Tesoro

Después de casi dos semanas empecinados, con la ilusión como principal motor del esfuerzo, acariciábamos la esperanza de terminarla. Contemplamos, ya durante el anterior verano, la necesidad de construir un lugar donde guarecernos del sol de las tierras manchegas; un refugio donde suavizar una sequedad a la que no acabábamos de acostumbrarnos los que veníamos de la costa.

Podríamos haber esperado a que la tarde estuviera mucho más madura —aunque ahora, desde el recuerdo, no sé si eso hubiese alterado en algo lo que vino después—, pero los días pasaban demasiado rápido y sólo agosto era nuestro.

Aquella tarde comenzamos pronto. Con el postre aún entre los dientes, nos levantamos de la mesa para recorrer, con pasos que casi eran saltos, el largo pasillo que separaba el pequeño comedor de la gran cocina: espaciosa, con nevera de las de congelador arriba; conjunto de horno y encimera de butano; pila de mármol amarillento; dos sillas de las de asiento de mimbre y respaldo de madera; y una mesa, arrinconada en la pared, sobre la cual colgaba, desde hacía años, el mismo calendario: una joven señorita —o no tanto— nos mostraba, enfundada en un mono azul, sus generosos pechos convenientemente embadurnados de aceite: Talleres Garrigo, 1981.

Desde la cocina, a través de una cortina de canutillos, se accedía a la galería: alargada y extremadamente estrecha. La recorrimos en apenas cuatro zancadas para dirigirnos a la escalera —de pendiente acusada, peldaños agrietados y barandilla oxidada— que desembocaba en el patio.

No era aquel patio grande, sino enorme. Tapizado de tierra y de aspecto rectangular, distribuía, a la izquierda, una pequeña piscina junto a medio campo de baloncesto; al fondo, dos portás gigantes; y a la derecha, también al fondo, el rincón donde habíamos estado trabajando durante tantos días.

Aquella tarde de viernes se nos presentaba —como venía siendo habitual— relajada, varada en un agosto tranquilo. El cielo, liso y de un azul despejado, apenas ofrecía obstáculos a un sol que se ensañaba quemando la tierra que pisábamos. El viento ni siquiera era capaz de mover el pequeño molinete colocado en lo alto del único árbol que teníamos. Y el silencio que nos rodeaba era tan intenso que, sin apenas escucharlo, lo oíamos.

Comenzamos los preparativos para otra dura jornada de trabajo, la última si todo iba bien —al final fue la última yendo todo mal—. Colocamos nuestros taburetes de mimbre junto al alto muro de piedra, aprovechando así una pequeña franja de sombra que, a partir de las tres, comenzaba a dilatarse. Nos dividimos el trabajo para localizar de nuevo todo el material necesario: la vieja sierra de mango rojo que apenas serraba; la caja de herramientas repleta de clavos, tornillos y tuercas; los dos martillos; los alicates amarillos y varios destornilladores que abandonábamos cada día aquí y allá.

Y así, sin atisbo de sospecha, una apacible tarde de agosto, en apenas dos horas, se iba a rebelar contra nosotros.

Aquel rincón, el nuestro, en el que nos reuníamos cada día, pasó de ser una madriguera de niños a un nidal de ilusiones. Un lugar que almacenaba —además de ladrillos, maderas, tejas y todo tipo de chatarra— secretos, miradas y conversaciones que en aquellos años no llegamos a compartir con nadie más.

He estado, a lo largo de mi vida, en rincones —nunca esquinas— parecidos, pero en ninguno de ellos he sido capaz de encontrar lo que dejamos en aquel que hace años compartimos.

Comenzamos allí, arrinconados, lo que en breve supondría el final del verano; y a su vez, el final de todos los veranos juntos. Habían pasado ya los días de trazar la planta, de diseñar los bocetos y de colocar los ladrillos; había pasado ya el difícil momento de sostener el hueco de la entrada, de alinear las paredes y de equilibrar el conjunto. Todos esos días, con sus horas y sus minutos, con sus goces y sus disputas, habían pasado. Y tras el pasar de aquellos momentos, llegó el día más importante: nos restaba colocar el techo.

Ocupamos la mañana de aquel viernes seleccionando tablones: carcomidos a decenas, aceptables apenas ocho o nueve; pero tuvimos suficientes. Cuatro y cuatro, ése fue el reparto; primero Toni y después yo; y después él y después yo otra vez. Y así, suavemente, temblando tanto como se balanceaba el conjunto, los fuimos colocando.

La tarde la ocupamos buscando tejas. Había muchas, pero casi todas rotas. Pasó más de una hora hasta que conseguimos reunir una veintena aceptable. Las limpiamos a fondo con un trapo, haciendo enloquecer a las tijeretas que las habitaban: la mayoría, en su huida, nos subían por los brazos.

Con cuidado de cirujano sobrio, las colocamos sobre toda la estructura —un peso demasiado exagerado para unas débiles maderas—, rehusando la idea de añadirle pendiente, eso no era tan importante. Allí, en verano, apenas llovía.

Serían casi las cinco de la tarde cuando colocamos la última teja en su lugar: la obra estaba acabada.

Silencio, ésa fue nuestra alegría, nuestra recompensa. Un silencio prolongado, generoso, íntimo, de los que permiten ser recordados con el paso de los años. Un silencio irrepetible, ruidoso al fin y al cabo. Entre ambos, sólo hubo silencio. Y esa ausencia de sonidos fue el principio del final.

