doña Luisa, ella era la llave.

La esperé, aunque siempre supe que nos esperábamos mutuamente.

Llegó a su hora, puntual, repetida, saludándome desde su lejanía. Esperé. Se puso la bata, cogió sus herramientas y entró, dejando la puerta abierta, al despacho de José Antonio. Me inquieté. Necesitaba una excusa para quedarme allí, junto a ella.

Me aproveché de la adicción de Luisa a los cafés, sobre todo a los que llevan conversación como edulcorante.

—¡Luisa! —me asomé por la puerta, sorprendiéndola quitando el polvo a las estanterías—. ¿Le apetece un cafecito?

—Sí, ahora mismo voy —me dijo girando la cabeza, sin dejar de mover el plumero.

—No se preocupe, no tenga prisa.

Corrí hacia la cafetera e introduje las monedas. Luisa seguía en el despacho silbando alguna canción. Decidí, con los dos cafés en la mano, entrar para acercarle el suyo, para acercarme también yo.

—Luisa, aquí tiene su cafecito.

—¡Pero hombre de Dios! ¿Por qué se ha molestado? Si ya estaba acabando aquí —me comentó mientras yo ya había elegido el sillón donde sentarme.

—No se preocupe, lo dejamos aquí en la mesa y mientras se enfría usted acaba.

Escudriñé con la mirada cada porción de un despacho desconocido, en busca de un verde demasiado joven —apenas lo había utilizado— mientras Luisa me hablaba. Me contaba algo relacionado con un tío suyo que un día le advirtió que acabaría fregando suelos…

Me levanté varias veces para simular ayudarla y así revisar, con más detalle, cada detalle. No encontré nada…

Me despedí dejando a Luisa hablando de temas que no recuerdo.

Aquel día llegué a casa más pronto.

JUEVES 4 Y VIERNES 5 DE ABRIL, 2002

Creo que no pasó nada extraordinario; de lo contrario, lo recordaría.

Yo seguiría buscando mi boli, intuyendo enfermos en cada silla, llegando a casa tarde, menguando mi relación con Rebe… Pero sí recuerdo, en cambio, el viaje al bochorno que comenzó el viernes por la noche, ¿cómo olvidarlo?

Aún cenábamos cuando sonó el teléfono: demasiado tarde para que fueran buenas noticias.

Rebe y yo nos miramos, ambos intuimos la desgracia en aquella llamada. Ninguno de los dos quiso levantarse para cogerlo, fue un duelo de apatía. Después de cinco tonos me levanté yo.

—¿Diga?

—Buenas noches, ¿me puedes…? ¿Me puedes pasar con Rebe? Es importante… —sonó al otro lado la voz nerviosa de su madre.

Supe que era importante por la hora de la llamada, por su tartamudeo y sobre todo por la forma en que le di el teléfono a Rebe.

—Es tu madre, es importante.

Rebe abrió los ojos más de lo habitual y se levantó de la silla.

—¿Dime? —se apretó el auricular.

Durante unos minutos se mantuvo a la escucha sin alterar una expresión seria. Sólo instantes antes de hablar ella, percibí una leve sonrisa, no de alegría, sino de venganza, de placer. Después de tanto tiempo soy capaz de reconocer cada gesto de una cara que, durante los años de besos, miradas y celos, me aprendí de memoria.

—Pues bueno, uno menos —contestó una Rebe enfurecida, dolida, pero sobre todo desafiante.

Bajé el volumen del televisor, me acerqué a ellas e intenté interpretar una conversación que no entendía.

—Y yo, ¿por qué tengo que ir, mamá? A mí me da igual, ya lo sabes, hace años que no le veo vivo, ¿para qué verlo ahora en un ataúd?

Conforme avanzaba la conversación, la rabia de sus palabras se fue diluyendo en una discusión que parecía decantarse hacia un lado. Las negaciones de Rebe perdían intensidad ante la insistencia de su madre.

—NO, NO, No, No, no, que no, n… —Y al final, simplemente, un gesto con la cabeza.

Rebe calló: su madre había ganado.

—Bueno… ya veré lo que hacemos… perder un día para eso… Además, está Carlitos, a ver con quién lo dejo. No sé, ya veremos, mañana te digo. —Y Rebe colgó sabiéndose vencida. Rebe, o no cede o cuando cede un poco, ya lo ha cedido todo.

Rebe volvió a la silla. Le di un poco más de volumen a la tele, a la espera de que fuera ella la que hablase. Cogió el tenedor y continuó cenando. Ante la perspectiva de una cena en silencio, fui yo quien, finalmente, hizo las preguntas.

—¿Qué ha pasado, Rebe?

—…

—¿Qué quería tu madre? ¿Por qué te has puesto tan borde con ella? —Y supe que me había equivocado de adjetivo.

—¡¿Borde?! —me gritó. Pero calló al instante.

Me miró con un suspiro, dejó el tenedor sobre la mesa e inició una tregua.

—¿Sabes quién, por fin, se ha muerto? —me preguntó sin esperarse a la respuesta—. El hijo de puta de mi tío Rogelio —explotó con restos de rabia en las encías.

—¿Rogelio? ¿El hermano de tu madre?

—Sí, el cabrón de Rogelio —contestó Rebe cogiendo el tenedor con la intención de clavarlo sobre la mesa.

Rogelio, el tío de Rebe por parte de madre, era una persona que se llevaba bien con la familia; era la familia —al completo— la que no quería saber nada de él, especialmente Rebe.

Yo sólo tuve ocasión de verlo una vez: hace unos tres años, ya viudo, en una Nochebuena en casa de los padres de Rebe. Trajo, aquel día, como presente, tres botellas de vino: dos se las acabó él mismo en apenas una hora.

Rogelio era un hombre normal hasta que bebía; después de unas copas se volvía violento. Y esa violencia marcó la vida de su mujer para siempre. Pero las palizas se iniciaron mucho antes, apenas comenzaron a vivir juntos. Él encontró, entre las paredes de su casa, el refugio donde dar rienda suelta a su ira sin ser descubierto. Ella, en cambio, se metió en una celda de la que no supo salir a tiempo. En los primeros años, la materialización de su violencia venía acompañada de inmediatas disculpas por su parte y de resignados indultos por la de ella. Con el paso de los días se acostumbró a tolerar pequeños empujones, insultos y golpes que aprendió a disimular con maquillaje permanente, cuello alto en verano y gafas de sol en invierno.

Pero aquella violencia fue en aumento, algo difícil de ocultar en un pequeño pueblo. Todos acabaron por conocer la situación y, sin embargo, todos optaron por parecer no conocerla.

Llegó el día en el que el maquillaje ya no sirvió de nada. Una noche fría de sábado, Rogelio entró en casa demasiado caliente y, en la intimidad del dormitorio, ella opuso demasiada resistencia. Entre gritos, amenazas y golpes, la hebilla de un cinturón, que actuó a modo de látigo, impactó contra uno de los ojos de Susana: un grito seco en plena noche, unas manos que se cubrían el ojo y un hilo de sangre que le resbalaba por la mejilla acabaron con la discusión. Aquella noche Susana salió corriendo de casa, pidiendo ayuda, gritando en la oscuridad. Acabó en la cama de un hospital, acabó aquella noche perdiendo la vista de un ojo.

Rogelio y Susana sólo tuvieron un hijo. Él aportó su semen y ella todo lo demás: las caricias, el amor, la educación y la venda para que no fuera consciente de lo que pasaba en su ausencia.

Rogelio trabajaba de sol a sol en la obra, pero el dinero casi nunca llegaba a casa. Se perdía en los bares de la zona, en las cartas, en las máquinas de luces llamativas, en las casas de luces llamativas…

Susana tuvo que buscar trabajos adicionales, trabajos en otras casas; trabajos que le duraban hasta que se ponía enferma, y se ponía tantas veces…

Susana, después de cinco días de hospital durante los que su hijo no se separó de ella y su marido no se atrevió a acercarse, se fue a vivir con él, con su hijo.

Pero ya fue tarde. Se la llevó viva por fuera y muerta por dentro, apenas duró tres semanas. Murió con cuarenta y ocho años. Susana murió en sus brazos, una noche fría de enero.

Cuando aquel día él entró en casa, la notó demasiado cansada, tumbada en el sofá sin ganas de levantarse. Se sentó con la cabeza en su regazo. Estuvieron durante horas recordando cada uno de los momentos en que fueron felices. No se escuchó aquella noche reproche alguno: él no se atrevió a recriminarle que no lo hubiese abandonado antes, ella no se atrevió a decirle que podría haber ido a rescatarla hace tiempo. Aferrados de la mano, mirándose con lágrimas en los ojos, estuvieron juntos toda la noche, queriéndose como sólo pueden quererse madre e hijo en la víspera de una despedida definitiva.

Durante la madrugada, cuando ambos dormían, Susana murió. Murió porque llevaba años muerta. Murió porque había recibido demasiadas palizas. Murió agotada, murió de tristeza, pero murió feliz. Murió tranquila, sin miedo a ser de nuevo golpeada, a ser de nuevo insultada, sin miedo a nada. Murió junto a su propia sangre. Murió junto a lo que más quiso en su vida.

Su hijo se quedó junto a ella en el sofá hasta que amaneció. Llorando sobre su frente, aferrado a unas manos acartonadas, besando cada punto de su cara.

Después del funeral, al que no asistió Rogelio —nadie se lo permitió—, el primo de Rebe desapareció. Nunca se ha vuelto a saber nada más de él. Dicen que se fue a Francia a vivir, a olvidarse de que tenía un padre.

Rogelio, en cambio, se quedó en la casa del pueblo, sobreviviendo con una mínima pensión y con lo que le daban en los bares. Rogelio se dedicó a molestar, a robar cuando podía, a engañar a quien podía. Rogelio pasó sus últimos años vagando borracho por las calles.

Y aquel viernes —el día de la llamada—, un coche había acabado con su vida. Rogelio deambulaba, con una botella de vino en la mano, por una carretera en las afueras del pueblo. Una curva, la más cercana al cementerio, fue el lugar del impacto. Brutal. Murió en el acto, ni siquiera le dio tiempo a sufrir, ni siquiera esa justicia hubo.

El funeral y posterior entierro eran al día siguiente por la tarde: sábado.

La familia de Rebe, todo lo contrario que ella, ha sido siempre de guardar las formas. Así que, aun a pesar de ser un asesino, había que enterrarlo como Dios manda. Rebe cedió y el sábado fuimos al pueblo.

Nunca imaginé que pasaría lo que pasó. Nunca había visto a Rebe así. Nunca.

El autobús ya ha llegado a su destino.

Bajo en una ciudad nueva: calles nuevas, personas nuevas, paisaje nuevo. Toda una vida a estrenar.

El frío me hace encoger mi cuerpo y apretar mis manos.

Me siento en un pequeño banco de madera y saco un plano de la mochila. Me quedan unas tres horas hasta mi próximo destino. Decido hacerlas andando.

Tres horas y llegaré afuera.

Tres horas en las que voy a intentar no pensar en el pasado.

Imposible, vuelvo a recordar…

SÁBADO 6 DE ABRIL, 2002

Rebe llamó al trabajo y les explicó la situación. Previo compromiso de recuperar las horas, le dieron el día libre.

Después de desayunar, cogimos todo lo necesario para llegar, estar e irnos. Tras dejar a Carlitos con mis padres, iniciamos el viaje por autopista. A las dos horas y media nos incorporamos a una carretera secundaria que llevaba directamente al pueblo, al pequeño pueblo donde todos se conocen, donde los forasteros son la única atracción del fin de semana. El tipo de pueblos donde un entierro se convierte en todo un acontecimiento.

Apenas eran las once de la mañana cuando llegamos. Aparcamos, alejados de una casa cuya puerta estaba inusualmente atestada de coches: recién lavados, brillantes, puestos a punto para presumir de vida ante el resto.

Estaba allí toda la familia de Rebe, al completo. Familiares que apenas conoces y que sólo ves cuando alguien nace, se casa o muere: gente de bodas y entierros.

