38

El baile se celebraba al aire libre, en un enorme patio rodeado de edificios bajos y lleno de luz, de comida y de músicos. Las hipnóticas melodías del ehru flotaban en el aire. Cuando miró a su alrededor, Elena no pudo evitar sentirse admirada por la asombrosa sencillez de todo: los adoquines, delgados y rectangulares, que había bajo los pies de los invitados habían sido restregados hasta adquirir un brillante color cremoso; y toda la zona estaba iluminada con delicados farolillos de un millar de tonos diferentes, cuyas luces imitaban el cielo cuajado de estrellas.

Los cerezos en flor (algo imposible) extendían sus exuberantes brazos rosados sobre la gente, y sus ramas estaban colmadas de luces que centelleaban como si fueran diamantes. Elena cogió uno de esos capullos perfectos que había caído sobre su cabello.

—Percibo lo que hay tras todo esto —dijo, asaltada por el hedor de la corrupción, de la muerte—, pero la apariencia es mágica.

—Una reina posee una corte de la que todos hablan. Una diosa posee una corte que jamás será olvidada.

Las alas ocuparon su campo de visión cuando los ángeles, uno tras otro, empezaron a aterrizar con elegancia. Todos ellos estaban ataviados con ropas que acentuaban su belleza inmortal. Incluso los vampiros, cuyos rostros eran un ejemplo de simetría sensual, parecían fascinados. Los escasos mortales que habían sido invitados o asistían en calidad de acompañantes luchaban por no observarlo todo con la boca abierta, pero aquella era una batalla perdida.

Elena podría haber padecido esa misma reacción… si no estuviera con el ser más atractivo del lugar. Esa noche, Rafael había decidido ir de negro, y ese tono sobrio convertía sus ojos en dos focos. Era un ser de una belleza sobrenatural y, a la vez, un rey guerrero que no vacilaría a la hora de derramar sangre.

—No esperaba que ella asistiera.

Al seguir la dirección de su mirada, Elena vio a Neha. La reina vestía un sari de seda sin adornos de color blanco, y se había recogido el pelo en un moño austero. Sus ojos oscuros ardían de odio mientras miraba a Michaela.

Michaela parecía indiferente. Estaba ataviada con un exquisito vestido hasta los tobillos, de los colores de la puesta de sol, e iba del brazo de Dahariel. El ángel masculino no sonreía; su expresión era tan indiferente como la de la rapaz a la que recordaban sus alas. Sin embargo, la tensión sexual existente entre ambos era evidente.

Elena apartó la mirada, y sus ojos se toparon con los de Neha cuando la arcángel india se volvió hacia donde estaban Rafael y ella. Se quedó helada. Lo que moraba en el interior de Neha era más antiguo que la civilización, una criatura sin alma y sin conciencia. Su sangre se convirtió en hielo cuando Neha empezó a acercarse a ellos con zancadas bastante impropias de su habitual elegancia.

Se oyó el susurro de unas alas cuando Aodhan y Jason aparecieron de la nada para flanquearlos.

Neha solo se fijó en Rafael.

—Te perdonaré, Rafael. —Palabras sencillas, carentes de entonación—. Anoushka rompió la más importante de nuestras leyes. Y por eso murió.

Rafael guardó silencio cuando Neha se dio la vuelta sin añadir nada más para dirigirse a un círculo de vampiros con los ojos castaños y la piel oscura, que hablaban de una tierra de calor y violencia oculta, similar a los tigres que recorrían sus bosques.

—¿Qué parte de lo que ha dicho es cierta? —preguntó Elena, que apartó la mano de la empuñadura de la pistola.

—Ninguna en absoluto.

Neha se comportará como una arcángel, pero el odio es un veneno en su alma.

Elena soltó el aire que había contenido sin darse cuenta y dejó que su mirada se posara más adelante, en los escalones que conducían a lo que, sin duda alguna, era un trono. Lijuan estaba sentada en una silla de marfil majestuosamente tallada. Había tres seres masculinos a su lado: Xi, con sus alas grises veteadas de rojo; un vampiro chino de rostro perfecto; y el renacido que les había servido el té a Rafael y a ella la primera noche. Sin embargo, él ya no era el único de su especie.

Rodeaban a la multitud, como un silencioso ejército cuyos ojos registraban cualquier movimiento. Su mirada poseía un brillo extraño, un hambre que despertó los instintos de Elena. Carne, pensó la cazadora al recordar el informe que había leído en la luminosa aula de Jessamy; esos seres se mantenían a base de carne.

—Sus renacidos nos rodean —señaló Elena, que se preguntaba cómo era posible que los demás invitados no percibieran el olor a podrido, el hedor rancio de una tumba profanada.