Era, a nuestro parecer, perfecta: unos dos metros de ancha, unos tres de larga y casi dos de alta. Todo —ladrillos, maderos y tejas— estaba unido con ganas, con ilusión, pero con nada más.

A ninguno de los dos se le pasó por la cabeza que una leve brisa podría hacerla caer; a ninguno de los dos se le pasó por la cabeza que aquella casa tenía demasiadas similitudes con la del primer cerdito. Pero es que con doce años hay cosas que a uno no se le pasan por la cabeza.

Las vacaciones de verano siempre fueron especiales, seguramente porque su duración dejaba a la Navidad o a la Semana Santa en meros descansos. Eran casi tres meses sin pisar la escuela, tres meses por delante que se nos antojaban eternos. Y aun así, aun a pesar del desahogo que ofrecían, a partir de la tercera semana de agosto los días se precipitaban sin remedio hacia el nuevo curso.

A finales de julio nos preparábamos para iniciar las vacaciones en el pueblo. El ritual era todos los años similar: a las siete nos levantábamos, desayunábamos y, con la ilusión por sangre, sacábamos al pasillo todos los bártulos para que mi padre, a modo de porteador, los fuera colocando en la vieja furgoneta. En unos minutos, el vehículo iba hasta los topes con todo lo que podía necesitar una familia para pasar un mes completo de vacaciones: numerosas bolsas de comida —latillas, leche y todo aquello que aguantara semanas—, varios juguetes, libros de repaso y maletas repletas de ropa: ropa corta, ropa larga, ropa de baño, ropa de pies, ropa de deporte, ropa de vestir y ropa de abrigo, porque en el pueblo nunca se sabe.

Así pues, con todo aquel bagaje, partíamos en nuestra vieja furgoneta granate —que tenía que aprovechar al máximo las bajadas para poder coger carrerilla en las subidas— hacia tierras conquenses con la ilusión de iniciar, al estilo Cuéntame, nuestro mes de vacaciones en el pueblo.

—¿Cuánto falta para llegar? —preguntaba yo a discreción mientras mi madre chupaba medio limón para no marearse y mi hermana no paraba de decir que tenía pis.

—Ya hemos pasado dos toros, así que sólo queda uno… Cuando lo veas, ya casi habremos llegado —me contestaba mi madre a la vez que le daba otro mordisco al limón, agriando la cara de tal modo que no podíamos dejar de reír.

Desde nuestra casa hasta el pueblo —y así es como yo medía entonces las grandes distancias en los viajes— había exactamente tres toros. Tres toros de ésos gigantes y negros, de los que alteran el horizonte a lo lejos, cercanos a la carretera. Toros que, durante el resto del trayecto, me dedicaba a buscar sobre una planicie infinita, cubierta de colores pardos, verdes y azafranados que, perfectamente cuadriculados, hacían de La Mancha un lugar como jamás he vuelto a ver. De vez en cuando, mi vista se confundía entre los mantos de girasoles desplegados a orillas de la carretera. Todos con la coreografía aprendida, como la mayoría de las personas que conozco. Más de cien veces los miré y nunca llegué a entender el sentido de sus movimientos: yo siempre los vi cabizbajos, como con ánimo de siesta.

Y de pronto, en algún punto perdido del viaje, por fin la localizaba: una mancha negra en una Mancha de recuerdos. Una mancha que al acercarse a mí se transformaba en toro. Una mancha que en unos minutos se alejaba y se me escapaba de nuevo… faltaba un poco menos.

Una mirada recta, paralela al asfalto que, de vez en cuando, ondulaba verticalmente. Una mirada con la que, en los puntos más elevados, conseguía distinguir el conjunto de casas que formaban el pueblo en el que íbamos a pasar el verano juntos. Aquél, el último.

Cada verano invertíamos los dos primeros días de nuestras vacaciones en arrancar el manto de malas hierbas y cardos —de los de hasta metro y medio— que, aprovechando nuestra ausencia, habían cubierto todo el patio. Era aquél un trabajo duro, «de los que joden la espalda», como decía mi padre.

La tarde del segundo día —jamás recuerdo que se hubiera alargado a un tercero— decidíamos, la mayoría de veces unilateralmente, que las obligaciones habían finalizado.

Y así, con todos los yerbajos, cardos y papeles amontonados en el centro del enorme patio, encendíamos nuestra falla particular.

Alrededor de aquella hoguera se formaba un corro variopinto: los niños —derrotados o simulando estarlo—, sentados en el suelo, daban buena cuenta de sus bocadillos de Nocilla negra; la madre, de pie junto al fuego, acercaba las manos desde lejos; el padre, apoyado en el muro de piedra, disfrutaba del enésimo cigarrillo de la tarde. La abuela, desde la galería, miraba encantada —disfrutando como sólo las personas mayores pueden hacerlo— a toda la familia. Y el abuelo… el abuelo casi siempre estaba ocupado en otros asuntos: sus asuntos.

La pequeña humareda gris niebla que, tras apagar los restos de la hoguera, se difuminaba en el cielo nos indicaba que habían empezado nuestras vacaciones.

Por las noches, aprovechando el pequeño «hoy parece que refresca» que nos regalaba el pueblo, nos vestíamos de domingo y salíamos a festear por el Riato. Una gran avenida que, contrastando con el resto de calles del pueblo —estrechas y saturadas de recodos—, trazaba una perfecta recta repleta de árboles, farolas y bancos de madera. Una avenida donde los bares hacían resucitar, con sus papas, sepias y zarajos, a una población que en invierno hibernaba.