Allí estaban las dos tías de Rebe; la abuela que, aún con vida, pero carente de entusiasmo, se sentaba junto al féretro sin saber muy bien de qué iba la cosa; la hermana de Rebe; su hermano pequeño; los sobrinos…

También estaban las beatas de la familia que, con lágrimas en los ojos, hacían la vez de plañideras. Unas lágrimas muy distintas a las que Susana dejaba escapar cuando su marido, cinturón en mano, le cruzaba la cara o le pegaba en la espalda hasta que caía al suelo.

Después de todos los convencionalismos, después de todos los «te acompaño en el sentimiento», después de las caras apenadas, después de la conmoción que se apoderaba de las viejas y de un luto que cada día es menos oscuro; después de todo aquello comenzó la incomodidad: llegó el momento en el que, como era costumbre en el pueblo, se decidía quiénes iban a llevar al muerto hasta la iglesia, a hombros.

Eché un vistazo y no me gustó el panorama: la media de edad de los hombres presentes —las mujeres se excluían por tradición masculina— rondaba los sesenta años. Menores de cincuenta apenas cuatro. En medio de aquel cuadro me temí lo peor.

—Perdone, joven —oí detrás de mí.

No quise girarme, simulé no haber oído nada.

Me olvidé, me escondí, me quise colar entre la gente, quise desaparecer porque sabía lo que significaba aquel «perdone, joven». Busqué a Rebe con la mirada a modo de salvavidas, pero se encontraba demasiado lejos. No podía llegar a ella sin que aquel «perdone, joven» volviera a abordarme.

—Perdone, joven, ¿podría ayudarnos? —«Perdone, joven» otra vez.

Comencé a sudar, no fui capaz de inventar una excusa válida. Me giré y supe al instante que acababa de cometer un error.

Qué extraño se me hace recordar aquellos momentos ahora que camino junto al arcén de una carretera que no conozco, hacia un lugar del que tengo referencias, pero que nunca he visto. Ando solo, con mi mochila a cuestas, hacia la soledad. Pude haber huido entonces como lo hago ahora, pero me giré.

Un hombre de unos cincuenta y tantos años, corpulento, con traje negro y pelo cano, me alistó. Le acompañaban otros dos, sólo faltaba uno: yo. Me giré y miré alrededor en busca de un sustituto. No fui capaz de encontrar a nadie, ni siquiera a Rebe.

Entre los tres me empujaron hasta el ataúd.

—Una, dos y… ¡tres! —Elevamos los cuatro, al unísono, a Rogelio.

Dejé de buscar a Rebe para comenzar a hacer todo lo contrario: esconderme. Esconderme bajo el ataúd, esconderme de las miradas, sobre todo de la suya. Salimos de la casa, recorrimos unos metros y cuando, ya en plena calle, nos dirigimos hacia la iglesia, la vi. Y me vio, y por su mirada supe que me había estado buscando. Noté en sus pies ademán de venir a parar los míos, a arrancarme del sitio, a dejar cojo el ataúd.

Su madre le agarró fuertemente del brazo y fue capaz de contenerla. Pero más tarde ya no podría, más tarde nadie hubiese podido contenerla… cada vez que recuerdo aquel momento…

Caminé aquel día como camino ahora: solo, con un peso muerto sobre mi espalda, con un caminar pausado y triste, arrastrando unos pies que no tienen ánimo para levantarse.

No pude aquella tarde separar los ojos del suelo, recorrí decenas de metros sin reconocerlos. Simplemente me dejé llevar. La iglesia parecía estar tan lejos… mi cabeza tan sola…

Supe que nos acercábamos por el susurro de la gente, por los cuchicheos apagados. Todo el pueblo estaba allí, reunido frente a la iglesia: las alcahuetas, los abuelos de domingo, las «luteras» permanentemente enfundadas en piel negra, la familia cercana y la lejana, los niños corriendo, el ladrido de algún perro… y el cura. El otro protagonista, el centro —con permiso del muerto— de todas las miradas.

Entramos, y tras nosotros los familiares.

Silencio.

Entramos los cuatro —bueno, los cinco; bueno, los cuatro—, rodeados de gente puesta en pie, hasta las primeras filas de la iglesia para depositarlo sobre una mesa para ataúdes.

Busqué entre el silencio a Rebe. La localicé sentada en las últimas filas, mirándome desde lejos, directamente a los ojos. Fui hacia ella por el pasillo lateral. Me senté a su lado. No hubo reproches.

Silencio.

El cura se situó detrás del atril, levantó lentamente la cabeza, miró a los presentes y se dispuso a hablar.

—Una vez más, la muerte de un familiar, de un amigo, nos ha reunido para orar y darle el último adiós.

»La pérdida de un ser querido es un duro golpe en la vida… no quisiéramos tener que separarnos de él, por eso este adiós es triste y doloroso…

»Para nosotros, los creyentes, ante la muerte siempre existe una luz de esperanza y de consuelo. Y es porque creemos en un Dios que ha sufrido y ha muerto, pero sobre todo creemos en un Dios que ha resucitado, y que ahora vive junto a nosotros…

Continuó durante unos minutos hasta que con un «hermanos, poneos en pie» hizo que Rebe, los padres de Rebe, la pobre señora que ya no podía con su artrosis, los creyentes, los no creyentes, el anciano con el bastón y un servidor que tenía la espalda machacada por el peso del ataúd nos levantásemos para, instantes después, volver a sentarnos.

Continuó hablando.

—El señor no nos ofrece explicaciones sobre el porqué de la muerte, no sabemos casi nada, pero, en cambio, sí ha hecho mucho por nosotros. Él mismo quiso morir como morimos nosotros… Y ésa es la mejor lección que nos podía dar para disipar nuestros temores ante la triste realidad de la muerte…

Continuó hablando y yo, como la mayoría de los allí presentes —a excepción de Rebe, y ése fue el problema—, me abstraje.

Me dediqué a analizar cabezas, cuerpos, rostros, a pensar en mis cosas y sólo de vez en cuando prestaba atención a su monólogo.

—La luz lo guiará por el camino de la esperanza… El cristiano es un peregrino que camina hacia una meta definitiva… El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida, por mí, la encontrará…

Después de unos interminables arriba, abajo, arriba, abajo que hacían resquebrajar aún más los huesos de los allí presentes; después de oír —que no escuchar— palabras y palabras repetidas por los tiempos de los tiempos; después de todo aquello, un refunfuño me despertó. Me incorporé y comencé a sentir la tormenta. Le cogí la mano y me la apartó, miré sus ojos y encontré fuego. Tuve miedo.

Y aun a pesar de todo, no la culpo. La culpa la tuvieron ellos: él y Él, ambos. Uno por creer saber lo que piensa un Él que no conoce, y Él por no estar nunca, por no decir nunca nada, por no visitar ni siquiera a los suyos. Ambos culpables y no Rebe. Fueron unos irresponsables, lo reconozco. Rebe se alteró demasiado, lo reconozco.

El párroco comenzó a aplicar generalidades cristianas sin razonar, sin fundamento, sin conocimiento alguno, sin haberse informado antes del tipo de persona que ocupaba aquel ataúd. Y finalmente, después de leer varias citas evangélicas, llegó la sucesión de frases que desencadenó el desastre.

—… murió y resucitó por nosotros, te pedimos señor… por Jesucristo Nuestro Señor. No temas, Rogelio, Cristo murió por ti y en su resurrección fuiste salvado. El Señor te protegió durante tu vida, por eso… Oremos… A ti, Padre, te encomendamos el alma de nuestro hermano Rogelio, con la firme esperanza de que… Te damos gracias por todos los dones con que lo enriqueciste a lo largo de su vida.

»Pero Dios no ha dicho la última palabra. O, por el contrario, podemos decir que su última palabra no es: «Ha muerto», sino: «¡Vive, vive para siempre!». La muerte sólo es un hasta luego. Él está esperando a nuestro hermano Rogelio con los brazos abiertos para continuar allí en el paraíso una vida feliz junto a sus familiares, esposa y amigos.

—¡No! ¡Junto a su esposa, no!

La iglesia quedó en el más intenso de los silencios. Todo calló. Callaron las sillas, callaron los trozos de madera con forma de santos, callaron los adornos de oro que engalanaban una iglesia que pedía limosnas a los pobres ancianos, callaron también las vidrieras de colores, todo calló para oír a una Rebe que, en pie, comenzó a escupir todo lo que llevaba dentro, sin apenas comas, sin apenas descansos.

—¡Ese hombre al que usted se refiere no era más que un cabrón que maltrataba a mi tía! ¡Mi tía muerta, enterrada con un solo ojo porque el otro se lo arrancó él con un cinturón!

»Ese hombre dedicó su vida a gastar el dinero en alcohol, tabaco y putas para después volver a casa y pegarle otra paliza más a mi tía. ¿Sabía usted eso, señor cura? ¿Sabía usted eso? —Paró y un eco recorrió toda la iglesia: «¿Sabía usted eso? ¿Sabía usted eso? ¿Sabía usted eso…?».

Durante unos segundos que se me antojaron minutos nadie dijo nada: los niños dejaron de llorar, los ancianos no se atrevieron a toser, incluso me pareció ver a Cristo bajar la cabeza avergonzado…

Todo el mundo dirigía sus ojos hacia nosotros, bueno, todos no, el cura miraba hacia el suelo sin saber dónde esconderse.

—¿A este hijo de puta es al que su dios va a recibir con los brazos abiertos? —le preguntó con la mano amenazante al cura—. ¡Pues dígale que a mi tía ni se acerque!

Y ahí acabó, se desahogó por completo.

Bajó la cabeza, me agarró la mano y huimos de allí.

«Ni se acerque», resonó su voz por toda la iglesia mientras salíamos.

Abandonamos uno de los silencios más oscuros de toda mi vida. Allí dejamos una iglesia repleta de gente estupefacta, un cura que no sabía qué decir y algo de lo que hablar en el pueblo.

Entramos en el coche y nos pusimos en marcha, de vuelta.

Apenas salimos del pueblo Rebe explotó. Comenzó a llorar como pocas veces la había visto. Nerviosa, temblando como una niña, se aferró a su propia tristeza. De aquellos ojos tormenta brotaron miles de lágrimas: de victoria, de tristeza, de rabia y de desahogo, que a la vez la ahogaban.

Detuve el coche en un pequeño camino saliente, en las afueras.

Levantó la cabeza y, con los ojos envueltos en agua, me abrazó como pocas veces nos habíamos abrazado. Allí, entre mis brazos, volvió a ser la niña que hace muchos años conocí.

Le acaricié el pelo, le besé el cuello, nos apretamos mutuamente; noté su cuerpo en mis manos, noté sus manos en mi cuerpo. Nos volvimos a querer como ya no nos queríamos.

La vuelta fue silenciosa.

Rebe se durmió —derrotada— a los pocos minutos.

Mi mano acarició la suya, también dormida. Noté su latir en mi pecho y su dolor en mis ojos. Y a pesar de estar tan cerca, me sentí muy lejos.

¿Cuánto tardaría en perderla?

De vuelta a casa lo vi todo tan fácil… Fue uno de esos momentos optimistas en los que todo parece plausible, sencillo. Irnos y dejarlo todo, empezar de cero y no poner parches a una vida que no funciona. Ya habíamos superado otras crisis. Pero ¿qué hacer cuando la indiferencia es permanente, cuando no hay motivos para estar tan distanciados?

—Te quiero —le dije mientras conducía.

Conecté la radio y durante dos horas no tuve a nadie con quien hablar.

Vi sirenas a lo lejos: decenas de intermitentes advertían de una retención.

Dos coches, que parecían uno, se habían empotrado. Pasé lentamente, observando, sintiendo esa curiosidad morbosa, sintiendo ese alivio de no haber sido yo.

Me acordé de Sara, de todo lo que perdió en la carretera. Volví a pensar de nuevo en mi plan. Un plan difícil, valiente. Imaginar otra vida, lejos. Una vida donde poder ver la luna desde la cama, donde poder saludar al sol por las mañanas, donde poder ocultarme de la lluvia bajo un árbol.

Rebe se había despertado como se despiertan los niños cuando reduces la velocidad.

Miró de reojo el accidente.

¿Era el momento de contarle el plan?

—Rebe… —le dije lentamente, sin apartar la vista de la carretera.

—Sí… —contestó sin fuerzas.

—¿Te gustaría cambiar de vida?

—No te entiendo —me susurró girando su cabeza hacia mí.

