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—No permitiré que la plaga se extienda hacia mis tierras. —Neha, la vecina más cercana, se unió al círculo por fin. Ahora su furia había encontrado un objetivo.

Lijuan sacudió una mano y todos los arcángeles del círculo empezaron a sangrar por los cortes que aparecieron en sus rostros, en sus pechos.

—Quizá haya llegado el momento de que el mundo sea gobernado por un único arcángel.

Elena se preguntó si alguien se había dado cuenta de que la propia Lijuan seguía sangrando. Y de que esa sangre tenía un extraño color oscuro, casi negro. Elena volvió la vista hacia el cuerpo sin vida de Adrian. Una persona se Convertía en vampiro cuando se introducía en su organismo una toxina nociva para los ángeles. En condiciones normales, esa toxina transformaba a un humano en vampiro y luego se volvía inofensiva. Pero…

¿Qué ocurriría con esa toxina si el vampiro volvía de entre los muertos, si se convertía en un renacido?

Las alas de Rafael acariciaron las suyas en un silencioso gesto de reconocimiento. Al parecer, la toxina también renacía. Y renacía en una forma más fuerte, más letal.

¿La matará?

No, pero tal vez sea más fácil derrotarla. Una caricia en su mente. No sobrevivirías a esta pelea. Sal de la zona de impacto y llévate a los demás contigo.

A Elena se le rompió el corazón.

Si mueres, la obligaré a traerte de vuelta.

Tú no me harías algo así, Elena. Una pincelada de mar, de viento, que arrulló sus sentidos. Pero no tengo ninguna intención de morir… Todavía no hemos danzado como danzan los ángeles.

Tras eso, desapareció de su mente. Elena se tragó la preocupación, el dolor, y se volvió hacia Aodhan, dispuesta a hacer lo que su arcángel le había pedido. Trabajando con Jason y, por increíble que pareciera, también con Nazarach y Dahariel, consiguió encender un fuego bajo los cortesanos. La mayoría se marcharon. Los renacidos se quedaron.

—Matadlos —ordenó Elena, que aplastó su compasión en un oscuro rincón de su mente—. Si a ella se le ocurre utilizarlos…

—Podría neutralizar a Rafael y al resto de la Cátedra. —Jason clavó la mirada en la pistola que ella tenía en la mano—. El método más rápido es la decapitación. —Sacó una resplandeciente espada de una vaina que Elena no había visto hasta ese momento, oculta en la curva de su espalda—. Destrózales el corazón, Elena. Nosotros haremos el resto, nos aseguraremos de que estén muertos del todo.

—Está bien. —Empezó a disparar. Esa pistola diseñada para desgarrar las alas de los ángeles resultó no ser tan efectiva como las normales en los corazones de los renacidos (tanto vampiros como humanos), pero sirvió. Cuando se quedó sin balas, sacó sus dagas.

Era una tarea horrible… y muy triste. Sin las directrices constantes de Lijuan, los renacidos no sabían qué hacer. La mayoría se limitó a permanecer de pie. Unos cuantos intentaron huir, pero tampoco pusieron mucho empeño. A Elena no le gustaba hacer aquello, pero debía hacerse. Porque si los renacidos comenzaban a alimentarse, si dejaban a sus víctimas muertas pero enteras, esas víctimas se levantarían. Y los renacidos se extenderían como una marea de muerte por el mundo.

Si alguno de ellos llegaba a darse cuenta de esa posibilidad…

Un par de ojos azules cansados siguieron su brazo mientras lo alzaba. Solo había gratitud en ellos cuando la daga se clavó en su objetivo. La espada de Jason le cortó la cabeza un instante después. La hoja negra despedía un fuego que reducía a los renacidos a brasas en menos de diez segundos. Elena observó con detenimiento esa espada y al ángel que parecía hermanado con la oscuridad.

—Ya está. —Aodhan enfundó sus espadas tras cortar en varios pedazos a aquellos que Jason no había quemado.

Nazarach y Dahariel habían utilizado sus propios métodos, pero el resultado final fue un patio carente de otra vida que la de los miembros de la Cátedra y la de los componentes de su extraño grupo.

—Creo que es hora de marcharse. —Nazarach le ofreció la mano—. Un baile, por fin.

—Puedo volar sin ayuda. —Elena prefería cortarse el cuello que ir a cualquier parte con él.

El ángel de ojos color ámbar inclinó la cabeza.

—En ese caso, espero que reserves un baile para mí la próxima vez que nos veamos. —Tras eso, remontó el vuelo.

Dahariel esperó a que Nazarach se hubiera marchado para hablar.

—Si Rafael sobrevive, dile que puede quedarse con el vampiro cuyos servicios quería comprar. El muchacho está tan destrozado que ya no tiene ninguna utilidad para mí. —Se elevó hacia los cielos antes incluso de que la última palabra hubiera abandonado sus labios.

—Tenemos que irnos —dijo Jason con una voz tan tensa que Elena apenas logró entenderlo.

La cazadora echó un vistazo atrás, pero no vio más que un resplandor incandescente, un muro de electricidad estática que bloqueaba todos sus intentos de conectar con la mente de Rafael. Sentía una opresión en el corazón, pero se marchó. Se marchó porque su arcángel le había pedido que lo hiciera. Y se cabrearía mucho si sobrevivía (e iba a sobrevivir) y la encontraba muerta. Mientras corrían, el poder comenzó a intensificarse a un ritmo exponencial por detrás de ellos, hasta convertirse en un infierno que los empujaba con oleadas abrasadoras.

Jason y Aodhan corrían a su lado cuando Elena subió un pequeño tramo de escaleras.

—¡Es demasiado bajo! —gritó, a sabiendas de que jamás conseguiría despegar desde allí.