Agosto era la víspera de las fiestas patronales, del montar de los feriantes, de los guachos y las guachas acariciándose las manos, del alcahueteo de las ancianas y del madrugar de los domingos para poder conseguir churros recientes. Eran los días de la reapertura del único cine del pueblo —dedicado a poner películas que hacía meses se habían estrenado en las capitales—, del ensordecedor ir y venir de las motos por las calles, de los cansinos «¿y tú de quién eres?» y de las interminables tardes en los billares jugando a máquinas donde los mejores se permitían el romántico detalle de escribir tres iniciales —la del medio siempre era una Y— en los high scores.

Era la época en la que la zona del Carrascal, un futuro parque en construcción provisto ya de algunos bancos, césped a medio rasurar, columpios —básicamente toboganes y ruedas de camión atadas con cadenas— y un quiosco abastecedor de chucherías, servía de testigo de amores de verano, de reuniones hasta la madrugada y del pasear pausado de los ancianos que se advertían, mutuamente, continuamente, que las cosas estaban cambiando en el pueblo.

Recuerdo, a menudo, cómo la tranquilidad se alojaba en nuestras vidas sin apenas darnos cuenta. Los días se sucedían sin agobios y cualquier referencia al estrés parecía sacada de una película americana. Cuando nos tumbábamos un rato después de la comida, no se nos pasaba por la cabeza ponerle límite a su duración, el cuerpo ya lo haría. Si había alguna prisa en el despertar de las mañanas, yo no la recuerdo. Esa tranquilidad llegaba a rozarnos los huesos cuando, por las noches, tumbados sobre el césped húmedo, con un manojo recién arrancado entre los dedos, mirábamos al cielo esperando ver la fugacidad de una estrella que nos permitiera pedir un deseo.

Creo que nunca pedí el adecuado.

—¿Quién entra primero? —dije con miedo, como si el hecho de hacer la pregunta me evitara tener que ser yo quien la inaugurase.

—Tú mismo —me contestó Toni.

Y con más miedo que ilusión, con más recelo que ansiedad, entré lentamente en nuestra cabaña de ladrillo, madera y teja.

A pesar de su altura, tuve que entrar gateando: el hueco de la puerta era demasiado pequeño. Conforme accedía a su interior iba notando un agradable frescor que, después de tantas horas trabajando a pleno sol, reconfortaba enormemente.

—¡Toni, entra! —le grité, ya posicionado en mi sitio, en un sitio.

Y Toni entró, también gateando, con prudencia, con mesura y desconfianza. Me fijé en sus ojos de mirada aún temerosa. Pero al verme allí, sonriente, sentado con las piernas cruzadas y los pies descalzos, se animó. Lentamente, se sentó junto a mí.

Nos mantuvimos en silencio. Acostumbrando nuestros ojos a la oscuridad del mediodía y nuestro tacto a la tierra fría; degustando el resultado de casi trece días de duro trabajo.

Allí, juntos, sentimos un intenso aprecio mutuo, un amor de niños, de hermanos, que nos unió aún más como amigos. Un sentimiento que intuí eterno. Un sentimiento que el tiempo se encargaría de amplificar, pensé. No podía andar más desencaminado.

Brazo contra brazo, rozándonos la piel, ninguno pensó en cómo podía mantenerse toda aquella estructura en pie. Lo único que importaba era que, por fin, teníamos un lugar donde poder descansar cuando el sol se cebara con nosotros. Y lo habíamos conseguido juntos, sin ayuda de adultos, con nuestras propias manos.

En ningún momento presentimos lo que se nos iba a venir encima —qué crueles pueden ser a veces las palabras— aquella tarde.

No es posible prever que en unos minutos la vida pueda virar tan bruscamente; que todos los planes apalabrados para esa misma tarde, para el día siguiente o para el resto del verano, puedan, en un instante, escabullirse de golpe.

Y así mudó una tarde calurosa de agosto en tierras manchegas. Una tarde que llevaba trazo de ser anónima entre otras tantas. Una tarde cuya línea parecía ya dibujada en nuestras manos. Una tarde anodina donde los dos chiquillos se entretenían en el patio; donde el padre echaba la siesta, merecida después de estar, desde bien temprano, arreglando desperfectos de la casa; donde la madre y la abuela se enfrascaban frente a la tele con la novela de turno, descubriendo, arrojadas en el sofá, que «los ricos también lloran»; y donde el abuelo deambulaba ocioso, en busca de oficios o pretextos. Una tarde que debía pasar del todo desapercibida en unos minutos se rebeló contra nosotros, en unos minutos se sobresaltó como lo hace un gato asustado en una habitación oscura: de lado a lado hacia no se sabe bien dónde; como lo hace un cocodrilo: de improviso, con una violencia brutal.

Pasada casi una hora, allí permanecíamos los dos, sentados, jugando con la arena entre los dedos o con los dedos entre la arena, haciendo especialmente nada, cuando escuché cómo mi madre nos llamaba:

—¡A merendar! ¡Niños, a merendar! —gritaba, como siempre lo hacía cuando hablaba—. ¡Niños! —insistía, y eso también era normal en ella.

Podríamos haber salido sin más, podríamos haber ido hacia su voz, hacia la galería, hacia arriba; y allí, merendar juntos. Seguramente, si hubiésemos seguido como hasta aquel día, sin comentar la existencia de nuestra cabaña, habríamos confundido al destino. Aquello lo habría cambiado todo o, lo que es lo mismo, no habría alterado nada.

—¡Aquí, mamá! —grité mientras asomaba mi cabeza por la pequeña puerta—. ¡Aquí, en la cabaña que hemos hecho, aquí! —Y ése fue mi error: olvidar la razón por la que habíamos estado ocultando nuestro trabajo hasta entonces.