—Me refiero a si… si te gusta la vida que llevamos… si te gusta este matrimonio en el que apenas nos vemos… si te gusta vivir conmigo… —Y al final se lo pregunté—: ¿Eres feliz?

Rebe calló, y de pronto cayó.

Bajó la cabeza. Miró hacia sus piernas mientras una mano apretaba la otra. Lloró de nuevo. Tembló de nuevo.

—Te quiero, pero… —me dijo, y miró a través de la ventanilla.

Un «te quiero» real, pero con miedo.

Un «pero» también real que lo paró todo.

No hablamos más durante el viaje. No me atreví a decirle que tenía un plan, no me atreví a decirle nada porque aquel «pero» podría echarlo todo atrás.

Nos costó cincuenta minutos entrar en la ciudad. Cincuenta minutos que podríamos haber aprovechado para pasear por nuestra nueva casa, para jugar con Carlitos en la montaña, para recorrer los senderos, para hablar con los vecinos, para sentarnos en un banco y ver las estrellas del cielo. Cincuenta minutos para besarnos, para ver cómo se escondía el sol entre las montañas, para ver cómo Carlitos crecía junto a nosotros.

Llegamos tarde aquel día, y después todos los restantes.

Al día siguiente, el domingo pasó como pasaba siempre un domingo.

LUNES 8 DE ABRIL, 2002

Aquella tarde entramos —Luisa y yo— en el despacho de don Rafael.

Como en cada una de mis invitaciones a café, mientras ella limpiaba, yo investigaba. Analicé, a grandes rasgos, la estancia: amplia, ordenada, con varios cuadros en las paredes, con una mesa en la que no había fotos de la familia, con un cubilete metálico repleto de plumas y bolígrafos plateados. No encontré nada destacable hasta que miré la pequeña papelera que había bajo la gran mesa. Un objeto me llamó la atención: un vaso de plástico blanco, de los que están junto al dispensador de agua, un vaso que intuí fuera de lugar. Lo cogí para descubrir restos de carmín morado en el borde. Extraño.

Era lunes, y eso fue lo más importante; más importante incluso que el propio vaso. Fue importante también que aquel lunes don Rafael no hubiese aparecido por allí, que en todo el día nadie hubiese entrado en el despacho.

—Luisa, ¿usted vacía las papeleras de los despachos todos los días, verdad? —le pregunté.

—Sí, claro, las papeleras todos los días —me contestó un tanto extrañada—. ¿Por qué me lo pregunta?

—No, nada, simple curiosidad; gracias.

Alguien había estado allí durante el fin de semana, una mujer.

Una mujer. Pero no su esposa, decidí.

Una mujer. Pero no familia, decidí.

Una mujer. ¿Marta? Marta, decidí.

Me acostumbré a decidir yo solo tantas cosas que, cuando sucedió todo, no pude culpar a nadie. Sólo supe esconderme, huir.

Mantuve el vaso en la mano durante un buen rato, demasiado. Pude no haberlo cogido nunca, no haberlo mirado; pude no haber entrado aquel lunes en aquel despacho. De no haber hecho todo aquello, no estaría ahora andando por una carretera que no conozco hacia un lugar del que sólo he oído hablar.

Pude haberme ido, pero me quedé allí, sentado en su sillón, imaginándome a un don Rafael entrando un sábado por la tarde con la complicidad del portero, al que nunca le viene mal una pequeña propina. Me lo imaginé junto a una Marta atractiva —la antítesis de su esposa—, en aquel mismo sofá de cuero negro, dedicándose a follar mientras su mujer seguía esperando en casa.

En apenas unos minutos conseguí cimentar una perfecta trama en mi cabeza a partir de un vaso con carmín morado.

Miré de nuevo el vaso y miré de nuevo a doña Luisa. Podría haber sido ella misma la que hubiera cogido el vaso, tan fácil. Pero no, doña Luisa ya no usaba violetas en su vida, sólo rojos antiguos.

Un boli que seguía perdido, un enfermo que no quería ser descubierto, el plan y una mancha morada en un vaso de plástico. Fueron, sin lugar a dudas, los días más excitantes de mi vida.

—¿Ese vaso es suyo o lo tiro? —me despertó.

—No, no, tírelo, tírelo. —Lo aplastó con sus rechonchas manos y lo lanzó dentro de la bolsa de basura.

Nos fuimos de allí, ambos perdidos en el desconocimiento. Doña Luisa, ignorando las razones por las que yo la acompañaba cada tarde. Yo, ignorando que sobre la puerta del despacho había un piloto rojo que parpadeaba. Imbécil.

MARTES 9 DE ABRIL, 2002

Martes, otro más.

La mañana pasó como pasaban todas las mañanas: esperando la hora de la comida.

Rafa vino aquella tarde, y fue extraño, porque no solía hacerlo a menudo. Rafa vino a echar una bronca, pero no una más. Fue una bronca de las que no se olvidan. También, como siempre, dejó la puerta abierta; dejando que la vergüenza doliera más al acusado.

—¡La última vez! ¿Me oye, señor Gómez? No habrá más oportunidades. ¡La última vez! —se oía claramente desde fuera—. ¡Estoy hasta los mismísimos de que se pase por el forro todo lo que le digo! La última vez, se lo advierto. —Y acompañó aquel «se lo advierto» con un sonoro golpe en su mesa—. ¿Qué ejemplo da usted a sus compañeros? Ellos vienen todos los días puntuales.

Javi apenas contestó porque no se le oyó.

—La última vez, se lo juro.

Y después de unos cuantos gritos más, acabó aquel monólogo.

Javi salió acongojado, sin nervio. Suave, se volvió a sentar en su silla, a mi lado. Javi quiso luchar de tú a tú y no pudo.

Un joven con una hipoteca recién estrenada que sin su trabajo tendría pocas posibilidades de salir adelante. Un joven arriesgado que se lo jugaba todo cada día por unos cuantos minutos. Una persona con muchas virtudes y un gran defecto.

Aquella tarde esperé ansioso a las siete y media para comenzar a investigar los cajones de mi propia zona. Quizás para buscar el boli, quizás para no volver a casa tan pronto.

Se fueron todos y nos quedamos allí los de siempre: Luisa y yo.

Llegó, me saludó y se fue directamente a limpiar la zona de contabilidad. Yo empecé por Estrella. Busqué, por encima de una mesa limpia y reluciente, mi boli, sin resultado. Debí haber seguido con la siguiente mesa, pero decidí dar un paso más y mirar en los cajones. Pensé, en un principio, que estarían cerrados. Pero no, los tres abiertos: un tesoro.

Me sorprendió el desorden interior de aquel primer cajón. El registro me iba a llevar un tiempo. Miré hacia la puerta y Luisa seguía a lo suyo. Lo abrí completamente y aquello parecía no tener fondo: varios paquetes de pañuelos de papel; un boli, dos bolis, tres bolis, todos nuevos, sin usar, todos negros, alguno de gel, alguno podría haber sido mío, seguro; un pequeño neceser, una caja de plástico de maquillaje; varias entradas de cine y un cúmulo de papeles que se acurrucaban en el fondo del cajón.

Lo cerré para abrir el siguiente: tarjetas de peluquerías, tiendas de ropa y restaurantes; unas gafas de sol, varios tiques, una virgen de metal y varias estampitas de santos; un lápiz sin punta y otro montón de papeles entre los que encontré varias nóminas.

No pude dejar pasar la oportunidad. Dudé, pero no demasiado. Cogí una y la miré.

Estrella Gálvez García, nacida el 12 de marzo de 1956 en Madrid. Me sorprendió aquel dato: Madrid. Pero más me sorprendió cuando descubrí el montante de su nómina: 3546 euros, netos.

La sorpresa inicial se convirtió en indignación: 3546 euros por no estar más de dos horas sentada en su sitio, haciendo nada. Inspiré profundamente, intenté calmarme y volví a analizar, detenidamente, aquella nómina. Intenté descubrir el origen de aquella injusticia.

Leí de nuevo: Gálvez, Gálvez, Gálvez… ¿dónde había oído yo aquel apellido?

Volví momentáneamente a mi puesto para acceder a Internet. Entré en la página web de mi propia empresa y encontré lo que ya sospechaba. Busqué la delegación de Madrid, busqué en el organigrama y encontré la respuesta entre los gerentes: Ramón Ruiz Gálvez. Podría ser una casualidad, pero mi intuición me lo negaba. Todo comenzaba a encajar.

Volví de nuevo al cajón que me dejé abierto para seguir escarbando en su vida. Junto a la nómina encontré decenas de autorizaciones médicas, casi todas de la misma persona. No entendí la necesidad, seguramente para posibles justificaciones ante alguien. También encontré, entre otras cosas, diplomas de cursos que jamás había hecho y viajes al extranjero. Todo una patraña, todo una miserable mentira. Sentí, con aquellos papeles entre mis manos, unas ganas irrefrenables de gritarlo todo. De contarles a mis compañeros que mientras nosotros nos partíamos la espalda allí durante casi diez horas, ella ganaba más de tres mil euros por ser familia de un pez gordo.

Llegué aquel día a casa excitado, contrariado. No me importó el beso que Rebe no me dio, ni que Carlitos ya estuviera acostado, ni que apenas hablásemos; no me importó prácticamente nada. Me olvidé aquella noche de mi plan abandonado.

Me acosté sin apenas intercambiar palabras, sin ni siquiera sospechar que aquel día empezaba nuestra despedida. No lo supe entonces, no supe que el beso que aquella noche no nos dimos iba a ser de los últimos.

A partir de aquel martes, todo se precipitó.

Todo pasó tan rápido…

MIÉRCOLES 10 Y JUEVES 11 DE ABRIL, 2002

Vinieron tan juntos que casi no pude distinguirlos, los vi pasear de la mano, sin intermedios ni espacios. Aquellos últimos días se arrastraron tan rápido que aún ahora confundo momentos.

Javi llegó puntual, los dos días.

Rafa encontró la grapa. Le pidió disculpas a Sara. Fue una reunión mucho más amable que la primera, una reunión donde no hubo gritos, ni broncas, ni golpes sobre la mesa; hubo, en cambio, risas, palabras amables y disculpas por parte de don Rafael.

Sara salió contenta del despacho de Rafa, salió aliviada.

—Me ha dicho que investigará lo que ha pasado —me dijo—, que tiene pruebas de quién ha podido ser. No es tan malo como lo pintan, la verdad es que hoy ha estado de lo más amable conmigo.

—Estupendo —contesté, mientras temblaba por dentro.

VIERNES 12 DE ABRIL, 2002

Adicto, drogado, me hundí en el opio de mi propia curiosidad. Escondido en mi cubículo pensé en Rebe, en mi boli verde, en el plan a medio hacer, en el post-it con grapa que arranqué, en tantas cosas…

Mientras deambulaba, divagaba, vagaba también, inocente, no pensé en que al final me tenían que descubrir. La señora Luisa, Sara, Javi, Estrella, el vigilante… cualquiera podría haberlo hecho.

Llegó el día. Fue apenas dos horas antes de acabar la jornada. Don Rafael entró por la puerta. Tan tarde, extraño. Un viernes, extrañísimo.

Sonó mi teléfono.

—¿Sí? —contesté.

—Me ha dicho don Rafael que pases a su despacho —me dijo la voz de una Marta seria.

Mis piernas, mis manos, hasta mis pensamientos, temblaron. Pasaron por mi cabeza todos los cajones abiertos, los papeles levantados, todos los objetos ajenos.

—Ahora mismo voy.

Colgué, lentamente.

Me quedé inmóvil, mirando la pantalla sin ver nada. Con las manos en el teclado sin escribir nada. Con los ojos bajados, con el miedo subido. Intenté templarme, intenté esperar el tiempo justo para reposar y no ser descortés. El tiempo justo. Pero se me hacía tarde.

Me levanté ayudándome con las manos. Noté el sudor resbalando por mi barriga, por mis axilas, incluso por mis ingles. Miré a Sara y mi cara debió sacrificarme. Me miró con miedo. No dijo una palabra. No dije una palabra. Recordé las llamadas a Javi, recordé las llamadas a Sara. Nos miramos y me fui.

Llamé a una puerta abierta. Dos golpes secos, con los nudillos. Me asomé lentamente.

Me indicó con la mano, mientras hablaba por el móvil recostado en su sillón de cuero, que pasase. Pasé y cerré la puerta.