Una mano cogió su brazo izquierdo; otra, el derecho. Elena replegó las alas en un abrir y cerrar de ojos. Jason y Aodhan remontaron el vuelo en el preciso momento en que una masiva falta de sonidos llenó el aire: el poder estaba siendo succionado por el vacío antes de empezar a expandirse. Estuvo a punto de aplastarlos, pero, de algún modo, los dos ángeles siguieron volando.

—¡Ya!

Pero Jason y Aodhan esperaron tres segundos más antes de soltarla. Sus alas se extendieron de manera instintiva, con las puntas curvadas para alejarse de la muerte que los perseguía a toda velocidad. Varias oleadas de calor atravesaron el aire, cada una más peligrosa que la anterior. Elena vio a los vampiros que caían mientras huían, oyó los gritos exclamados cuando los hogares humanos estallaron en llamas, vio a los ángeles que volaban aún más alto para intentar escapar. Sin embargo, Jason y Aodhan permanecieron a su lado pese a que ella era mucho más débil, mucho más lenta.

El fuego le acarició la nuca. Al echar una mirada por encima del hombro, vio que los límites del infierno estaban a tan solo unos segundos por detrás de ellos.

—¡Descended! —gritó—. ¡Descended!

El estallido los alcanzó con la fuerza de un camión de dos toneladas, aplastó sus alas y los esparció sobre el suelo como si fueran trozos de cristal.

Matar a Lijuan era una hazaña imposible. Rafael lo comprendió al percibir la primera oleada de su poder. Tenía el sabor de una mezcla entre la vida y la muerte, de un ser a caballo entre varios mundos.

Su sangre, negra y viscosa, seguía manando desde el cuello, pero su poder no dejaba de crecer. Sus alas se recortaron contra el intenso resplandor hasta que dejaron de apreciarse. El resto de los miembros de la Cátedra se elevó con ella para contener esa oleada arrasadora que podría destruir el mundo entero. Lo más probable era que ya hubieran muerto miles de personas. Si se detenían, si permitían que ella liberara la furia inconmensurable de su fuerza, habría millones de muertos. Miles de millones.

Sin embargo, esa no era la razón por la que luchaban sus compañeros. La mayoría apenas valoraba la vida humana. Luchaban por sus propias vidas, y porque Lijuan había cometido un error. Rafael había notado lo impresionados que se habían quedado sus compañeros al ver cómo Adrian destrozaba al vampiro que había tenido la mala fortuna de verse hechizado por Lijuan. La sangre y la muerte no eran nada nuevo. No obstante, el control que ella poseía sobre sus renacidos, la fuerza que esos renacidos utilizaban contra los vampiros…, ningún arcángel deseaba enfrentarse a esa clase de ejército. Y el hecho de que ese ejército fuese una plaga con el potencial de acabar con todos ellos era la gota que colmaba el vaso.

No me detendréis. No puedo permitir que lo hagáis.

La voz de Lijuan en sus cabezas.

Su aparente cordura resultaba mucho más perturbadora que la perversidad de Uram durante aquellos últimos minutos sobre Nueva York. Ahora Pekín ardía bajo ellos, y entre los escombros se encontraba Elena. El núcleo más primitivo de su ser ansiaba reunirse con ella, pero Rafael se quedó donde estaba. Porque su guerrera de corazón mortal no esperaría otra cosa de él.

Notó que uno de los tendones de su ala izquierda se tensaba en un intento por soportar las descargas de poder que lo azotaban una y otra vez. Solo Favashi, que era aún más joven que él, mostraba signos de agotamiento similares.

«En ese caso, ella te matará. Te convertirá en mortal.»

Era más débil que antes, pero también más fuerte. Cuando alzó la vista para contemplar el rostro de Lijuan, vio que la máscara humana desaparecía para revelar una atronadora oscuridad.

—¡Ahora! —gritó Rafael, dirigiéndose a los arcángeles que rodeaban a Lijuan. Sabía que ella ya no podía oír nada—. ¡Ahora!

Un torrente salvaje de poder. Un torrente salvaje concentrado en un único objetivo. El cuerpo de Lijuan se inclinó al recibir la descarga. El cielo se iluminó como si fuera de día durante un desconcertante segundo. Cuando la noche regresó, Zhou Lijuan se había desvanecido, la Ciudad Prohibida no era más que un cráter negro, y Pekín se había convertido en un recuerdo en la mente de mortales e inmortales.

La agonía de los moribundos solo se veía superada por el silencio de los muertos.

Encontró a Elena enterrada bajo las alas de dos de sus Siete. Jason y Aodhan estaban inconscientes, y los huesos de sus piernas parecían retorcidos. Sin embargo, esas heridas no eran nada para los inmortales de su edad. Sobrevivirían.

Elena era mucho, mucho más joven.

Pero tenía el coraje de una cazadora nata.

Rafael percibió un testarudo soplo de vida mientras recogía su cuerpo destrozado del duro suelo sobre el que se había visto arrojada. Sus manos estaban desgarradas; y su rostro, muy magullado, pero su cuerpo… Al deslizar la mano sobre él, el arcángel comprendió que solo tenía unas cuantas fracturas. De poca importancia. Incluso para un ángel tan joven. Debería haberla dejado descansar, pero no podía soportar el silencio.

Elena.

Sus párpados se agitaron.

No podía acelerar la curación, ya que había consumido la mayor parte de su poder en la batalla por contener a Lijuan. Tardaría algún tiempo en recuperarlo.

Cazadora mía.

Unos ojos plateados se clavaron en los suyos.

El amor, pensó mientras la estrechaba contra su corazón, era una agonía sin comparación posible.