Con medio cuerpo fuera y agitando la mano, le animé a que bajase a vernos. Lo hice con esa ilusión del niño que desea demostrar a su madre que ya es capaz de ir en bici, «mírame, mamá, mírame»; con esa ilusión del niño que se tira por el tobogán —de cabeza— y parece que no tenga validez si los padres no lo miran, «mírame, mamá»; con la ilusión del niño que aprende a lanzarse en bomba a la piscina. Mírame cuando salto en las camas elásticas, cuando monto en los autos de choque y cuando tiro la peonza, «mírame, mamá»; mira cómo nado, cómo controlo la cometa, cómo hago el columpio con el yoyó. Con esa ilusión incontenible, llamé a mi madre esperando su reconocimiento por la cabaña que habíamos hecho, pero no recibí lo que esperaba.

Ella nos oía, pero no nos localizaba. Después de insistir dos o tres veces más, bajó hasta el patio para averiguar lo que ocurría.

La observé acercándose por la parte del muro que arrastraba sombra. Y, desde unos diez metros, sin querer enfrentarse al sol, me detectó: su hijo estaba con medio cuerpo fuera de lo que parecía una pequeña cabaña.

—¡Salid de ahí! —nos gritó desde la distancia. Un grito que venía con disfraz de amenaza: su tono se elevó aún más de lo habitual—. ¡Salid de ahí inmediatamente!

Algo no marchaba bien: noté en su grito esquirlas de miedo. Sin pensármelo, en una edad en la que aún no se buscan explicaciones, me revolví hecho un manojo de nervios. Arrastrando las rodillas por el suelo, gateé apresuradamente para salir lo antes posible del origen de las preocupaciones de mi madre.

—¡Salid de ahí! —continuaba gritando a la vez que abandonaba el sombrío burladero para venir a por mí, a por nosotros.

Me encontraba casi fuera de la cabaña cuando el pie izquierdo se me enganchó en uno de los ladrillos que formaban la base de la entrada; definitivamente, era demasiado pequeña.

Mi madre seguía chillando mientras se acercaba, o se acercaba mientras seguía chillando, no lo recuerdo exactamente; sólo recuerdo que sus movimientos me ponían aún más nervioso. No pensé, lo único que me importaba era salir de allí cuanto antes. Arrastré mi pie a la fuerza, no pensé en retroceder diez centímetros y sacarlo limpiamente; no pensé en que podía hacerme daño, en que podía hacernos daño. Y así, sin pensar, de un solo tirón, arrastré el pie desnudo hacia afuera. Noté un pequeño desgarro en la piel: sangre.

Fue aquella misma fuerza —la de la huida del pie encarcelado— la que movió un ladrillo, dejando la edificación aún menos estable que antes. Esta vez, ni siquiera hizo falta la visita del lobo. En dos segundos —suficientes para girar la cabeza y cerrar los ojos—, la cabaña se vino abajo.

Oí dos gritos, simultáneos. Uno que se acercaba, un grito en movimiento, de miedo. Otro inmóvil, a mi espalda, seco, apagado, pero no de dolor —eso vendría más tarde—, sino de pánico. Dos gritos y un silencio envuelto en una nube de polvo.

Mi madre se abalanzó sobre mí en el mismo instante en que la cabaña colapsaba. Me cogió tan fuerte, me agarró tan fuerte, me apretó tan fuerte… que aún hoy en día, cada vez que lo recuerdo, noto sus uñas clavadas en mis brazos desnudos. Descubrí aquella tarde la sensación de seguridad más intensa: el abrazo de una madre asustada.

Comencé a llorar sin saber exactamente el motivo; había tantos: la sangre en mi pie izquierdo, los dos gritos simultáneos, la recién estrenada sensación de incertidumbre, la nube de polvo que envolvía el momento, la sospecha de que se acababa el verano…

Lo que vino después fue un caleidoscopio de imágenes, movimientos y sonidos. Recuerdo a mi madre soltándome con la misma intensidad —casi violencia— con la que me había cogido para comenzar a quitar escombros; recuerdo los ojos de mi padre —que había venido corriendo al oír los gritos— indicándome, mientras ayudaba también a desenterrar a Toni, un «después hablaremos tú y yo»; recuerdo una niebla que desaparecía por momentos; recuerdo haber deseado que no desapareciera; recuerdo la humedad en mis mejillas…

Toni era el único hijo de los Abat, los mejores amigos de mis padres. Ana y José Antonio formaban una pareja curiosa, como sacada de un cómic. A ella la recuerdo muy delgada y alta, como Olivia la de Popeye. Él era un tipo más parecido a Brutus, con una barba que raramente dejaba ver sus labios. Los cuatro se conocían desde la época del pandilleo, cuando nació una amistad que se fue afianzando con los años. Sus vidas parecían viajar más o menos en el mismo vagón: ambas parejas se conocieron en la misma época, ambas se casaron en el mismo año y, ambas también, nos tuvieron a los dos con apenas unos meses de diferencia. Yo era el mayor.

Los Abat eran de esas amistades a las que te unes con vínculos más fuertes que los de la propia familia. Amigos de reuniones hogareñas de sábado noche; de viajes de fin de semana; de días de playa con sombrillas, toallas, neveras portátiles y todos los accesorios imaginables; de excursiones a la montaña para ver cómo la nieve asomaba por unos lugares donde raramente lo hacía. Amistades de «¿te quedas hoy con Toni y mañana te recojo yo al tuyo?» y de «¡no sabes el favor que me hiciste!».