Me indicó, mientras reía con su interlocutor, también con la mano, que me sentase. Me senté en silencio.

Pasaron unos minutos y colgó.

Nos miramos a los ojos y creo que fue la primera vez que me fijé en sus rasgos. Lo había visto miles de veces, pero creo que hasta aquel momento nunca lo había mirado. Vi, allí sentado, a un hombre cuyo único mérito era haber pegado un buen braguetazo. Vi, allí, a un don nadie con dinero. Un hombre recostado sobre un sillón que le venía grande, un sillón que podría haber sido —¿por qué no?— mío.

Nos llegamos a incomodar con aquella mirada hasta el punto de desafiarnos. Finalmente, a la vez, nos apartamos. Colocó unos papeles, abrió un cajón y comenzó.

No dio rodeos y atacó como sólo ataca quien está acostumbrado a ganar.

—Me han dicho que últimamente te quedas hasta muy tarde a trabajar —empezó con un tono que simulaba preocupación—. ¿Tienes algún problema?

Por un momento, estuve a punto de caer en la trampa, pero finalmente no quise pensar ni en Luisa, ni en Marta, ni en José Antonio, ni en Estrella. No; estuve a punto, pero no.

—No, no, no —tartajeé—, no me pasa nada, es que últimamente se me ha quedado trabajo por hacer y voy un poco retrasado —mentí como pude ante una pregunta que me pilló por sorpresa.

—Si te pasa algo, ya sabes que puedes contármelo, que para eso estoy, para intentar solucionar cualquier problema —seguía insistiendo, calculando hasta dónde podía llegar.

—No, de verdad, simplemente es eso. —Mis axilas comenzaban a chorrear y un ligero picor en el cuero cabelludo se apoderó de mí. Me rasqué dos veces y él lo notó. Sonrió.

Se creció, quiso seguir tensando la cuerda: lo necesario para él, lo suficiente para mí. Y lo hizo. Abrió su cajón y rebuscó. Temblé sin conocer aún la sorpresa.

—Vaya, la señora de la limpieza siempre se deja sus cosas por aquí —me sonrió mientras sacaba un vaso de plástico blanco, nuevo, sin carmín, del cajón.

Lo cogió entre sus manos, jugueteó con él unos segundos para dejarlo, boca abajo sobre la mesa, a medio metro de mí. Me miró y nos miramos.

Volvió a meter la mano en el cajón y sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Quieres uno? —me dijo con la autoridad que le permitía fumar en un despacho en el que no se podía.

—No, no fumo.

Nada más, no quise entrar en aquel juego.

Le dio dos o tres caladas lanzando el humo hacia el aire, recostándose en el sillón.

—Espero que esto quede entre nosotros —me guiñó un ojo.

Y supe que no se refería al tabaco.

—Sí, no se preocupe —le contesté.

—Verás… —continuó mientras volvía a dar otra calada más, pausada—, hay placeres que no pueden prohibirse. Nadie tiene por qué enterarse… Además, no es bueno adentrarse en lugares ajenos… porque uno nunca sabe lo que se puede encontrar… ¿me entiendes?

—Sí, no se preocupe.

—Perfecto, entonces no tenemos nada más que decirnos, ¿verdad? —Le dio la última calada al cigarrillo. Lo apagó dentro del vaso de plástico.

—No.

—Perfecto, perfecto. ¡Ah! Recuerde que no me gusta que nuestros trabajadores se queden tanto tiempo por aquí. Todos tenemos familia, vida social… —Aplastó el vaso y lo tiró a la papelera.

—No se preocupe, intentaré quedarme lo menos posible. —Tres, dos, uno, K.O., pensó él, pero en realidad yo ya estaba fuera del cuadrilátero; había conseguido esquivar el combate, estaba intacto.

LUNES 15 DE ABRIL, 2002

Durante el fin de semana Rebe y yo apenas nos habíamos mirado, apenas nos habíamos encontrado. Fuimos independientes dentro de un lugar que cada vez era más casa y menos hogar.

Las seis de la tarde de un lunes clonado. No tenía ganas de trabajar; en realidad, no tenía ganas de nada. Así que me dediqué a mi pasatiempo favorito desde niño: a jugar con los números. Cogí un folio, limpio, blanco.

Cogí un boli, negro porque el verde aún no lo había encontrado, y me puse a hurgar en el esqueleto de mi vida. Apunté:

Dormir: desde las doce hasta las siete: 420 minutos.

Despertar, desayunar, vestir, duchar, llevar a Carlitos, llegar al trabajo: desde las siete hasta las ocho y media: 90 minutos. Trabajar hasta comer: desde las ocho y media hasta la una y media: 300 minutos. Comida: desde la una y media hasta las tres: 90 minutos.

Trabajar hasta partir: de tres a siete y media: 270 minutos.

Regreso: desde las siete y media hasta las ocho y media: 60 minutos.

Casa: bañar, dar de cenar, acostar, cenar, recoger, café: de ocho y media a once: 150 minutos.

El resto: desde las once hasta las doce: 60 minutos.

El resto, eso fue lo que me quedó. El resto, para hablar de vez en cuando, para tumbarnos en el sofá, para poner lavadoras, lavavajillas, secadoras. El resto, para ver la tele. El resto, eso es lo que tenía cada día, el resto, el residuo de una vida.

El resto: una hora. Una hora arrinconada en la noche, sin opciones, sin uso. Una hora inútil para pasear, para ir al cine o para hacer algo de deporte.

Aquel resto fue la justificación de un plan que se demoraba.

El plan: correr juntos por la montaña, bañarnos en un río, mojarnos en el interior de una tormenta; dibujar casas en el aire y nubes en la tierra; vender la vida usada, comprar la esperanza soñada; utilizar la boca para más cosas; envejecer a propósito y no de casualidad como hasta ahora; cenar en un restaurante donde el camarero sepa nuestros nombres, donde la gente nos pregunte por Carlitos cuando esté enfermo, donde poder invitar a alguien a casa a merendar; recorrer lugares distintos a la oficina, distintos a un piso que conocíamos de memoria.

Tiré el folio.

Miré alrededor y volví a pensar en el oncólogo, y no distinguí a nadie especialmente enfermo.

Esperé aburrido.

19:30 h.

MARTES 16 DE ABRIL, 2002

Cometí el error que ya tardaba en cometer.

Luisa entró en el despacho de don Rafael y yo también. Me olvidé de la conversación del viernes.

Ella no tenía por costumbre abrir los cajones, yo sí. Pero aquello fue casual, fue sin querer; ocurrió, en realidad, de forma fortuita.

Mientras ella limpiaba, yo me senté en el sillón de Rafa y aproveché para abrir el primer cajón de una mesa que no era mía. Vi una pequeña caja de madera. La saqué y la cogí entre mis manos. Aquel tesoro me hizo olvidar que no estaba solo…

—¿Me permite un momento? —me asustó Luisa.

Y ese susto consiguió aflorar mi torpeza. Una torpeza que me hizo aflojar las manos. Un aflojar de manos que permitió que la caja de madera, aún cerrada, cayese al suelo.

Se abrió. Por fortuna, no llegó a romperse. Ambos nos miramos, ambos nos asustamos.

Una vez desparramado su contenido en el suelo, me agaché para recogerlo todo: papeles, unas tijeras, unos cigarrillos, un boli y un paquete de condones, abierto y casi vacío. Luisa lo vio y se sonrojó.

Ella no sospechó nada; yo sí.

Una esposa rubia, embarazada desde hacía varios meses y un paquete de condones con algún que otro pelo, largo y moreno.

Busqué con la mirada una cámara, sospeché que era la única forma de que hubiese averiguado lo del vaso. Finalmente, la encontré sobre el marco de la puerta: un piloto rojo parpadeaba. La miré y sonreí: supe que nos estábamos mirando.

MIÉRCOLES 17 DE ABRIL, 2002

No pasó nada, y fue extraño, porque lo esperaba.

Busqué un boli ya casi olvidado, busqué un enfermo disimulado.

JUEVES 18 DE ABRIL, 2002

No pasó nada, y fue extraño.

Bajé la guardia.

Comencé a estudiar las posibilidades: quizás la cámara no estaba conectada aquel día, quizás no había visto aún la grabación, quizás se había acabado la cinta, quizás…

VIERNES 19 DE ABRIL, 2002

Diez de la mañana. Sonó mi teléfono.

Podría haber sido cualquiera: un cliente, un compañero… pero supe al instante que era la llamada que se había estado demorando demasiado tiempo.

Descolgué sin prisa, sin miedo, sin nervios, porque, al contrario que la primera vez, quería jugar.

—Don Rafael dice que vayas a su despacho. —Y colgó.

Permanecí con el auricular en la oreja, imaginándome a una Marta sentada sobre un sofá negro de cuero, abierta de piernas. Me la imaginé así, con una nómina tan abultada como el pantalón de Rafa en aquellos momentos.

¿Estaría ella al tanto de mis investigaciones? ¿Le habría dicho algo Rafa? ¿Sabría que estaba siendo grabada? ¿Quién tenía esas cintas? ¿Lo veía todo el vigilante?

Llamé a la puerta y entré. Don Rafael hablaba por teléfono. Me senté.

Vi la mueca de desaprobación en su cara, noté también —al contrario que la anterior vez— las ganas de deshacerse de su interlocutor.

Colgó y me vio ya sentado, sin invitación.

Aquélla fue una partida sin peones, cara a cara.

—¿Qué es lo que hace usted exactamente aquí después de las siete y media? —me preguntó a bocajarro.

Pero en aquella pregunta fui capaz de encontrar una debilidad que se le escapó, un matiz que debía aprovechar: usted.

—No entiendo a qué se refiere —contesté, también de usted.

Y se hizo, durante unos segundos, el silencio.

—No lo repetiré más veces. ¿Qué es lo que hace usted después de las siete y media?

—Ya se lo dije la semana pasada. Acabar trabajo acumulado.

—¿Y cómo es posible que se le quede tanto trabajo acumulado? —Respiró, se relajó y eso me asustó—. ¿No rinde lo suficiente durante el día? —Respiró de nuevo y añadió—: Porque si es así, igual tendríamos que revisar su sueldo.

Descubrí su estrategia: el dinero. Ni me inmuté.

—Nunca he tenido ningún problema con nadie. Siempre he realizado mi trabajo correctamente, no entiendo a qué viene todo esto.

—Sólo le digo que he estado repasando su nómina y cobra un porcentaje por productividad. Y eso de la productividad es tan relativo, tan subjetivo… igual resulta que ahora ya no es usted tan productivo.

—Si cree que es así, haga lo que quiera, pediré una reunión con el… —estuve a punto de decir con el padre de su esposa— con el gerente y hablaremos… —Le ataqué como jamás se hubiera esperado.

Y es que aquel hablaremos implicaba poder hablar de tantas cosas. De cosas del trabajo, de cosas que sucedían en los despachos… Pude notar el miedo en su cara. Me crecí tanto en aquel momento…

Se puso nervioso y vi cómo sus ojos parpadeaban demasiado. Abrió su cajón y se puso a buscar…

—¿No irá a encenderse un cigarro ahora, verdad? —le pregunté, sorprendiéndolo con el mechero en una mano y el cigarro entre los dedos.

Se quedó quieto, en silencio, a la espera de mis siguientes palabras.

—Se lo comento porque me molesta muchísimo el humo y tendrá que hablar con los sindicatos y explicarles la situación, pues con las leyes actuales… —Y en aquel momento pude ver el auténtico odio en los ojos de un ser humano.

Guardó los cigarros en el cajón y el mechero en el bolsillo, pero el odio no supo dónde esconderlo. Por eso atacó, y atacó por donde nunca pensé que atacaría.

—¿Sabe su esposa a qué se dedica usted por las tardes? ¿Sabe que se queda hablando con la mujer de la limpieza, investigando vidas ajenas? ¿Sabe ella que usted y Sara, la morenita, están demasiado tiempo juntos, demasiadas tardes juntos? —Me descolocó.

Era un farol, lo supe. Era la última salida que le quedaba: mentir. Seguí atacando.

