Rafael estaba furioso. Sin embargo, pensó Elena, esa furia limpia e incandescente era algo que ella podía manejar. Cuando se convertía en el ser que había sido con Michaela, Elena temía por su alma.
—Háblame de tu infancia —le pidió—. Cuéntame cómo es crecer en un mundo de ángeles.
—Lo haré, pero primero te meterás en la cama y te traeré algo de comida.
Al darse cuenta de que esa era una batalla que no deseaba ganar, Elena se libró de la toalla y se puso una de las camisas de Rafael mientras él iba a la otra habitación a buscar la comida. Las aberturas de la espalda quedaban holgadas alrededor de sus alas, pero no encontró nada con lo que ceñírselas. Tras decidir que no merecía la pena molestarse en buscar las escurridizas hebillas, se sentó tranquilamente en la cama a esperar a que él regresara.
Rafael se detuvo unos instantes al verla.
—Me sorprende que hayas obedecido una orden.
—Soy una persona razonable… siempre que la orden lo sea.
Un brillo de diversión iluminó el azul ártico de sus ojos mientras el arcángel dejaba la bandeja de aperitivos en la parte del colchón que quedaba entre ellos. Luego colocó los vasos de agua sobre la mesita y se sentó en la diagonal opuesta a ella. Habían estado en esa posición otras veces, pero en esas ocasiones anteriores Rafael ocupaba el lugar en el que ahora se encontraba ella.
Muy consciente de la sutil distancia que los separaba, Elena cogió un diminuto sándwich relleno de lo que parecían rodajas de pepinillo.
—¿Y bien?
Pasó un buen rato antes de que Rafael empezara a hablar.
—Es una alegría crecer entre los ángeles. Por lo general, se mima y se consiente a los infantes. Ni siquiera Michaela dañaría el corazón de un pequeño.
A Elena le resultó difícil de creer. No obstante, Michaela se había levantado una vez de la cama para liberar lo que ella consideraba un pájaro atrapado. La arcángel no se comportaba siempre como la malvada bruja del oeste, por más que a Elena le hubiera gustado encasillarla en ese papel.
—Mi infancia fue de lo más normal, salvo por el hecho de que mi padre era Nadiel y mi madre, Caliane.
Elena dejó escapar un suspiro.
—¿Eres el hijo de dos arcángeles?
—Sí. —Rafael se volvió para contemplar las montañas, pero Elena sabía que no eran las cumbres nevadas ni el cielo estrellado lo que veía—. Aunque no es algo tan afortunado como podría parecer.
La cazadora permaneció en silencio, a la espera.
—Nadiel era casi contemporáneo de Lijuan. Tenía tan solo unos mil años más que ella.
Mil años. Y Rafael lo decía como si no fueran nada. ¿Qué edad tenía Lijuan?
—Era uno de vuestros ancianos.
—Así es. —Rafael se volvió hacia ella de nuevo—. Recuerdo las historias que contaba sobre batallas y asedios acaecidos mucho tiempo atrás, pero sobre todo recuerdo su muerte.
—Rafael…
—Y ahora sientes lástima por mí. —El arcángel sacudió la cabeza—. Ocurrió en los albores de mi existencia.
—Pero era tu padre.
—Sí.
Elena recorrió con la mirada ese rostro masculino e increíblemente hermoso antes de colocar la bandeja de comida en el suelo. Él la observó en silencio mientras apartaba las mantas para situarse frente a él y apoyarle la mano en el muslo.
—Los padres y las madres —dijo ella al final— dejan su marca en nosotros, sin importar si están a nuestro lado durante toda la vida o solo un día.
Rafael alzó una mano para acariciarle el ala, hasta el lugar donde el negro se transformaba en añil.
—Rafael… —Fue una reprimenda pronunciada con voz ronca.
—No he hablado de mis padres en muchos siglos. —Otra caricia sutil en sus alas—. Mi madre ejecutó a mi padre.
Esas palabras atravesaron la neblina de placer con implacable precisión.
—¿Lo ejecutó? —La mente de Elena se llenó de imágenes de cuerpos destrozados en descomposición. Su memoria regresó al perverso campo de recreo de Uram.
—No —dijo Rafael—, él no se convirtió en un nacido a la sangre.
Las esencias del viento y la lluvia habían desaparecido de la mente de Elena.
—¿Cómo has sabido que pensaba en eso?
—Tu rostro es una máscara de horror. —Los ojos masculinos tomaron ese color que carecía de nombre, que estaba cargado de recuerdos—. Uram reverenciaba a mi padre.
—¿Por qué?
—¿No lo adivinas, Elena?
No fue difícil, no cuando pensó en lo que sabía sobre Uram.
—Tu padre pensaba que los ángeles deberían ser adorados como si fueran dioses —dijo Elena muy despacio—. Que los mortales y los vampiros deberían postrarse ante vosotros.