Cada verano, yo solía pasar las dos o tres primeras semanas de julio en la casa que los Abat tenían en el Pirineo leridano; y en agosto, era Toni quien venía con mi familia a pasar todo el mes en la casa del pueblo.

Recuerdo con añoranza la casa de la montaña —así es como yo la llamaba— de los Abat. Era, en realidad, un conjunto formado por tres casas que el padre de Toni había comprado por un precio muy ajustado.

Una de ellas, seguramente la que en su época fue la principal, se encontraba totalmente abandonada. Apenas le quedaban los cuatro muros de piedra encargados de sostener un precioso techado de pizarra que, pese al deterioro del tiempo, no se había hundido. Tenía puerta y ventanas permanentemente cerradas y sólo pudimos acceder a ella un verano. Su padre, hastiado por los insistentes «¿qué hay dentro de la casa vieja?» o «¡esta noche hemos oído ruidos en la casa vieja!», nos acompañó una tarde para enseñarnos todo lo que no había en su interior: no había fantasmas, no había un señor gigante que salía por las noches a encender los farolillos y no había animales secretos que hablaban entre sí; en realidad, no había prácticamente nada. Una casa abandonada a su suerte, sin apenas mobiliario y con un suelo que se apartaba para dejar paso a las yerbas que buscaban hueco para continuar creciendo. Una casa que permanecía a la espera del «algún día me pondré con ella».

La más pequeña, situada a unos veinte metros de la anterior, había sido rehabilitada por el padre de Toni y servía ahora de pequeño refugio para toda persona que lo necesitase. Sus padres eran así propietarios de una generosidad que rara vez he vuelto a ver. Apenas tenía una habitación con dos literas, un pequeño baño con ducha y unas mantas. Lo suficiente para cualquier montañero que tuviera que pasar la noche.

El conjunto lo completaba la que finalmente se había convertido en la principal, la que los Abat utilizaban para pasar las vacaciones. Su restauración duró tres años. Tres años en los que el padre de Toni lo invirtió todo: su tiempo, su dinero y su ilusión. Allí, arropada entre montañas, se hallaba una preciosidad de muros de piedra grisácea, ventanas de madera roja y techo de pizarra de cuento. La casa estaba distribuida en dos plantas. Abajo, dominaba la estancia un amplio comedor con dos grandes sofás enfrentados, separados por una alfombra de dibujos extraños. En un extremo, la televisión; y enfrente, la chimenea, cuya lumbre aún se encendía alguna que otra noche de julio. La cocina estaba junto al comedor, separada por una puerta de cristal templado. Completaba la planta baja un pequeño baño y una habitación con dos camas donde dormíamos Toni y yo. Entre el baño y nuestra habitación estaba la escalera que permitía acceder al segundo piso, donde se encontraban el resto de las estancias: la habitación de los padres de Toni con un baño en su interior, la de los invitados y un baño completo.

Aún recuerdo perfectamente la última parte del recorrido que llegaba al conjunto de los Abat. Apenas habíamos atravesado el pequeño pueblo de Espot, abandonábamos la carretera para adentrarnos en una gran pista de tierra. Una pista tan inusualmente recta como ancha, cuyo final ni siquiera se intuía. El todoterreno de los Abat recorría con agilidad aquella gran recta, formando tras de sí una persecutoria polvareda que nos entusiasmaba. Con los mofletes pegados al cristal observábamos el desvanecimiento de los altos árboles que nos rodeaban. Después de unos quince minutos —según mis cálculos de entonces, de niño— llegábamos a una especie de balsa cercada por una valla metálica. Allí, la gran pista continuaba en dirección subida, pero a la derecha, en dirección bajada, nacía un pequeño camino, únicamente señalizado por una estaca gruesa de color rojo apagado. Aquella estaca —como nos explicó una vez el padre de Toni— era un símbolo que aparecía en las guías más antiguas de montañismo de la zona, probablemente con la intención de indicar el nacimiento del sendero. El padre de Toni decidió mantenerla; y cada año, después del verano, la repintaba de rojo.

El todoterreno apenas cabía en el estrecho, pedregoso y difícil sendero. Mientras las ramas atacaban al coche —que deambulaba de lado a lado—, nosotros nos divertíamos más que si estuviéramos en cualquier atracción de feria. A pesar de que su padre, con las manos aferradas al volante, intentaba evitar las piedras y los salientes más afilados del camino, de vez en cuando oíamos un fuerte golpe en los bajos del coche que nos hacía, instintivamente, levantar los pies.

Para disgusto nuestro y alivio de Ana —que si no había vomitado ya, le faltaría muy poco—, en apenas cinco minutos llegábamos a una pequeña planicie en la que se encontraba el lugar donde pasaríamos los siguientes quince o veinte días. Todo el conjunto estaba rodeado por un vallado de apenas un metro de altura, cuya finalidad era más estética que práctica. Se accedía a través de dos pequeñas cancelas. Cada una tenía colgado, en su parte más alta, un farolillo de los de luz calabaza. Y no eran éstos los únicos, ya que las tres casas —incluso la abandonada— tenían otro farolillo idéntico sobre sus respectivas puertas de entrada.

Algunas noches, a oscuras, nos alejábamos del vallado para, sentados bajo un árbol, deleitarnos con la constelación canela que formaban aquellas cinco luces.

Los cuatro —yo siempre me sentí uno más de la familia— recorríamos las montañas con excursiones que incluían —además de bocadillo, refresco y chocolatina— visitas a los pueblos cercanos, recorridos por los picos de alrededor o paseos hasta el gran lago.