Rafael no apartó la vista de Lijuan, pero sus palabras evidenciaron que era muy consciente de todo lo que los rodeaba.

—Un ángel sin alas es una criatura lisiada, una presa atada al suelo.

Elena tomó una profunda bocanada de aire cuando su mente se llenó de imágenes de aquel atardecer en el jardín de flores silvestres, de la espada de Illium convertida en un borrón plateado que amputaba las alas de la guardia de Michaela. Fue el instinto lo que le hizo replegar sus alas un poco más antes de concentrar su atención de nuevo en el trono.

Y descubrió que Lijuan la miraba a los ojos.

Incluso a esa distancia, Elena sintió el impacto aplastante de su mirada. No se sorprendió cuando la arcángel se puso en pie y los asistentes se quedaron en silencio.

—Esta noche —dijo Lijuan con una voz que se hacía oír sin problemas en aquel escalofriante ambiente cálido—, celebraremos un nuevo comienzo para nuestra raza, la creación de un ángel.

Las cabezas se volvieron siguiendo la dirección de los ojos de Lijuan, y Elena pudo sentir el peso de todas las miradas. Algunas eran curiosas; otras, crueles. Y una de ellas… Se le erizó el vello de la nuca. Una de ellas era perversa. La acarició como un beso maligno que ella quiso rechazar con todo su ser. Sin embargo, permaneció en silencio, inmóvil. Les dejaría creer que no se daba cuenta; dejaría que la creyeran un objetivo fácil.

—Elena —continuó Lijuan, que empezó a bajar los escalones para acercarse a ellos— es una creación única, una inmortal con corazón mortal. —La multitud se abrió a su paso para contemplar su avance… a excepción de una deslumbrante pareja formada por un vampiro y una mortal, que no se apartó lo bastante rápido—. Adrian. —El nombre fue pronunciado en un suave susurro.

El renacido (el que tenía esa piel que recordaba a la sabana), le arrancó el corazón a la mujer humana y, casi al mismo instante, hundió los colmillos en su cuello para desgarrarle la yugular. La mujer seguía en pie cuando Adrian estiró el brazo para rebanarle la garganta al vampiro. Luego empezó a descuartizar su cuerpo hasta que la desafortunada criatura quedó convertida en un montón de carne. La humana muerta cayó junto a los restos de su compañero. El vapor se alzaba aún de las vísceras cuando Adrián (que titubeó un instante, como si sintiera la tentación de lamer la sangre que cubría su piel) sacó un pañuelo de mano y empezó a limpiarse.

Tras dejar atrás a la pareja asesinada como si nada hubiera ocurrido, Lijuan se situó frente a Elena.

—Algunos dirían que ese corazón mortal es una debilidad que devalúa el don que Rafael te ha otorgado.

—Es mejor un corazón mortal —dijo Elena en voz baja— que un corazón que no siente nada en absoluto.

Una sonrisa, casi infantil, y mucho más aterradora por esa misma razón.

—Bien dicho, Elena. Bien dicho. —Dio una única palmada, una orden silenciosa—. Para distinguir esta ocasión, esta reunión entre ancianos y recién nacidos, me gustaría regalarte un recordatorio, un obsequio de alguien antiguo para alguien nuevo. Algo tan especial, tan único, que lo he mantenido oculto incluso a los ojos de mi propia corte.

El dolor causado por el último regalo de Lijuan aún era una herida abierta en su alma, pero Elena enderezó la espalda y se mantuvo firme, a sabiendas de que aquella era una prueba que debía superar si no quería ser considerada durante el resto de su existencia como el juguetito mortal de Rafael.

—Phillip. —Una mirada dirigida al vampiro chino de rostro indeciblemente hermoso.

Phillip desapareció entre el gentío.

—Solo tardará un momento. —Lijuan concentró su atención en Rafael—. ¿Qué tal está Keir? Hace siglos que no lo veo.

Fue un intento de entablar conversación que resultó de lo más extraño, como si Lijuan se hubiera puesto una máscara que no le sentaba bien. Elena escuchó la respuesta de Rafael, pero sus ojos estaban clavados en las sombras en las que Phillip había desaparecido. Su corazón latía a mil por hora, y una gota de sudor se deslizó por su columna.

La maldad se aproximaba más y más con cada segundo que pasaba, hasta que al final casi pudo notar su sabor en la lengua.

Tierra, y ese hedor dulzón a podredumbre que acompañaba a todos los renacidos.

Una especia para la que no tenía nombre. Una pizca de jengibre. El calor dorado de los rayos de sol.