—Exacto.
Alguien llamó a las puertas de la terraza antes de que ella pudiera decir algo. Elena echó un vistazo por encima del hombro, pero solo vio oscuridad.
—¿Es Jason?
—Sí —contestó Rafael, que se levantó de la cama con expresión seria—. Y Naasir aguarda abajo.
Elena lo observó mientras salía al balcón. Aunque sabía que Jason estaba allí, no logró distinguir las alas negras del ángel.
Vístete, Elena.
Desconcertada por el tono apremiante de la orden, salió de la cama y se puso unas braguitas de algodón, pasando por alto los moratones de su espalda y sus piernas, que mostraban ya un horrible tono púrpura. Luego se puso unos pantalones negros fabricados con un material resistente parecido al cuero, y, tras quitarse la camisa de Rafael, se enfundó una camiseta que rodeaba su torso con un complicado sistema de correas: un sistema que cubría su pecho, dejaba sus brazos libres y mostraba la mayor parte de su espalda. Todo le quedaba ajustado, lo que le permitía moverse con libertad y no tener que preocuparse por la posibilidad de verse limitada por los tejidos.
Puesto que había percibido el frente frío que se avecinaba, se puso unas mangas largas y ceñidas que se aseguraban justo por debajo de los hombros, unas prendas que abrigaban y dejaban los brazos libres de restricciones. Cuando cogió las botas, dirigió sus pensamientos a Rafael, a sabiendas de que ya no se encontraba en la terraza.
¿Dónde?
Dmitri te escoltará.
El vampiro la esperaba en el pasillo y, por una vez, no había nada en él que evocara relaciones sexuales… a menos que a uno le gustara el sexo letal. Vestía pantalones de cuero negros, una camiseta del mismo color que se ajustaba a su musculoso torso, y un abrigo largo, también negro, que le llegaba hasta los tobillos. Era la personificación del peligro y la muerte. Había varias correas sobre su pecho, y Elena supo que pertenecían a una cartuchera doble.
—¿Armas? —preguntó el vampiro.
—Pistolas y cuchillos. —Las dagas se encontraban a ambos lados de sus muslos, pero se había guardado la pistola en la bota después de pensar en colocársela en la parte baja de la espalda y decidir que aún no confiaba lo bastante en sus alas.
—Vamos. —Dmitri ya había echado a andar.
Cuando salieron, el cielo era una manta exótica, negra y brillante, y las estrellas se veían con tanta claridad que daba la impresión de que uno podía tocarlas con solo estirar el brazo. La primera nevada en el Refugio resplandecía en el suelo. Debía de haber caído en silencio durante el tiempo que ella había permanecido en el interior.
—¿Tus heridas son muy graves? —Una mirada fría. Los ojos del vampiro la evaluaron como si ella no fuera más que otra herramienta.
—Estoy operativa —respondió Elena, a sabiendas de que podría moverse a pesar de la rigidez de sus músculos y del dolor sordo que atenazaba su pecho—. No tengo nada roto.
—Tal vez sea necesario que realices un rastreo.
—Esa parte de mí nunca deja de funcionar. Como tú sabes muy bien.
—No me gustaría que perdieras la práctica… —Palabras indiferentes, aunque sus ojos eran los de un depredador en busca de su presa. Avanzó con zancadas rápidas hacia una zona del Refugio que parecía haber sido creada para dar alojamiento a las familias de tamaño medio.
Las luces estaban encendidas en todas las ventanas que dejaban atrás, pero el mundo estaba sumido en un silencio espeluznante.
—Por aquí. —Dmitri se encaminó hacia un estrecho pasadizo iluminado por farolas que pareció transportarlos hasta la Inglaterra del siglo XIX.
Con la mente llena de posibilidades, Elena mantuvo la vista fija en el camino que serpenteaba a un lado y a otro. Al final, el pasadizo los condujo hasta una pequeña casa situada al borde de un precipicio.
Un lugar perfecto.
El precipicio sería un lugar ideal para remontar el vuelo con rapidez, y había mucho espacio delante para los aterrizajes. Sin embargo, dada la situación del terreno, solo había una manera de llegar allí a pie: el sendero que ellos acababan de tomar. Un rastro muy fácil de seguir, así que ¿por qué necesitaba Rafael una rastreadora?
Elena.
Se encaminó hacia la casa siguiendo la voz mental de Rafael… y percibió que el olor del hierro se convertía en el del óxido. Se quedó paralizada en la entrada. Su pie se negaba a cruzar el umbral.
«Plaf.
Plaf.
Plaf.
—Ven aquí, pequeña cazadora. Pruébala.»
Un recuerdo impactante que la arrastró al pasado con tal brutalidad que Elena no pudo evitarlo.