—Claro que lo sabe, pero lo importante es… ¿cómo lo sabe usted? Yo nunca le he visto por aquí, ninguna tarde, ¿cómo sabe todo eso? —le contesté, esperando que se descubriera, que los nervios le hicieran confesar que había cámaras —ilegales— que nos vigilaban, que grababan en su propio despacho, pero no lo hizo.

—Bueno, tengo mis fuentes, hay gente que se queda… la señora de la limpieza, por ejemplo.

Pero ahí volvió a fallar: la señora de la limpieza, ni siquiera sabía su nombre. Si me hubiese dicho: «Luisa, la señora de la limpieza», entonces le habría creído, pero no, ni siquiera sabía su nombre. No había hablado con ella.

—Además —prosiguió el ataque—, mucha gente dice que entre Sara y usted hay algo más que amistad, son rumores que circulan…

¿Sara? ¿Sara y yo? ¿A qué venía aquello? Aprendí que la mentira es la última oportunidad de un desesperado. Bien es cierto que, en las épocas de mucho trabajo, Sara y yo solíamos quedarnos a solas por la tarde, después de las siete y media, para acabar algunos proyectos, pero nada más.

—Le agradezco su preocupación por mi familia, pero no es necesario que continúe porque yo soy sincero con mi mujer. ¿Y usted? —fue la estocada.

Ahí se paralizó la partida, y ninguno de los dos quiso seguir atacando. Los dos tocados pero aún vivos.

Silencio.

Pero cuando pensé que aquello acabaría en tablas, me sorprendió con una última jugada. Tuve que abandonar la partida.

—¡Ah! Hablando de otra cosa. Javi está llegando tarde otra vez, si usted no es capaz de arreglarlo, lo haré yo.

Paramos porque ambos teníamos mucho que perder y poco que ganar.

Pero fui consciente de que a partir de aquel viernes todo iba a ser distinto. Supe que sería o él o yo.

Al final fuimos los dos, pero hubo demasiados efectos colaterales.

Demasiados.

SÁBADO 20 Y DOMINGO 21 DE ABRIL, 2002

El fin de semana pasó como pasaba cualquier fin de semana.

Rebe y yo apenas nos dirigimos la palabra.

No supe hablarle del plan.

Nuestra relación se había deteriorado tanto que ni siquiera tuvimos ganas de comentarlo.

Y mientras ella se quedaba en casa, yo me iba al parque.

Y mientras ella se iba a comprar, yo me quedaba en casa.

Y mientras yo cenaba, ella jugaba con Carlitos en otra habitación.

Y mientras ella cenaba, yo ya dormía.

Aun así, aproveché el sábado para llenar el trastero con más objetos de un plan que, de momento, era sólo mío.

LUNES 22 DE ABRIL, 2002

La tregua apenas duró el fin de semana.

Aquella tarde ninguno se quiso enfrentar, así que la partida continuó en otro lugar. No fue directamente a por mí.

Aquella tarde me quedé un poco más acabando algo de trabajo. Saludé a Luisa, pero no entablé la ya cotidiana conversación.

Salí solo, a eso de las ocho y media. En la calle me fijé en un coche parado a unos metros. Me fijé porque dentro, en el asiento del conductor, distinguí una cara que miraba hacia mí: José Antonio.

Había cambiado de táctica. Pensé, en un primer momento, en huir, pero, al darme cuenta de que no tenía mucho que perder, cambié de opinión. Me acerqué a él.

Crucé la calle y descubrí, en el movimiento de su cabeza, la sorpresa. Quiso esconderse y no pudo. Quiso evitarme, pero yo ya estaba allí. Me abrió la ventanilla.

—Hola, José Antonio —le dije con la mejor de mis sonrisas.

—Hola —me dijo tímidamente, acongojado.

—¿Qué haces por aquí? —le pregunté.

—Na… nada… es que… estoy esperando a un amigo. —Sólo pudo inventarse, en apenas un segundo, aquella respuesta—. ¿Y tú? —Pasó rápidamente a la defensiva.

—Estropearle la noche a alguien, ¿verdad? —No se me ocurrió otra cosa.

Nos quedamos en silencio. Sé que me entendió.

—Bueno, yo me voy a casa y creo que si tu amigo no viene deberías hacer lo mismo. —Disfruté.

—Sí, claro… buenas noches —me contestó.

Me alejé, en dirección al aparcamiento, sin girar la cabeza. Llegué a la esquina y, ya fuera de su alcance, esperé. Aproveché un espejo convexo para continuar observándole. No tardó ni dos minutos en arrancar. Evidentemente estaba espiándome, evidentemente se lo habían ordenado.

Llegué a casa tarde. Tan tarde que Rebe y yo ya no hablamos. Había que ejecutar el plan rápido, antes de que nuestra relación, ya agonizante, muriera.

MARTES 23 DE ABRIL, 2002

No tuve noticias de Rafa.

Se hicieron las siete y media y en apenas unos minutos se fueron todos.

Debería haberme ido a casa yo también, a comentarle a Rebe mi plan, pero tenía miedo. Fui tan cobarde que preferí quedarme y volver tarde, lo suficiente para encontrarla durmiendo. Quizás allí, en la intimidad de la cama, encontrase el valor para explicarle que quería cambiar nuestra vida.

Me quedé un rato más en la oficina.

Y un poco más.

Llegó doña Luisa y nos saludamos.

Se fue a limpiar.

Me quedé solo.

Me volvió a cizañar la curiosidad: ¿cómo podía cobrar tanto Estrella?

Me acerqué de nuevo a su mesa, me faltaba el tercer cajón. Y así, mientras doña Luisa seguía a lo suyo, yo seguía a lo mío: introducirme en intimidades. Abrí el tercer cajón y saqué de allí varias revistas de moda, catálogos, más resguardos de tiendas, varios pintalabios, un pequeño espejo… Me disponía a registrar el fondo, con la esperanza de encontrar algún tesoro más, cuando una mano se posó en mi hombro.

Una mano ligera, no muy grande; una mano que no apretaba, simplemente se apoyaba. Supe al instante que no era la de don Rafael, eso me alivió. Me giré y vi la cara de Sara. Mi corazón volvió a su sitio.

—¿Qué haces husmeando en la mesa de Estrella? —me preguntó sorprendida.

—Nada, nada, sólo es que… —inventaba mientras hablaba—, es que pensé que ella podría tener mi boli… el verde, ¿recuerdas?

—¿Ella? —me miró extrañada Sara.

No supe qué más decir, así que mi única salida fue cambiar de conversación, le pregunté yo.

—Y tú, ¿qué haces aquí a estas horas?

—Me he dejado las llaves del coche en el cajón, espero. Me he dado cuenta cuando he llegado al garaje.

—¡Ah! —contesté.

Permanecimos callados durante unos minutos.

Ella se fue hacia su mesa a buscar las llaves. Yo recogí todo lo que había sacado y cerré el cajón. Avergonzado, me fui a mi sitio, a su lado.

Sentados, uno al lado del otro, como tantos años lo habíamos estado, nos miramos. Acercó su cabeza a la mía y, con un hilo de voz, me hizo una pregunta.

—¿Tienes un momento?

—¿Qué? —No entendí.

—Me gustaría hablar contigo un momento, ¿tienes tiempo para un café? Abajo, fuera de aquí —me susurró.

Abajo, fuera, extraño. Miré el reloj y aún era pronto, ¿por qué no?

—Vale, espera un segundo.

Fui a buscar a la señora Luisa para decirle que ya me iba. Con una mueca de decepción en su cara, nos despedimos hasta el día siguiente.

Volví y Sara seguía sentada en su silla, esperándome. Apagué el ordenador y recogí mi chaqueta. Nos encaminamos los dos hacia el ascensor. La noté nerviosa.

Qué inocente fui aquella noche, no supe ver nada. Sólo con haberlo sospechado habría cambiado todo, pero ni de eso fui capaz.

Salimos del edificio despidiéndonos del guardia de seguridad. Una vez en la calle volví a ver el coche de un José Antonio que debía —pero seguramente no deseaba— estar allí. Le miré y supe, aunque no lo viera, que tuvo que bajar la cabeza.

—¿Pasa algo? —me preguntó Sara.

—No, nada, nada.

Nos dirigimos a la cafetería de la esquina. Nos colocamos en una de las mesas del rincón, alejados, íntimos, sospechosos. A esas horas ya no quedaba prácticamente nadie: el camarero y dos ancianos más que se tomaban el último café de la tarde.

Pedimos dos cafés.

No dijimos nada hasta que no llegaron a la mesa, como si tuviéramos miedo de empezar una conversación y ser interrumpidos por el camarero.

—Tú dirás, ¿te ocurre algo? —le pregunté con curiosidad.

—No, no es nada importante —dijo de una forma tímida, suave y avergonzada. Por aquella frase supe que era importante.

Callamos entonces, nos mantuvimos en silencio. Era tan difícil descubrirle secretos.

Sara cogió la taza entre sus manos, se la llevó a la boca y, con los ojos agachados, comenzó a llorar. Eran sollozos suaves, tenues, limitados por la vergüenza de encontrarse en un lugar público.

Le ofrecí mi mano sobre la mesa. La apretó, me acarició los dedos, me la agarró hasta la muñeca, nos miramos y en aquel momento sentí algo que no debería haber sentido.

Nos mantuvimos en silencio con las manos aferradas. Mirándonos, como dos colegiales, como dos enamorados que en el fondo no lo estaban. Nuestras cabezas se acercaron. Fueron movimientos involuntarios. Nos miramos a menos de diez centímetros, con nuestras bocas separadas apenas unos segundos.

Respiramos hondo. No fuimos capaces de parpadear.

El sonido de la cafetera nos hizo despertar. Comprendimos que de aquel acercar de manos jamás saldría nada positivo.

Le solté la mano, y en aquel momento ambos nos soltamos.

Tomamos un poco de café y volví a insistir.

—¿Qué te pasa, Sara? ¿Le ha ocurrido algo a Dani? —le pregunté para intentar salir de aquella incómoda situación.

Le costó, le costó muchísimo.

Ahora sé que aquellas palabras fueron demasiado personales. No nacieron de su corazón, ni siquiera de su mente, salieron de sus entrañas. Sé que cada una de las frases, al salir por su boca, rozaban las llagas de la culpabilidad. Pero no lo dijo, o quizás lo dijo y no supe entenderlo.

Fue una confesión. Sara no tenía a nadie, no tenía familia a la que acudir; estaban demasiado lejos. Apenas tenía amigos, pues su hijo le ocupaba todo el día. Sara necesitaba vivir, Sara necesitaba cosas, sensaciones, que todo el mundo necesita; cosas que se precisan pero no se dicen. Y en aquel momento de su vida, yo era la persona más cercana a ella; la persona que supo escuchar, hace tiempo, su historia.

—Hay momentos en los que… en los que… estoy tan sola… —intentaba explicarse—, estoy tan sola que me derrumbo. Acabo de cumplir treinta y dos años y estoy sola, y me siento sola, y cada día cuando llego a casa se me cae todo encima. La soledad, ¿sabes qué es la completa soledad? —me preguntó una Sara que volvía a sollozar.

Callé.

—Hay días, y son la mayoría, en que viajo de las cuatro paredes de mi casa a las cuatro paredes del trabajo y, de nuevo, a las cuatro paredes de mi casa. ¿Y sabes quién me espera? Nadie. Eso es la auténtica soledad. Estar solo porque se quiere estar solo, nunca es soledad. Soledad es estar solo sin quererlo.

»Hace años que no estoy con nadie… con nadie. Claro que he tenido relaciones cortas, de las que cubren las necesidades primarias, de las más básicas, de las de días o incluso horas. Llevo más de cinco años intentando empezar relaciones que no tienen futuro. Relaciones vacías donde el compromiso acaba cuando saben de la existencia de Dani; donde el compromiso ni siquiera empieza. Cinco años oyendo frases del tipo: «Ya te llamaré, ya nos veremos, tengo tu teléfono». Y no vuelven a llamar, no los vuelvo a ver y sé que nunca les di mi teléfono. Relaciones que duran mientras dura lo que buscan. Pero yo busco algo más; yo busco poder hablar, saber que mañana, que al día siguiente, que al otro, habrá alguien esperándome en casa. Alguien al que le interese lo que me ha pasado durante el día, con el que poder hablar así, como lo hago ahora contigo. No busco a nadie perfecto, ni guapo, ni alto, ni moreno, ni rubio. Sólo busco a alguien que no se asuste al ver que tengo un niño que me necesita tanto como yo necesito a ese alguien.