Supo qué sería ese horror antes de que Phillip apareciera con un apuesto ser con el cabello de color caoba bendecido con unos ojos castaños oscuros, unos ojos que invitaban a las mujeres a la tentación. Había sido una estrella de cine antes de ser Convertido. Las chicas jóvenes tenían pósters con su foto en las paredes de sus dormitorios, y pronunciaban su nombre entre risillas nerviosas.

La criatura la miró a los ojos.

«Ven aquí, pequeña cazadora. Pruébala.»

Esas palabras eran un susurro ronco en su cabeza, un millón de gritos convertidos en uno. Elena sabía que Lijuan le estaba diciendo algo, pero lo único que oía era esa voz cantarina que la había atormentado durante casi veinte años.

«—"Corre, corre, corre…" —Una parodia absurda del intento de Ari, su hermana moribunda, por ayudarla—. Ella no huirá. Le gusta, ¿no lo ves?»

Elena sintió que el agujero negro de la pesadilla se abría bajo sus pies, como un abismo sin fondo del que jamás podría escapar. La absorbió, la provocó con la risa que brillaba en los ojos del monstruo, con la nauseabunda alegría de su expresión, como si estuvieran unidos, como si él la hubiera reclamado. Notó que empezaban a temblarle las piernas, y sintió un vuelco en el corazón cuando regresó de nuevo a ese suelo, cuando comenzó a arrastrarse otra vez sobre las baldosas cubiertas de sangre que hacía resbalar sus manos, que la mantenía prisionera. El suelo estaba húmedo y frío, pero los ojos de Ari…

Una ráfaga de lluvia en su cabeza, fuerte y salvaje. Una esencia que traía el mar y el viento.

Elena, estoy contigo.

De pronto, una idea sazonada con la fuerza implacable de la marea: no estaba sola en esa habitación. Ya no. Animada por esa certeza, se alejó del abismo y volvió al presente, donde pudo contemplar la repugnante imagen de Slater Patalis junto a Lijuan.

El cuello de pico de su camiseta relevaba una piel suave e inmaculada, sin rastro de la fea cicatriz en forma de «Y» resultante de la autopsia que le habían practicado los patólogos forenses del Gremio. Elena había visto ese vídeo una y otra vez, hasta que tuvo la certeza de que estaba muerto. La muerte era poco castigo después de todo lo que ese monstruo le había robado, pero se había hecho justicia. Lijuan no tenía derecho a quitarle eso, no tenía derecho a utilizar las muertes de Belle y de Ari como parte de un juego que solo la entretendría durante un tiempo efímero.

El cuerpo de Elena se llenó de una furia absoluta y cegadora. Una furia que destilaba una especie de pureza que no había sentido jamás. El monstruo sonreía mientras sus hermanas yacían en la tumba, mientras el cuerpo de su madre colgaba para siempre en los muros de su mente, creando una sombra alargada que nunca olvidaría.

Su columna vertebral se convirtió en acero, en un acero forjado en los fuegos del sufrimiento.

—Aodhan —dijo. Sabía que Lijuan no adivinaría la intención de su invitada, que no la creería capaz—, ¿te importaría arrodillarte un instante?

El ángel se arrodilló con elegancia un instante después y agachó la cabeza… para permitirle coger las espadas que colgaban en la parte central de su espalda. Tras sacar una de esas hojas letales de su funda, Elena cortó la cabeza sonriente de Slater Patalis de una única estocada, ya que su fuerza se veía alimentada por décadas de angustia.

La sangre empezó a manar con tanta fuerza de las arterias que le salpicó la cara y convirtió las flores de cerezo en manchas negras, pero Elena le clavó la espada en el corazón y la retorció para convertir dicho órgano en picadillo. El cadáver del vampiro cayó al suelo con un ruido sordo mientras ella retiraba la hoja cubierta de sangre.

—¿Crees que ella podrá revivirlo después de esto? —le preguntó a Rafael con una voz carente de inflexiones, de piedad. Slater no se merecía sus emociones, no se merecía nada salvo la gélida mano de la justicia que tanto se había demorado.

—Tal vez. —El fuego de ángel apareció de pronto en la mano del arcángel—. Pero con esto me aseguraré de que su muerte sea permanente.

Un montón de cenizas grises fue lo único que quedó allí donde había estado el cuerpo del peor asesino en serie de la historia reciente.

El incidente solo había durado unos cuantos segundos. Aún con la espada en la mano, Elena miró a Lijuan a los ojos.

—Te pido disculpas —dijo, rompiendo el atronador silencio—, pero el regalo no era de mi agrado.

El cabello de la arcángel china se agitó hacia atrás cuando ella se situó frente a Elena, al otro lado de las cenizas de Slater.

—Has acabado muy pronto con mi diversión.