Por la noche, después de haber andado durante horas por caminos, sendas y pistas, el cansancio nos abatía de tal manera que era entrar en la casa y caer rendidos en el sofá. Afortunadamente, alguien se encargaba de que despertásemos en nuestras respectivas camas.

Ahora, con mi muy prominente barriga, que si bien tiene mucho de curva no me aporta ni un gramo de felicidad, con mi colección de estrías a la altura de la cintura y mis fláccidos pectorales que ya luchan en tamaño con los de mi mujer, recuerdo aquellos años con tristeza. Recuerdo cuando aún era ágil, cuando nos pasábamos las tardes descubriendo montañas, escondiéndonos entre los árboles, cogiendo piñas para lanzarlas contra las botellas de cristal o pedaleando a toda pastilla para lucir las pegatinas que habíamos colocado entre los radios de las bicis. Ahora ya he abandonado cualquier posibilidad de volver a sentir todo aquello. Llega una edad en la que parece que todo se precipita hacia abajo, cuando sabes que, en adelante, todo será decadencia.

A pesar de que no éramos hermanos de sangre, sí que nos considerábamos hermanos de vida. Siempre que pienso en mi infancia, aparece él asomándose en la esquina de cada recuerdo. Aún hoy, sé que jamás volveré a estar tan unido a una persona como lo estuve a él.

Llegué a pensar que nuestra amistad carecía de caducidad, que se perpetuaría a través de los años… pero fueron esos mismos años los que acabaron con ella. Llegó así un momento en el que, a pesar de las miradas cómplices, de cubrirnos las espaldas y de las risas sólo interrumpidas por el dolor abdominal, ninguno de los dos fuimos capaces de mirarnos a los ojos con franqueza.

Esa amistad entre Toni y yo, la de hermanos que no lo eran pero lo sentían, esa amistad se perdió hace ya muchos años. Nos quedó después el poso del afecto. Y más tarde ni siquiera eso. Ahora nos conformamos con ser conocidos de ascensor, de oficina y de ciudad.

A los diez años de aquel verano, cuando finalizaba ya nuestra época universitaria, hubo un conato de esperanza. Fue una época en la que comenzamos a tener amigos comunes, a coincidir en varias clases e incluso, de tarde en tarde, a quedar para estudiar juntos en la biblioteca.

Tuvimos así una segunda oportunidad para sanear una relación que se abocaba a la indiferencia. Durante un tiempo conseguimos despertar una amistad aletargada: un cine los domingos por la tarde, algún recorrido —como solíamos hacer en el pueblo— en bicicleta por carreteras secundarias, e incluso, de vez en cuando, en esos momentos en que gustábamos de recordar nuestros años de infancia, éramos capaces de cruzar miradas en las que aún se podían encontrar restos de ese amor que nos tuvimos.

Durante meses albergué —quiero pensar que albergamos— la esperanza de que todo podría volver a ser, si no igual, al menos un buen sucedáneo de antaño. Pero, como el árbol torcido incapaz ya de enderezarse, nuestro destino también tendía a separarnos. Cuando las raíces del pasado volvían a coger fuerza, cuando parecía que Toni y yo, yo y Toni, podíamos volver a ser los mejores hermanos no hermanos del mundo, entonces todo se volvió a dislocar.

Comenzó el declive también un día de agosto. Un día de ésos en que solíamos quedar con los amigos en la playa para pasar el rato.

Aquella tarde, cuando ya llevábamos casi dos horas tostándonos al sol, llegó Pablo acompañado de su novia y de otra chica a la que nadie conocía.

—¡Hola, chicos! —nos dijo Pablo mientras se acercaba.

—¡Hola! —contestamos todos al unísono, sin dejar de mirar a la desconocida que venía con ellos; miradas que iban desde la curiosidad a la sorpresa, pasando por el deseo.

—Ésta es mi prima Rebeca. Sus padres se han trasladado a vivir aquí y como aún no conoce a nadie… —nos informó Pablo mientras colocaban sus toallas sobre la arena.

—Hola a todos —nos dijo una voz suave.

Los tres se fueron quitando la ropa hasta quedarse en bañador. Toni y yo, tumbados boca abajo, ocultos bajo nuestras gafas de sol, no dejábamos de mirar a la nueva chica.

Rebeca era una preciosidad de ojos azules, melena vainilla y cuerpo atlético. No era especialmente alta ni baja, una estatura media. Nos quedamos embobados mirándola mientras se restregaba la crema solar por todo el cuerpo. Ella se dio cuenta —no fue la única, su primo nos miraba con cara de pocos amigos— y nos dedicó una sonrisa. Cuando finalmente acabó de recorrerse el cuerpo con las manos, se tumbó boca abajo sobre su toalla. Llevaba aquel día un biquini negro que realzaba aún más su cabello rubio, aunque no fue en eso en lo que más nos fijamos.

A partir de entonces, Rebe —como prefería que la llamasen— fue una más en nuestro grupo, pero no una más en nuestras vidas.

Además de su físico, si algo me —nos— atrajo de ella, fue su energía inagotable, sus ganas infinitas de aprovechar cada instante de una vida que apenas acababa de estrenar. En cada momento ya tenía planes para el siguiente, aún no había vivido el hoy y ya estaba pensando en el mañana. Fue una época durante la cual Rebe no quiso conocer el significado de palabras como siesta, reposo o descanso.