Sara siguió hablando y sé que, por un momento, olvidó que yo seguía allí. Y Sara, en aquel olvido, dijo cosas que nunca debería haber dicho, al menos no a mí.

—Llevo unas semanas con alguien al que sólo le interesa el sexo, nada más. Sólo que esta vez es distinto. Sólo sexo, pero me da miedo, me da miedo equivocarme incluso en eso. Sólo sexo, pero ¿y yo? Quizás a mí me gustaría que fuera algo más. No lo sé. Sé que no debería seguir con una relación así, pero es que… es que es tan difícil de explicar, y a la vez tan difícil de entender…

Distinto, aquélla fue la palabra que no supe ver, que no supe interpretar. Distinto; fue el matiz que aquel día me hubiese ayudado a evitar el desastre. Distinto. Sí, pero ¿distinto a qué?, ¿qué era para ella distinto? Fue tan tenue, fue tan débil que no supe verlo y me avergüenzo ahora que ya es tarde.

—Sólo sexo —continuó—, sólo para acallar unas necesidades básicas; sé que me equivoco, pero ¿qué más da?, ¿qué más da equivocarse cuando nadie te castiga por ello? ¿Qué más da ya todo?

Sara paró, y noté que, en aquel momento, despertó.

Me miró con sorpresa, con extrañeza, pero, sobre todo, si algo vi en aquella mirada fue arrepentimiento.

Había hablado demasiado, había dejado demasiado desprotegidos sus sentimientos. Me había hablado como sólo le hablaría a su diario. Se había olvidado, en sus últimas palabras, de que yo estaba allí. Había dejado escapar palabras que sólo le pertenecían a sí misma.

Y yo, ante aquella mirada, me sentí vacío, perdido. No supe ver todo lo que me estaba contando sin contarme. Todo lo que quería decirme sin decírmelo. Por segunda vez en mi vida, en su vida, no supe ayudarla.

Aquella conversación, lejos de unirnos, nos acabó de separar. Acabábamos, aquella tarde, de romper nuestra amistad, de romper aquel vínculo que creamos la noche en que me contó la pérdida de sus dos «Migueles».

Nadie es capaz de contar sus debilidades de tal forma y continuar como si nada hubiera pasado. Comenzó, a partir de aquel día, nuestro distanciamiento. Nos evitamos, nos separamos, seguimos siendo amigos, pero sin intensidad.

Sara por confesarse, y yo por no interrumpir su confesión, acabábamos de romper nuestra amistad, de una forma sutil, sin enfados ni reproches.

—Me tengo que ir —me dijo una voz débil.

—¿Te espera alguien? —le pregunté.

—¿Importa eso? —No me contestó ni un sí, ni un no.

Fue una pregunta abierta, condicionada a mi reacción. Creo ahora que aquella noche ambos pudimos haber perdido mucho más, ambos pudimos haber variado nuestra relación. Ambos pudimos haber acabado juntos en su habitación. Sara buscaba amor y yo… yo no sabía lo que buscaba.

—No, no —contesté avergonzado.

Callamos, nos miramos y, por segunda vez, nos acercamos. Nos cogimos de la mano, acercó su boca a la mía y, en un susurro, me besó.

Duró un instante, intenso.

—No, Sara, no… —le dije separando mi boca.

—Lo siento.

Nos acabamos los cafés en silencio.

No fuimos capaces de mirarnos.

Salimos a la calle en silencio y nos despedimos, casi para siempre.

—Por favor, no me juzgues, no lo pienses. Olvida todo lo que ha pasado.

—Sara… —pero salió corriendo, huyó y sé que aquel día la perdí también a ella.

«Olvida todo lo que ha pasado». Pero es imposible, nunca he sido capaz de olvidar aquella conversación que modificó nuestra relación.

MIÉRCOLES 24 DE ABRIL, 2002

Despidieron a Javi.

No hubo bronca, ni diálogo, ni siquiera monólogo.

Javi llegó unos veinte minutos tarde. Fue el día oportuno, el día adecuado para él, fue el día del aviso para mí.

Quise ver en aquel despido una amenaza, indirecta, pero amenaza al fin y al cabo.

No fue escandaloso, pero sí cruel en el modo.

Dejó que llegase tarde y riese. Le dejó hacer, le dejó incluso almorzar aquella mañana, le dejó disfrutar de todo para, a las dos horas, tumbarlo de un único golpe.

Apenas habíamos vuelto de almorzar cuando sonó el teléfono de Javi. Sonó como sólo suena un teléfono cuando anuncia desgracias.

Javi descolgó y, en un par de segundos, se le heló la cara.

Colgó, tragó saliva y se hundió en su mesa. Cruzó los brazos y metió allí su cabeza. Se derrumbó.

«Está usted despedido; por favor, recoja sus cosas».

Nada más, directo y breve. A partir de aquel momento, Javi ya no estaba en la empresa.

Se marchó, recogió su cabeza y, con un «más tarde hablaremos», abandonó su sitio, su empresa y su sustento.

Javi ya no volvió por allí, no dio señales de vida. Él no llamó, nosotros tampoco. Él no llamó y quizás no lo hizo por vergüenza, quizás no lo hizo porque no sabía hacerlo, quizás no supo afrontarlo. Quizás no lo hizo porque esperaba que fuéramos nosotros los que diéramos el primer paso. Nosotros no le llamamos, quizás por no molestarle, quizás por no hacerle sentir incómodo; quizás porque no sabíamos qué decirle. Quizás porque esperábamos que fuese él quien diera el primer paso.

A las doce y media de aquel miércoles sonó mi teléfono. Don Rafael, a través de Marta, me solicitaba.

Pero no me alteré, ya ni siquiera me asustaba. Me levanté y me dirigí, tranquilo, hacia su despacho.

—Pase, pase… —me indicaba una mano.

—Usted dirá —le contesté mientras me sentaba en la silla, sin su permiso.

—Como recoge el protocolo general de la empresa, relativo al departamento de recursos humanos, tengo que indicarle que uno de los empleados asignados a su grupo de trabajo ha causado baja en esta empresa —me decía mientras buscaba en los cajones.

Sacó un paquete de puros, un boli de gel negro y una caja de condones que apartó a un lado.

—¡Qué cosas aparecen a veces en los cajones! —me decía mirándome directamente a los ojos.

—Aquí está. —Sacó finalmente una carpeta azul con dos hojas.

—Bueno, veamos. Le resumiré: después de varios intentos fallidos y advertencias referentes a la conducta de Javier Gómez, después de tres informes que denotan la falta de puntualidad y a su vez de compañerismo… —Después de más de tres minutos actuando, acabó con una pregunta—: ¿Quiere añadir algo?

—Simplemente que, a pesar de que llegaba tarde, siempre cumplía con la totalidad del horario, solía recuperar sus retrasos al mediodía.

—Eso me da igual. ¿Me comprende? Me da igual. Su impuntualidad continuada es una falta grave, muy grave, y en este caso además es reincidente. ¿Acaso sus compañeros no tienen el mismo derecho a llegar tarde? ¿Acaso es él mejor que usted, o mejor que cualquiera de ellos? —Y ahí, sin querer o queriendo, me gritó. Y en aquel momento me tuvo. No fueron los gritos, a eso estaba acostumbrado, fue su cara cargada de prepotencia. Hay veces que uno no puede evitarlo y pierde los nervios.

—¿Acaso Estrella es mejor? —le escupí la frase a la cara. Pero conforme salían las palabras de mi boca supe que me había equivocado.

El silencio fue la señal de mi tropiezo. Fue, sin duda, una derrota, pequeña, pero derrota al fin y al cabo. Él esperaba mi suicidio ante las cámaras, declarar lo que nunca tendría que haber sabido. Afortunadamente, me controlé y no dije nada más.

—Bueno, Estrella es un caso aparte, por eso ella tiene sus propias condiciones laborales, un sueldo distinto… —Y ahí se quedó con la palabra en la boca, esperando a que yo me lanzase. Pero no caí—. En fin, creo que son circunstancias que a usted ni le van ni le vienen.

—Entonces no compare, porque no todos somos iguales —le grité.

—Evidentemente. —Sonrisa prepotente—. Usted no se parece en nada a mí.

Me probó, tentó el ataque. Pero yo, en realidad, exceptuando unos condones, un vaso de plástico con restos de carmín morado y una secretaria atractiva, no tenía nada más. Me vio desarmado.

—No, afortunadamente, no todos somos iguales. —Me daba igual atacarle, me daba igual ya todo, me dolió tanto lo de Javi…

—¿Qué quiere decir? —entró al trapo.

—Nada, que no me gustaría parecerme a usted en absoluto. —Directo a la cara.

Quizás fue el despido de Javi, quizás su chulería, quizás que tuviera un paquete de condones y además me lo enseñase, quizás fue por su mujer, quizás por envidia, no lo sé, pero, por primera vez en mi vida, estaba disfrutando haciendo daño.

—¿Y se cree que yo a usted sí, mequetrefe? —Y por fin comenzaron los insultos. Lo saqué de sus casillas con la puerta entreabierta.

—¿Sabe usted el significado de mequetrefe? Mequetrefe significa hombre de poco provecho. ¿Sabe usted cómo se escribe provecho? Con uve. ¿Sabe usted, don Rafael, que cada vez que nos envía un e-mail nos duelen los ojos de las faltas de ortografía que pone? ¿Cómo se puede ser tan incompetente y no darse cuenta? —Yo también sabía insultar—. ¡Ah!, por cierto, echar, de echar a alguien, como usted acaba de hacer, se escribe sin «h». Eso lo aprenden los niños en la escuela.

Me suicidé, lo supe en el momento en que dejé de hablar, lo supe en el momento en que lo vi incapaz de articular palabra. En el momento en que descubrí a un toro con ganas de embestir, una persona violenta con ganas de pegarme, pero eso habría sido también su fin. Fuera había testigos, y no todos comprables.

Se contuvo, y soy consciente de que hizo un enorme esfuerzo. La cámara grababa, seguro. La puerta estaba abierta, casi tanto como sus heridas.

—¡Lárguese de aquí! —me gritó—. ¡Lárguese de aquí, imbécil!

—No esperaba menos de usted. —Y así, tratándonos de usted en plena batalla, me despedí.

Nos levantamos ambos a la vez, acercando nuestros cuerpos. Y en el equinoccio de nuestras cabezas, con su aliento impregnado en rabia, me amenazó en voz baja.

—¿Cuánto tiempo crees que durará tu matrimonio? —Y sonrió.

Me fui, confuso, sin dejar de mirarle.

«¿Cuánto tiempo crees que durará tu matrimonio?». ¿Qué significaba aquello?

No me quedé, aquel miércoles, a ver a doña Luisa. Sólo quería, por una vez, llegar a casa pronto.

No hablé con Sara, no hablé con nadie, no llamé a Javi, me fui a mi hora, fiché y desaparecí. En cierto modo había ganado él.

En casa me esperaba lo que esperaba que me esperase.

Y en lugar de hablarle de mi plan, Rebe y yo tuvimos la enésima discusión.

Yo venía alterado y ella vivía triste. No supimos ni siquiera tolerarnos. Fue la de aquel miércoles una discusión grave, acalorada, sufrida, casi física. Se diferenciaba de las de enamorados en que no había arrepentimiento, en que no había miedo a perdernos; en que no esperábamos llorando sobre la cama una llamada, en que ya nunca admitíamos una parte de culpa. No, no fue una pelea de enamorados.

Se diferenciaba también en los motivos: simplemente, no los había. Ahora, entonces, cualquier tontería era capaz de separarnos. Discusiones generadas por un hastío que se incrustaba entre ambos, porque el choque de personalidades se hizo cada vez más feroz.

—¿No hay nada para cenar? —le pregunté mientras la veía abandonada en el sofá.

—No —me contestó sin girar la cara, sin hacerme caso.

—¿Y los canelones dónde están? Quedaban por lo menos cuatro —le volví a preguntar con malas formas.

—Me los he comido, como siempre llegas tan tarde… —me dijo mientras seguía viendo la tele sin apenas mirarme.

—¿No me has guardado nada? —le grité.