«Belle todavía estaba con vida cuando entró. Pero solo por una fracción de segundo, ya que sus ojos quedaron cubiertos por la película de la muerte cuando Elena estiró el brazo hacia ella…»
Una ráfaga de esencias. El chocolate más delicioso, el champán más caro. Promesas de placer y dolor. Excitación pura y dura, y tan fuera de lugar en ese momento que consiguió sacarla de la espiral de pesadillas. Tras coger aliento, Elena atravesó el umbral y se obligó a adentrarse en otro hogar mancillado por el beso de la perversidad.
La esencia de Dmitri comenzó a desvanecerse casi de inmediato, y a una velocidad vertiginosa. El vampiro se marchaba, comprendió Elena, consciente de que ella no podría realizar un rastreo eficiente si su intensa esencia impregnaba el aire. No obstante, se había quedado el tiempo necesario para darle una bofetada cuando vaciló junto a la puerta.
Y eso hacía que estuviera en deuda con él.
Elena frunció el ceño ante esa idea y se concentró en lo que la rodeaba. Era evidente que aquella estancia era el salón principal, sobre todo por el techo abovedado y la sensación de amplitud. Los libros llenaban las estanterías alineadas en las paredes, y había una alfombra tejida a mano, de color azul persa, bajo sus pies. A su izquierda vio una copa sobre una mesita de madera tallada, y debajo había una especie de juguete. Ver ese objeto destrozado le heló la sangre. Los ángeles, como ahora ya sabía, tenían hijos.
Cuadró los hombros en intento por prepararse para los horrores que podría encontrar, e ignoró las puertas que había a los lados para dirigirse al pasillo que conducía a la estancia trasera.
Paredes blancas salpicadas de rojo.
El sonido de los sollozos de una mujer.
Un vaso volcado. Una manzana roja sobre la encimera.
Fragmentos de pensamientos, imágenes que resurgían como esquirlas de cristal. Tenía la garganta cerrada y la espalda rígida, pero se obligó a soportarlo, a fijarse en todo. Lo primero que vio fue que Rafael estaba arrodillado delante de otro ángel, de una criatura femenina diminuta con rizos negros azulados y alas castañas veteadas de blanco. Las alas del propio Rafael se extendían sobre el suelo, ajenas a ese fluido que llenaba de manchas oscuras el tono dorado.
Encuéntralo.
Una orden teñida de emociones violentas.
Elena asintió con la cabeza, respiró hondo… y se vio inundada por una avalancha de esencias.
Manzanas frescas.
Nieve derretida.
Vestigios de gajos de naranja sumergidos en chocolate.
Puesto que a esas alturas ya no le sorprendía la extravagancia de las esencias de los vampiros, registró hasta la última de ellas hasta llegar a sus componentes básicos… hasta que pudo aislar esa particular combinación de matices inmersa en otras miles.
No obstante, la otra esencia, la de las manzanas frescas y la nieve, no era de un vampiro. Su composición era única, diferente a todas las que había percibido con anterioridad. La inspeccionó por segunda vez. No, no le pertenecía a ningún vampiro. Y no era, como había pensado al principio, una simple intensificación de las esencias presentes en el ambiente. Esa esencia le pertenecía a otra persona.
El sabor fresco y embriagador del mar. Un viento que erosionaba sus mejillas.
Un gusto a primavera, a luz de sol, a césped recién cortado.
Y bajo todo eso, el fluctuante y familiar sabor de las pieles.
Sin embargo, en esa ocasión no era Dmitri.
—¿Quién vive aquí? —consiguió preguntar pese al caos de impresiones—. Nieve, manzanas, pieles y primavera. —No tenía sentido, pero Rafael estaba en su mente casi antes de que terminara de hablar. Elena contuvo el impulso de rechazarlo al darse cuenta de que él necesitaba saber qué era lo que había percibido.
Sam es la nieve y las manzanas; el aroma de las pieles pertenece a su padre; su madre es la primavera.
Elena sintió que se le helaba el corazón en el pecho mientras enfrentaba el azul imposible de los ojos del arcángel.
—¿Dónde está Sam?
—Se lo han llevado.
La diminuta criatura se llevó el puño a la boca; su mano era tan pequeña que podría haberse confundido con la de un niño.
—Encuentra a mi hijo, cazadora del Gremio. —Las mismas palabras que en boca de Rafael habrían sido una orden, eran una súplica en labios de ella.
—Lo haré. —Era una promesa, un juramento.
Elena se agachó para volver a evaluar las esencias. Luego se puso en pie e inclinó la cabeza como el sabueso que era.
Un levísimo aroma a naranjas.
Siguió el rastro. Pasó junto a Rafael y la madre de Sam antes de colocar la mano en el picaporte. La esencia la atravesó con un estremecimiento.
—Sí… —susurró. Sus sentidos de cazadora cantaban ante la sensación de reconocimiento. Tiró de la puerta y salió fuera… a la nada.