Se convirtió, durante semanas, en una amiga común con dos pretendientes: dos hermanos que no lo eran. Recuerdo ahora esos juegos tontos, esas miradas de uno y otro, esos momentos de placentera conversación con ella. Recuerdo a dos chiquillos que, aun siendo adultos, seguían diciendo «mírame, Rebe»; mira cómo me tiro de cabeza a la piscina, «mírame, Rebe»; mira cómo soy capaz de hacer el pino en el agua, «mírame, Rebe»; mira cómo yo soy más como tú que él, «mírame, Rebe…».

Y aquella competición adolescente, en un principio amistosa, poco a poco se fue tornando más hostil. Tanto que al final acabó con nuestra reciente retomada amistad.

Finalmente llegó el día en el que Rebe se decidió entre ambos. Y así, con aquella elección, lo nuestro se acabó de nuevo otra vez. Definitivo.

Quedé inmóvil, derrotado sobre la tierra. Mirando, a través de las lágrimas que me empañaban la vista, cómo mis padres desescombraban los restos de la cabaña en busca de quien, minutos antes, me ayudaba a levantarla. Fueron momentos en los que anduve —como un equilibrista— sobre el alambre que separa la realidad de la inconsciencia.

Debajo de todo aquel despropósito apareció una cabeza rebozada en polvo, ladrillo y sangre. Y adherido a ella, apareció también un trozo de madera; al final se nos había olvidado quitar algún clavo.

La sangre, litros me parecieron entonces, nacía de su pelo y, como un pequeño torrente, le atravesaba la frente. A la altura de la nariz se transformaba en dos pequeños riachuelos para, finalmente, embalsarse en el cuello, a la altura de la nuez. Sangre, aún fresca, mezclada con tierra, que se derramaba por toda la cara. La cara de un Toni que yo no acababa de reconocer.

Su cuerpo apareció inmóvil. Me fijé en sus uñas: llenas de tierra; como si, mientras yo luchaba por sacar mi pie, él —previendo el desastre— hubiese estado también luchando, arrastrándose, por sacar su cuerpo.

Tras unos instantes comenzó a reaccionar, emitiendo unos sonidos que no olvidaré en la vida: unos quejidos ahogados como el triste maullar de un gato que agoniza, como un querer respirar y no saber. En cuanto Toni volvió a la vida, mi padre corrió a casa de los vecinos —en aquella casa no teníamos teléfono— para avisar a una ambulancia. Mi madre se sentó a su lado, agarrándole la mano mientras le susurraba esperanzas al oído.

—No te preocupes, cariño, no te preocupes… —Temblaba como nunca antes la había visto temblar, de puro miedo, de pura preocupación—. Ahora mismo viene la ambulancia, cariño.

»No te muevas, Toni. —Le agarraba la mano tan fuerte que pensé que se la partía—. Aguanta un poco más que pronto pasará todo, no te muevas, cariño —le seguía susurrando mientras le apartaba el polvo de los ojos con miedo a tocarle la madera que se le había quedado clavada en la cabeza. Ella también lloraba.

Pero Toni no se movía. Continuaba tendido sobre el regazo de mi madre, luchando por recuperar todo el aire perdido. Me quedé viendo, entre lágrimas, cómo su pecho se hinchaba y se deshinchaba. Me llevé las manos a unos ojos que ya me dolían demasiado; y a partir de ese momento todo comenzó a estar confuso, lejano, todo desenfocado.

Al final no pude mantener el equilibrio y caí.

Desperté empapado en mi cama, en la habitación que Toni y yo compartíamos durante todos los agostos. La oscuridad cubría la estancia como cualquier otra noche. Supuse que aquél había sido un extraño sueño en un día extraño. Sentí un alivio indescriptible, un alivio desmesurado, casi eufórico. Con las manos aún plagadas de nervios, me aferré a mi propia cabeza, a mi propia esperanza. Fue el mejor momento de un agosto triste cuando, aún confuso, comprendí que las pesadillas a veces son tan reales que el cuerpo tarda en asimilarlas como ficción. Me mantuve, durante unos instantes, en el espacio de tiempo necesario para conocer que, a pesar del sobresalto, uno no se ha caído de la cama, que el coche no se ha estrellado o que ella no se ha largado con otro. Me mantuve en el mejor momento de una pesadilla: cuando eres consciente de que lo ha sido, de que nada era real.

Así pues, al día siguiente, a la mañana siguiente, aun a pesar de hacerlo a escondidas, aun a pesar de la pesadilla, Toni y yo seguiríamos colocando el techo; eso sí, revisando mejor los clavos.

Mi cuerpo seguía agitado. Cerré los ojos, me tapé completamente e intenté volver a dormir.

Estaba ya rozando el sueño cuando el desaparecer de los nervios ofreció paso a una ligera molestia en mi pie izquierdo. Una molestia que al moverlo se convertía en dolor. Un dolor agudo; un dolor que, durante unos instantes, había estado aletargado; un dolor que, de pronto, se desparramó por todo el cuerpo. Un dolor que segregó realidad, una realidad demasiado dura.

Me destapé bruscamente para lanzarme contra la cama de Toni y, buscando a tientas la esperanza, rocé el vacío.

Allí, sobre una cama vacante, sin Toni, lloré los restos de pesadumbre que aún se alojaban en mi interior. Cabeza abajo, golpeando a un colchón inocente, le grité en susurros a una cama sin deshacer. Le exigí explicaciones, le pregunté por Toni, le ordené cambiar una realidad que las uñas de mi madre sobre el brazo se empeñaban en confirmar.

Allí, sobre la humedad del desamparo, después de horas de súplicas, me volví a dormir.

Mi madre se fue con Toni en la ambulancia; mi padre los siguió con el coche.