—¡No! ¡Déjame tranquila! —Y ése fue el detonante, no la frase, sino el tono.

—Te dejo tranquila si me da la gana —le grité.

—¡Cállate, que no me dejas oír la tele! —Y aquel «cállate» vino demasiado envenenado.

—¡Cállate tú, idiota! —El primer insulto.

—¡Idiota, tú! —Y siguió mirando la televisión.

Me acerqué a la mesa y cogí el mando. Apagué la televisión.

—¡Qué haces, gilipollas! —me gritó mientras se levantaba a quitármelo de la mano—. ¡Dame el mando!

—¡No me da la gana! —le grité.

—¡Dámelo! —me gritó de nuevo mientras apretaba con sus manos la mía, con fuerza, con rabia.

La aparté de un empujón. Se volvió sorprendida, quizás por ser una de las primeras veces que nos peleábamos así. Se revolvió con fuerza y vino de nuevo hacia mí. Me volvió a agarrar la mano, con más fuerza, arañándome, clavándome las uñas. La aparté de nuevo tirándola contra el sofá y el mando cayó al suelo rompiéndose en dos trozos.

—¡Cabrón, hijo de puta, algún día me lo pagarás todo! —Y se fue llorando a nuestra habitación.

Echó el cerrojo.

Me quedé en el sofá, intentando averiguar si lo que acababa de pasar había sido un sueño. Jamás me había hablado así, con ese desprecio que emanaba de cada poro de su piel. ¿Por qué aquella reacción? ¿Por qué aquella violencia en sus palabras?

Recogí las dos partes del mando. Las intenté volver a juntar y fue imposible, algo se había roto y ya no encajaban, como nosotros.

Cogí las llaves y escapé.

Busqué un restaurante, pedí mesa para uno y allí encontré la soledad de la que me habló Sara.

Apenas cené, sólo pensé en ella. Hacía tanto tiempo que no salíamos a comer, ni al cine, ni a pasear, ni a nada. Nos estuvimos destruyendo mutuamente durante demasiado tiempo. Deseé poder retroceder, pero no una noche, ni dos, sino miles.

Recuerdo haber estado allí, con mi té en la mano, hasta que cerraron el local.

Me fui a casa.

Abrí la puerta y sólo encontré silencio.

El mando roto seguía sobre la mesa, alejando la posibilidad de que todo hubiese sido una pesadilla.

Me tumbé en el sofá, y allí, desprotegido, me volvieron a atacar los fantasmas de los celos, de las dudas, de los engaños, de los miedos. ¿Y si estaba con otro?

Intenté dormir, pero no pude; intenté hacer cualquier cosa, pero no pude.

Las dos y aún seguía despierto.

No sé a qué hora conseguí dormir.

JUEVES 25 DE ABRIL, 2002

Aquella mañana no hablamos, ya no hacía falta. Cada uno se dedicó a lo suyo: ella desayunó, yo desayuné, vestimos a Carlitos, yo me lo llevé y ella se quedó allí. Di un portazo y supe que dejaba atrás los restos de una relación que una vez fue nuestra.

Don Rafael no me molestó aquel día, pero aun así no pude trabajar. Cogí un folio y calculé; calculé mi vida, en distancias, en lugares, en superficies…

Escribí.

SUPERFICIES DE VIDA

Total: 445 m2

Total: 445. En 445 metros cuadrados transcurría el 95 por ciento de mi vida. Consulté en Internet la superficie total de la Tierra. Fue rápido: 510.065.284,702 km2.

Con casi cuarenta años vivía, estaba y era en 445 m2.

¿Valía la pena seguir?

Los dos días anteriores a mi huida se desplazaron demasiado rápido. Pasaron tantas cosas que, a pesar del dolor, viví más en aquellas cuarenta y ocho horas que en los últimos años.

Se acercaron las siete y media del último jueves. Hacía varios días que no hablaba con Luisa, y hacía varios días también que no hablaba con Rebe. Decidí, y lo hice en favor de Luisa: me quedé allí aquel jueves. Todo se torció aquella tarde.

Las 19:30 llegaron y no me quedé solo.

Las 20:00 y llegó Luisa, pero José Antonio no se iba.

Las 20:10, José Antonio se cansó de disimular y comenzó a recoger.

Se cansó de espiarme, supuse; se cansó de seguir unas órdenes pueriles de un jefe estúpido. Me miró desde lejos, se puso el abrigo y marchó. Y yo, que había decidido quedarme, salí tras él.

Le perseguí por la acera, escondiéndome en cada esquina; por el aparcamiento, escondiéndome en cada columna. Le seguí en mi coche, a varios metros de distancia.

Después de unos treinta minutos llegamos hasta el centro comercial donde trabajaba Rebe. A esas horas, ella ya no estaría por allí. Se metió en el aparcamiento subterráneo y yo, a dos coches de distancia, le seguí.

Bajó, se dirigió al ascensor más cercano y subió. Supuse que a la tercera planta: la zona donde están ubicadas todas las franquicias de comida. Efectivamente, después de agotarme subiendo tres pisos por las escaleras, lo vi entrar en una cafetería.

Cogí aire, suspiré, me calmé para esperar desde fuera, en una heladería cercana, a que saliera. Ahora me tocaba vigilar a mí.

Esperé durante casi media hora, sentado a unos veinte metros. Vigilé y vigilé, como él me había estado vigilando a mí. Estuve, varias veces, a punto de abandonar aquello, ¿qué estaba haciendo?

Pensé en volver a casa a contarle a Rebe mi plan; volver para explicarle que ese beso que me daba en el recibidor duraba menos cada día; volver para intentar revivir algo que perdimos hace tiempo. Y, aun a pesar de todos esos pensamientos, continué allí, sentado sobre una silla, a la espera de la salida de José Antonio.

Y salió, finalmente salió; y salió con ella, con Rebe.

Salieron ambos con semblante serio; ambos solos, ambos con las manos entrelazadas. Mantuvieron sus bocas demasiado cerca mientras hablaban durante minutos que me parecieron horas. Él puso su mano sobre el hombro de ella, de mi ella —quizás de su ella—; ella escondió su cabeza en el pecho de él; yo me quedé sin hacer nada. Y así, abrazados, se marcharon en dirección al garaje… quizás al coche de ella, quizás al coche de él. Supe que la había perdido.

Me mantuve sentado, a la vista, pero no a la de sus ojos, que parecían mirar hacia otro lado, hacia otros lados. No tuve el valor de encararme con ellos, no pude aguzar ninguna venganza en aquel momento, me hundí en el escorial de mis sentimientos. Sólo pude ver, en aquel escenario, la esquela de una relación que se acababa de romper.

Esperé a que los actores del decorado desapareciesen completamente. Me quedé allí, con mi café solo, con mi café, solo.

La vuelta a casa estuvo plagada de preguntas, de dudas, de reproches. Fue quizás el camino más largo de mi vida. ¿Me engañaba o todo era un malentendido? ¿José Antonio me espiaba por Rafa o me vigilaba por él, por ellos? ¿Sabía ella algo de mis horas extraordinarias?

Llamé a casa de los padres de Rebe.

—Hola, ¿Carlitos está aún ahí? —pregunté a bocajarro, sin mediar saludo.

—Sí, sí. Rebe nos ha avisado de que vendrá a recogerlo un poco más tarde, tenía que hacer unas compras. ¿Es que no te ha dicho nada?

—Ah, sí, ahora que lo dices me lo ha comentado esta mañana… —mentí—. Vale, pues ya la veo en casa, buenas noches.

—Buenas noches.

Envié un mensaje a Rebe: «Hoy no iré a dormir».

No fui capaz de volver a casa aquella noche.

Apagué el móvil, y aquel apagar fue también el de mi vida. A partir de aquel momento el resto de acontecimientos fueron cayendo uno tras otro; no fui capaz de pararlos.

Me alejé con el coche hacia las afueras. Salí de la ciudad, escapé lejos. Busqué un hotel y pasé allí la noche.

No pude dormir, pensé en todo y a la vez en nada.

Las once y media, ¿habría ido Rebe a por Carlitos?

Enchufé el móvil.

Nadie me llamó en toda la noche.

VIERNES 26 DE ABRIL, 2002

Viernes, el último de mi anterior vida.

Desperté en una cama extraña. Me puse la misma ropa del día anterior. Desayuné en la cafetería del hotel y me fui a trabajar.

Llegué con tanta rabia en la mirada, con tanta sed de venganza… que nadie se atrevió a decirme nada. Pregunté por José Antonio, pero me dijeron que no estaba, que tenía —aprovechando la festividad del 1 de mayo de la semana siguiente— quince días de vacaciones.

Me los imaginé juntos ya. Me los imaginé viviendo una vida que debería haber sido mía. Conocí aquel día, sobre mi mesa, la soledad a la que un día hizo referencia Sara: estaba completamente solo.

Llamé a Rebe varias veces, pero no me cogió el teléfono.

Me refugié, durante toda la mañana, en un dolor de cabeza que no tenía. Pero, que por mi rostro y por mi ánimo, todos lo creyeron, y todos me dejaron tranquilo.

Albergué allí, en mi sitio, una esperanza de que todo hubiese sido un malentendido.

A la hora de comer les dije a mis compañeros que me encontraba peor.

—No seas tonto y vete a casa —me dijo Godo.

—Claro que sí —añadió Ricardo.

Cogí mi chaqueta, revisé mis cajones y me fui. Supe, en aquel instante, que ya no volvería a verlos, que ya no volvería a sentarme allí, junto a ellos, nunca más.

Regresé a casa.

Abrí la puerta sabiendo que a esas horas no habría nadie, pero con la esperanza de que estuvieran las mismas cosas. Miré cada rincón de una casa que conocía de memoria y comencé a encontrar sospechas que me indicaban su ausencia. Me acerqué, nervioso, a nuestra habitación y allí encontré la prueba: una carta sobre la cama.

Una despedida, definitiva. Después de tantos años juntos, nos separábamos con una simple carta sobre una cama vacía.

Ésta no es una carta de odio.

He sufrido el miedo, la vergüenza, la impotencia, los celos, la desesperación, la depresión, casi he rozado la locura y la culpabilidad.

Hemos compartido muchos momentos, mejores y peores, pero juntos. Sé que una vida está formada por recuerdos y, afortunadamente, mi cabeza está llena de los tuyos.

Hace semanas, meses, que nuestra vida en común ya no es vida. Hace tanto tiempo que no hacemos nada diferente, que no volvemos a ser como éramos cuando nos conocimos, hace tanto tiempo que hemos perdido la felicidad…

Por eso quiero que sepas que te comprendo; me duele, pero no soy capaz de hacer nada para impedirlo. No creo que sea justo echarle la culpa a nadie… Quizás más caricias, más tiempo juntos; quizás hacer las cosas que hacíamos antes.

Llegó un momento en el que pensé que con quererte, que con querernos, era suficiente; he descubierto que no. Y aunque no sé hacia dónde voy a llevar mi vida, al menos tengo claro dónde no quiero estar.

Últimamente me has encontrado rara, ausente, pero es que me has subestimado demasiado. Hace tiempo que lo sospechaba, y ahora lo sé todo. Deberías haber sido más valiente y confesarlo. Si hay algo que no puedo perdonar, son las mentiras; no, eso no podré perdonártelo.

No intentes buscarme, aunque supongo que no lo harás. Los dos tendremos que rehacer nuestra vida. Sé, ahora mismo, hacia dónde voy, pero desconozco cuánto tiempo estaré por allí.

Por mi parte, voy a intentar no volver a verte como a la persona por la que lo dejé todo. He encontrado, de momento, un apoyo, una persona especial que ha sido durante estas últimas semanas un verdadero amigo. Gracias a él he descubierto muchas cosas, me ha ayudado a seguir adelante, a tragarme el odio, a dejar de lado el rencor y a descubrir que aún puedo disfrutar de la vida sin ti.

Carlitos estará bien, no te preocupes. Evidentemente, tenemos algo que nos une, por lo que tendremos que acostumbrarnos a vernos, pero de otra forma. De momento, me lo llevo, no serán muchos días, a lo sumo unas semanas, hasta que todo se calme, hasta que asimile —asimilemos— esta nueva situación.

Sólo te pido un favor: no me busques, ya te llamaré yo.

No os guardo rencor, ni a ti, ni a ella.