—Si la muerte es ya lo único que te divierte —comentó Rafael con un tono afilado como una daga—, quizá haya llegado el momento de que dejes de interferir en el mundo de los vivos.

Lijuan enfrentó su mirada. Sus ojos eran tan claros que no tenían iris, ni pupilas; no eran más que una interminable extensión de blanco iridiscente.

—No, aún no me ha llegado el momento de dormir. —Alzó una mano y deslizó el dorso por el rostro del renacido de piel oscura que se había acercado a ella—. Y Adrian tampoco está listo para morir.

El poder llenó el aire hasta que la carga de electricidad arrancó chispas de la piel de Elena. Notó que Rafael empezaba a resplandecer, y cuando vio que Aodhan se levantaba para desenvainar la espada que le quedaba y que Jason salía de las sombras, supo que aquella batalla acabaría con todos ellos.

La muerte será un precio justo a pagar para detenerla, le dijo a Rafael.

Mi guerrera, tan valiente como siempre. Era un beso.

Cuando le devolvió la espada a Aodhan y sacó la pistola (que no detendría a un vampiro, pero quizá fuera capaz de distraer a una arcángel durante una fracción de segundo), percibió una ráfaga de poder a la derecha de Rafael, un poder que ya había saboreado antes. Michaela.

La arcángel se había situado al lado de Rafael.

Otra llamarada de poder. Y luego otra, y otra, y otra.

Elijah, Titus, Charisemnon, Favashi, Astaad.

Fuera lo que fuese lo que había llevado a los demás arcángeles a unirse contra Lijuan, la combinación de sus poderes provocaba un estallido de calor, uno que la habría impulsado fuera del círculo si no hubiera contado con el soporte de Rafael y de Aodhan.

Un viento frío, muy frío. Poder. Un poder inmenso. Y todo sazonado con muerte.

Lijuan se echó a reír.

—Vaya, así que todos estáis contra mí. —La diversión era patente en cada sílaba—. No os podéis ni imaginar lo que soy.

El poder de Lijuan era frío. Gélido en comparación con el calor del de los demás. Rafael estaba en lo cierto, comprendió Elena, horrorizada: era posible que la más antigua de los arcángeles se hubiera Convertido en una verdadera inmortal, que hubiera escapado a las garras de la muerte. Fue una idea que se le pasó por la mente cuando miró a Adrian a los ojos.

Líquidos y oscuros, esos ojos parecían calmados, pacientes y… llenos de sufrimiento. Él lo sabía, pensó Elena, comprendía en qué se había convertido. Sin embargo y a pesar de todo, su devoción ardía con una llama constante, tanto que resultaba doloroso contemplarla. Mientras ella lo observaba, Adrian se situó a la espalda de Lijuan y le apartó el pelo del cuello. La arcángel pareció no notarlo… o quizá tenía en tanta estima a su creación que lo aceptaba sin más.

Así pues, cuando Adrian inclinó la cabeza y colocó la boca sobre la piel de Lijuan, Elena creyó que solo era un beso macabro, una oración a su diosa. Luego vio la lágrima brillante que se deslizó sobre la piel azabache de Adrian: amaba a Lijuan, se dijo Elena con el corazón en un puño, y aunque estaba atrapado en el interior del caparazón silencioso que la arcángel china le había otorgado, era capaz de comprender que ella se había transformado en una criatura horrible. Lijuan empezó a sangrar antes de que esa lágrima le llegara a la mandíbula. Dos hilillos rojos serpentearon por su cuello antes de fundirse con el tejido diáfano de su vestido para formar una impactante mancha de color en mitad de aquel poder incandescente.

Lijuan se tambaleó.

—¿Adrian? —Su perplejidad casi parecía humana—. ¿Qué estás haciendo?

—Te está matando —dijo Rafael—. Has creado tu propia muerte.

Lijuan lo empujó con una sola mano. El cuerpo de Adrian voló hasta Favashi, y ambos cayeron al suelo. La arcángel persa se puso en pie al instante, pero el cuerpo del renacido se quedó donde estaba.

—Yo soy la muerte —dijo Lijuan, cuya voz había recuperado la fuerza a pesar de que la sangre seguía empapando su vestido—. Vosotros no tenéis poder en esta tierra. Marchaos y os perdonaré.

Elijah sacudió la cabeza.

—La condición de tus renacidos es contagiosa.

Elena siguió su mirada y abrió los ojos de par en par a causa del horror al darse cuenta de que la humana a la que Adrian había matado se esforzaba por ponerse en pie y arañaba los adoquines con las uñas mientras la gente que la rodeaba lo contemplaba todo con incredulidad.

Madre de Dios.