En el hospital le pusieron unos quince puntos en la cabeza y, tras dos días de observación, durante los cuales le estuvieron haciendo varias pruebas —el golpe le había hecho perder el conocimiento—, corroboraron que la herida no había sido demasiado profunda: no le quedaría ninguna secuela. Evidentemente, sólo hablaron de las físicas, y de las suyas. No pensaron en nosotros, en mí.

No me permitieron ir con ellos, así que, impotente y carcomido por la culpa, me tuve que quedar en el pueblo soportando los «pobrecito Toni» de mi abuela. Fueron aquéllos los días más largos de mi infancia.

Después de muchas, muchas horas, llegó el regreso. Los esperaba desde muy temprano, así que no me moví de la ventana en toda la mañana. Fue a eso de las doce cuando divisé, calle abajo, a lo lejos, el coche de mis padres seguido del todoterreno de los Abat.

—¡Ya vienen, ya vienen! —grité.

Y sin dejar pasar un segundo más, bajé corriendo a la calle.

Su imagen, saliendo del coche con la cabeza vendada, se me quedó grabada para siempre en la memoria.

Nos abrazamos —ni siquiera nos dio tiempo a mirarnos— como nunca lo habíamos hecho. Nos abrazamos sabiendo que no era aquello un reencuentro, sino una despedida.

Volví a llorar. Él también.

Supimos entonces, aun a pesar de nuestra corta edad, que aquél era el momento donde se separaban nuestras vacaciones. Con los años descubrimos que también nuestras vidas.

A pesar de que intentaron consolarme con los típicos «no te preocupes» o «tranquilo, todo ha pasado», yo sabía que realmente nada había pasado, sino todo lo contrario. Sabía que a partir de aquel momento comenzaba de nuevo todo, todo había comenzado a ser distinto.

Con el derrumbe de aquella cabaña se rompieron muchos de los lazos que unían a nuestros padres, entre ellos, el de la confianza.

No volvimos a pasar más veranos juntos, ni en mi pueblo ni en sus Pirineos. Aquel incidente alteró todo lo anteriormente vivido: terminó con las tardes de carreras de chapas en el patio —el equipo Kelme contra el Reynolds—, con las olimpiadas a dos saltando sobre la arena o lanzando piedras simulando el peso, con las salidas en bicicleta por el pueblo y sus alrededores, con las hogueras de escombros y cardos, y, sobre todo, alteró una amistad que, a partir de entonces, fue, a pesar de los altibajos, ya en declive.

Aún hoy, a mis tantos años, sigo guardando la imagen de ese niño con un trozo de madera clavado en la cabeza. Una imagen que me transporta a la noche en que desperté pensando que todo había sido un sueño; la noche en que, a mis doce años, me hice adulto.

La distancia comenzó a agrandarse entre las dos familias, y por ende, entre nosotros. Nadie quiso reconocer en lo ocurrido aquella tarde la razón de ese distanciamiento. Nunca hubo un reproche, ni una recriminación, ni un «¿de quién fue la culpa?»; pero fue el principio del fin.

No supe ver entonces que los Abat habían encontrado grietas en la confianza depositada en mis padres. Grietas que nunca antes habían visto, pero que a partir de ese momento fueron incapaces de olvidar. Grietas que nadie se atrevió a reparar, grietas que, con el tiempo, se fueron abriendo sin remedio.

Tampoco supe ver la tristeza que atrapó a mis padres al descubrirse incapaces de velar por la seguridad de un chiquillo de doce años. Una responsabilidad, la suya, que había sido herida. Un chiquillo que, a pesar de ser como de la familia, no lo era. A pesar de ser de casa, no lo era. Y ese pesar pesó esa vez —y a partir de entonces— más que todos los momentos anteriores en los que nos sentimos inseparables.

Y allí, en la calle, frente al portal, pero fuera de él, se produjo nuestro primer desencuentro. No quisieron —prefiero pensar que, en realidad, no pudieron— disimular sus ganas de marcharse cuanto antes. No supieron tampoco mis padres proponer lo que a buen seguro hubiese sido una comida incómoda. Finalmente, con un «ya tomaremos algo por el camino» ambas partes respiraron aliviadas.

No fui capaz entonces de entender las razones de aquella huida, de aquellas prisas por partir, de aquella incomodidad entre familias. No entendí que aquel «el médico ha dicho que debe guardar reposo» guardaba otras cosas. Cosas que, a mi edad, no supe comprender.

Nos perdimos, muy a pesar nuestro, ambos, aquel día.

MEDIADOS DE MARZO, 2002

Ya es la una y media de la madrugada, y sigo sin tener sueño.

Ella duerme hace horas, tantas como llevo yo recordando viejos tiempos; tiempos de infancia, tiempos que aún guardo como un tesoro.

Hace tantos años de todo aquello, de los veranos juntos, de la libertad de ser niños, de la ilusión por tener toda una vida por delante… Cómo me gustaría retroceder en el tiempo, cómo me gustaría volver a aquellos años que fueron los viveros de una relación que nunca llegó a buen puerto: la mía y la de Toni.

He pensado en mi infancia por culpa del plan que ahora tengo en mente: los Pirineos sería un buen lugar para volver a empezar. No sé, quizás sólo tenga agallas bajo las sábanas, quizás cuando de aquí a unas pocas horas me levante, vuelva a olvidarme de todo.

Las dos de la madrugada. Voy a intentar dormir, si no, mañana —ya hoy— seré incapaz de despertar.

—Buenas noches, Rebe —le susurro al oído.