Rebeca.

Caminé por la casa, me esforcé por no pensar en nada, releí la carta varias veces, pero no conseguí entenderla. Pensé en ellos dos juntos, pero tampoco la odié, simplemente buscó lo que yo no le daba.

«No os guardo rencor, ni a ti, ni a ella», ¿de qué demonios estaba hablando? ¿Habría tenido Rafa algo que ver?

«¿Cuánto tiempo crees que durará tu matrimonio?».

No pude quitarme aquella frase de mi cabeza. Rafa había ganado, no supe cómo, pero di por supuesto que él era el causante de todo.

Me lo imaginé en su despacho escuchando con sorna a José Antonio, riendo entre ellos, presumiendo de haberme quitado a Rebe. Me enfurecí. Imaginé a un Rafa crecido, disfrutando a mi costa. A un Rafa conocedor de todas las aventuras existentes entre José Antonio y Rebe. Un Rafa que, cuando discutió conmigo el último día, lo sabía todo.

Seguramente hablaban entre ellos y, entre copa y copa, en cualquier bar, no dejaban de burlarse de mí. Lo vi en todas partes, en cualquier pared, en el cabecero de la cama, sonriendo. Se había cumplido su predicción. Sólo pensé en venganza, sólo eso. Toqué fondo, aquella tarde de viernes, como persona. Humillado, con los dientes mordiendo encías, destrozado, hundido en la vergüenza y con la venganza como guía, tomé la decisión que no debí tomar. La decisión que acabó por arruinar dos vidas.

Y fue curioso que mi venganza se cebara en Rafa y no en José Antonio. Quizás porque lo del segundo, tras mi apatía con Rebe, lo acabé entendiendo. Pero lo del primero, lo de disfrutar sólo por disfrutar del dolor ajeno, saberlo todo y no decir nada, disfrutar de mi sufrimiento… eso no pude perdonarlo.

A las cinco de aquel viernes, con los ojos apretados en sangre, encendidos, salí a la calle. Me dirigí directamente a la pequeña tienda de informática que había a tres manzanas de mi casa.

Pregunté y la compré. Era pequeña, negra, inalámbrica, en definitiva, discreta. Era posible controlarla remotamente, desde mi propia casa. Y volví a casa y me dediqué a averiguar todas las direcciones de correo electrónico de los compañeros, de los jefes, de los responsables de otras delegaciones… Decenas encontré. Di de alta una cuenta de correo anónima y les envié un mensaje a todos —menos a Rafa y a Marta, evidentemente—: «Esta noche, a partir de las 0:00, podrás descubrir el secreto mejor guardado de nuestra empresa».

Y junto a aquel texto adjunté un enlace a la página web que yo deseaba que vieran.

Esperé hasta las siete. Cogí el coche y me dirigí a mi empresa.

Aparqué a las ocho, ya no quedaba casi ningún coche.

Subí a las oficinas y Luisa se sorprendió al verme.

—¿Qué hace usted aquí? Pensé que hoy no había venido.

—Es que esta tarde no me encontraba muy bien y me he ido a casa. Pero me ha llamado don Rafael, que tenía un problema en su ordenador. Es importante —le mentí.

—Vaya, sí que trabaja usted.

—Pues ya ve, los jefes son los jefes. ¿Está abierto su despacho?

—Sí, acabo de vaciar la papelera.

—Gracias.

Se fue hacia los otros despachos mientras yo me quedaba allí, preparando mi venganza.

A las nueve ya había acabado el trabajo, apenas era distinguible entre los libros. La conecté, lo comprobé todo… perfecto.

Esperé a doña Luisa y, mientras ella se quitaba la bata, miré sorprendido hacia mi cubilete: alguien había encontrado mi boli, supuse que Sara. Lo cogí y me lo metí en el bolsillo.

Salimos juntos.

En el portal del edificio me despedí de ella.

—Ha sido un placer conocerla. —Y la abracé, y se asustó.

—¿Se va a algún sitio? —me preguntó sorprendida.

—Sí, de viaje, una buena temporada. —Y le sonreí.

La abracé de nuevo, en medio de la calle. Y ella se dejó abrazar y nos sentimos grandes amigos, casi como familia. Y pareció lo que era: un adiós definitivo.

Y allí nos mantuvimos unidos durante varios minutos.

Nos despedimos con lágrimas en los ojos.

Se fue hacia la parada del autobús.

Me fui hacia el aparcamiento.

Me quedé en la esquina, vigilándola, protegiéndola.

Llegó el autobús, se subió y se marchó.

—Adiós —le susurré desde lejos.

Llegué a las diez a casa. Me detuve durante unos segundos en el rellano, con la llave introducida en la cerradura, intentando escuchar la esperanza. Abrí la puerta: las luces estaban apagadas y el silencio encendido. Rebe se había ido, definitivamente.

Aun así, revisé de nuevo toda la casa por si había vuelto, por si había dejado una segunda nota. Nada.

Mis ganas de venganza se incrementaron. Me dirigí hacia el ordenador. Lo encendí y me conecté a la página web de la cámara. Me mantuve a la espera.

Apareció un despacho vacío y oscuro, no había ningún tipo de movimiento. Consulté el número de usuarios conectados: uno, yo. Aún eran las diez y media. Esperé.

La cámara estaba perfectamente escondida, automatizada de tal manera que sólo era posible desconectarla desde el propio despacho. Fue la única forma de controlar mi conciencia, no quería que me obligase a dar marcha atrás en cualquier momento.

Pasaron diez minutos, que en mi cabeza fueron horas, y el despacho continuaba igual: apagado. ¿Por qué tenía que ir allí los viernes? ¿Y si fuera los sábados? ¿Y si esa noche no iba? ¿Y si todo aquello no eran más que invenciones mías? Daba igual, era la única oportunidad que tenía, aposté todo a una carta.

Las once menos diez: nada.

Deambulé por casa nervioso, deseando que los viernes fueran los días en que Rafa visitaba su despacho para hacer otras gestiones.

Las once, nada.

Volví a dar una vuelta por casa, me dirigí al frigorífico, bebí agua, comí un trozo de chocolate, suspiré. Pensé en mi huida, en mi venganza. ¿Qué estaría haciendo en ese momento Rebe? Volví, de nuevo, al ordenador.

Las once y diez. De pronto, se encendió la luz del despacho. Miré los usuarios conectados: yo. Aún era un poco pronto, pero había acertado en la hora. Así, cuando se conectasen, ya estarían en plena faena.

Don Rafael, y a partir de ese momento de nuevo Rafa, entró en el despacho, se quitó el abrigo, cerró todas las ventanas y se sentó en su sillón de cuero negro. El mismo desde el que me amenazó tantas veces, el mismo desde el que ordenó el despido de Javi, el mismo desde el que yo vi un vaso de plástico con carmín violeta.

Las once y veinte: dos usuarios conectados, había alguien más.

Rafa cogió el móvil y fue breve, un «ya puedes subir», supuse. Apagó las luces del techo y encendió la más cercana a la mesa, la de pie. Y esperó, como esperábamos el resto. Tres usuarios conectados.

Al cabo de diez minutos —lo que puede tardar una Marta cualquiera en subir desde la calle hasta la oficina— entró alguien más en el despacho: una mujer.

De espaldas a la cámara, se quitó el bolso y el abrigo, los dejó sobre uno de los sillones. Era alta, delgada, con minifalda, medias negras y el cabello recogido.

Caminó hacia él dando la espalda a la cámara. Se sentó en la misma silla desde la que yo había recibido las últimas broncas.

Y de pronto, aquel caminar me fue familiar, y me puse nervioso. Deseé poder pararlo todo, deseé que no se diera la vuelta, que se fuera la luz, que se cerrara el mundo.

Pensé en mil formas de pararlo, pero fue imposible. Nunca estuvo en mis intenciones detener aquella venganza, nunca pensé que me arrepentiría o, mejor dicho, no quise que mi conciencia me dejase arrepentirme. Así que lo automaticé todo, para que ningún angelito sobre el hombro me influyese. Miré los usuarios conectados: diez. Me temblaron las manos, los brazos y el corazón, sobre todo el corazón.

Comencé, en mi cabeza, a preparar la maleta para mi huida. Lejos, muy lejos, donde nadie me conociera, donde nadie pudiera decir: «Aquél es el hijo de puta que le jodió, aún más, su vida».

Después de unos minutos en los que parecía que sólo estuvieran hablando, Rafa se levantó de su sillón para acercarse a ella. Se sentó sobre la mesa y se desabrochó lentamente el pantalón.

Ella introdujo la mano y su boca hizo el resto.

Estuvieron así durante demasiado tiempo: ella ocupada y él ofreciendo una enorme sonrisa a una cámara que le enfocaba directamente. 15 usuarios.

Rafa alargó sus manos para quitarle la camisa y desabrocharle el sujetador. La aferró por los brazos, la levantó y cambiaron de posición: él de espaldas y ella sentada sobre la mesa, mirando a la cámara, mirándome a mí sin saberlo. Y la vi, y le vimos la cara, y supe que me había equivocado en todo.

Comenzaron a moverse, a aferrarse el uno al otro.

Las doce: 22 usuarios. Se había corrido la voz, a través del móvil supuse.

Rafa se quitó la camisa sin dejar de moverse, mostrándonos un torso completamente musculado. Las embestidas se prolongaron durante más de veinte minutos. No quise mirar, pero no podía dejar de verlo. Cambiaron varias veces de posición: él sobre ella, ella sobre él…

Después de más de media hora, Rafa, con esposa y dos hijos en casa, ex heredero de una gran fortuna, se sentó sobre el sillón negro y allí comenzó a moverse bajo una Sara que quería olvidar la pérdida de sus dos «Migueles», que quería olvidar la vida solitaria que le esperaba en casa. Una Sara que, tras las disculpas de Rafa días atrás, salió demasiado sonriente de su despacho; una Sara que no prestó atención al e-mail que le había llegado aquella tarde.

Pasó el tiempo y, finalmente, la escena acabó.

Sara se vistió, se vistieron ambos.

No hubo besos, no hubo abrazos, no hubo nada más.

Sara salió del despacho.

35 usuarios conectados.

Rafa se quedó allí, recogiendo, colocando todo en su sitio, escondiendo cualquier prueba… sin saber que aquello no era necesario porque aquél sería el último día que iba a sentarse en su despacho; que iba a conducir su Jaguar; que iba a vivir en una mansión; el último día también que tendría que dormir con quien no quería dormir.

Me quedé inmóvil durante varios minutos en la silla desde la que había visto destrozarse dos vidas.

Finalmente, cogí las llaves y salí de casa.

Entré en el ascensor y bajé al trastero.

Allí, entre todos los recuerdos, cogí mi mochila, dejando la otra —la azul de Rebe— abandonada.

Subí de nuevo y metí en ella lo indispensable para hacer el viaje que íbamos a comenzar mi vergüenza y yo.

Reservé, a través de Internet, un billete de tren.

SÁBADO 27 DE ABRIL, 2002

Abandoné aquel viernes, ayer, mi vida.

Llevo ya tres horas caminando entre árboles, tierra y nubes; sin ser capaz de adivinar un final que creo que se acerca, pero no intuyo. La senda, que hasta ahora era apacible, se convierte en subida pronunciada; mi andar, que parecía decidido, se vuelve perezoso.

Comienzo a ascender con la esperanza de que arriba esté el primer lugar al que me dirijo, la primera etapa de un viaje sin desenlace. Y mientras subo, la noche me vigila en la soledad de un lugar que no conozco.

Qué lejos quedan ahora los ruidos de una ciudad demasiado grande; el humo que, soñando ser niebla, nos envolvía cada mañana; el tráfico de vehículos capaz de dejarnos en un segundo plano; la velocidad de una rutina disfrazada de vida; qué lejos todo y a la vez qué cerca en mis recuerdos.

He recordado una historia utilizando fue, pasó, estuvo… cuando debería haber utilizado ha sido, ha pasado, ha estado… He utilizado demasiados «aqueles» intentando olvidar que todo aquello —que todo esto— acabó ayer mismo. He intentado engañar a mi mente utilizando pasados, he intentado creer que todo ocurrió hace mucho tiempo, he intentado creer que no tuve otra vida que la que ahora recorro: subiendo, a través de árboles, tierra y nubes.